Libros del crepúsculo

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lunes, 30 de junio de 2014

Foucault y la historización de la crítica




Decíamos, en un par de posts recientes, que la fijación de Michel Foucault como referente de una parte de los estudios culturales cubanos, era beneficiosa y, a la vez, problemática. El pensamiento de Foucault ha sido emplazado desde múltiples perspectivas en los últimos treinta años: desde el post-modernismo, el feminismo, el psicoanálisis, la antropología, el neomarxismo o la nueva historia conceptual, jurídica o política, por ejemplo. De ahí que, junto a la constatación del referente foucaultiano, se vuelva necesario pensar sus límites y la ausencia de un debate sobre los mismos en medios académicos cubanos.
Desde los años 80, la obra de Foucault ha sido criticada por Jean Baudrillard, Jürgen Habermas y Richard Rorty, en relación con una desenfrenada voluntad de representación, que acumulaba su pensamiento, o, más específicamente, con la filosofía, que a Habermas le parecía una mezcla imposible de Kant y Nietzsche, o la epistemología, que según Rorty era, en La arqueología del saber y otros textos de Foucault, una exposición negativa de los límites de producción del conocimiento moderno, sin una propuesta teórica propia. En los últimos años, esas críticas se desplazaron al campo de la historiografía y la teoría de la historia, en el que autores como Hans-Ulrich Wehler y la escuela de Bielefeld han cuestionado severamente el registro conceptual de Foucault.
La zona más viva del legado de Foucault, en el pensamiento contemporáneo, se encuentra, a mi juicio, en el debate sobre la biopolítica y la genealogía del racismo -aunque algunos antropólogos también están discutiendo esto último, así como los psicoanalistas discuten la teoría foucaultiana de la sexualidad-, tal y como evidencia la obra de Giorgio Agamben y Roberto Esposito. En la crítica literaria, más que en la historia intelectual, esta vertiente sigue siendo provechosa y obliga al crítico a historizar su discurso, en un campo, como el de los estudios literarios, muy dado a la deshistorización de la crítica y a la aplicación anacrónica, a autores y obras del pasado, de teorías culturales contemporáneas, autorizadas, sobre todo, en la academia norteamericana.

  

jueves, 26 de junio de 2014

Foucault en La Habana



Hace poco, hablábamos aquí de un momento foucaultiano en los estudios cubanos, que podría ilustrarse con algunos libros recientes de Abel Sierra Madero, Pedro Marqués de Armas, Jorge L. Camacho y Francisco Morán, interesados en las sexualidades, el racismo y la psiquiatría en Cuba. En estos días, cuando se cumplen treinta años de la muerte del filósofo e historiador francés, en París, víctima del SIDA, la marca de Foucault en el pensamiento contemporáneo también se ha sentido en La Habana.
El crítico y teórico de la cultura, Desiderio Navarro, ha circulado varios correos electrónicos en los que recuerda un homenaje a Foucault organizado por el Centro Teórico-Cultural Criterios, hace diez años, por estas mismas fechas, en el que el poeta y ensayista Víctor Fowler desglosaba el repertorio conceptual foucaultiano. También comenta Navarro que la Facultad de Filosofía de la Universidad de la Habana organizó otro homenaje al pensador francés, en el que los profesores Emilio Duharte Díaz, Jorge G. Rodríguez, Teresa Díaz Canals, Freddy Domínguez y varios estudiantes hablaron de “poder, saber, hermenéutica, sujeto, lenguaje, ideología y escritura”.
Tiene sentido que en un país, como Cuba, con una estructura tan sólida de poder estatal, que comienza a ser impactado, también, por el poder del capital y por la microfísica de todos los poderes imaginables, Michel Foucault sea un referente clave. Así como J. G. A. Pocock habló de un “momento maquiavélico” en el siglo XVII y Peter D. Thomas ha hablado de un “momento gramsciano” en la segunda mitad del siglo XX que, por lo visto, no involucró tanto a Cuba como a otros países latinoamericanos como Argentina y México, a pesar o precisamente por haber experimentado esa isla un régimen comunista, donde por mucho tiempo fue hegemónico un marxismo-leninismo ortodoxo, que rechazaba a Gramsci, hoy podemos hablar de un momento foucaultiano, que abarcaría buena parte de la producción intelectual cubana, dentro y fuera de la isla.
En la última década, los archivos electrónicos de la revista Criterios, que dirige Navarro, han puesto a disposición de artistas, críticos e investigadores algunas de las obras fundamentales del pensador francés (Las palabras y las cosas, Vigilar y castigar, La microfísica del poder, El pensamiento del afuera, Esto no es una pipa. Ensayo sobre Magritte…) y han difundido ensayos sobre Foucault de Judith Butler, Katia Genel, Frank Palmieri, Nancy Fraser, Sam Binkley, Jorge Capetillo-Ponce y otros estudiosos, que describen ese viaje conceptual de Michel Foucault a La Habana del siglo XXI.
Un viaje que no sólo permite pensar temas cruciales de la globalización como la biopolítica, el control electrónico o la subjetivación sino manifestaciones locales de fenómenos globales como la afirmación de alteridades sexuales y genéricas, la genealogía del racismo o la función política de los intelectuales. Este último tema fue abordado muchas veces por Foucault, entre otras, en un artículo para Politique-Hebdo, en 1975, que tradujo Desiderio Navarro hace diez años, y que reproduzco a continuación: 




