Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

miércoles, 30 de diciembre de 2009

La herética ortodoxia de Joseph de Maistre

El pensador saboyano Joseph de Maistre es presentado, con frecuencia, junto al británico Edmund Burke, como uno de los fundadores del conservadurismo decimonónico. Es cierto que ambos fueron críticos de la Revolución Francesa, el segundo en sus Reflexiones (1790) y el primero en sus Consideraciones sobre Francia (1796). Pero las críticas de uno y otro al fenómeno revolucionario respondían a motivaciones intelectuales diferentes: para Burke la mayor amenaza de la Revolución se hallaba en la suplantación del derecho consuetudinario, protector del individuo, por una visión abstracta de los derechos naturales, generadora de la dictadura de la mayoría; para De Maistre, lo peor de la Revolución era su “maldad”: su implementación de una nueva religiosidad política, a su juicio, anticristiana.
En los dos últimos siglos, a las tradiciones ideológicas jacobinas, bolcheviques y comunistas –no tanto a la liberal, la socialdemócrata o la democristiana- les ha costado trabajo discernir entre el pensamiento político de Burke y el de De Maistre. Muchos han preferido no dar importancia a que Burke fue, en realidad, un old whig más que un new tory, es decir, un defensor del sentido representativo y constitucional de la monarquía británica, sin visos de absolutismo, como los que aparecen en la rígida lealtad borbónica de De Maistre, y sin una idea teológica de la política como la que desarrolló este último a partir de su formación jesuítica. Si Burke se entiende como conservador, en el sentido moderno y no antiliberal del término, De Maistre puede ser entendido como reaccionario.
Como muchos reaccionarios de los dos últimos siglos, De Maistre fue un pensador hábil, elocuente y polémico. Hay momentos en que se manifiesta en él una ortodoxia herética, por utilizar un oxímoron, que lo vuelve difícilmente ubicable en el conservadurismo de su época. No porque se acerque al liberalismo, como Burke, sino porque se aleja de las ideas conservadoras por el extremo derecho del espectro ideológico del siglo XIX. Esta dislocación se observa, por ejemplo, en el espléndido Tratado sobre los sacrificios, que han rescatado este año los inteligentes editores de Sexto Piso. No es raro que la defensa del sacrificio y de la “salvación por la sangre” del monarquista De Maistre haya sido aprovechada por más de un republicano y nacionalista francés a partir de la segunda mitad del siglo XIX.
Al igual que en otros textos suyos –las Consideraciones, el Ensayo sobre el principio generador de las constituciones políticas o Sobre el Papa-, De Maistre se enfrentaba a pensadores ilustrados franceses, como Condillac y Voltaire, que entendían los sacrificios humanos como prácticas salvajes de la antigüedad clásica o de culturas bárbaras. Según De Maistre, esos pensadores no entendían que hacer sacrificios a Dios era una necesidad de la condición culpable y pecaminosa del hombre, que confirmaba la fuerza de la religión en todas las culturas. Al defender el sacrificio como práctica religiosa, De Maistre se apartaba de muchos estereotipos ilustrados, que atribuían al paganismo, al hinduismo e, incluso, a las cosmogonías precolombinas de América una esencia “bárbara”.
El rito de arrancar el corazón y exprimir la sangre en la boca del ídolo, entre los aztecas, o el de las mujeres de la India, que se lanzan sobre las llamas, luego de recitar el Sancalpa, le parecen a De Maistre testimonios de la “horrible buena fe de esos pueblos”. Lo importante del sacrificio, aún del sacrificio humano, es ese espectáculo de entrega del hombre, finito, ignorante y culpable, a la grandeza, virtud y sabiduría de Dios: “no hay nada –concluye- que demuestre de una manera más digna de Dios lo que el género humano ha confesado siempre, incluso antes de que se le hubiese enseñado: su degradación radical, la reversibilidad de los méritos de la inocencia que redime al culpable, y la salvación por la sangre”.
Por la vía de la ortodoxia católica y contrailustrada de la época de la Santa Alianza –De Maistre, como es sabido, fue, entre 1802 y 1817, ministro plenipotenciario del rey de Cerdeña, Carlos Manuel IV, ante la corte del Zar Alejandro I, a quien asesoró en temas de política europea- este reaccionario se convertía, casi, en un defensor de la dimensión religiosa de las culturas paganas, precolombinas e hinduistas. Culturas que la mayoría de los liberales, conservadores y socialistas del siglo XIX consideró manifestaciones supersticiosas, heréticas y, cuando menos, primitivas, que ofendían o desvirtuaban al cristianismo y que debían ser superadas o transformadas por medio de la razón científica o de la “verdadera fe”.

lunes, 28 de diciembre de 2009

Mendel y los libros


Una tarde lluviosa de 1929, Stefan Zweig entra empapado al café Gluck de Viena. El deja vu se le vuelve insoportable e intenta reconocer ese lugar, que le resulta tan familiar, por sus objetos. Finalmente da con una mesa que le devuelve la memoria: en esa misma mesa, en ese mismo café, durante los años de la Primera Guerra Mundial, se sentaba con todos sus libros Jakob Mendel, un anciano judío de Galitzia, que entre los dos poderes del alma de la religión hebraica, había elegido el sechel (intelecto) antes que la emunah (fe).
Alguna vez, en 1915, Zweig había consultado a Mendel sobre bibliografía para el estudio del magnetismo mesmerista, el sonambulismo, la hipnosis, la ciencia cristiana, el espiritismo y Madame Blavatsky. Más de diez años después, Zweig entraba al mismo café y no encontraba a Mendel en su mesa, rodeado de libros. Luego de indagar con bartenders y meseros se entera de que Mendel fue arrestado aquel mismo año, acusado de ¡triple espía! -de Francia, Gran Bretaña y Rusia- y enviado a un campo de concentración.
Zweig logra, finalmente, reconstruir la historia del viejo bibliófilo. La policía secreta austríaca había interceptado la correspondencia de Mendel con libreros franceses, británicos y rusos, en 1915, y luego de repasar los volúmenes que solicitaba el sabio judío –el Bulletin bibliographique de la France, los últimos números de la Antiquarian- a Jean Labourdaire, en París, y a John Aldridge, en Londres, había concluido que se trataba de mensajes secretos que revelaban la ubicación de posiciones militares estratégicas del imperio austro-húngaro.
Acusado de traición, como Alfred Dreyfus, Mendel fue recluido en un campo de concentración, donde pudo haber muerto de disentería, inanición o locura. Durante su desaparición y todavía en los años posteriores a la guerra, a Mendel le llegó correspondencia de sus amigos libreros europeos a la dirección del café Gluck, en Viena. Zweig pudo consultar aquellos libros la misma tarde de 1929, en la misma vieja mesa del café, y entre volúmenes de teología, espiritismo, hipnosis y mesmerismo, encontró un tomo de la Bibliotheca Germanorum erotica et curiosa, de Hayn, que no imaginó nunca como lectura del devoto Mendel.
Esta es la historia que cuenta Stefan Zweig en Mendel el de los libros, un raro librito publicado por Acantilado (Barcelona) este año. Podría pensarse que el tema central del relato es el antisemitismo, pero no es así. El tema central es el olvido. Zweig termina el relato recriminándose haber olvidado, en pocos años, a aquel erudito que, en más de una ocasión, lo ayudó en sus investigaciones: “yo me había olvidado de Mendel el de los libros. Precisamente yo, que debía saber que los libros sólo se escriben para, por encima del propio aliento, unir a los seres humanos, y así defendernos del inexorable reverso de toda existencia: la fugacidad y el olvido”.

domingo, 27 de diciembre de 2009

Muertes de Lorca

Ahora que la Junta de Andalucía ha dado por terminadas las excavaciones en Alfacar, sin haber encontrado los restos de Federico García Lorca, se desatan las especulaciones sobre la muerte del poeta y sobre el destino de sus huesos. La mayoría de los historiadores sigue pensando que Lorca fue ejecutado en el barranco de Víznar, pero no pocos investigadores y periodistas comienzan a sugerir que el régimen franquista exhumó el cadáver y lo trasladó de lugar o le dio oculta sepultura, desde un inicio, para evitar que su tumba se convirtiera en santuario. No falta quien asegure que los restos del poeta se encuentran entre los varios miles enterrados en el Valle de los Caídos.
Los periódicos españoles se llenan, en estos días, de llamados a la memoria o al olvido, al desenterramiento de más de cien mil desaparecidos o a honrar el pacto de la transición y dejar los muertos en paz. Alguien recordaba una frase de Manuel Azaña, a propósito del traslado a Granada, en 1925, de los restos de Ángel Ganivet, suicidado en Riga, en 1898: “lo primero que se hace con los hombres ilustres es desenterrarlos. En España, la manía de la exhumación sopla a ráfagas”. Más allá de esa relación fetichista con los muertos, que pasó de la península a Hispanoamérica, y que en el caso de una víctima como Federico García Lorca adquiere tonos trágicos, la prensa española ha vuelto, también, a las fantasías sobre el final del poeta.
Un periodista recordaba que en la novela La luz prodigiosa, llevada al cine a principios de esta década, Fernando Marías contaba la ficción de una sobrevida de García Lorca. El poeta, desfigurado, había salido con vida del fusilamiento de agosto de 1936, en el barranco de Víznar, y enfermo y amnésico encontró refugio en un convento en las afueras de Granada. Ya anciano, irreconocible y olvidado de sí, García Lorca volvía a caminar las calles de su Granada, como en el poema de Antonio Machado.
Otra ficción sobre la muerte de García Lorca, no recordada por estos días en la prensa española, es la del escritor cubano Reinaldo Arenas en el cuento El cometa Halley. La pieza teatral La casa de Bernarda Alba, según Arenas, quedó inconclusa, ya que Federico García Lorca, enamorado de su personaje Pepe el Romano, fue quien se fugó con éste. Las hijas de Bernarda Alba, abandonadas por el amor de todas, se embarcan en Cádiz rumbo a Cuba, donde se establecen en Cárdenas. Allí viven el frenesí generado por la profecía del cometa Halley, en 1910, anunciada por el escritor y astrónomo local, García Markos, y se enteran de la muerte de García Lorca, en la península, “insatisfecho” y degollado por Pepe el Romano.

