Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

viernes, 30 de junio de 2017

Cercas, historiador




Las novelas de Javier Cercas cuestionan y, a la vez, exponen el deslinde entre ficción e historia. Pero en todas, el narrador busca presentarse como un sujeto desubicado, que ni es historiador ni es literato. Puede ser un escritor o, incluso, un novelista, siempre y cuando el acto de la escritura aparezca como un oficio desnudo, ordinario, sin la menor pretensión de trascendencia. Puede ser, también, un tipo de narrador resueltamente más cerca de la historia que de la literatura, una especie de archivista o notario que da cuenta exactamente de un evento del pasado. Es el caso de su última novela El monarca de las sombras (2017), tal vez la ficción en que Cercas ofrece mayor espacio a la historia escrita, por no decir, a la escritura de la historia y, específicamente, de la historia militar de la Guerra Civil española.
Esta vez Cercas cuenta el relato de su tío Manuel Mena, un joven extremeño que se suma al bando nacionalista de la Guerra Civil y que muere en el frente, en la batalla del Ebro, en el otoño de 1938, pocos meses antes de que termine la breve, pero costosa, parte militar de un conflicto que, en la memoria de la península y sus exilios, dura hasta hoy. Con la evocación del tío emerge toda la trama familiar del autor, por vía paterna y materna, de clara filiación franquista, en Ibahernando, durante la Guerra Civil. Una filiación -valga el pleonasmo- que abarca buena parte del árbol genealógico de Cercas, ya que tanto el padre como la madre pertenecían al patriciado del pueblo extremeño, que se sumó al franquismo.
La última novela del autor de Soldados de Salamina (2001) vendría a proponer una clave personal para la interpretación de la mayor parte de su narrativa o, por lo menos, de su poética. La literatura de Cercas está claramente endeudada con el drama de un intelectual que considera que el levantamiento franquista contra la República fue un error y hasta un crimen, pero que, a la vez, quiere comprender con flexibilidad las razones de quienes se levantaron en armas contra un gobierno legítimo y precipitaron el país en una sangrienta guerra fratricida. En El monarca de las sombras se evidencia que ese dilema es, para Cercas, un drama personal y familiar.
En algún momento de la novela se sugiere que todos los españoles están marcados por ese mismo drama. Pero en su caso, a diferencia, por ejemplo, de alguien cuya familia provenga del bando republicano o del exilio o de alguien que hoy se ubique en una perspectiva abiertamente revisionista, en relación con la visión hegemónica sobre el levantamiento franquista, que favorece paradójicamente a los vencidos, o cercana a la equidistancia, la escisión es inocultable: el héroe de su familia es un tío falangista que murió en la guerra, pero él es un intelectual público que defiende el legado democrático del interregno republicano.
Como en otras novelas de Cercas, lo que más me impresiona en la lectura, es la manera aparentemente diáfana, es decir, perfectamente estudiada en términos estilísticos, de liberar esa tensión o esa ambivalencia entre lo afectivo y lo político, lo personal y lo público. Algo que, a simple vista, parecería imposible en otros contextos tan o más polarizados que el español por causas de guerras civiles, dictaduras o revoluciones, autoritarismos o totalitarismos en el pasado reciente. Se antoja pensar que si esa liberación tiene lugar en la prosa de Cercas es porque hay un entorno ético en la esfera pública española que la favorece y la acompaña.