La función política del intelectual

Michel Foucault
Traducción del francés: Desiderio Navarro


Durante largo tiempo el intelectual así llamado “de izquierda” ha tomado la palabra y se le ha reconocido el derecho de hablar como maestro de verdad y de justicia. Se lo escuchaba, o él pretendía hacerse escuchar, como representante de lo universal. Ser intelectual era ser un poco la conciencia de todos. Creo que en ello se hallaba una idea transpuesta a partir del marxismo, y de un marxismo apagado: del mismo modo que el proletariado, por la necesidad de su posición histórica, es portador de lo universal (pero portador inmediato, no reflexivo, poco consciente de sí mismo), el intelectual, por su elección moral, teórica y política, quiere ser portador de esa universalidad, pero en su forma consciente y elaborada. El intelectual sería la figura clara  e individual de una universalidad de la que el proletariado sería la forma sombría y colectiva.
Hace muchos años que no se le pide ya al intelectual desempeñar ese papel. Se estableció un nuevo modo de “vínculo entre la teoría y la práctica”. Los intelectuales se han acostumbrado a trabajar no en lo “universal”, lo “ejemplar”, lo “justo y verdadero para todos”, sino en sectores determinados, en puntos precisos donde los sitúan sea sus condiciones profesionales de trabajo, sea sus condiciones de vida (la vivienda, el hospital, el asilo, el laboratorio, la universidad, las relaciones familiares o sexuales). Han ganado seguramente una conciencia mucho más concreta e inmediata de las luchas. Y han encontrado allí problemas que eran específicos, “no universales”, diferentes a menudo de los del proletariado o de las masas. Y, sin embargo,  se han acercado realmente a éstos, creo yo, por dos razones: porque se trataba de luchas reales, materiales, cotidianas, y porque encontraban a menudo, pero en otra forma, el mismo adversario que el proletariado, el campesinado o las masas: las multinacionales, el aparato judicial y policíaco, la especulación inmobiliaria, etc. Es lo que yo llamaría el intelectual “específico” por oposición al intelectual “universal”.
Esta nueva figura tiene otra significación política: ha permitido, si no soldar, al menos rearticular categorías bastante semejantes que habían permanecido separadas. El intelectual, hasta entonces, era por excelencia el escritor: conciencia universal, sujeto libre, se oponía a los que no eran sino personas competentes al servicio del Estado o del Capital (ingenieros, magistrados, profesores).
Dado que la politización se opera a partir de la actividad específica de cada uno, el umbral de la escritura, como marca sacralizante del intelectual, desaparece. Y pueden producirse entonces nexos transversales de saber a saber, de un punto de politización a otro: así pues, los magistrados y los psiquiatras, los médicos y los trabajadores sociales, los laboratoristas y los sociólogos pueden, cada uno en su lugar apropiado y por la vía del intercambio y el apoyo, participar en una politización global de los intelectuales. Este proceso explica que, si el escritor tiende a desaparecer como mascarón de proa, el profesor y la universidad aparecen, no quizás como elementos principales, pero sí como “intercambiadores”, puntos de cruces privilegiados. La razón de que la Universidad y la enseñanza hayan devenido regiones políticamente ultrasensibles es, sin duda, ésa. Y lo que se llama la crisis de la Universidad no debe ser interpretado como pérdida de poder, sino, por el contrario, como multiplicación y reforzamiento de sus efectos de poder, en el medio de un conjunto multiforme de intelectuales que, prácticamente todos, pasan por ella, y se remiten a ella [...].
