Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

martes, 29 de enero de 2013

Ícono y deshielo



Si nos remitimos únicamente a la información metatextual que el espacio Matadero   (Abierto x Obras) de Madrid introdujo en el dossier de prensa sobre Candela, de los artistas cubanos Marco Castillo y Dagoberto Rodríguez (Los Carpinteros), el referente básico de esta instalación sería la estructura de madera o metal con la imagen del Che Guevara, derivada de la foto de Korda, que cuelga de la pared del Ministerio del Interior, frente a la Plaza de la Revolución de La Habana.
Sin ese referente, la estilización de la imagen podría atribuirse a cualquier otro ícono –Marx, Lenin, Martí, Camilo…- del socialismo cubano. Los Carpinteros han reproducido, con esa estructura en llamas, la forma del fuego, no el rostro de un líder. Esta disolución de los íconos en la candela podría colocar la instalación en un lugar del arte cubano contemporáneo, diferente al de la hipertextualidad neopop que comentábamos en una entrada anterior, a propósito de la muestra Waiting for the Idols to Fall, curada por Orlando Hernández.
A pesar de la evidente elusión del ícono o del abandono de toda captura literal del mismo, la cita de Guevara –más que la de cualquier otro líder comunista, incluidos Marx y Lenin- adquiere una connotación simbólica, reproductora de sentidos, en el Madrid del invierno de 2013. No sólo porque los artistas sean cubanos –la marca “nacional” se capitaliza, ante todo, desde el gentilicio- sino porque el Che es, hoy por hoy, un ícono mejor instalado en el mercado occidental que Lenin o Marx.
La marca de “lo cubano” no se explota aquí a partir del ícono mismo sino de la condición nacional de los artistas y del título, “Candela”, expresión popular cubana que aludiría, por lo menos, a dos cosas: la “situación complicada” del propio Guevara en medio del capitalismo que simbólicamente lo procesa y "la candela" que el ícono anticapitalista sigue representando en la crisis global de hoy.
Los Carpinteros han instalado su figura en llamas en un antiguo frigorífico, que se incendió, por lo que el choque de los elementos otorga a la obra mayor espectacularidad. La candela es, al final, una transmutación, un paso del hielo al fuego que descongela la experiencia del espectador. Un deshielo tan aplicable al capitalismo europeo como al comunismo cubano. 
              

domingo, 27 de enero de 2013

Dulce sensatez



Se requiere de una mezcla precisa, no desmesurada, de lucidez y estilo para convertir una obra ensayística, no en un puñado de volúmenes diversos, sino en una serie editorial. Los ensayos de Montaigne fueron eso y colecciones como El Espectador de José Ortega y Gasset o las Iluminaciones, el título que sus editores dieron a algunos textos de Walter Benjamin, serían dos antecedentes célebres.
El escritor mexicano Jesús Silva-Herzog Márquez ha logrado esa mezcla precisa con el segundo volumen de Andar y ver (El Equilibrista, 2012). El primer Andar y ver (2005), también publicado por El Equilibrista, ya insinuaba las virtudes de un prosista que glosa todo tipo de documentos: una película y un cuadro, un poema y una novela, la retórica de un político o el pensamiento de un filósofo.
En este “segundo cuaderno” –así le llama Silva-Herzog, como si se tratara más de un poemario o una bitácora que de un libro de ensayos- esas virtudes se afinan aún más. Como en Ortega o Benjamin, esta es la prosa de un caminante que observa y anota, un espectador atento a los detalles de la cultura que se produce a su alrededor. Detalles que el paseante no transcribe sino que reimprime en la página.
A Silva-Herzog le interesan cosas como la diferencia radical entre dos filmes de Sam Mendes, Revolutionary Road y Away We Go, las relecturas de Marx y Darwin en la fotografía de Sebastiao Salgado, los poemas escritos con “lápiz roto” de Eugenio Montejo, la idea de la poesía en Bentham y Mill,  el “pasado anterior” de Salvador Elizondo o la “tiranía del contorno” en Fernando Pessoa.
El verdadero desafío de una prosa como esta es la preservación de un talante en medio de la dispersión, de una mirada entre tanta curiosidad. La clave de la escritura de Silva-Herzog está en el “ver”, que es la cualidad que destila lo mucho que se "anda". Un ver que agrega dulzura a la inteligencia, que estiliza tiernamente el universo que circunda al andante.  

