Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

lunes, 21 de enero de 2013

¿Qué es un intelectual?


No he leído el libro póstumo de Tony Judt, Pensar el siglo XX (2012), como un tratado histórico más o, siquiera, como un manifiesto sobre el arte de pensar y escribir historia a principios del siglo XXI. Lo he leído como el testamento de un intelectual público, que sigue creyendo en su rol, a pesar de las tantas idolatrías adversas que lo rodean en la esfera pública contemporánea.
Hay quienes, de buena o mala fe, no entienden la función de un intelectual público. Lo curioso es que utilizan los mismos medios -un artículo de opinión, un libro de ensayo, una entrevista periodística o una diatriba electrónica- para atacar esa opción moderna. En el fondo, muchos de los enemigos del intelectual público no son más que otros intelectuales públicos que, en su excesiva confianza ante lo que creen que es la decadencia de un rol moderno, prefieren autodenominarse de otra manera.
En este libro Judt parece dar una última batalla contra esas idolatrías. Contra los que no entienden que la historia no es una ciencia social pura, regida por férreos principios de objetividad, importados de las ciencias naturales y exactas. Los neopositivistas, de ascendencia darwiniana o marxista, que jamás asimilaron al Fernand Braudel de La historia y las ciencias sociales o, mucho menos, al Peter Burke de Formas de hacer la historia.
Pero Judt da también una última batalla, casi testimonial, contra los academicistas que, dentro o fuera de la Academia -también hay filoacadémicos y neopositivistas en periódicos y blogs-, y precisamente por comprender que la historia no admite "verdades objetivas", sostienen que el historiador no debe adoptar posiciones ideológicas y políticas. Los enemigos de toda politización, los guardianes de la neutralidad, los perennes avergonzados de cualquier exposición pública, los que piensan que el intento genuino de articular deseos y realidades, hechos y expectativas es mesiánico o demagógico.
Contra unos y otros, escribe Judt, mostrando, en primer lugar, su yo, la biografía de sí mismo. Cada uno de los arquetipos de este libro -el "interrogador judío", el "escritor inglés", el "marxista político", el "sionista de Cambridge", el "homme de lettres francés", el "liberal de Europa del Este", el "historiador europeo" y el "moralista estadounidense"- es una faceta de la vida de Judt. Él fue todos esos personajes sin dejar de ser el mismo: un intelectual público socialdemócrata.
Es admirable cómo después de vivir y, sobre todo, contar tantos horrores - dos guerras mundiales, fascismo, holocausto, comunismo, Guerra Fría, Muro de Berlín, represión de disidentes, macarthysmo, Guerra de Viet Nam, neoconservadurismo, terrorismo, 11 de Septiembre, descalabro financiero...-, Judt se atreve a mantener la fe en lo que llama, invirtiendo la conocida fórmula de Hannah Arendt, "banalidad del bien". Fe en modo alguna religiosa, fe escéptica, pero fe al fin.
La socialdemocracia no es mero credo para Judt: es una ideología política construida a partir de una lectura crítica de la historia del siglo XX. Hay en ese criticismo herencias del pensamiento liberal y, también, del marxista, que se hacen acompañar de un humanismo de clara raíz judeocristiana. A pesar de estos ascendentes espirituales y del espesor moral que los acompaña, Judt defiende de manera laica y secularizada la vigencia de las grandes ideologías modernas del siglo XX -especialmente, de la socialdemocracia- y rechaza el mito del fin de las ideologías, aceptado, desde sus cuatro puntos cardinales, por el avasallante antintelectualismo contemporáneo.

       
    



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