Me parece que esta figura del intelectual “específico” se desarrolló a partir de la Segunda Guerra Mundial. Es quizás el físico atómico –digámoslo con una palabra, o más bien con un nombre: Oppenheimer— quien constituyó la articulación entre el intelectual universal y el intelectual específico. El físico atómico intervenía porque tenía una relación directa y localizada con la institución y el saber científico; pero, puesto que la amenaza atómica concernía a todo el género humano y al destino del mundo, su discurso podía ser al mismo tiempo el discurso de lo universal. Bajo la capa de esa protesta que concernía a todo el mundo, el sabio atómico hizo funcionar su posición específica en el orden del saber. Y, por primera vez, creo yo, el intelectual fue perseguido por el poder político no ya en función del discurso general que él formulaba, sino a causa del saber que él poseía: era en ese nivel en el que él constituía un peligro político [...].
Se puede suponer que el intelectual “universal” tal como funcionó en el siglo XIX y en el principio del siglo XX se derivó, en realidad, de una figura histórica muy particular: el hombre de justicia, el hombre de ley, el que, al poder, al despotismo, a los abusos, a la arrogancia de la riqueza, opone la universalidad de la justicia y la equidad de una ley ideal. Las grandes luchas políticas en el siglo XVIII se hicieron en torno a la ley, al derecho, a la Constitución, a lo que es justo según razón y natura, a lo que puede y debe valer universalmente. Lo que se llama hoy día el “intelectual” (quiero decir el intelectual en el sentido político, y no sociológico o profesional, de la palabra, es decir, el que hace uso de su saber, de su competencia, de su relación con la verdad en el orden de las luchas políticas) nació, creo yo, del jurista, o, en todo caso, del hombre que invocaba la universalidad de la ley justa, eventualmente contra los profesionales del derecho (Voltaire, en Francia, prototipo de esos intelectuales). El intelectual “universal” se deriva del jurista-notable y halla su expresión más plena en el escritor, portador de significaciones y valores en los que todos pueden reconocerse. El intelectual “específico” se deriva de una figura totalmente distinta, no ya el “jurista-notable”, sino el “científico-experto” [...].
Regresemos a cosas más particulares. Admitamos, con el desarrollo en la sociedad contemporánea de las estructuras técnico-científicas, la importancia adquirida por el intelectual específico desde hace décadas. Y la aceleración de ese movimiento desde 1960. El intelectual específico encuentra obstáculos y se expone a peligros. Peligro de limitarse a luchas de coyuntura, a reivindicaciones sectoriales. Riesgo de dejarse manipular por partidos políticos o aparatos sindicales que dirigen esas luchas locales. Riesgo sobre todo de no poder desarrollar esas luchas por falta de estrategia global y de apoyos externos. Riesgo también de no ser seguido o de serlo solamente por grupos muy limitados. En Francia, tenemos actualmente un ejemplo de ello ante los ojos. La lucha relativa a la prisión, al sistema penal, al aparato policíaco-judicial, por haberse desarrollado “en solitario” con trabajadores sociales y ex-presidiarios, se ha separado cada vez más de todo lo que podía permitirle ampliarse. Se dejó penetrar por toda una ideología ingenua y arcaica que hace del delincuente a la vez la inocente víctima y el puro rebelde, el cordero del gran sacrificio social y el lobato de las revoluciones futuras. Ese retorno a los temas anarquistas del fin del siglo XIX sólo fue posible por una falta de integración en las estrategias actuales. Y el resultado es un divorcio profundo entre esa pequeña canción monótona y lírica, pero que sólo es escuchada en grupos muy pequeños, y una masa que tiene buenas razones para no creerla ingenuamente, pero que, por el miedo a la criminalidad cuidadosamente  cultivado, acepta el mantenimiento, y hasta el reforzamiento, del aparato judicial y policíaco.