viernes, 25 de enero de 2013

La crítica como privilegio y como derecho



Quien, con paciencia y hasta resignación, se proponga recorrer todo el periodismo autorizado -impreso, televisivo, radial, cinematográfico y, en la última década, electrónico- hecho en Cuba en los últimos 52 años por lo menos, no encontrará una crítica, por ponderada o sutil que sea, a la institución del partido comunista único y a los liderazgos de Fidel y Raúl Castro. El Partido, Fidel y Raúl han sido y son las tres grandes interdicciones de la esfera pública cubana.
Pero ni siquiera un límite tan perdurablemente construido es eterno. Dos libros recientemente editados en la isla, Espejos. Una historia casi universal (2011) de Eduardo Galeano, publicado por Casa de las Américas, y el volumen colectivo Por un consenso para la democracia (2012), editado por la revista católica Espacio Laical, avanzan cuidadosamente en la transgresión de esos interdictos.
En el citado libro de Galeano, se puede leer una entrada, titulada “Fidel”, en la que el escritor uruguayo intenta hacer un juicio equilibrado del líder histórico de la Revolución Cubana. La segunda parte de ese juicio, que se presenta como concluyente, es laudatoria y persiste en casi todos los tópicos del irrefutable culto a la personalidad de Castro en Cuba y en la izquierda latinoamericana menos crítica.
Dice Galeano que “no fue por posar para la historia que (Fidel) puso el pecho a las balas cuando vino la invasión”, que “enfrentó a los huracanes de igual a igual, de huracán a huracán”, que “sobrevivió a 637 atentados”, que su “contagiosa energía fue decisiva para convertir una colonia en patria” o que “no fue por hechizo de Mandinga ni por milagro de Dios que esa nueva patria (Cuba) pudo sobrevivir a diez presidentes de Estados Unidos, que tenían puesta la servilleta para almorzarla con cuchillo y tenedor”.
La primera parte del escrito de Galeano, sin embargo, antes de sus múltiples peros, es, en La Habana o en Montevideo, una crítica al autoritarismo de Fidel Castro:

“Sus enemigos dicen que fue rey sin corona y que confundía la unidad con la unanimidad. Y en eso sus enemigos tienen razón. Sus enemigos dicen que si Napoleón hubiera tenido un diario como Granma, ningún francés se habría enterado del desastre de Waterloo. Y en eso sus enemigos tienen razón. Sus enemigos dicen que ejerció el poder hablando mucho y escuchando poco, porque estaba más acostumbrado a los ecos que a las voces. Y en eso sus enemigos tienen razón”.

Si el texto de Galeano, en la editorial de la revista Casa de las Américas, con todos sus peros, avanza en la crítica al liderazgo de Fidel Castro, el volumen editado por la revista Espacio Laical, se acerca al cuestionamiento del partido único. Sobre todo en las contribuciones de Roberto Veiga González, Armando Chaguaceda, Lenier González, Julio César Guanche y Víctor Fowler la crítica al Partido Comunista de Cuba se mueve entre la reforma del mismo y la búsqueda de nuevas vías de institucionalización del pluralismo político.
Hay, sin embargo, una diferencia notable en el estatuto de ambos avances de la crítica. El primero, el de Eduardo Galeano, es un avance de la crítica como privilegio. A Galeano, como antes que a él, a Mijaíl Gorbachov, Juan Pablo II, James Carter, Benedicto XVI y otras celebridades extranjeras, de visita en la isla, se le concede el privilegio de criticar, por su calidad de amigo de la Revolución Cubana,  en este caso, desde la izquierda latinoamericana.
En el segundo caso, el de los autores del volumen Por un consenso para la democracia (2012), se trata, más bien, de la conquista de un derecho. Una libertad ganada que, de no contar con el respaldo de una editorial de la Iglesia Católica, tampoco habría podido salir de la imprenta. Vale la pena confirmar, una vez más, el hecho de que dos de las plataformas ideológicas desde las que avanza la crítica pública, en Cuba, son la izquierda latinoamericana y el nacionalismo católico.  

miércoles, 23 de enero de 2013

¿Hay ocaso para los íconos?