sábado, 26 de diciembre de 2009

Atlas Mnemosyne

Finalmente aparece en español la entusiasta vindicación de Aby Warburg (1866-1929), La imagen superviviente. Historia del arte y el tiempo de los fantasmas según Aby Warburg (Madrid, Abada Editores, 2009), realizada por el filósofo francés Georges Didi-Huberman, profesor de la École en París. En las dos últimas décadas Didi-Huberman ha viajado con frecuencia a Hamburgo y a Londres, en busca de los rastros de la gran obra historiográfica y antropológica de Warburg. Una obra que cree sintetizada en el concepto de “imagen superviviente”, que le permitió a Warburg cuestionar la idea de progreso o “superación” en la historia del arte y entender la cultura como un archivo del inconsciente, del que emergen arquetipos o fantasmas milenarios, en cualquier espacio o tiempo.
Warburg es conocido, sobre todo, por su estudio sobre el “renacimiento del paganismo” en la cultura italiana de los siglos XV y XVI, libro en el que siguió las ideas de Nietzsche sobre el origen de la tragedia y la pervivencia de los espíritus “apolíneo” y “dionisíaco” en el arte occidental. Pero a partir de un viaje a Estados Unidos en 1896, en el que entró en contacto con los indios hopi, zuñi y navajos de Nuevo México, Arizona, Utah y Colorado, y de una relación personal con la psiquiatría, el psicoanálisis y la neurología –tuvo varios ingresos en clínicas de Suiza y Alemania, como la de Kreuzlingen o la del doctor Ludwig Binswanger, en las primeras décadas del siglo XX, donde, además de ser atendido como cualquier otro paciente, impartió conferencias sobre arte y antropología- su proyecto intelectual fue volviéndose más y más ambicioso.
La ópera magna de Warburg iba a ser un Atlas Mnemosyne, donde narraría la historia de la memoria europea a través de imágenes, sin palabras. Al proyectar una narración extraverbal, Warburg buscaba descentrar la logofilia de la cultura europea, ya que sus viajes y lecturas antropológicas lo habían convencido de que las imágenes, como los arquetipos jungianos, emergían en cualquier contexto y sin responder a una dialéctica autoconsciente de la tradición. Él, por ejemplo, había constatado que el ritual de la serpiente de cascabel, símbolo del relámpago y el augurio de lluvia, entre los indios hopi, resumía todas las modalidades del miedo y el deseo que se manifestaban en la angustia occidental.
En su reinterpretación de Warburg, Didi-Huberman avanza más en ese sentido, al demostrar que el gran historiador del arte alemán encontró en el baile de los indios navajos la clave para la comprensión del arte cuatrocentista de Botticelli, Piero della Francesca y Ghirlandaio. Didi-Huberman traslada el mismo enfoque del diálogo entre imágenes distantes al estudio de la relación de las vanguardias del siglo XX con el arte clásico y renacentista, romántico e impresionista. Donatello -sostiene- está más cerca de Marcel Duchamp que cualquier pintor académico del siglo XIX porque la tradición no es una espiral ascendente sino un archivo del subconsciente. Un artista contemporáneo como Damien Hirst es, según Didi-Huberman, un traductor del inconsciente de la alta burguesía, donde se entrelazan la muerte, los diamantes y la taxidermia.
Warburg, como es sabido, no pudo concluir su Atlas Mnemosyne, pero Didi-Huberman cree que la misma puede ser reconstruida a partir de los más de 60 000 volúmenes de su biblioteca, que el discípulo, Fritz Saxl, trasladó de Hamburgo a Woburn Square tras la llegada de Hitler al poder. De lograrse algo así, los historiadores y los filósofos de la cultura occidental tal vez deban enfrentarse a un cuestionamiento severo de sus premisas. La historia de la cultura, según Warburg, no responde a una lógica de “progreso hacia mejor”, como pensaban J.J. Winckelmann y otros ilustrados, sin excluir a Kant, pero tampoco refleja un retroceso moral, como sugirió Rousseau en su Discurso sobre las ciencias y las artes. La idea de Warburg estaría más cerca de la tesis del “estancamiento”, la tercera opción “abderitista”, que Kant también criticó en su filosofía de la historia.

miércoles, 23 de diciembre de 2009

Navidad de Darío en Nueva York


Rubén Darío pasó las Navidades de 1914 en Nueva York, donde escribió varios poemas sobre esa gran ciudad. En uno de ellos, las “meditaciones de madrugada” sobre la “gran cosmópolis”, resumía la mezcla de fascinación y rechazo que provocaba Nueva York entre tantos escritores latinoamericanos de su generación. El contraste entre gloria y decadencia, lujo y miseria, placer y dolor era permanente en aquellos versos de Darío:


¡Sé que hay placer y que hay gloria
allí, en el Waldorf Astoria,
en donde dan su victoria
la riqueza y el amor;
pero en la orilla del río,
sé quienes mueren de frío,
y lo que es triste, Dios mío,
de dolor, dolor, dolor…!


La primera persona, como en Martí, afirma aquella condición de testigo solitario, peregrino, capaz de ver lo que los new yorkers no ven. En un “soneto pascual” escrito en esas mismas Navidades, Darío se imaginaba como en rey mago, encima de su burro, camino a Egipto, pero desorientado, sin la estrella de Belén que debía guiarlo. La orientación que el poeta necesitaba para pensar la “cosmópolis” es ofrecida por la certeza de que también en Nueva York existe Dios. Una prueba de su existencia era la diversidad racial y migratoria, que Darío presenta de dos maneras. Primero como injusticia:


Casas de cincuenta pisos,
servidumbre de color,
millones de circuncisos,
máquinas, diarios, avisos
y ¡dolor, dolor, dolor…!


Y luego como convivencia:


Allí pasa el chino, el ruso,
el kalmuko y el boruso;
y toda obra y todo uso
a la tierra nueva es fiel,
pues se ajusta y se acomoda
toda fe y manera toda,
a lo que ase, lima y poda
el sin par tío Samuel.


Al final del poema, la reconciliación de Dios con Nueva York ya nos coloca en un territorio ajeno al de las ideologías antinewyorkinas: las nacionalistas, a lo Ariel de José Enrique Rodó, o las comunistas, a lo La ciudad del diablo amarillo de Máximo Gorki. Nueva York no es, únicamente, esa urbe dorada donde se rinde culto al dólar sino una comunidad whitmaniana, piadosa, que hace de las Navidades un ritual moderno en el que ciudadano, feligrés y consumidor se funden en una misma persona. Estados Unidos es, para un Darío que, como Martí veinte años atrás, admira la Trinity Church en el corazón de Wall Street, tierra de religión:


Aquí el amontonamiento
mató amor y sentimiento;
mas en todo existe Dios,
y yo he visto mil cariños
acercarse hacia los niños
del trineo y los armiños
del anciano Santa Claus.


Y de amor:


Porque el yanqui ama sus hierros,
sus caballos y sus perros,
y su yacht, y su foot-ball;
pero adora la alegría,
con la fuerza, la armonía;
un muchacho que se ría
y una niña como un sol.

martes, 22 de diciembre de 2009

Azaña y la confianza


La biografía de Manuel Azaña (1880-1940), Vida y tiempo de Manuel Azaña.1880-1940 (Taurus, 2008), escrita por Santos Juliá, es recomendable por muchas razones. Además de la reconstrucción exhaustiva de su actividad política, sus presidencias del gobierno (1931-33) y de la República (1936) y sus exilios, Santos Juliá se detiene en la biografía intelectual de Azaña. Dedica páginas a su labor en el Ateneo, a su crítica al pesimismo de la generación del 98 y a sus relaciones con otras figuras públicas de su propia generación, la del 14, como Luis Araquistain, José Ortega Gasset o Américo Castro.
Una las amistades intelectuales y políticas –polémica como todas las amistades de ese tipo- que se explora aquí es la de Azaña y Salvador de Madariaga. Azaña propuso al biógrafo de Colón, Cortés y Bolívar el puesto de Ministro de Hacienda de su primer gobierno republicano, pero éste declinó la oferta aceptando el nombramiento de embajador de España en París. Sin embargo, Madariaga aceptó los cargos de Ministro de Educación y Ministro de Justicia cuando Azaña salió de la presidencia, en 1933.
Santos Juliá reproduce una carta del 15 de febrero de 1932, dirigida por Azaña a su embajador en París, Salvador de Madariaga, en la que el jefe del gobierno exige confianza entre los políticos e intelectuales que respaldan la República. Por lo visto, un enviado informal de la República había llegado a París y se había reunido con políticos franceses sin presentarse debidamente ante el embajador Madariaga. Éste último envió una queja a Azaña, quien le responde que dicha persona no iba en misión oficial por lo que era imprudente que se identificara en la embajada. Al final de la carta, Azaña pide confianza:
“Ya sé que usted no es quisquilloso, y lo celebro, pero le agradeceré particularmente que no se estrene de quisquilloso en este pequeño asunto, en el que no puede haber otra cosa que se roce con la confianza”. Azaña, que de joven se había interesado en el tema de la “responsabilidad de las multitudes”, sabía que una comunidad enferma de desconfianza, donde cada corriente del mismo bando acusa a la otra de traición y “complicidad con el enemigo”, es incapaz de crear instituciones democráticas.