Me parece que estamos en un momento en el que la función del intelectual específico debe ser reelaborada. No abandonada, a pesar de la nostalgia de algunos por los grandes intelectuales “universales” (“Necesitamos, dicen, una filosofía, una visión del mundo”). Basta recordar los importantes resultados obtenidos en psiquiatría: ellos prueban que esas luchas locales y específicas no han sido un error y no han conducido a un callejón sin salida. Se puede decir incluso que el papel del intelectual específico debe devenir cada vez más importante, a la medida de las responsabilidades políticas que, de buena o mala gana, él es realmente obligado a tomar como físico atómico, genético, informático, farmacólogo, etc. Sería peligroso descalificarlo en su relación específica con un saber local, bajo pretexto de que eso es asunto de especialistas que no interesa a las masas (lo que es doblemente falso: éstas tienen conciencia de eso y, de todos modos, están implicadas en eso), o de que él sirve a los intereses del Capital y del Estado (lo que es verdad, pero muestra al mismo tiempo el lugar estratégico que él ocupa), o, también de que él es un vehículo de una ideología cientificista (lo que no siempre es verdad y, sin duda, sólo es de importancia secundaria con respecto a lo que es primordial: los efectos propios de los discursos verdaderos).
Lo importante, creo yo, es que la verdad no está fuera de poder ni sin poder (no es, a pesar de un mito cuya historia y funciones habría que retomar, la recompensa de los espíritus libres, el producto de las largas soledades, el privilegio de los que han sabido emanciparse). La verdad es de este mundo; es producida en él gracias a múltiples constreñimientos. Y posee en él efectos regulados de poder. Cada sociedad tiene su régimen de verdad, su “política general” de la verdad: es decir, los tipos de discurso que ella acoge y hace funcionar como verdaderos; los mecanismos y las instancias que permiten distinguir los enunciados verdaderos o falsos, la manera como se sanciona a unos y otros; las técnicas y los procedimientos que son valorizados para la obtención de la verdad; el status de los que tienen la misión de decir lo que funciona como verdadero.
En sociedades como las nuestras, la “economía política” de la verdad se caracteriza por cinco rasgos históricamente importantes: la verdad está centrada sobre la forma del discurso científico y sobre las instituciones que lo producen; es sometida a una constante incitación económica y política (necesidad de verdad tanto para la producción económica como para el poder político);  es el objeto, bajo formas diversas, de una inmensa difusión y consumo (circula en aparatos de educación o de información cuya extensión es relativamente amplia en el cuerpo social, a pesar de ciertas limitaciones estrictas), es producida y transmitida bajo el control no exclusivo, pero dominante, de varios grandes aparatos políticos o económicos (Universidad, ejército, escritura, medios); por último, es lo que está en juego de todo un debate político y de todo un enfrentamiento social (luchas “ideológicas”).