El crítico cubano Orlando Hernández cura una exposición en la galería The 8th Floor de Nueva York, que lleva por título Waiting for the Idols to Fall. En un texto que escenifica el eje conceptual de su proyecto, reproducido en el sitio Cuban Art News, Hernández se pregunta si es posible, en el arte contemporáneo, el abandono de representaciones de íconos o ídolos que encarnan pesados significantes. En este caso, el significante abrumador de "lo cubano".
En un momento del texto, Hernández parece sugerir que los artistas más jóvenes de la isla ya no se hacen la pregunta por la representación de "lo cubano". Sin embargo, la muestra que él mismo ha curado y la conclusión de su texto apuntan a que aunque no se hagan la pregunta, los artistas jóvenes no dejan de apelar al registro obsesivo de íconos e ídolos de una condición -más que de una "identidad"- nacional: el Castro pantócrata de José Toirac, la interrogada Virgen de la Caridad de Alejandro Aguilera, el pasaporte imaginario de Abel Barroso, la memorabilia pesadillesca de Pedro Álvarez.
La fórmula de una representación de "lo nacional", a la espera de la caída definitiva de sus ídolos, no pasa de ser una ingeniosa salida retórica a un dilema -o un estancamiento- que merecería una crítica más a fondo. Desde los 80, en el arte cubano se da por sentado que cualquier representación de íconos e ídolos de lo nacional es irónica o hipertexual. Tanto tiempo invertido en el mismo gesto acaba por domesticar las energías críticas que le daban sentido en lo que podríamos llamar la primera o la alta "postmodernidad cubana".
Habría que preguntarse, incluso, si en la actual fase frenética del mercado de la imagen, esa noción típicamente moderna de un "ocaso de los ídolos" o un "crepúsculo de los dioses" tiene vigencia. El afán de Bacon -el filósofo o el pintor- o de Nietzsche, de confrontar especulativamente los "ídolos de la tribu", hoy es visto como una decadente afición ilustrada, como otra voluntad de dominio más, en este caso, del saber, expresada en la aspiración de un "filosofar a martillazos".
En el actual mercado de la imagen, hay sitio para el reciclaje de todos los íconos. Sobre todo de aquellos íconos que, como podrían ser los rostros un héroe popular -Bolívar y Messi, Evita y Shakira, el Che Guevara y Cristiano Ronaldo-, son ídolos que devienen marcas. La pregunta que se impone, y que sugiere Orlando Hernández, es si el ineludible expediente de la representación de ídolos e íconos -siempre en pie, nunca caídos-, como emblemas de una condición nacional, no se acerca ya a una suerte de nacionalismo postcrítico, a una yuxtaposición entre el arte plástico y la mercadotecnia turística.      

lunes, 21 de enero de 2013

¿Qué es un intelectual?


No he leído el libro póstumo de Tony Judt, Pensar el siglo XX (2012), como un tratado histórico más o, siquiera, como un manifiesto sobre el arte de pensar y escribir historia a principios del siglo XXI. Lo he leído como el testamento de un intelectual público, que sigue creyendo en su rol, a pesar de las tantas idolatrías adversas que lo rodean en la esfera pública contemporánea.
Hay quienes, de buena o mala fe, no entienden la función de un intelectual público. Lo curioso es que utilizan los mismos medios -un artículo de opinión, un libro de ensayo, una entrevista periodística o una diatriba electrónica- para atacar esa opción moderna. En el fondo, muchos de los enemigos del intelectual público no son más que otros intelectuales públicos que, en su excesiva confianza ante lo que creen que es la decadencia de un rol moderno, prefieren autodenominarse de otra manera.
En este libro Judt parece dar una última batalla contra esas idolatrías. Contra los que no entienden que la historia no es una ciencia social pura, regida por férreos principios de objetividad, importados de las ciencias naturales y exactas. Los neopositivistas, de ascendencia darwiniana o marxista, que jamás asimilaron al Fernand Braudel de La historia y las ciencias sociales o, mucho menos, al Peter Burke de Formas de hacer la historia.
Pero Judt da también una última batalla, casi testimonial, contra los academicistas que, dentro o fuera de la Academia -también hay filoacadémicos y neopositivistas en periódicos y blogs-, y precisamente por comprender que la historia no admite "verdades objetivas", sostienen que el historiador no debe adoptar posiciones ideológicas y políticas. Los enemigos de toda politización, los guardianes de la neutralidad, los perennes avergonzados de cualquier exposición pública, los que piensan que el intento genuino de articular deseos y realidades, hechos y expectativas es mesiánico o demagógico.
Contra unos y otros, escribe Judt, mostrando, en primer lugar, su yo, la biografía de sí mismo. Cada uno de los arquetipos de este libro -el "interrogador judío", el "escritor inglés", el "marxista político", el "sionista de Cambridge", el "homme de lettres francés", el "liberal de Europa del Este", el "historiador europeo" y el "moralista estadounidense"- es una faceta de la vida de Judt. Él fue todos esos personajes sin dejar de ser el mismo: un intelectual público socialdemócrata.
Es admirable cómo después de vivir y, sobre todo, contar tantos horrores - dos guerras mundiales, fascismo, holocausto, comunismo, Guerra Fría, Muro de Berlín, represión de disidentes, macarthysmo, Guerra de Viet Nam, neoconservadurismo, terrorismo, 11 de Septiembre, descalabro financiero...-, Judt se atreve a mantener la fe en lo que llama, invirtiendo la conocida fórmula de Hannah Arendt, "banalidad del bien". Fe en modo alguna religiosa, fe escéptica, pero fe al fin.
La socialdemocracia no es mero credo para Judt: es una ideología política construida a partir de una lectura crítica de la historia del siglo XX. Hay en ese criticismo herencias del pensamiento liberal y, también, del marxista, que se hacen acompañar de un humanismo de clara raíz judeocristiana. A pesar de estos ascendentes espirituales y del espesor moral que los acompaña, Judt defiende de manera laica y secularizada la vigencia de las grandes ideologías modernas del siglo XX -especialmente, de la socialdemocracia- y rechaza el mito del fin de las ideologías, aceptado, desde sus cuatro puntos cardinales, por el avasallante antintelectualismo contemporáneo.

