Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

viernes, 24 de noviembre de 2023

Cien años en el Hotel Abismo






En 1923, gracias a una donación de Félix Weil, empresario judío nacido en Buenos Aires, que estudiaba su doctorado en ciencias políticas en Alemania, surgió el Instituto de Investigación Social de la Universidad Goethe de Fráncfort del Meno, más conocido como Escuela de Frankfurt. Su grupo fundacional, Theodor Adorno, Max Horkheimer, Herbert Marcuse, Erich Fromm, Friedrich Pollock y Franz Neumann, se convertiría en uno de los núcleos fundamentales del marxismo occidental en el siglo XX. 

 En su trayectoria centenaria, la Escuela de Frankfurt ha acumulado todo tipo de distorsiones. Desde las del marxismo pro-soviético, con György Lukács a la cabeza, quien, a pesar de su deuda con la teoría crítica alemana, la acusó de falta de compromiso político y ambivalencias burguesas, hasta las más recientes del conservadurismo y la nueva derecha, tipo Jonathan Wiener, que atribuye al “marxismo cultural” de los frankfurtianos el origen de las políticas equitativas y paritarias. 

 Como expone Stuart Jeffries, en su biografía coral de las generaciones de la Escuela de Frankfurt, la trayectoria de esa corriente de pensamiento, desde su fundación hasta hoy, desafía esas caricaturas. De Adorno a Habermas, una constante de esos filósofos ha sido su instalación en la teoría, es decir, en el acto profesional del pensar. Pero sus posicionamientos públicos han sido múltiples y en una dirección fundamentalmente contraria al capitalismo y los autoritarismos, de izquierda o derecha. 

 La crítica de Lukács, que en sectores ortodoxos de las izquierdas se ha reciclado hasta hoy, acusaba a aquellos teóricos de vivir en un cómodo hotel, al borde del abismo, atisbando en el horizonte cada nueva hecatombe. Pero la demanda de Lukács, que fue Comisario de Cultura en el gobierno de Béla Kun, no era un llamado a la acción revolucionaria sino a la lealtad al Partido Comunista. La Escuela de Frankfurt declinó esa vía y se mantuvo fiel al desarrollo académico de una teoría crítica, que no prescindía de la intervención en la esfera pública. 

 En su primera etapa, antes de la llegada de Hitler al poder, la teoría crítica trató de procesar el fracaso de la Revolución alemana de 1919 por medio de una mezcla de marxismo y psicoanálisis. Entre los años 30 y 50, su orientación fue esencialmente antifascista y antiautoritaria, desde la premisa de que el totalitarismo, cualquier totalitarismo, era consecuencia del desarrollo de tecnologías del poder, cuyas raíces emergían de la propia modernidad. 

 Ese fue el eje argumentativo de Dialéctica de la Ilustración (1944) de Adorno y Horkheimer. Como reconocería luego éste último, aquel ensayo, firmado en Los Ángeles y dedicado a Pollock, fue escrito bajo el impacto del suicidio de Walter Benjamin en Portbou y la lectura de sus Tesis de filosofía de la historia (1940). No por gusto se convertiría en un cruce de caminos para el centro y la periferia de la teoría crítica, que conecta con Los orígenes del totalitarismo (1951) de Hannah Arendt y El hombre unidimensional (1964) de Herbert Marcuse. 

 Mucho se han exagerado las diferencias entre Adorno y Horkheimer, por un lado, y Benjamin y Marcuse, por el otro. En lo esencial, más allá de la posición de los primeros sobre las revueltas juveniles del 68, que no vieron con tanto entusiasmo, estaban de acuerdo. La nueva generación frankfurtiana (Habermas, Apel, Negt, Schmidt, Wellmer) heredaría la centralidad académica del grupo, aunque se aproximaría más claramente a la socialdemocracia. 