Me parece que lo que es preciso tomar en cuenta, ahora, en el intelectual, no es, pues, el “portador de valores universales”; es realmente alguien que ocupa una posición específica –pero de una especificidad que está ligada a las funciones generales del dispositivo de verdad en una sociedad como la nuestra. En otras palabras, el intelectual depende de una triple especificidad: la especificidad de su posición de clase (pequeño burgués al servicio del capitalismo, intelectual “orgánico” del proletariado); la especificidad de sus condiciones de vida y de trabajo, ligadas a su condición de intelectual (su dominio de investigación, su puesto en un laboratorio, las exigencias económicas o políticas a las que se somete o contra las cuales se rebela, en la universidad, en el hospital, etc.); por último, la especificidad de la política de verdad en nuestras sociedades.
Y es allí donde su posición puede cobrar una significación general; donde el combate local o específico que él conduce trae consigo efectos, implicaciones que no son simplemente profesionales o sectoriales. Él funciona o lucha en el nivel general de ese régimen de la verdad tan esencial para las estructuras y el funcionamiento de nuestra sociedad. Hay un combate “por la verdad” o al menos “en torno a la verdad”, dando por sentado, una vez más, que con verdad no quiero decir “el conjunto de las cosas verdaderas que hay que descubrir o que hacer aceptar”, sino “el conjunto de las reglas según las cuales se separa lo verdadero de lo falso y se asocian a lo verdadero efectos específicos de poder”; dando por sentado también que no se trata de un combate “en favor” de la verdad, sino en torno al status de la verdad y al papel económico-político que ella desempeña. Hay que pensar los problemas políticos de los intelectuales no en los términos “ciencia/ideología”, sino en los términos “verdad/poder”. Y es entonces que se puede considerar de nuevo la cuestión de la profesionalización del intelectual, de la división del trabajo manual/intelectual. 
Todo eso debe parecer muy confuso, e incierto. Incierto, sí, y lo que digo ahí es sobre todo en calidad de hipótesis. Sin embargo, para que sea un poco menos confuso, quisiera presentar varias “propuestas” –en el sentido no de cosas admitidas, sino solamente ofrecidas para ensayos o pruebas futuras:
— por “verdad” entender un conjunto de procedimientos regulados para la producción, la ley, la repartición, la puesta en circulación y el funcionamiento de los enunciados;
— la “verdad” está ligada circularmente a sistemas de poder que la producen y la sostienen, y a efectos de poder que ella induce y que la prorrogan. “Régimen” de la verdad;
— ese régimen no es simplemente ideológico o supraestructural; ha sido una condición de formación y de desarrollo del capitalismo. Es él el que, a reserva de varias modificaciones, funciona en la mayor parte de los países socialistas (dejo abierta la cuestión de China, que no conozco);
— el problema político esencial para el intelectual no es criticar los contenidos ideológicos que estarían ligados a la ciencia o hacer las cosas de modo que su práctica científica sea acompañada por una ideología justa, sino saber si es posible constituir una nueva política de la verdad. El problema no es cambiar la “conciencia” de las gentes o lo que tienen en la cabeza, sino el régimen político, económico, institucional de producción de la verdad;
— no se trata de emancipar la verdad de todo sistema de poder –lo que sería una quimera puesto que la verdad misma es poder—, sino de separar el poder de la verdad de las formas de hegemonía (sociales, económicas, culturales) en el interior de las cuales por el momento ella funciona [...].