       
    



domingo, 20 de enero de 2013

De la cienciología y otras patrañas











Lawrence Wright ha escrito un libro desmenuzando, una por una, las tomaduras de pelo del culto de la "cienciología". Michael Kinsley, el editor de The New Republic, lo ha reseñado elogiosamente. La nómina de actores, productores y directores de Hollywood embarcada en esa patraña es abultada. Con esas supersticiones, Hollywood pasa, de fábrica de fantasías a meca de los idólatras. Hollywood, como Roma de la actual decadencia de Occidente.
No debería extrañar que la proliferación de cultos "new age" sea tan notable en un país secularizado y, a la vez, de fuertes tradiciones religiosas, como Estados Unidos. La religiosidad -cualquier religiosidad- es, hoy por hoy, la envoltura espiritual de todos los poderes. Lo es del poder de Putin en Rusia y del poder de Chávez en Venezuela. Lo es, incluso, del menguante poder del anciano Fidel Castro -¿alguna vez fue realmente marxista?-, quien en diálogo con el conspirólogo Daniel Estulin, da crédito a las peores supercherías del mundo contemporáneo.

viernes, 11 de enero de 2013

La realidad del cliché





La más reciente novela cubana de William Kennedy, Changó’s Beads and Two-Tone Shoes (Penguin Books, 2011), es una sucesión ininterrumpida de los lugares comunes sobre Cuba y los cubanos que se han reproducido, por más de medio siglo, en los sectores liberales más simplones de la opinión pública norteamericana. Estereotipos que encapsulan rígidamente visiones sobre la sociedad, la cultura y la historia contemporánea de Cuba. Tópicos que, a fuerza de reproducirse mecánicamente, ya se confunden con la realidad.
Dedicada a Norberto Fuentes y Natalia Bolívar y armada a partir de conversaciones con Fidel Castro, Gabriel García Márquez, Alfredo Guevara, Max Lesnick y Eloy Gutiérrez Menoyo, entre otros, la novela cuenta la historia de Daniel Quinn –alter ego del propio Kennedy-, un joven periodista norteamericano que viaja a La Habana en 1957, con el propósito de entrevistar a Fidel Castro y contar la historia de la Revolución Cubana.
En la Habana, Quinn conoce a Renata, una bella joven de clase alta, que trabaja en el Museo Nacional de Bellas Artes, quien se convertirá en su esposa. Mientras la primera parte de la novela transcurre en La Habana revolucionada de fines de los 50, la segunda sucede en Albany, New York, donde reside la pareja, en los días previos y posteriores al asesinato de Robert Kennedy.
Si la parte cubana de la novela es un lugar común detrás del otro –Hemingway borracho en El Floridita, Batista asaltado en Palacio, los románticos barbudos de la Sierra Maestra, las mulatas sensuales, la santería turística y el confort blanco y burgués del Vedado y Miramar-, la parte norteamericana no se queda atrás: el movimiento por los derechos civiles, el conflicto racial, la guerra de Viet Nam, los maravillosos  Kennedy.
La novela conforma, entonces, un díptico de clichés. Lugares comunes hermanados por las élites decadentes de ambos países. No encontrará el lector aquí creativas pesquisas del mundo cubanoamericano, como las que hemos leído en un historiador como Louis A. Pérez o en un escritor como Gustavo Pérez Firmat. Estados Unidos y Cuba se tocan aquí, si se tocan, como realidades ajenas y unidimensionales: la isla mágica del Caribe y la Costa Este liberal, el país de los Castro y el país de los Kennedy.