domingo, 20 de diciembre de 2009

Gutenberg a la defensiva

Primero fue el Manifiesto de Heidelberg, el pasado septiembre, en el que más de mil autores alemanes se pronunciaron en contra de la digitalización indiscriminada de libros promovida por Google y otras grandes empresas de internet. Ahora es la sentencia del Tribunal de Gran Instancia de París, a favor de la demanda de Editions La Martiniere, perteneciente al Grupo Seuil, en contra de Google Books. La Martiniere acusa a Google de haber digitalizado 3000 libros de su catálogo sin autorización, por lo que el tribunal parisino aceptó que se trata de una “falsificación de derechos de autor”, abriendo la puerta a una demanda por 15 millones de euros.
La reacción de Google, recogida por los grandes periódicos del mundo, apela a la “democratización” de la literatura y acusa a Francia de conservadurismo intelectual. Toda una disputa sobre distintas maneras de entender la cultura entre Europa y Estados Unidos, que se remonta a La democracia en América de Tocqueville, y que, según algunos, podría generar el respaldo de varios grupos editoriales europeos a la posición francesa. Habrá que ver. La guerra entre el libro impreso y el libro digital apenas comienza: Livres Hebdo acepta que el mercado del libro francés está menos conectado con el anglófono que el alemán e, incluso, el español, por lo que la posición de París no necesariamente tendría respaldo en toda Europa.
En la mayoría de los debates sobre el tema predomina la certeza de que la cultura digital invadirá toda la esfera pública. Los propios periodistas auguran la desaparición de los periódicos impresos y no son pocos los editores que piensan que la digitalización de libros acabará con la industria y el mercado editoriales, tal y como los conocemos desde Gutenberg. Es probable, pero, por lo pronto, quedan todavía algunos años de batalla entre el pasado y el futuro: todo un espectáculo que seguiremos con la misma expectación con que el público de los siglos XIX y XX siguió las revoluciones y las guerras mundiales.

sábado, 19 de diciembre de 2009

La cultura staliniana



El año pasado el Centro Teórico-Cultural Criterios, que dirige en la Habana el crítico cubano Desiderio Navarro, publicó el ensayo Obra de arte total Stalin. Topología del arte del estudioso alemán Boris Groys, traducido por el propio Navarro. La primera edición de este ensayo data de 1988, un año antes de la caída del Muro de Berlín, pero, dos décadas después, el texto adquiere una actualidad, tal vez, mayor que la que tuvo entonces por el arraigo que han logrado algunas tesis que el libro critica.

La versión cubana de Obra de arte total Stalin, financiada por el Instituto Goethe, incluyó las dos primeras y extensas partes del libro, que son las más históricas y, también, las más teóricas. En una edición posterior en la valenciana Pretextos, también traducida por Navarro, se reproduce íntegramente el texto de Groys, con sus intervenciones críticas sobre el arte conceptualista alternativo de Moscú, en los años 70 y 80, y, específicamente, sobre el “sots-art” (mezcla de realismo socialista y pop art) que a Groys le interesaba teorizar como parte del impacto del postmodernismo en Europa del Este.

El ensayo de Groys cuestiona frontalmente muchos de los tópicos acumulados en los últimos veinte años sobre el arte soviético en las décadas de los 20 y los 30 y, específicamente, sobre la concepción del canon estético del realismo socialista. La idea de que el arte stalinista surge como una ruptura con las vanguardias es replanteada por Groys por medio de una genealogía del realismo socialista, en la que éste aparece, en buena medida, como una radicalización de la estética vanguardista del periodo bolchevique.

Groys describe cómo del suprematismo de Malévitch y el lenguaje fonético transmental de Jlébnikov se pasó con fluidez al constructivismo de Rodchenko y Tatlin y de éste al “productivismo” de la revista LEF y el propio Rodchenko y la estética “ingenieril” de Arvátov, Gan y otros teóricos. El “productivismo” y la estética “ingenieril”, a diferencia del constructivismo y las vanguardias, daban un salto más acá de la institución del arte por medio de la demanda de transformación del artista en obrero y de la obra en objeto útil.

Esa transición, que se produce en los años de la NEP, es el punto de partida de la cultura staliniana. Groys reseña la polémica suscitada por la Torre de la Tercera Internacional de Tatlin, que a Rodchenko le pareció “mística” y estetizante y a Sklovski, en cambio, le resultó antiartística por su excesivo compromiso político. Ya desde entonces los vanguardistas que no querían dar el salto al realismo socialista se resisten a entregar su autonomía, preservando la institución moderna del arte.

Al cerrar los mínimos espacios de mercado creados por la NEP, el stalinismo convirtió la opción “productivista” en la única válida dentro de la vida cultural soviética. Algunos vanguardistas, como Kaverin o Ehrenburg, quien había editado en Berlín, con Lisitski, la revista constructivista Cosa, se convirtieron rápidamente en defensores del realismo socialista. Groys sostiene, por tanto, que el realismo socialista ya estaba creado como práctica artística y teórica cuando los líderes soviéticos, sobre todo, Stalin y Zhdanov, lo formularon doctrinalmente.

Aunque a Groys le interesa destacar esta continuidad genealógica, tampoco ignora las diferencias entre la vanguardia bolchevique y el realismo socialista stalinista, sobre todo, a partir de los 30, cuando el canon oficial ya ha sido formulado en términos ideológicos y estéticos por el poder. Groys observa diferencias entre una y otro en tres áreas: “la actitud ante el legado clásico”, la idea del “reflejo de la realidad” y la cuestión del “hombre nuevo”.

Tanto los líderes bolcheviques como los stalinistas, dice Groys, tenían visiones y gustos tradicionales de la cultura moderna. Sin embargo, los primeros no eran tan intolerantes en la relación de la vanguardia con la tradición moderna como serían los segundos. Para los primeros, por ejemplo, estaba bien que los poetas soviéticos se inspiraran en poetas alemanes como Goethe, Schiller, Novalis o Hölderlin; para los segundos, Goethe y Schiller eran “progresistas” y “populares”, pero Novalis y Hölderlin eran “reaccionarios” y “antinacionales”, por la irracionalidad de sus romanticismos.

Los vanguardistas creían en el artista como demiurgo de la nueva sociedad y, en buena medida, como arquetipo del “hombre nuevo”. Los stalinistas, en cambio, pensaban que la condición del “hombre nuevo” estaba ligada a la homogeneidad civil generada por la cultura proletaria, por lo que la condición de artista respondía a la vieja división del trabajo burgués que debía ser superada. Groys sostiene, con lucidez, que esa idea contiene un origen vanguardista y que, al mismo tiempo, su realización práctica bajo el stalinismo, lejos de romper con la división burguesa del trabajo, generó una casta o corporación de escritores y artistas que se diferenciaba, por sus privilegios y su modo de vida, de la clase obrera soviética.

De las tres diferencias antes señaladas, entre vanguardia bolchevique y realismo socialista stalinista, la mejor desarrollada por Groys, a mi juicio, es la que tiene que ver con la idea del arte como “reflejo de la realidad”, que expuso Lenin en su famoso ensayo sobre Tolstoi. Groys sostiene que la doctrina del realismo socialista, a diferencia del naturalismo o del realismo tolstoiano, que admiraba Lenin, era, en realidad, un “surrealismo partidista o colectivo”, ya que lo que debían reflejar los artistas bajo el stalinismo no era la realidad de los obreros y los campesinos sino la fantasía o el ideal del obrero y el campesino soviético concebido por Stalin. Dice Groys:

“Lo que está sujeto a mimesis con los medios del arte no es, por tanto, la realidad exterior, visible, sino la realidad interna de la vida interior del artista, su capacidad de identificarse por dentro con la voluntad del Partido y de Stalin, fundirse con ella y generar de esa fusión interna una imagen o, más exactamente, un modelo de esa realidad a cuya formación está orientada esa voluntad”.

El realismo socialista, agrega,

“es un realismo del sueño, que oculta tras su forma popular, nacional, un contenido nuevo, socialista: la grandiosa visión del mundo que es construido por el Partido, la obra total de arte que es creada por la voluntad de su verdadero creador y artista: Stalin. Para el artista en esta situación, ser realista significa evitar el fusilamiento por la divergencia de su sueño personal con el de Stalin, entendida como un delito político. La mimesis del realismo socialista es la mimesis de la voluntad staliniana, la asimilación interior del artista a Stalin, la entrega de su ego artístico a cambio de la eficacia colectiva del proyecto que él comparte”.

Algunos pasajes de este libro, leídos desde cualquiera de las ortodoxias de la guerra fría, la comunista o la anticomunista, pueden resultar nostálgicos del realismo socialista. Sin embargo, desde las primeras páginas de su libro, Groys sostiene que su propuesta de “historizar el realismo socialista”, de la misma manera que se ha “historizado la vanguardia”, no “significa que se absuelva de sus pecados a ese arte. Todo lo contrario: significa la necesaria reflexión respecto a la supuesta inocencia absoluta de la vanguardia que cayó víctima de esa cultura”.

Hay en la propuesta arqueológica de Groys una coincidencia con la nueva historia cultural que se viene practicando en Occidente, en las dos últimas décadas, y, a la vez, una divergencia con las visiones ideológicas del pasado soviético, del mismo periodo, que niegan todo valor estético a la literatura y el arte producidos bajo el stalinismo. Groys propone historiar la cultura totalitaria soviética de la misma manera que se historia la cultura nazi en Alemania o la fascista en Italia. Su pertenencia a la neovanguardia postmoderna de los 80 moscovitas, lo conduce, sin embargo, a una idea prejuiciada de la tradición que se refleja, sobre todo, en sus juicios literarios.

Groys comparte con muchos críticos neomarxistas de su generación una imagen peyorativa de la literatura disidente rusa. En un pasaje de su libro afirma que la oposición al aparato stalinista que ejercieron Bulgákov, Ajmátova, Pasternak y Mándelshtam recurría a modelos "tradicionales" o conservadores de la literatura y del rol del escritor en la sociedad. ¿Realmente es así? ¿No provenían esos cuatro escritores de poéticas tan vanguardistas como la de Maiakovski, por ejemplo, aunque de diferente signo? ¿No era la crítica del stalinismo una afirmación del rol crítico del escritor, que también suscribieron las vanguardias?

Cuando la primera edición española íntegra, de Obra de arte total Stalin, apareció en Pretextos, su traductor, Desiderio Navarro, explicó que la última parte del libro no había sido incluida en la edición habanera porque la misma trataba sobre el “conceptualismo moscovita de los años 70 y 80 (Prigov y los mundialmente célebres Bulatov, Kabakov, Komar y Melamid – los autores de “Stalin y las musas”, que aparece en la portada de la edición habanera-) y de los narradores Sorokin y Sokolov”, desconocidos en la Habana. Tiene razón Navarro: el conocimiento, en la Habana, de la cultura crítica de la Unión Soviética y Europa de Este era en los 80 -y es todavía hoy- muy precario.

