Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

lunes, 16 de agosto de 2021

¿Fin del imperio mexica?





La disputa que entablan los usos políticos del pasado –no la historiografía académica, que ha llegado a algunos consensos sobre la conquista- es, en buena medida, si en estos días se conmemora el fin del imperio mexica o el nacimiento del reino de la Nueva España. Como sabemos, ninguna de esas dos cosas sucedieron aquel 13 de agosto de 1521. 

 La guerra de la memoria se atiza cuando el fin del imperio se asocia con la derrota de toda una civilización y el surgimiento del virreinato con la victoria de la conquista y la evangelización. Pero incluso en esas connotaciones, tampoco es precisa la disputa y no sólo por el hecho, tan repetido, de que la caída de Tenochtitlan fue obra de 900 españoles y 200 000 mesoamericanos (tlaxcaltecas, cempoaltecas, totonacas y huejotzingas…), rivales de los mexicas. 

 Siempre será inverosímil aquella escena de La visión de los vencidos (1959) de Miguel León Portilla, en que Cuauhtémoc, capturado por García Holguín en la canoa en que huía, es conducido ante Hernán Cortés y, señalándole su daga, le dice: “quitadme la vida que será muy justo, y con esto acabaréis el reino mexicano, pues a mi ciudad y vasallos tenéis destruidos y muertos”. Al ver la rendición de su príncipe el pueblo dijo: “ahí va a entregarse a los dioses”. 

 El propio Cortés y otros cronistas como Francisco López de Gómara y Bernal Díaz del Castillo no ponen en boca de Cuauhtémoc esas palabras exactas, aunque sí coinciden en que el tlatoani pidió al conquistador que lo matase. La muerte de Cuauhtémoc no representó el fin del reino, ya que luego de su tortura y ejecución, cuatro años después del sitio de Tenochtitlan, fue sucedido por Tlacotzin, nieto de Tlacaelel.  

Concordaban los cronistas en el relato preciso de la destrucción de la ciudad, la muerte y el desahucio de sus habitantes. López de Gómara hablaba de la muerte de “cien mil enemigos sin contar los que mató el hambre y la pestilencia”. Díaz del Castillo, que fingía no querer hartar a sus lectores con tanta masacre, se regodeaba en la imagen de la laguna hedionda, “llena de cuerpos muertos”. 

 Para los cronistas el escenario dantesco de la caída de Tenochtitlan era comparable a la destrucción de Jerusalén por las legiones romanas comandadas por Tito, luego del sitio de tres años. Aunque la guerra de conquista se extendió de 1519 a 1521, el sitio de Tenochtitlan duró tres meses. La analogía se explota en la Historia verdadera (1632) de Díaz del Castillo, donde aquellos habitantes de Jerusalén eran presentados, siguiendo los anales católicos y romanos desde Flavio Josefo, como fariseos y herejes. 

 Lo cierto es que la destrucción de Tenochtitlan no acabó con el imperio mexica así como el sitio de Masada no puso fin a la gran civilización hebrea. Las comunidades de los pueblos originarios sobrevivieron y reprodujeron sus vidas, bajo las mismas leyes, instituciones y autoridades y preservando buena parte de sus cultos, usos y costumbres. Mudaron sus centros ceremoniales a otras zonas de la ciudad y aprendieron a aprovecharse de las nuevas normas virreinales en la “república de indios”. 

 Estudios recientes como los de las historiadoras Barbara E. Mundy y Camilla Townsend, editados por la indispensable Grano de Sal, narran esa sobrevivencia del imperio mexica dentro de la Nueva España. La conquista y evangelización fueron fenómenos crueles y disruptivos, pero no aniquilaron aquella civilización. Más bien, los pueblos originarios tuvieron una enorme capacidad de resistencia y adaptación que explica el esplendor y la originalidad de la cultura nahua bajo la monarquía católica. 