lunes, 7 de enero de 2013

Poetas del siglo XXI

La Jornada Semanal de ayer ofrece una pequeña muestra de la nueva poesía que se escribe en Cuba. El suplemento literario mexicano reúne poemas de seis autores, Yenys Laura Prieto Velasco (1989), Yunier Riquenes García (1982), Andrés Ballester Marsal (1981), Marcel Benet Salgado (1987), Mónica Sera Luaces (1985) y Taimyr Sánchez Castillo (1986). Los seis, nacidos en la década del 80 en Sancti Spiritus, Jiguaní, Guantánamo y La Habana.
La publicación mexicana llama a estos escritores "novísimos poetas cubanos". Es ya un hábito hablar de "novísimos" al inicio de cada década en Cuba. Se hizo en los 90, a principios del 2000 y ahora. La razón fundamental de ese hábito tiene que ver con una excesiva prolongación del estatuto de lo "nuevo" o lo "joven" en la literatura, provocada por un moroso proceso de autorización y jerarquización de autores y obras.
Esta posposición de la adultez es universal, pero en el caso de Cuba se agrava por la marca temporal que todavía establece el año 1959. Si "nuevos" y "jóvenes" siguen siendo muchos autores nacidos en los 60, después de la Revolución, "novísimos" deberán ser todos los escritores menores de 40 años. Los seis reunidos aquí rondan entre los 25 y los 32 años.
Lo curioso es que, a juzgar por su lírica, estos poetas no se asumen como sujetos posteriores a la Revolución o el socialismo, como sucedía con los escritores y artistas de los 80 y 90, sino, en todo caso, como sujetos posteriores al siglo XX. El nuevo siglo es un personaje inquietante de esta lírica: "el dolor por este siglo/ no entiende de cenas ni de colas./ Cabecea por los parques y en cada sucursal/ canjea sus antiguos bienes por nerones travestidos...," -dice Prieto Velasco.
La caracterización de esta poesía ha sido adelantada hace unas semanas por Yoandy Cabrera en Diario de Cuba, a propósito de cuadernos como Del diario de Eva y otras prehistorias (2007) de Yanelys Encinosa Cabrera y Huecos de araña (2008) de Jamila Medina Ríos. En ese "resbaladero del lenguaje" que escenifica la joven poesía se leen eróticas y religiosidades, desolación y candidez, pero, sobre todo, presencias del nuevo siglo, de su agresiva globalidad.
"La ciudad sonríe mientras cree ver la luna/ reflejada sobre un plato vacío./ Duele esta ciudad cuarto menguante,/ pero más este siglo que no sabe besar sin close up" -vuelve a decir Prieto Velasco. La ciudad, en este caso, parece ser una Habana "que resiste sus alergias" y "hace una hoguera con la historia". Pero estos poetas cubanos del siglo XXI escriben desde cualquier ciudad de la isla: con ellos la provincia ha regresado -nunca se ha ido- como lugar para la imaginación del mundo.