 En el conjunto de los marxismos occidentales del siglo XX, donde podrían ubicarse los existencialistas y estructuralistas franceses, los británicos de New Left Review y los italianos de la Nuova Sinistra, la teoría crítica de la Escuela de Frankfurt se caracterizó por un tipo de compromiso intelectual, más distanciado de los partidismos políticos. Todo un legado para este tiempo de compulsiones sectarias, en que el pensamiento renuncia a su autonomía y se entrega de manera visceral a la lucha por el poder.

miércoles, 15 de noviembre de 2023

Said contra los mitos antipalestinos





En estos días de guerra en Gaza las redes sociales se llenan de viejas patrañas antisemitas e islamófobas. Pero también se reproducen, con mayor contundencia y velocidad, mitos específicamente antipalestinos. En Facebook y Twitter reaparecen viejos mapas y se repite, hasta el cansancio, que Palestina no existía antes de 1948, no ha existido en los últimos ochenta años y no existe hoy. 

 Se machaca que los árabes que habitan Palestina han llegado allí luego de la fundación de Israel y el proceso de colonización que le siguió. Es decir, que los palestinos habitarían en un país llamado Israel y su condición de ciudadanos de segunda no estaría determinada por las leyes e instituciones de ese Estado sino por una subordinación natural. 

 Edward Said, brillante pensador palestino, nacido en Jerusalén en 1935, y fallecido en Nueva York, en 2003, en medio de la “guerra contra el terror” de George W. Bush en Irak y Afganistán, cuestionó cada uno de esos mitos en múltiples libros, artículos, manifiestos y cartas. La obra de Said está totalmente atravesada por su identidad específicamente palestina, pero tal vez los títulos emblemáticos de esa batalla contra los mitos serían La cuestión palestina (1979), Covering Islam (1981), Gaza y Jerifcó, pax americana (1995), sus memorias Out of Place (1999) y sus artículos sobre los procesos de paz en Oslo, reunidos en español, póstumamente, bajo el título de Nuevas crónicas palestinas (2004). 

 Hay, sin embargo, otras compilaciones y libros de entrevistas, como La pluma y la espada (2001), una larga conversación con David Barsamian, que ponen en claro la visión de Said sobre la historia de Israel y Palestina y su prolongado conflicto. En este libro, que editó y reeditó Siglo XXI, en México y Argentina, es posible constatar la fe de Said en la existencia de Palestina como como una comunidad cultural y política, que llamaba nación, con su pasado, su presente y su futuro. 

 Pero ahí mismo, junto con sus refutaciones puntuales de cada mito de la propaganda oficial israelí y del eurocentrismo intelectual, Said llamaba la atención sobre algunos daños autoinfligidos del extremismo nacionalista palestino, que conspiraban contra el logro del objetivo de una soberanía estatal. Dos de esos riesgos eran, justamente, el antisemitismo y el terrorismo, que hoy se expanden aún más que hace treinta o veinte años y, en sectores de la esfera pública y las redes sociales, se confunden con la propia causa palestina. 

 Said, que admiraba las tradiciones culturales hebreas y que impulsó con su amigo Daniel Barenboin una fundación para estudiantes de música árabes y judíos, cuestionó los limitados alcances de la paz negociada por Yasir Arafat e Isaac Rabin en los años 90, pero nunca renunció al ideal de dos estados en un mismo territorio. Lo interesante es que en la conversación con Barsamian, Said se detiene más en la necesidad de que esos dos estados posean a su vez una diversidad cultural interna, asegurada por la convivencia entre musulmanes, cristianos y judíos. 

 Ya lo hemos comentado aquí, pero vale la pena recordar que Said murió en 2003 y no alcanzó a ver la radicalización islamista protagonizada por Hamás y Hezbolá a mediados de la primera década del siglo XXI, en buena medida, como reacción contra las intervenciones de Estados Unidos y sus aliados europeos. Esa radicalización ha erosionado la hegemonía de la antigua OLP, hoy Autoridad Nacional Palestina, con la que Said siempre dialogó y polemizó. 

 Una pregunta que eluden muchos partidarios de considerar el terrorismo de Hamás como resistencia anticolonial, especialmente en la izquierda latinoamericana, es qué tanto esa causa sigue siendo nacional, favorable a la creación de un estado palestino, vecino de Israel. Todo parece indicar que aquella causa nacionalista palestina está hoy en desventaja en Gaza y Cisjordania, frente al avance de un yihadismo teocrático y panárabe.