Es tentador imaginar, sin embargo, lo útil que hubiera sido una edición habanera de este libro, cuando fue escrito, a fines de los 80, y no veinte años después. La plástica, la literatura, el teatro y la crítica habaneros de entonces tenían muchas consonancias con el postmodernismo que, a pesar del rechazo de las nomenklaturas, avanzaba en las principales capitales del campo socialista. Muchas ideas de Groys sobre el arte moscovita de aquellas décadas son aplicables a la obra que, por entonces, producían en la Habana Flavio Garciandía y Arturo Cuenca, Glexis Novoa y Rubén Torres Llorca, René Francisco y Ponjuan.

jueves, 17 de diciembre de 2009

¿Por qué ya no se lee a Unamuno?



Recordábamos, a propósito de la última novela de José Saramago, que la inversión del mito de Caín y Abel no es nueva: Miguel de Unamuno, por ejemplo, recurrió a ella en su novela Abel Sánchez (1917). Como otras novelas suyas, Amor y pedagogía, San Manuel Bueno, mártir o, incluso las más conocidas, La tía Tula y Niebla, aquella era una narración filosófica, esa vez, en torno al concepto psicológico y moral de la envidia. Con Unamuno sucede lo que con tantos otros novelistas filosóficos: sus ficciones son más débiles que sus ideas.
El género fuerte de Unamuno no fue la novela o la poesía –en su caso tan visual, próxima a la pintura, como en El Cristo de Velázquez (1920), o al viaje, como en Andanzas y visiones españolas (1922)- sino el ensayo. Tanto el ensayo de tema hispánico, como En torno al casticismo y Vida de Don Quijote y Sancho, como el ensayo más propiamente filosófico, Del sentimiento trágico de la vida (1913) o La agonía del cristianismo (1925), siguen siendo legibles, sobre todo, para los interesados en la historia intelectual española de las primeras décadas del siglo XX. Estos últimos, claro está, conforman un público demasiado reducido.
Poco a poco Unamuno ha ido asimilándose a su biografía, ejemplarmente escrita por los estudiosos franceses Colette y Jean Claude Rabaté (Madrid, Taurus, 2009). Cuando un escritor se vuelve su biografía significa que ha dejado de ser leído como grafía y comienza a ser leído como bios. Poco importa ya el sentido de sus ideas sobre la tragedia, la cristiandad o el casticismo: lo que interesa es por qué escribió lo que escribió en 1913, en 1920 o en 1925. Miguel de Unamuno, tal vez el escritor del 98 más leído en Hispanoamérica, se lee menos que Valle Inclán o que Machado porque el ensayo será siempre un género de mayor caducidad que la novela o la poesía.
La vida pública de Unamuno, reconstruida por los Rabaté, es fascinante. Ahí se ve al joven bilbaíno, patriota, que rompe con Sabino Arana cuando descubre que es tan vasco como español o al intelectual del 98 que, en vez de consumirse en el lamento por la pérdida de Cuba y Puerto Rico, como muchos de sus contemporáneos, abre sus ojos a la literatura y al pensamiento hispanoamericanos y lee a Darío, a Rodó, a Martí. Unamuno es también el prototipo del intelectual público como eterno opositor: al trono de Alfonso XIII, a la dictadura de Miguel Primo de Rivera e, incluso, a la República y a la sublevación nacionalista contra la misma, a las cuales respaldó brevemente.
Los últimos años de Unamuno, como intelectual público, estuvieron marcados por el clásico vaivén entre el descontento y la promesa, de que hablaba Pedro Henríquez Ureña. De regreso de su exilio y reintegrado a la Universidad de Salamanca, como rector “vitalicio”, Unamuno apoyó la República desde su diputación a las Cortes. Pero ya en 1932 pronuncia un discurso en el Ateneo de Madrid en el que, como José Ortega y Gasset, critica varias políticas republicanas y varios aspectos de la gestión presidencial de Manuel Azaña, especialmente, los relacionados con la censura, que llama “secuelas del sistema inquisitorial”.
En su último año de vida, 1936, decisivo para la historia de España, aquella oscilación entre fe y escepticismo se acentuó. Es entonces, como recuerdan los Rabaté, que Unamuno se afirma en su “abolengo liberal” para mediar entre los extremos en pugna. Llega a reconocer en la rebelión franquista un instinto de “defensa de la civilización cristiana” contra la amenaza comunista, pero sorpresivamente, el 12 de octubre de 1936, mientras preside la ceremonia por el día de la raza en Salamanca, se enfrenta verbalmente a los oradores franquistas, Francisco Maldonado y Millán Astray, sosteniendo que Cataluña y el País Vasco no son la “Anti-España”, definiendo el conflicto doméstico como una “guerra incivil” y catalogando al “bolchevismo y al fascismo como dos formas –cóncava y convexa- de una misma y sola enfermedad mental”.
Unamuno murió el último día del año 36, cuando, como todo intelectual público moderno, se movía hacia un cambio de posición frente a la guerra civil que desgarraba su país. Tal vez sea esa inmersión en su presente, ese constante reposicionamiento en la vida pública lo que lo hace un autor poco leído en la actualidad. La caducidad del ensayo, cuando se aparta de la filosofía, la literatura y la historia y se adentra en las querellas del momento, tiene, sin embargo, un valor inestimable para la biografía. Un género que, contrario a lo que vaticinaban positivistas y marxistas, gana cada vez más lectores en el mundo.

martes, 15 de diciembre de 2009

Llanto sobre una isla

Pedro Garfias (1901-1967) fue uno de esos poetas de la generación del 27 español que con mayor riesgo exploró las vanguardias estéticas y políticas. No siempre estuvo Garfias en ese vértigo y, tal vez, el mejor momento de su poesía es aquel en que el dolor del exilio se le impone de golpe y ya no valen experimentación ni lucidez alguna. Ese momento fue la primavera de 1939, cuando, perdida la República, el poeta, en Eaton Hastings, Inglaterra, comprende que lo único que puede hacer es llorar.
Garfias llegó a Veracruz en el mítico Sinaia, que transportó a tantos españoles refugiados, en el verano de aquel mismo año. En México, la editorial Tezontle publicó su Primavera en Eaton Hastings. Poema bucólico con intermedios de llanto (1939), cuyo facsímil ha sido reeditado ahora por El Colegio de México, con prólogo del poeta, crítico y editor José María Espinasa.
Por lo general, cuando se piensa en la poesía exiliada de Garfias, recuerda Espinasa, vienen a la mente los versos de “Entre España y México”, que recuerdan, a su vez, las Variaciones sobre tema mexicano de Luis Cernuda. Pero, realmente, es difícil encontrar en toda la poesía del exilio republicano una expresión tan plena del dolor del destierro como la que logran estos poemas de Garfias. Especialmente, el “intermedio” titulado “Llanto sobre una isla”, en el que el poeta decide liberar todo el llanto contenido por la guerra civil, sobre una roca del litoral inglés:




Ahora
ahora sí que voy a llorar sobre esta gran roca sentado
la cabeza en la bruma y los pies en el agua
y el cigarrillo apagado entre los dedos…
Ahora
ahora sí que voy a vaciaros ojos míos, corazón mío,
abrir vuestras espitas lentas y vaciaros
sin peligro de inundaciones.

Ahora voy a llorar por vosotros los secos
los que exprimís vuestra congoja como una virgen sus pechos
y por vosotros los extintos
que ya exhaláis vapor de hieles.
Ahora voy a llorar por los que han muerto sin saber porqué
cuyos porqués resuenan todavía
en la tirante bóveda impasible…
Y también por vosotras, lívidas, turbias, desinfladas madres,
vientres de larga voz que araña los caminos.
Un llanto espeso por los pueblecitos
que ayer triscaban a un sol cándido y jovial
y hoy mugen a las sombras tras las empalizadas.
Y por las multitudes
que pasan sus vigilias escarbando la tierra…
Un llanto viudo por los transeúntes
tan serios en el ataúd de su levita.

Ahora
ahora puedo llorar mis llantos olvidados
mis llantos retenidos en su fuente
como pájaros presos en la liga.
Los llantos subterráneos
los que minan el mundo y lo socavan
los que buscan la flor de la corteza
y el cauce de la luz, los llantos mínimos
y los llantos caudales acudan a mis ojos
y fluyan en corrientes sosegadas
a incorporarse en el llanto universal.

Sobre esta roca verdinegra
agua y agua a mi alrededor
ahora sí que voy a llorar a gusto.

Defensa de Caín


José Saramago ha reescrito la historia sagrada en busca de un Caín (Alfaguara, 2009) diferente. En su historia del primer fratricidio la víctima es Caín y no Abel. El hijo mayor de Adán y Eva, agricultor, era tan devoto como su joven hermano, pastor, pero Dios lo rechazó desde su nacimiento. Abel, el preferido de Dios, es, en el relato de Saramago, jactancioso, soberbio e impío: se burla del desdén con que el Señor trata a su hermano y antepone la lealtad religiosa al amor filial. Cuando Caín mata a golpes a Abel con una quijada de burro no está cometiendo el primer fratricidio sino un acto de violencia legítima contra la injusticia divina.
Caín es el primer revolucionario, el primer exiliado y el primer testigo de una crueldad del mundo teológicamente diseñada. Vaga por tierras extrañas, adoptando la identidad de su hermano, conoce la pasión en brazos de Lilith y se rebela ante cada injusticia de Dios: el sacrificio de Isaac por Abraham, el derribo de la torre de Babel, la lluvia de fuego y azufre que cayó sobre Sodoma y Gomorra, la transformación de la mujer de Lot en una estatua de sal –“hasta hoy nadie ha conseguido comprender por qué fue castigada de esa manera, cuando es tan natural que queramos saber qué pasa a nuestras espaldas”- y, finalmente, las charlas de Moisés con Dios en el Sinaí y el descreimiento y la adoración de su pueblo por el becerro de oro.
En el pasaje en que Saramago cuenta el enojo de Moisés, tras su descenso del Sinaí, y la orden de masacrar a más de tres mil idólatras, la inclinación por la parábola del autor del Evangelio según Jesucristo se hace evidente. En el retrato de Josué como un señor de la guerra y de las conquistas de Jericó y Madián como actos vandálicos, Saramago se acerca a varios tópicos del antisemitismo, en este caso, de la izquierda comunista del siglo XX. No deja de ser admirable la agudeza con que el escritor portugués desmitifica la Biblia, pero cabría preguntarse si esa crítica del mito sería, para él, tan aceptable como una inversión de los arquetipos morales que contiene el Manifiesto comunista, libro sagrado de la modernidad.