domingo, 6 de enero de 2013

Maxim Kantor y el topo de la historia

El artista ruso Maxim Kantor inició su carrera en las calles de Moscú y Leningrado, a mediados de los 80, en los días del glasnost. Como muchos artistas de esa generación, en cualquier país del bloque soviético -sin excluir a Cuba-, uno de sus primeros gestos fue la creación de un espacio autónomo de sociabilidad cultural, denominado Krasny Dom (Casa Roja), que desde su nombre ilustraba el intento de expropiar al Estado la ideología que usufructuaban sus instituciones políticas.
En los últimos treinta años, la obra de Kantor ha producido una de las reflexiones históricas más rigurosas sobre la experiencia comunista del siglo XX. Una retrospectiva de su obra gráfica en la Fundación Stelline de Milán, que lleva por título Vulcano, una colección suya de 2010, da cuenta de esa vocación de pintar la historia, asimilable al arte político producido por la primera generación postsoviética. El lugar de Kantor en dicha generación es singular y, a la vez, icónico.
A diferencia de otros artistas de su generación, Kantor reivindica más las fuentes del expresionismo alemán y el objetivismo ruso de principios del siglo XX, que del arte del realismo socialista. Este último y, en general, toda la cultura estalinista, aparecen en la obra de Kantor sin las ponderaciones -irónicas o no- de Boris Groys y otros revisionistas de la cultura del estalinismo. A esta crítica del pasado, Kantor agrega una disidencia del régimen de Putin, el cual entiende como destilación de todos los legados imperiales de Rusia.
El catálogo de la muestra de Kantor en Milán aparece con textos del curador Alexander D. Borovsky y del recientemente desaparecido marxista británico Eric Hobsbawm, quien era amigo del filósofo disidente Karl Kantor, padre del artista. Hobsbawm admira en la obra Kantor una conciencia histórica que se aparta del ironismo postmoderno y recupera el rol crítico del artista. Kantor, según Hobsbawm, sería uno de esos intelectuales de nuestro tiempo que sigue creyendo, como Walter Benjamin o E. P. Thompson, en la labor roedora del topo de la historia.
En la crítica al régimen de Putin por Kantor, Hobsbawm ve la denuncia de "la tentación de regresar a los métodos soviéticos combinados con la unión del capitalismo de los delincuentes y el poder corrupto, que siempre trae a la memoria la figura de Stalin". Me pregunto si en otras culturas postsoviéticas, como la polaca, la checa o la cubana, podría encontrarse hoy un arte así de politizado. En caso de que exista, la pregunta sería, entonces, por qué ese arte carece de la visibilidad y la eficacia que distinguen la obra de Kantor.
El topo de la historia, esa criatura que algunos creen dormida, trabaja sumergidamente en la demolición de las paredes de la sociedad y del Estado. Kantor es de los que piensa que la crisis actual no es únicamente económica y que la misma no sólo afecta a las sociedades avanzadas del planeta, sino a los estados autoritarios que, como el ruso o el chino, se afianzan sobre economías artificiales y excluyentes, que acumulan pobreza en un grado inimaginable, desde los patrones del capitalismo industrial o financiero de los dos últimos siglos.
El Estado es para Kantor ese enorme Leviatán rojo, dibujado en círculos concéntricos de sujetos y masas, hacinados como muescas de un engranaje monstruoso. La lectura del siglo XX que se desprende de esta obra poco tiene que ver con las nostalgias del neocomunismo o con el cinismo del fin de la historia. El pasado cuenta, sobre todo, a la hora de sumar cadáveres. El comunismo no fue sólo una bella idea, traicionada por líderes ambiciosos. Fue una realidad totalitaria, de aniquilamiento racional de millones de seres humanos.        

viernes, 4 de enero de 2013

Autoritarismos competitivos

En El País Semanal de fin de año, Lluís Bassets reseñó elecciones presidenciales que tuvieron lugar en nueve países del mundo durante 2012: Estados Unidos, Francia, Japón, Corea del Sur, México, Rusia, China, Venezuela y Egipto. Cuatro de esas elecciones -las rusas, las chinas, las venezolanas y las egipcias- no fueron plenamente competitivas, si por competencia electoral se entiende igualdad de condiciones jurídicas y políticas para que partidos, movimientos o líderes accedan a la esfera pública y atraigan el voto de la ciudadanía. El recorrido de Bassets ayuda a comprender la fuerza que poseen los llamados "autoritarismos competitivos" en el siglo XXI.
El concepto de "autoritarismo competitivo" ha sido desarrollado por Steven Levitsky, Lucan A. Way y otros politólogos para ilustrar procesos de mixtura entre democracia y autoritarismo en algunos países que vivieron transiciones a fines del siglo XX. Dos elementos característicos de estos regímenes políticos tienen que ver con la recurrencia a un marco constitucional y a procesos electorales regulares. La competitividad del autoritarismo depende de la legitimidad de una oposición, con límites precisos para su desempeño, que le impiden constituir una hegemonía. En otras palabras, la competitividad de esos autoritarismos se basa en reglas no equitativas para la competencia electoral y la alternancia en el poder.