 El anticolonialismo, qué duda cabe, es una causa noble y justa, que ha dado vida a lo mejor de la tradición intelectual y política latinoamericana. Pero sin el acompañamiento del saber histórico acumulado, esa causa puede quedar reducida al conjunto de tópicos que nutren los discursos demagógicos y panfletarios de los políticos de turno.

martes, 10 de agosto de 2021

Pensar la izquierda en Puerto Rico



La persistente condición colonial de Puerto Rico ha producido una cultura política capturada por los dilemas de la soberanía. En sentido inverso y, a la vez, similar a Cuba, los márgenes para pensar fenómenos globales, que importan a las izquierdas democráticas, como los estallidos sociales, el feminismo, el antirracismo, la ecología o la reinvención de lo común, se ven constreñidos por opciones en pugna como la independencia o la anexión. 

 El filósofo e historiador de la Universidad de Puerto Rico, Carlos Pabón Ortega, ha decidido pensar a contracorriente de esa captura soberanista. Su último libro, Después del “fin de la historia” (2020), reúne ensayos que abordan los temas emergentes de la izquierda democrática global, desde una perspectiva teórica de la mayor actualidad y sofisticación. 

 Pabón parte de la desmitificación del “fin de la historia” de Fukuyama y otros clichés del triunfalismo liberal posterior a 1989. Pero su cuestionamiento a fondo del horizonte neoliberal no suspende la visión crítica sobre el legado totalitario del socialismo real del siglo XX. Reconstruye Pabón las visiones contrapuestas sobre el comunismo de Francois Furet y Eric Hobsbawm y, frente a la conocida disputa, elige una tercera mirada: la de Enzo Traverso en La historia como campo de batalla (2012). 

 La izquierda democrática del siglo XXI no puede aceptar el cierre de alternativas que supone la hegemonía neoliberal. Pero tampoco puede, si quiere acreditar seriamente su apuesta por la democracia, deshacerse de los conceptos de totalitarismo y autoritarismo y sus modalidades prácticas después de la Guerra Fría. Izquierda democrática significa, en esencia, combatir las desigualdades del capitalismo y extender derechos sociales a las mayorías sin restringir libertades civiles y políticas. 

 El campo referencial de Pabón no es todo el neomarxismo sino el flanco de esa corriente teórica que elige racionalmente la pluralización y radicalización de la democracia: Laclau, Mouffe, Hardt, Negri, Balibar, Brown…. No es esta una vertiente asimilable al neocomunismo que, ahistóricamente, identifica la democracia con el liberalismo y quiere deshacerse de ambos por medio de un alineamiento geopolítico con los nuevos autoritarismos. 

 Pero tampoco se trata, únicamente, de un gesto teórico. Como muestra algún ensayo, Pabón respaldó la primera campaña presidencial de Bernie Sanders y acompañó su inscripción en el “socialismo democrático”. A partir de 2016, el profesor de Río Piedras se posicionó públicamente contra el “populismo de derecha” de Donald Trump y la rearticulación de un nacionalismo postfascista. 

 Cuando en 2019 estallaron las manifestaciones multitudinarias que demandaron la destitución del gobernador Ricardo Roselló, el historiador no dudó en calificar las protestas como un “estallido social”, espontáneo y horizontal, del tipo que tuvo lugar en la Primavera Árabe, los “indignados” en España, la Plaza Sintagma en Atenas, Occupy Wall Street en Nueva York y casi todos los países latinoamericanos. 

 El surgimiento de una corriente socialista dentro del Partido Demócrata de Estados Unidos, que se identifica con el Green New Deal, el Medicare for All, el salario mínimo y el aumento de impuestos para las minorías opulentas, es saludado por este intelectual puertorriqueño. Una posición, que en ese país caribeño, lo mismo que en Cuba, debe enfrentarse no sólo a los prejuicios de la derecha conservadora y anticomunista sino a una poderosa izquierda ortodoxa y nacionalista que aborrece el socialismo democrático en general y, sobre todo, si proviene de Estados Unidos. 