lunes, 23 de junio de 2014

Vultureffect y el género de la apostilla




En Carbono 14. Una novela de culto (2010), Jorge Enrique Lage echa mano de un ardid de la escritura que consiste en agregar, al final de la ficción, un cajón de sastre donde se almacena la retacería de apuntes y escenas que el novelista ha descartado en el proceso de edición de la trama. Esa suerte de epílogo contiene, por cierto, algunos de los anclajes más evidentes de esta historia futurista al presente de Cuba. Es ahí donde percibimos el escenario físico y moral de la ciudad de La Habana, en las primeras décadas del siglo XXI, como telón de fondo de la odisea de Evelyn, JE y el Buitre.
Si la parte final de aquel libro es un conjunto de apostillas a Carbono 14, el siguiente libro de Lage, Vultureffect (2011) –aludido en la propia novela-, es ya la mutación de aquellas apostillas en un nuevo volumen, que la editorial Unión incluyó en su colección de “cuento”. Vultureffect no se entiende sin Carbono 14 –de hecho, hay varias prosas del primero, como “Vampiros” y “Punk”, que son diálogos entre JE y el Buitre, personajes de la segunda, que discurren sobre la atracción que ejercen la calle 26, el cementerio chino o las chicas con guitarra eléctrica- pero apareció y ha circulado sin conexión explícita con aquella novela.
En Vultureffect la apostilla se hace libro que apunta, que anota al margen de cualquier texto: lecturas de Nabokov, de Handke, de Rushdie o de Burroughs, el cuerpo empapado por la lluvia de Scarlett Johansson, el Kurt Cobain de Gus Van Sant y mucho MTV, mucho zapping, shopping y dripping -el goteo de Pollock-, mucha vida nocturna angelina, mucho ocio mediático, mucha pastoral tecnológica. Los sonidos del buitre -el vulture effect- son la evidencia de una Habana futura que certifica la muerte de todas las Habanas previas. 
Una Habana más parecida a Los Angeles, Miami, Nueva York o Seattlle que a La Habana misma. Una Habana escrita como se dibuja el skyline de cualquier gran urbe del siglo XXI. La última apostilla del volumen, precisamente titulada “Skyline”, puede ser leída no tanto como poética sino como política de una escritura: “Escribir La Habana sin el color del verano. Una ciudad en la que estemos ausentes. Poner en ella algo de jerga personal, algo demasiado insoportable y pop, como si toda clase de ficciones extrañas estuvieran a punto de romper”.

viernes, 20 de junio de 2014

Lamento y delirio de Jasper Johns




El año pasado, la casa Christie's subastó por cerca de 15 millones de euros uno de los retratos que Francis Bacon hizo de Lucian Freud. Bacon y Freud fueron amigos y rivales en el Londres de los 50 y 60 y, en algún momento de afecto, el primero tomó fotos del segundo, sentado al borde de una cama, con una mano tapándole el rostro, como en gesto de disimulada vergüenza. Una de aquellas fotos de Bacon, que dio lugar a sus retratos de Freud, llegó, estrujada y rota, a manos del pintor norteamericano Jasper Johns, quien a partir de la misma realizó una serie de variaciones pictóricas, expuestas ahora en el Moma bajo el título de "Regrets".
Johns partió de duplicar especularmente la imagen de la foto, consiguiendo que el cuerpo y la cara de Freud aparecieran simétricamente reproducidos en las mitades derecha e izquierda del cuadro. El borde roto de la foto se transformó, entonces, en una nueva forma, en el centro del dibujo. A veces, dicha forma semeja una suerte de coraza, de la que sobresale un cráneo, que por momentos recuerda las calaveras de Damien Hirst. Las variaciones llegan a volverse delirantes, sobre todo, cuando Johns colorea ciertos detalles de la imagen, generando un efecto abstraccionista. De hecho, la serie está concebida como un viaje de la figuración a la abstracción: del retrato a la imagen y de la imagen a sus detalles.