viernes, 27 de noviembre de 2009

Vicuña por Vicuña

El joven historiador chileno Manuel Vicuña (Santiago, 1970) ha escrito una espléndida biografía de su antepasado, el intelectual, político e historiador Benjamín Vicuña Mackenna (1831-1886), titulada Un juez en los infiernos (Santiago, Universidad Diego Portales, 2009). Como el peruano Fernando Iwasaki, ya comentado en este blog, Vicuña pertenece a una nueva generación de historiadores hispanoamericanos que, sin abandonar plenamente el formato académico, entiende la historia como una forma de saber social y, a la vez, como un género literario. Sus estudios sobre la belle epoque chilena y, sobre todo, su magnífico Voces de ultratumba. Historia del espiritismo en Chile (2006), son tan reveladores de la seriedad investigativa como de una escritura elegante y hospitalaria.
A Vicuña le interesa, sobre todo, la figura de Vicuña Mackenna como esa mezcla, tan frecuente en el siglo XIX, de historiador y político, de tribuno y letrado, que sólo podía sostenerse por medio de una vocación pública arraigada. La trayectoria del personaje como intelectual y estadista es rastreada desde su amistad y colaboración con el liberal igualitarista Francisco Bilbao y la oposición al gobierno de Manuel Montt, hasta su renuncia a la candidatura presidencial por el Partido Liberal Democrático, en 1876, pasando por sus varios destierros entre los años 50 y 60 y sus décadas de representante legislativo a partir de 1864.
Por lo general, la historiografía hispanoamericana se hace eco del culto a los próceres del XIX, presentándolos como figuras veneradas en su época. El retrato de Vicuña por Vicuña posee, por momentos, un tono melancólico en el que aparece como un “raro” de la historiografía chilena, a pesar de los más de quince libros que escribió, y de la política nacional, a pesar su frenética actividad pública. La explicación podría radicar en ese rasgo de “desmesura” que Manuel Vicuña ve en el personaje y que lo llevó, desde muy joven, a enfrentar la sólida tradición política que iba de Diego Portales a Manuel Montt y la no menos sólida tradición historiográfica iniciada por Andrés Bello y continuada por Diego Barros Arana.
Algunos libros de Vicuña Mackenna, como sus estudios sobre los “ostracismos” de próceres chilenos como Bernardo O’Higgins y los hermanos Carrera, o las historias críticas sobre las administraciones de Portales y Montt, lo colocaban abiertamente en una suerte de disidencia historiográfica que tuvo consecuencias políticas. Cuando, en 1876, debió declinar su candidatura presidencial por falta de apoyo y por la manipulación de la corriente conservadora, aquella rareza de Vicuña Mackenna se hizo evidente. Una rareza que, como recuerda el joven historiador, tenía su lado pintoresco, ya que el viejo liberal, además de historiador y político, encontró tiempo para afiliarse a la Compañía de Bomberos de Santiago, a la que dedicó el libro ingeniosamente titulado La cuna del cuerpo.
Como Domingo Faustino Sarmiento y José Martí, Benjamín Vicuña Mackenna fue uno de esos letrados y políticos peregrinos, cuyas visiones sobre Europa y Estados Unidos permean toda su obra escrita. Entre los tantos libros de Vicuña Mackenna hay uno, el titulado Diez meses de misión a los Estados Unidos de Norte América como agente confidencial de Chile (1867), que tiene particular relevancia para la historia mexicana y cubana. En los dos volúmenes de esa obra, se narraba el apoyo que el gobierno de Chile, entonces en guerra con España, brindó a los liberales mexicanos que luchaban contra el imperio de Maximiliano y a los anexionistas y separatistas cubanos que, desde Nueva York, Washington y Nueva Orleans, intentaban derrocar el régimen colonial en la isla.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

Sobre la democracia deliberativa



Tal vez porque escribió Una introducción a Marx en los años 80, porque admira a Rousseau y porque es crítico de la economía neoclásica y de la teoría de la elección racional, el filósofo noruego, Jon Elster, profesor de la Universidad de Columbia, es percibido, con frecuencia, como un crítico también de la democracia electoral y representativa. En una visita reciente a México, donde impartió una conferencia magistral sobre el tema, en el CIDE, Elster dejó claro que entiende los procesos deliberativos de una esfera pública abierta como complemento y no como ruptura con las instituciones electorales y representativas de la democracia.
En algunos de sus libros, como Juicios salomónicos y Ulises desatado, Elster ha cuestionado seriamente los límites de la racionalidad que los teóricos del liberalismo atribuyen a la democracia. Siguiendo a Joseph Bessette, que fue quien acuñó el concepto a principios de los 80, y al Habermas de Facticidad y validez, Elster no cree que las instituciones actuales de la democracia sean suficientes para garantizar la “imparcialidad” de las decisiones jurídicas y políticas. Pero Elster, que con frecuencia toma como modelos la democracia ateniense y el sistema cantonal suizo, insiste en que sin representación legislativa permanente, sin división de poderes, sin sistema de partidos y sin elecciones competidas y regulares tampoco es posible la deliberación política.
El tema aparece expuesto en los ensayos de Diego Gambetta, Susan Stokes, Joshua Cohen y, sobre todo, Roberto Gargarella, que Elster compiló en la antología, La democracia deliberativa, a principios de esta década. La gran democratización de la esfera pública generada por el Internet, piensa ahora Elster, a casi diez años de la aparición de aquella antología, comienza a generar por sí misma esos procesos de deliberación ciudadana. Pero allí donde no exista una esfera pública abierta y donde la expresión de la sociedad civil siga estando controlada por el Estado, no hay “acción comunicativa” ni proceso deliberativo capaz de equilibrar la racionalidad del poder.

¿Es gobernable la memoria?



En El País Semanal del pasado domingo Javier Marías defendía la oposición de las sobrinas de Federico García Lorca a que los restos del poeta fueran exhumados en la fosa común del barranco de Víznar. Reclamaba Marías que era necesario comprender la voluntad de una parte de la familia Lorca de no prestarse a ese “folklore de los huesos insignes” y que en esa actitud podía, incluso, destacarse una mayor fidelidad a la injusta muerte del poeta: “la indigna sepultura de Lorca es un recordatorio necesario de la indigna muerte que sufrió, y no respetarla sería, a la larga, poco menos que blanquear a sus verdugos”.
Sin embargo, como sabemos, quienes más interesados están en la exhumación y la posterior consagración de un santuario para Lorca son aquellos que no quieren olvidar los crímenes de Franco y quienes se oponen a todo “lavado” de la memoria sobre la guerra civil. El pasado 20 de noviembre se pudo constatar, en el Valle de los Caídos, que, más allá de esa relación digna con los muertos célebres, que con razón defiende Marías, la memoria es ingobernable. A pesar de que la Ley de la Memoria Histórica de 2007 establece que en ese lugar no pueden celebrarse “actos exaltadores del franquismo”, la abadía ofició una misa en recuerdo del caudillo y un grupo de franquistas se congregó en el lugar y, con el brazo en alto, cantó “Cara al sol”.
Es sabido que cuando Franco inauguró el monumento de Cuelgamuros, en 1959, varios miles de cadáveres de republicanos habían sido enterrados junto a los muertos del bando nacionalista. Antes de la inauguración, el régimen de Franco intentó realizar un censo de “sus muertos” y, naturalmente, sólo exhumó a los “caídos” en la “gloriosa cruzada”. Según la historiadora catalana Queralt Solé, la tumba del dictador fue inaugurada con republicanos dentro, sin identificación siquiera. La mezcla de los muertos no era la vindicación de las dos mitades de España desgarradas en la guerra civil sino un ritual de vencedor que conserva el osario del vencido.

martes, 24 de noviembre de 2009

El discreto encanto del realismo



Las vanguardias del siglo pasado -especialmente, las de los años 20 y 60- la emprendieron contra las narrativas realistas por su supuesta herencia de la cultura burguesa decimonónica. Ahora James Wood (Durham, 1965), el polémico crítico inglés, profesor de Harvard y colaborador de The New Yorker, ha escogido la primera década del siglo XXI –que, a su juicio, marca la decadencia de la estética postmoderna- para vindicar la gran tradición de la novela realista. Su libro, Los mecanismos de la ficción, acaba de ser editado en castellano por la editorial Gredos, en Madrid.
Wood, como muchos, se remonta a Flaubert como padre de la novela moderna. Pero lo interesante no es tanto el origen o el desenlace, sino el trayecto de su genealogía, sobre todo, cuando se interna en el siglo XX: Balzac, Stendhal, Tolstoi, Dostoievski, Proust, James, Conrad, Woolf, Bellow, Roth… Luego de cruzar el medio siglo, Wood se inclina más y más a la narrativa norteamericana, pero no a toda. Así como la novela metafísica, a lo Mann, o la novela mítica, a lo Joyce, no le interesan demasiado, tampoco siente una especial fascinación por fetichistas del estilo, como podrían ser –cada cual a su manera- Hemingway o Nabokov.
Cuando llega a la narrativa contemporánea, los juicios de Wood se vuelven acres. Como Harold Bloom, a quien sigue bastante, pero no del todo, abomina de los experimentos postmodernos, multiculturalistas y mediáticos de buena parte de la novela actual. Le interesa V. S. Naipaul, pero despacha la literatura “postcolonial” como “cosa loca” o “funky” y cataloga a algunos escritores norteamericanos –Don DeLillo, Thomas Pynchon, David Foster Wallace- como “realistas histéricos”. Lo que Wood rechaza en ellos es, naturalmente, la “histeria” y no el realismo, ya que le incomodan los abandonos deliberados de la gran tradición decimonónica.
La aproximación de Wood a la literatura hispanoamericana no deja de ser curiosa. Le gustan Javier Marías y Roberto Bolaño, pero es muy enfático en señalar que prefiere del primero breves novelas como Mañana en la batalla piensa en mí antes que grandes proyectos históricos como Tu rostro mañana. En cuanto al segundo, se queda con una noveleta como Estrella distante en lugar de 2666 o, incluso, Los detectives salvajes. Es en esos relatos donde Wood encuentra la marca de Flaubert, a su entender, santo y seña de la novela moderna.
Si la defensa del realismo de Wood llegara a tener buena recepción en Hispanoamérica, sus efectos sobre una literatura todavía bastante atada al mito refundacional del boom serían saludables. Tal vez, entonces, los argentinos leerían más a Echeverría, a Mármol y a Güiraldes, los mexicanos a Payno, a Azuela y a Guzmán, los colombianos a Isaacs y a Rivera, los peruanos a Palma, Alegría y Arguedas, los venezolanos a Uslar y a Gallegos y los cubanos a Villaverde, Meza, Carrión y Loveira.