 Desde sus primeros ensayos de los años 90, reunidos en el libro Nación postmortem (2002), Carlos Pabón se propuso imaginar un lugar para la izquierda puertorriqueña, más allá del nacionalismo. Con este libro, veinte años después, prueba que lo ha conseguido.

martes, 3 de agosto de 2021

Meditar el duelo



El azar quiso que el duelo por la muerte de un querido amigo de la juventud coincidiera con la lectura de Yoga (2020) de Emmanuel Carrère. Como casi todos los libros de Carrère, este es un ejercicio de no ficción, pero con una trampa que se agradece. Parece ser una memoria y una reflexión sobre la experiencia del escritor con el yoga y la meditación, pero acaba siendo una ejemplar confesión de la locura y el duelo. 
 
Carrère describe al detalle la técnica Vipassana. Se detiene en las peripecias del sujeto para trascender el Samsara, contener o desviar los Vrittis y producir un abandono del yo. El concepto de meditación que propone, sin embargo, prescinde de cualquier misticismo y se apega a una descripción física, casi mecánica, que reafirma el estilo de su ficción real. La meditación, dice, no es más que la observación precisa de la respiración. Lo que importa al meditar es concentrarse en medir la inspiración y la expiración, advertir la dimensión de cada una, sus temperaturas y volúmenes, sus continuidades y pausas. 

La meditación es eso: sentarse inmóvil, en silencio, en una suspensión radical de la conciencia y despegarse de la identidad. El libro sorprende cuando ese mundo de Vipassana y yoga se tambalea con una depresión del escritor, que lo lleva a un internamiento en el hospital psiquiátrico de Sainte Anne, en París, por cuatro meses. Con la misma precisión que ha contado los asesinatos Romand, en El adversario (2000), o las excentricidades de un político ruso, en Limónov (2011), Carrère narra su diagnóstico, sintomatología y terapia por “episodio depresivo con elementos melancólicos e ideas suicidas en el marco de un trastorno bipolar”. 

La exhaustividad con que Carrère transcribe su hoja clínica es, por momentos, perfectamente técnica, impersonal: “ralentización psicomotora moderada con hipomimia, facies triste pero reactividad emocional. Tristeza, anhedonia, abulia, sufrimiento moral, astenia con gasto psíquico y físico en la realización de actividades cotidianas…” La transcripción del lenguaje psiquiátrico, sin desvíos, dispersiones o dramatismos, es una forma de meditar la locura. 

 Pero hay otra meditación ineludible en Yoga y es la del duelo. El libro cuenta dos muertes de amigos cercanos: la de Bernard Maris, brillante economista y escritor, miembro del equipo editorial del semanario Charlie Hebdo, víctima del atentado yihadista de 2015, y la de Paul Otchakovsky-Laurens, editor de Georges Perec y Marguerite Duras -y también de los primeros libros de Carrère-, que murió en un accidente de tráfico en la isla Marie-Galante, en el Caribe francés, en 2018. 

 Carrère propone meditar el duelo por medio del recuerdo nítido de cada uno de sus amigos. De Maris recordaba su amor por Hélène F., su enorme biblioteca, sus lecturas de Keynes y Marx, su tardía incursión en la novela y su caro abrigo de piel, que le daba un aire de proxeneta ruso. A Otchakovsky prefería recordarlo en la barra de una cantina en Guadalajara, donde coincidieron en alguna Feria del Libro, en la que Carrère confesó a su editor, después de treinta y cinco años de amistad, que tecleaba con un dedo. 

 El duelo parece ausentarse cuando Carrère llega a Leros, la isla griega del mar Egeo, donde una amiga organiza cursos de escritura creativa para jóvenes refugiados del Medio Oriente. Pero incluso ahí, el duelo emerge en la historia de su anfitriona, cuya hermana gemela, esquizofrénica, desapreció un día sin dejar rastro. La sobreviviente tiene un tic: voltea la cabeza a la izquierda, como buscando una sombra. 

 Al final, Carrère rescata esta frase de Scott Fitzgerald: “todas las vidas son un proceso de demolición”. Mi amigo de juventud murió en un derrumbe en Miami. Hace diez años, en esta misma ciudad, murió otro gran amigo, Lichi Diego, que pensaba que la vida es lo que sucede entre el café de la mañana y una comida abundante, rodeada de gente querida. El resto era siesta y telenovela.