jueves, 19 de junio de 2014

Thomas Mann y la vanguardia



En el capítulo dedicado a Nivaria Tejera, de mi libro La vanguardia peregrina (2013), intentamos colocarnos en la perspectiva del protagonista de la novela, Fuir la espirale, Claudio Tiresias Blecher -y de la propia Tejera- en el París de los 60. Ambos, autora y protagonista piensan París como capital de exilios, especialmente a partir de la experiencia de los intelectuales rumanos o latinoamericanos, que se conjugan en los nombres y el apellido del personaje, inspirado en el escritor kafkiano Max (o Marcel) Blecher.
            Para Blecher y Tejera había, desde los años 20, una relación entre vanguardia y exilio, que ambos asocian a una resistencia al ascenso de los totalitarismos comunista, fascista y nazi y a la emigración artística e intelectual que esos regímenes desataron. Thomas Mann es un nombre ineludible de aquellos exilios y, a pesar de su conservadurismo, también de la vanguardia, por lo que no es raro que fuera una figura a evocar en el París de los 60, entre escritores que intentaban romper los moldes del realismo moderno, que él mismo personificaba.
            La relación de Mann con la vanguardia, como ha estudiado Evelyn Cobley, atraviesa dos dimensiones. La música dodecafónica y atonal de Arnold Schönberg, pensada por Theodor Adorno como epítome del vanguardismo, que el protagonista de Doktor Faustus, el compositor alemán Adrian Leverkühn, abraza en su juventud y abandona en la vejez y la demencia. Pero también, el expresionismo de la plástica y el cine alemanes que, de distintas maneras, se imprimen o se debaten en las ficciones de Mann de los años 30 y 40, como observara el crítico Carl Einstein.
            La vanguardia, para Nivaria Tejera en el París de los 60, era cultural y política, estética e ideológica. El fascismo italiano pudo haber alentado el futurismo, pero la asociación de la vanguardia con el decadentismo en la ideología nazi o la mutación estética producida por el realismo socialista en la URSS, generaban una identidad entre el antifascismo occidental de entre guerras y una nueva vanguardia político-cultural, al estilo de la que defenderá André Malraux en Francia, que descolocaba a Mann dentro del conservadurismo o el realismo más tradicional de su tiempo.
           
           
           
           
           
            

lunes, 16 de junio de 2014

Retículas o el otro de la literatura



En las últimas décadas, la crítica literaria se interesa mucho en la representación literaria del otro, como corresponde al paradigma multicultural en que nos movemos. Hubo un tiempo, sin embargo, en que, más importante que pensar la literatura del otro, era pensar el otro de la literatura. En Piel menos mía (1976), el cuaderno vanguardista de Octavio Armand, leemos esa reflexión: hay allí una poética que explora el límite de la literatura, más allá de experimentos estilísticos, gráficos o retóricos como los de los antipoemas de Nicanor Parra o Blanco de Octavio Paz.
Las siete “retículas” de la primera parte del poemario, “La desesperación como superficie”, se desplazan rápidamente de la reiteración de palabras o de frases –Johan Gotera, en el libro que mencionamos hace días, ha estudiado otras variantes similares en el soneto del mismo verso, “Yo soy un hombre sincero”, o en “Definición” (“Escaparse es caparse…")- a una repetición ad nauseam de letras que imponen una dimensión oral a la lectura y al sentido mismo del poema. La retícula 7, “Tempestad”, con la A reiterada, introduce un rectángulo, a la izquierda, que alude a la estructura formal que precede a toda escritura, al formato reticular de todo texto.
No creo que la literatura cubana –si es que un estatuto como éste puede ser referido a un escritor “ausente” y “borrado” como Armand- haya producido, antes o después, un vanguardismo tan desaforado. El cubo dibujado en “Palabra sobre palabra”, donde literalmente se superponen las palabras “protesta, profeta, poeta”, que conforman a su vez un verso programático, es también parte de ese intento de exponer la estructura reticular de toda poética, incluso de una poética que entiende al poeta como un profeta que protesta, idea bastante común en el vanguardismo del siglo XX.
El otro de la literatura que explora Armand en Piel menos mía (1976) y algunos poemas de la época de la revista escandalar, en Nueva York, es físico y mental: ontológico, podríamos decir, como el otro de la pintura que pensaron Malevich, Mondrian o Rothko. No es “la historia”, como ha sido para tantos escritores cubanos y latinoamericanos del siglo XX, mucho menos la sociedad o el Estado. Hay aquí una comprensión metafísica de la literatura y, específicamente, de la poesía, que parece haberse quedado sin interlocutores, si alguna vez los tuvo, y que inevitablemente habrá que relacionar con una representación del cuerpo del poeta y con la experiencia de su exilio total.