lunes, 23 de noviembre de 2009

La memoria inconsolable



Duanel Díaz (1978), autor de un par de libros imprescindibles de la nueva historia intelectual cubana –Mañach o la República (2003) y Límites del origenismo (2005)- acaba de publicar, en la editorial Colibrí que dirige Víctor Batista en Madrid, un tercer volumen, Palabras del trasfondo. Intelectuales, literatura e ideología en la Revolución Cubana (2009), donde retoma algunas ideas plasmadas en los anteriores, pero desde un formato menos académico, más cercano a la intervención pública de un ensayista. Se trata, como los otros, de un libro ineludible en el debate intelectual cubano contemporáneo.
El tono del volumen tal vez proviene del origen de los textos: varios de ellos aparecieron en el blog La memoria inconsolable, que Díaz publicó entre el 2006 y el 2007. El libro posee la velocidad en la argumentación y la contundencia discursiva que caracterizan las réplicas del polemista, más que las pesquisas del historiador. Esas cualidades hacen de Palabras del trasfondo un genuino ensayo del siglo XXI, escrito para ser leído a la velocidad de estos tiempos. Un texto que va de la pantalla al libro, como la invención de Abelardo Morell.
Su tema son los intelectuales, la ideología y la literatura, pero, en buena medida, su énfasis está puesto en historiar la literatura cubana producida entre los años 60 y 90 y las posiciones públicas de decenas de intelectuales (Cintio Vitier, Eliseo Diego, Roberto Fernández Retamar, Lisandro Otero, Edmundo Desnoes, Ambrosio Fornet, Antonio Benítez Rojo, Miguel Cossío Woodward, Manuel Cofiño, César López, Pablo Armando Fernández, Antón Arrufat, Norberto Fuentes, Eduardo Heras León, Jesús Díaz, Senel Paz, Arturo Arango, Leonardo Padura…) como suscripciones de la ideología oficial.
Díaz comienza aceptando la distinción del politólogo Juan Linz entre la “doctrina de régimen” de un autoritarismo y la “ideología de Estado” de un totalitarismo y asociando, naturalmente, el sistema cubano al segundo caso. Es evidente que bajo el socialismo, la literatura y la mayoría de los escritores han formado parte del aparato de legitimación oficial o han servido de caja de resonancia a este último. La pregunta que queda después de leer el ensayo, convincente en más de un sentido, es si bajo los regímenes totalitarios toda la literatura escrita por autores que respaldan a su gobierno carece de calidad o de formas sutiles de escape o resistencia al lenguaje del poder.
A veces se tiene la impresión de que Díaz, al concentrarse en los momentos en que esos escritores exponen su “complicidad”, elude la mayor parte de la obra de los mismos, antes y después de la Revolución, y la evolución crítica de algunos en las últimas décadas. Tampoco le interesa a Díaz destacar las diferencias –tenues para un contexto democrático, pero decisivas para uno totalitario- que se manifiestan en el posicionamiento público de muchos escritores autorizados por el gobierno cubano.
Con varios pasajes de este libro sucede -aunque en un sentido ideológicamente inverso- lo que en la lectura de los capítulos que J. M. Coetzee dedica a Mandelshtam y Solzhenitsin en Contra la censura (2007). A Coetzee le interesa desmitificar el heroísmo disidente en la URSS y Europa del Este y fija su mirada en la Oda a Stalin de Mandelshtam y en la autocensura que se impuso Solzhenitsin tras la edición de Un día de la vida de Iván Denísovich. En ambos casos, Coetzee encuentra que esos héroes también respetaron las reglas del juego totalitario.
Coetzee subestima las ambigüedades e ironías que definen la subsistencia bajo ese tipo de regímenes y aplica al disidente de un comunismo la moralidad transparente del opositor en una democracia ¿Por qué no leer también Coloquio de Voronezh de Mandelshtam o Archipiélago Gulag de Solzhenitsin? Algo similar se siente en la lectura que Díaz hace de la llamada “literatura de la violencia” (Fuentes, Heras León, Díaz…) como una reproducción sin fisura del lenguaje del poder –sin muchas diferencias, por ejemplo, con el mimetismo ideológico de Cofiño, Valdés Vivó o Navarro- y de la autocrítica de Heberto Padilla como texto inculpatorio u “oficial”.
Como bien ha sugerido Jorge Edwards, cuando Padilla, en su autocrítica, implica a otros escritores (José Lezama Lima, César López, Manuel Díaz Martínez, Norberto Fuentes…) también está tratando de hacer visible, por medio de la parodia del lenguaje del poder, un estado de malestar en la intelectualidad del país. Es, precisamente, Norberto Fuentes, a quien Díaz lee, casi, como autor del “realismo socialista”, el que en su intervención ante la UNEAC, luego de la autocrítica de Padilla, no se retracta: “yo tengo opiniones, tendré opiniones mientras no se me demuestre lo contrario de mis opiniones”.
Las denuncias de Duanel Díaz al acoplamiento de literatura e ideología son tan claras, tan tajantes que, por momentos, producen una disolución de matices que merma la persuasión del texto. En varios momentos del libro se tiene la impresión de que, para él, el valor literario de una novela o un poemario está determinado por su mayor o menor anticastrismo. Desde esa perspectiva, los estudios de Roberto González Echevarría sobre Carpentier o de Antonio Benítez Rojo sobre Guillén, dos escritores comunistas y castristas, no tendrían el menor sentido.
Esta vehemencia daña aún más el ensayo cuando se adentra en temas históricos. Díaz no establece distinciones entre el marxismo cubano antes y después de la Revolución, ni entre la visión histórica de Carlos Rafael Rodríguez y la de Sergio Aguirre. El “nacionalismo revolucionario” de 1968, en el que se enmarcan el discurso de Castro Porque en Cuba sólo ha habido una Revolución, los estudios de Jorge Ibarra y Ramón de Armas y Ese sol del mundo moral de Vitier, se presenta como “continuación” del marxismo prerrevolucionario, cuando en realidad fue una ruptura con éste ¿Qué tiene que ver el marxismo de historiadores como Raúl Cepero Bonilla, Manuel Moreno Fraginals y Julio le Riverend, que no estigmatizaron la tradición reformista y autonomista, antes 1959, con la idea antimarxista de “una sola revolución”?
Duanel Díaz reitera el juicio, ya formulado en Límites del origenismo, de que la ideología histórica de José Lezama Lima, Eliseo Diego y Cintio Vitier era, esencialmente, la misma ¿Por qué? ¿No hay diferencias en la historia cubana que cada uno de ellos, antes y después de la Revolución, representaron en sus poemas y ensayos? ¿No hay diferencias, incluso, en la manera en que cada uno de ellos se relacionó con el poder de la isla? ¿Por qué Díaz atribuye al poema “Cuba”, de Eliseo Diego, editado por primera vez en el cuaderno póstumo En otro reino frágil (1999), el mismo sentido de “Pequeña historia de Cuba”, tal vez, su poema más oficialista de principios de los 70?
Podría pensarse, en cambio, que el “sufrimiento”, el “dolor” y la “sangre” a los que se refiere Diego en ese poema no son sólo los del lado “revolucionario” de la teleología vitierista. Aunque más osada, una lectura similar, atenta a las desconexiones, deliberadas o no, que se producen entre ideología y literatura, bajo un régimen totalitario, podría hacerse del poema “Playa Girón” de Antón Arrufat, escrito en abril de 1961. Cuando Arrufat habla de “hermanos suyos”, sus “compatriotas”, “los que murieron viendo un sol diferente”, las “cabezas voladas y deshechas”, la “carne hecha trizas”, las “entrañas volando en el aire”, “porque allí había un corazón violento”, ¿a quiénes se refiere? ¿Únicamente a los milicianos?
Esta última fue, seguramente, la lectura del poder cuando el poema de Arrufat fue publicado. El poder, sobre todo bajo un régimen totalitario, confunde siempre literatura e ideología. La crítica de ese poder, si quiere ser eficaz, no debería hacer lo mismo. ¿Son idénticas las posiciones públicas de intelectuales como el propio Arrufat o Leonardo Padura, por un lado, y Abel Prieto y Miguel Barnet, por otro? ¿Por qué Jesús Díaz es, únicamente, el represor de El Puente y el autor de Los años duros y Las iniciales de la tierra? ¿Es ese el único o el más significativo momento de su biografía intelectual?
Dice Díaz que “el hecho de que Pequeña Historia de Cuba no sea un poema demasiado referencial o explícito no lo salva en modo alguno de su contexto político” ¿Cómo? ¿Acaso no es importante que Diego o Arrufat, entre las miles de páginas de sus obras, sólo hayan dedicado una o dos a establecer contacto con la ideología oficial? Esa elección racional no puede ser soslayada por la crítica, ni debería ser pensada en términos de “salvación” o “condena”, ya que es la que marca la diferencia entre Diego y Arrufat, por ejemplo, y Guillén u Otero, dos escritores que, aunque mucho más comprometidos, tampoco dejaron una obra carente de calidad.
No se trata de “olvido”, “consolación” o “lavado”: se trata de otra manera de ejercer la memoria crítica, capaz de distinguir entre historia y derecho y de evitar la criminalización de las ideologías. La obra intelectual de escritores e historiadores, bajo un totalitarismo, no se puede reducir al testimonio de adhesión al régimen. Ese testimonio no debe ser ocultado a conveniencia, pero sí podría colocarse junto a las distancias que, en dado caso, asume un escritor. Si no quiere caer en la misma confusión totalitaria entre literatura e ideología, la crítica debe estar tan atenta a la conexión como a la desconexión entre ambas esferas.
Como se puede observar, son muchas mis discrepancias con este libro de Duanel Díaz. Reitero, sin embargo, que se trata de un libro imprescindible, como su anterior Límites del origenismo, con el que tengo aún mayores divergencias. Ambos deberían estar en el centro del debate intelectual cubano contemporáneo porque encaran un tema que la crítica literaria académica casi siempre posterga: el de la responsabilidad moral de los escritores bajo una dictadura.