sábado, 24 de junio de 2017

Un siglo de Visión de Anáhuac

Cien años hace que la colección El Convivio de la Imprenta Celsina de San José de Costa Rica, a cargo de Joaquín García Monge, editó Visión de Anáhuac de Alfonso Reyes, breve e inmenso ensayo latinoamericano. García Monge fue un intelectual costarricense, que había recorrido Suramérica en los primeros años del siglo XX, en plena difusión del arielismo. De regreso a San José, en 1916, emprendió la edición de la revista Colección Ariel. Repertorio Americano, inspirada tanto en José Enrique Rodó como en Andrés Bello, que envió puntualmente a Alfonso Reyes, por entonces exiliado en Madrid.
         Desde aquellos años, como ha estudiado Alberto Enríquez Perea, se inició una rica correspondencia entre García Monge y Reyes que integra un capítulo más de ese “humanismo errante americano”, tan bien descrito por Adolfo Castañón. De aquel epistolario surgió la idea de incluir algo de Reyes en la colección El Convivio de García Monge. Ese algo fue nada menos que Visión de Anáhuac (1917), texto que, como recuerda Enríquez Perea, Octavio Paz llamó “gran fresco en prosa” y Valery Larbaud, “verdadero poema nacional”.
         Es interesante fijarse en los comienzos de aquellos ensayos en los albores del siglo XX. El punto de partida era siempre la geografía y la demografía, la naturaleza y el hombre, el paisaje y la raza. Manuel Gamio, más retóricamente, empezaba Forjando patria (1916): “en la gran forja de América, sobre el yunque gigantesco de los Andes, se han batido por centurias y centurias el bronce y el hierro de razas viriles”. Reyes, con mejor gusto, arrancaba con la “sorpresa” de los viajeros y los cronistas de Indias del siglo XVI ante las pulpas frutales y las mieles desconocidas.
         Pero muy pronto, también Reyes colocaba en el origen de cualquier expresión de lo nacional, la epopeya del hombre en la naturaleza. La desecación del valle de México, entre 1449 y 1900, podía entenderse como trasfondo de todo el proceso civilizatorio de la nación mesoamericana en cuatro siglos. Cuatrocientos años que, a su juicio, se dividían en tres grandes periodos y regímenes políticos: el del imperio mexica, el del virreinato novohispano y el de la república independiente.
         Tres edades, tres “civilizaciones” y tres “razas”, agrega Reyes, sugiriendo que la tercera sería la criolla o mestiza, aunque sin ahondar en representaciones eugenésicas, muy comunes en Justo Sierra o José Vasconcelos. Pero tan interesante como esa elusión de los tópicos evolucionistas es la insistencia en la discontinuidad entre aquellos grandes ciclos históricos: “poco hay de común entre el organismo virreinal y la prodigiosa ficción política que nos dio treinta años de paz augusta”.
         Es muy significativa, en un exiliado de lo que podría entenderse como “la contrarrevolución mexicana”, la definición del Porfiriato como “ficción”. Pero más aún, la asociación del régimen porfirista con una monarquía. Cuando Reyes hablaba de “tres monarquías, divididas por paréntesis de anarquía”, no se refería, como algunos suponen, a la borbónica, la de Iturbide y la de Maximiliano, sino a la azteca, la castellana y la porfirista. Pero a diferencia de Paz, Reyes no veía la historia de México marcada por una maldición despótica.
         Lo único constante en ese paso de una civilización a otra era la “consigna de secar la tierra”. De Netzahualcóyotl a Luis de Velasco y de éste a Porfirio Díaz, operaba la obra metahistórica de un Estado, decidido a desecar y desforestar. El llamado a poblar llevaba implícita una sujeción de la naturaleza, que trastocaría fatalmente aquella “visión”, aquella imagen de Anáhuac legada por viajeros y cronistas. “Nuestro siglo nos encontró –concluía Reyes- echando la última palada y abriendo la última zanja”.

miércoles, 21 de junio de 2017

Por qué no hay revoluciones en el siglo XXI




Recuerdo que en los años de la Primavera Árabe y Occupy Wall Street se decía que las nuevas tecnologías eran las vías de transmisión del espíritu revolucionario en el siglo XXI. Pero un personaje de Estridente, dulce (2017), la novela de Adam Thirlwell que leo en estos días, sostiene lo contrario. Los dispositivos electrónicos personales son los grandes neutralizadores de la revolución en nuestra época. No porque alienen a atonten al ciudadano, como sostiene la robinsonada tecnofóbica,
sino porque lo convierten en una víctima más fácil de la represión:

"Romy
No, déjame decirte por qué no habrá ninguna revolución...

Yo
Está bien...

Romy
Porque si tú eres una de las personas que tienen un iPhone o algo parecido para tuitear y demás, en cualquier revolución como es debida serías un blanco...

Yo
¿Cómo dices?

Romy
Sí, aquellos que tienen múltiples cuentas bancarias y hablan catorce idiomas podrán largarse y ponerse a salvo en Mustique. Pero la gente feliz que simplemente tiene lo suficiente para vivir pero no para, digamos, huir, será perseguida. Será perseguida y masacrada. Y la gente feliz sabe esto, lo sabe muy bien. Ésa es la razón por la que permanece muy callada y también por la que nunca llegaremos a ser testigos de ninguna revolución".


lunes, 19 de junio de 2017

Narcisismo y miedo a los aviones




Por ejemplo, este diálogo de Estridente y dulce (Anagrama, 2017), la última novela de Adam Thirlwell:

Yo
¿Te he contado lo que me pasó una vez en un avión?

Romy
No, bizcochito, cuéntame.

Yo
El avión se dirigía a la pista de despegue y yo estaba convencido de que algo iba mal porque los ruidos que hacía el aparato no eran normales. Entonces advierto que la azafata que está delante de mí le dice en voz baja a la que se encuentra al final del pasillo: "¿Qué sucede?" Obviamente decido que debo hacer algo e impedir que el avión despegue porque si lo hace estallará en llamas. De modo que llamo a la azafata y le digo que lo más seguro sería regresar al aeropuerto y hacer que revisaran el avión, a lo cual ella me contesta que por supuesto podría hacerlo, pero que me irá a buscar un vaso de agua y que, cuando vuelva, le diga si todavía quiero que informe a toda la gente del avión de que estoy tan asustado por un zumbido supuestamente anormal del aire acondicionado que el avión tendrá que perder su turno de despegue y ser revisado durante lo que podría ser un periodo de cuatro a cinco horas.

Romy
¿Y qué hiciste?

Yo
Me quedé callado

Romy
No es tan malo

Yo
Lo que no sé es si mi silencio se debió al conocimiento íntimo de que me estaba comportando de un modo irracional y en realidad no había nada de lo que preocuparse, o si estaba tan imbuido por la vanidad y el deseo de no montar una escena que preferí arriesgar mi propia muerte y la de otras cuatrocientas cincuenta y tres personas en vez de someterme a mí mismo a la posible humillación del anuncio de la azafata.