domingo, 22 de noviembre de 2009

Mercader en la Habana



Leonardo Padura ha demostrado ser uno de los escritores más profesionales de la literatura cubana contemporánea. Su disciplina de trabajo, su destreza narrativa y su privilegiada condición de autor editado dentro y fuera de la isla, le han ganado una fiel comunidad de lectores iberoamericanos en las dos últimas décadas. Pocos escritores cubanos actuales han logrado lo que él: construir un público.
Padura admira a Carpentier y a Piñera, a quienes ha dedicado ensayos, pero su prosa tiene pocas conexiones con el primero o el segundo. En sus libros hay frecuentes alusiones a los grandes maestros de la novela cubana de los dos últimos siglos –Villaverde, Meza, Carrión, Novás Calvo, Montenegro, Labrador…-, pero tampoco es ese el origen de su escritura. Padura proviene directamente del realismo de la narrativa y el periodismo revolucionarios de los años 60 y 70: José Soler Puig, Lisandro Otero, Jesús Díaz. El principal crítico literario de esa corriente estética, Ambrosio Fornet, fue una figura central en la formación estilística de Padura.
La prosa de Padura no es tan moderna como la de Pedro Juan Gutiérrez, Jorge Ángel Pérez o Ena Lucía Portela, ni tan refinada como la de Abilio Estévez, Antonio José Ponte o José Manuel Prieto. Esa prosa posee, sin embargo, una eficacia comunicativa que no habría que relacionar tanto con la estética como con la política. El creador del detective postrevolucionario Mario Conde es un escritor político que ha transformado el género policíaco en Cuba. Con Padura, la novela policíaca deja de ser un panfleto de exaltación de la Seguridad del Estado y el Ministerio del Interior y se convierte en una modalidad de la crónica y la crítica social.
La política de Padura podría resumirse en la suscripción de un socialismo reformista, que todavía reclama para sí buena parte del legado de la Revolución y sus máximos líderes y que, sin proponer un cambio de régimen, defiende la necesidad de una moderada apertura económica y política del sistema cubano. Esa política no sólo ha sido expuesta en declaraciones y artículos del escritor sino que es legible, también, en su serie negra sobre Mario Conde y hasta en sus dos ficciones más ambiciosas: La novela de mi vida (2002) y El hombre que amaba a los perros (2009).
Si en la primera Padura articulaba la narración en tres momentos históricos –la vida José María Heredia en el México de la Primera República Federal (1824-1836), la del hijo del poeta, el masón José de Jesús de Heredia, en La Habana de principios del siglo XX, y el regreso a Cuba del exiliado Fernando Terry en los años 90 del pasado siglo- en esta segunda novela se cuentan, nuevamente, tres historias paralelas: la de los exilios de León Trotski, hasta su asesinato por órdenes de Stalin en Coyoacán, en 1940, la del asesino de Trotski, Ramón Mercader del Río, y la del veterinario y escritor Iván, que intenta reconstruir la historia de aquel crimen y el paradero del asesino en La Habana de la primera década del siglo XXI.
Ambas novelas son profundamente políticas. Los temas de la primera son la lealtad y la traición, el exilio y el regreso que caracterizan a un sistema cerrado, rígidamente codificado desde una moral y una ideología estatales, como el cubano. El tema de la segunda es nuevamente la lealtad y la traición, el exilio y el crimen que rodearon la herejía de Trotski y su fanática persecución y descalificación por parte de la ortodoxia comunista del siglo XX. En su valoración de la experiencia comunista, no sólo del estalinismo, sino de todo el periodo soviético, Padura se aparta abiertamente de la posición oficial del partido y los líderes que han gobernado Cuba en el último medio siglo:

“Con la glasnost, primero, y con la desaparición inevitable de la URSS, después, y la ventilación de muchos detalles de su historia pervertida, sepultada, escamoteada, escrita y vuelta reescribir, se obtenía una imagen coherente y más o menos real de lo que había sido la existencia oscura de un país que había durado, justamente, lo que la vida de un hombre normal: setenta y cuatro años”.

Y agrega:

“Todos aquellos años habían sido vividos en vano desde el instante en que la Utopía fue traicionada y, peor aún, convertida en la estafa de los mejores anhelos de los humanos. El sueño estrictamente teórico y tan atractivo de la igualdad posible se había trocado en la peor pesadilla autoritaria de la historia, cuando se aplicó a la realidad, entendida, con razón (más en este caso), como el único criterio de la verdad. Marx dixit”.

Sin embargo, la crítica de Padura no rebasa ciertos límites. La novela recuenta la historia -ya contada por los historiadores y por José Luis López Linares y Javier Rioyo en el documental Asaltar los cielos- de los itinerarios de Trotski y Mercader hasta el crimen de Coyoacán y luego sigue la pista del asesino, encarcelado en Lecumberri, liberado en 1960 por el gobierno de Adolfo López Mateos, a solicitud de Moscú, repatriado a la URSS y finalmente protegido por el gobierno de Fidel Castro en La Habana de los 70, donde murió. En la perspectiva cubana, desde la que escribe Padura, el final habanero de Mercader era el asunto de mayor interés y, sin embargo, el novelista sólo dedica al mismo un par de páginas (492 y 493) cuando la novela está a punto de concluir.
La interdicción que se autoimpone Padura es tan evidente que por sí misma constituye todo un argumento literario. Un escritor “socialista” puede criticar apasionadamente el crimen de Trotski y cuestionar sin ambages el “autoritarismo” soviético –el término que usa Padura-, pero no puede responsabilizar a Fidel Castro y a su gobierno por haber dado refugio a un homicida estalinista. A pesar de sus límites, es mucho lo que esta novela avanza en la dirección de una historia crítica del totalitarismo comunista del siglo XX. Una historia que, por desgracia, todavía no es pasado en la isla.

sábado, 21 de noviembre de 2009

El socialismo de Tejera



La historia oficial cubana del último medio siglo se relaciona de dos maneras con los actores políticos e intelectuales del pasado: o los estigmatiza, como antecedentes de los opositores actuales, o los canoniza como precursores del gobierno de Fidel y Raúl Castro. Las dos vías son distorsionantes, ya que asimilan los sujetos históricos a rígidas genealogías ideológicas, construidas a partir de las demandas de legitimación del Estado.
En dicha historia, el poeta y político cubano, Diego Vicente Tejera (1848-1903), figura siempre como un precursor del comunismo insular. Los comunistas cubanos anteriores a la Revolución de 1959 así lo asumieron y el Partido Comunista actual, refundado en 1965, coloca al socialista Tejera, junto al republicano José Martí, en el origen de su linaje ideológico. Sin embargo, a diferencia de Carlos Baliño (1848-1926), otro socialista que sí vivió el triunfo de la revolución bolchevique en Rusia e intervino en la creación del primer partido comunista cubano, en 1925, Tejera murió en el segundo año de la República, cuando no había surgido el comunismo insular.
En una antología de los escritos de Tejera, prologada y compilada por su biznieto Eduardo J. Tejera, Diego Vicente Tejera. Patriota, poeta y pensador cubano (Madrid, Compañía de Impresores Reunidos, 1981), se puede leer el tipo de socialismo que defendía Tejera. Como su amigo Martí, Tejera era, ante todo, un republicano que rechazaba con la misma vehemencia las opciones autonomistas y anexionistas de la soberanía cubana. Tras la muerte de Martí, Tejera, radicado en Key West, concibió intelectualmente las bases del primer partido socialista cubano, cuyo manifiesto se dio a conocer a la ciudadanía de la isla, en febrero de 1899, tras la caída del régimen colonial español.
Tejera comenzó leyendo a Marx, pero terminó leyendo a George Sorel, a Louis Blanc, a Henry George y comulgando con un socialismo que él adjetivaba “liberal, democrático y republicano”. Ese socialismo, decía Tejera, se “diferencia del comunismo” porque “admite los estados de holgura, riqueza y opulencia”, porque “salva el arte y el lujo, flores exquisitas de la civilización”, porque rechaza la “preponderancia del Estado” y porque “busca emancipar al obrero sin destruir al ciudadano”. “Si algo grande realizó la Revolución Francesa, escribió, fue la creación, digámoslo así, y la consagración de la individualidad”.
El socialismo “liberal, republicano y democrático” de Tejera se proponía entrelazar las nociones de libertad política, propia del liberalismo, y de “bien común”, propia de la tradición republicana. Pero Tejera, a diferencia de muchos liberales y republicanos de su generación hispanoamericana, no tenía dudas acerca de la conveniencia de la democracia como régimen político. En su conferencia “Los futuros partidos políticos de la República Cubana”, pronunciada el 3 de octubre de 1897 en el teatro San Carlos de Cayo Hueso, sostendrá que el sistema de partidos más conveniente para la nueva república sería uno tripartito que permitiera la competencia electoral entre una corriente liberal, otra conservadora y otra socialista.
Tanto el Partido Socialista, como el Partido Popular, creados por Tejera, tenían como dos premisas fundamentales la “paz” y la “evolución”. En nombre del republicanismo martiano, Tejera defendía la vida parlamentaria y la alianza entre clases: “seguro de la bondad de su causa y confiado en la honradez de principios en que viviremos el Partido Socialista Cubano no empleará más medios que la propaganda, la discusión y la fuerza moral de las inmensas masas que moverá y dirigirá, esto es, la palabra libre, la pluma libre y el voto en el Parlamento. No queremos, no iniciaremos la guerra de clases, convencidos de que la violencia no da triunfos tan complejos y duraderos como los de la razón y el amor”.
No fue por tanto, Tejera, un precursor del comunismo cubano sino uno de los primeros partidarios de la socialdemocracia o del socialismo democrático en la isla. En el obituario que le dedicó Manuel Márquez Sterling, en El Fígaro, el 3 de noviembre de 1903, se resumían las fuentes doctrinales de su pensamiento político: además de Marx, Sorel, Blanc y George, Grave, Hauptmann, Kropotkin y el anarcosindicalismo finisecular. De aquellas teorías de la izquierda del siglo XIX salió Diego Vicente Tejera convertido, según Márquez Sterling, en un “realista soñador”.

viernes, 20 de noviembre de 2009

Poetas a caballo


Comentábamos que Alfonso Reyes identificó a su padre, don Bernardo, con José Martí, y que llamó a ambos “poetas a caballo”. La frase se encuentra en Charlas de la siesta, donde recuerda que en algún momento sugirió al general que abandonara la política y se concentrara en escribir sus memorias. Decía entonces Reyes que siempre “había sentido a su padre poeta, poeta en la sensibilidad y en la acción; poeta en los versos que solía dedicarme, en las comedias que componíamos juntos durante las vacaciones por las Sierras del Norte; poeta en el despego con que siempre lo sacrificaba todo a una idea, poeta en su genial penetración del sentido de la vida; y en su instantánea adivinación de los hombres; poeta en el perfil quijotesco; poeta lanzado a la guerra como otro Martí, por exceso de corazón. Poeta, poeta a caballo”.
En El deslinde, Reyes menciona nuevamente a Martí y encuentra en su descripción del rostro de la actriz Jane Hading –“cara dramática, ojos húmedos, nariz ancha y agitada, boca blanda y fina, vasta y temible cuenca del ojo, pómulos de voluntad…, el rostro todo, una desolación de amor, un pastel de La Tour”- lo que él llama “la palabra única de la literatura”, ese “rayo de unicidad intuitiva que casi produce escalofrío”. En otro texto de Reyes, Sobre la tumba de Graca Aranha, reaparece Martí, quien, a su juicio, “ofreció a la patria el sacrificio del mejor temperamento de escritor nacido en América, y pasa por el cielo de Cuba metamorfoseado en relámpago”. Aquí Reyes, prácticamente, repite los versos que Justo Sierra dedicó a Martí en un soneto publicado en la Revista Azul, el 2 de junio de 1895.
La frase “poeta a caballo” recuerda el título que Jean Lacouture utilizó en su biografía de Michel de Montaigne, Montaigne a cheval (1996), que fuera reeditada, en 1999, por la colección Breviarios del Fondo de Cultura Económica. Pero a Lacouture no le interesaba la dimensión sacrificial del poeta sino el lado mundano del ensayista: el bios tanto como la grafía. Cuando Montaigne descendía del cerro de Montravel en su yegua no era para inmolarse frente a las tropas enemigas: era para perseguir muchachas en las orillas del Lidoire o del Léchou, del lado de Montpeyroux o del molino de Pombazet, sobre todo en Mussidan, donde, según su biógrafo, era "muy esperado" por las doncellas de la comarca.

jueves, 19 de noviembre de 2009

Alfonso Reyes y su padre

El historiador mexicano Javier Garciadiego, presidente de El Colegio de México, ha escrito una breve biografía de Alfonso Reyes, editada este año por la editorial Planeta. Garciadiego se ha dedicado, fundamentalmente, a la historia intelectual y política: es un gran conocedor de la Revolución Mexicana y ha investigado las pugnas intelectuales durante el Porfiriato y los orígenes de la Universidad Nacional Autónoma de México. Su mirada sobre la vida de Alfonso Reyes está más cerca, por tanto, de la biografía política que de la crítica literaria.
Garciadiego le da mucha importancia al origen de Reyes: hijo de Bernardo Reyes, militar liberal y porfirista, gobernador del estado de Nuevo León, Secretario de Guerra por un breve periodo, aspirante a la vicepresidencia con Díaz, rival de José Yves Limantour y el grupo de los “científicos”, candidato a las primeras elecciones presidenciales democráticas de México, en 1911, frente a la popular opción que encabezaba el líder revolucionario, Francisco I. Madero. El final de don Bernardo, derribado por la metralla mientras galopaba contra las tropas de Victoriano Huerta, frente a Palacio Nacional, marcó a Reyes para toda la vida.
El padre de Reyes no era un revolucionario, era un político del antiguo régimen, que se inmoló por la Revolución. El propio Reyes, como intelectual, sería algo parecido: un escritor clásico arrastrado por la vorágine de las vanguardias iberoamericanas. En sus exilios y sus misiones diplomáticas en Madrid y París, en Buenos Aires y Río de Janeiro, Reyes sería, de algún modo, el representante de ambos Méxicos: el porfirista y el revolucionario, el viejo y el nuevo. Cuando regresó definitivamente a su patria, en 1939, ya la Revolución comenzaba a ser asunto del pasado. La erudición y el refinamiento de Reyes tendrían entonces oportunidad de poner a prueba su vocación fundacional, con la creación de la Casa de España y El Colegio de México, y su inagotable voluntad de estilo en poesía y prosa.
Como el propio Reyes diría en la Oración del 9 de febrero, una prosa donde narraba la muerte de don Bernardo, su vida y su obra serían la constante interrogación sobre el sacrificio de su padre. Reyes no olvidaba que el general porfirista había sido quien primero le puso un libro de Rubén Darío en las manos e insistía en considerar a su padre “poeta” y “romántico”. “Poeta a caballo”, lo llamará alguna vez, equiparándolo, por cierto, con José Martí, que también murió inmolado frente al fuego enemigo:




“Tronaron otra vez los cañones. Y resucitado el instinto de la soldadesca, la guardia misma rompió la prisión. ¿Qué haría el romántico? ¿Qué haría, oh, cielos, pase lo que pase y caiga quien caiga (¡y qué mexicano verdadero dejaría de entenderlo!) sino saltar sobre el caballo otra vez y ponerse al frente de la aventura, único sitio del poeta? Aquí morí yo y volví a nacer, y el que quiera saber quién soy que lo pregunte a los hados de febrero. Todo lo que salga de mí, en bien o en mal, será imputable a ese amargo día. Cuando la ametralladora acabó de vaciar su entraña, entre el montón de hombres y de caballos a media plaza y frente a la puerta de Palacio, en una mañana de domingo, el mayor romántico mexicano había muerto”.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

Querencia americana

Bajo este título, Javier Fornieles Ten y Juan Pedro Cañonero han reunido la correspondencia entre Juan Ramón Jiménez y José Lezama Lima, las principales colaboraciones de Jiménez en las revistas creadas por Lezama (Verbum, Espuela de Plata, Nadie Parecía y Orígenes) y los varios ensayos de Lezama sobre Jiménez, incluido el famoso “coloquio”, de 1938, aparecido, inicialmente, en la Revista Cubana, y luego editado por la Secretaría de Educación de la isla. La extraordinaria editorial sevillana Espuela de Plata es la responsable de este volumen imprescindible.
Es interesante seguir la correspondencia entre ambos poetas a través de las múltiples residencias del de Moguer (Miami, Nueva York, Washington, San Juan) y el mismo remitente del poeta habanero: Trocadero 129. En las primeras cartas desde Estados Unidos, del 38 y el 39, Juan Ramón lamenta la pérdida de la luz de la Habana en su exilio newyorkino: “¡qué cambios de color y de luz! Sin duda, lo que diferencia a los hombres es, principalmente, la suma de luz y color”.
Hay una carta curiosa, del 22 de septiembre de 1939, en la que Lezama agradece a Jiménez las gestiones que ha hecho para que el joven poeta habanero pueda trasladarse, con una beca, a estudiar en la Universidad de Gainesville, en la Florida. Lezama imagina Gainesville como un “pueblecito” que podría estar cerca de Miami y, por tanto, cerca de Juan Ramón, “a quien podría ver con frecuencia”.
El contenido fundamental de las cartas versa, sin embargo, sobre las solicitudes de colaboración en sus revistas que Lezama hizo a Jiménez durante casi veinte años. El mayor vacío en la comunicación se produce entre 1950 y 1953, años en los que Jiménez y su esposa, Zenobia Camprubí, se trasladan de Washington a San Juan, Puerto Rico. Cuando Lezama está preparando el número de Orígenes dedicado al centenario de Martí, escribe a Juan Ramón, pidiéndole alguna colaboración. Entonces lo siente “cerca de Cuba” y le pide que “vuelva a la salita del Hotel Vedado y vuelva a descender por el elevador lentísimo”.
Es entonces que Jiménez responde entusiasmado a Lezama, asegurándole que posee “centenares de inéditos” y se reinicia una colaboración que, en menos de un año, provocará, en buena medida, el célebre cisma de Orígenes. Para entonces las tensiones entre Jiménez y algunos poetas de la generación del 27, como Vicente Aleixandre y Jorge Guillén, habían llegado a esa zona de envilecimiento, a la que llegan casi todas las amistades intelectuales cuando son ganadas por la rivalidad y el celo.
Es probable que Jiménez, al constatar la creciente presencia de aquellos poetas en Orígenes, decidiera escoger esta revista como destino de su texto “Crítica paralela”, una miscelánea de aforismos, reflexiones, comentarios, poemas y cartas en los que respondía a críticas de Aleixandre y Guillén y que decidieron la ruptura entre Lezama y Rodríguez Feo. El exquisito Jiménez se volvió entonces despiadado e injusto:



“V.A. es un existencialista de butaca permanente; y que escribe imaginaciones por serie, en álbumes de fantasmas sucesivos. La escritura de V.A., verso o prosa, no es más que una serie de estampas forzadas, sin vida verdadera; un friso decorativo de una biblioteca particular secreta. Nada grandioso, nada grandioso, nada fabuloso, nada sagrado, nada profano, nada divino, nada humano. Calcomanía, manía de calco. Simulo y disimulo, en forma amarga”.

“Poemas y más poemas en un verso libre sin calidad ni individualidad alguna de duración, que, en realidad, parecen como los de Luis Cernuda, traducciones de poemas mejores no comprendidos del todo ¿Qué puede dar esa escritura a los jóvenes? Nada. (Como la de Guillén y Salinas, es vía muerta). Los más jóvenes poetas españoles que tienen voz, un José María Valverde, un José Hierro, un José García Nieto, una Juana García Noroña) no pueden turiferarle”.