Libros del crepúsculo
sábado, 27 de octubre de 2018
Los azules de Carlos Pellicer
Está el azul de Yves Klein y están los azules del poeta católico mexicano Carlos Pellicer. Durante un viaje a Jerusalén, en 1927, de paso en Jafa, Pellicer escribió este "Estudio", que Gabriel Zaid calificó de "milagro literario", y que Julia Santibáñez reúne hoy en El Cultural de La Razón, como adelanto de la antología Tierra Santa. Invitación al vuelo, del poeta tabasqueño, preparada por Alberto Enríquez Perea para la editorial El Equilibrista.
(Segunda visita, 1927)
Estudio
Para J. M. González de Mendoza
1. Los pueblos azules de Siria
donde no hay más que miradas y
sonrisas.
2. Donde me miraron
y miré.
Donde me acariciaron
y acaricié.
3. Las casas juegan a la buena suerte
y a la niña de quince años
inocente como la muerte.
4. Hay una sed de naranja
junto a la tarde todavía muy alta.
5. El agua de los cántaros
sabe a pájaros.
6. Unos ojos me sonríen
sobre un cuerpo prohibido.
7. Hay azules que se caen de morados.
8. El paisaje es a veces de bolsillo
con todo y horas.
9. El amarillo junto al azul no cuesta caro:
un charco de cielo y un ganso.
10. Estoy en Siria.
Lo sé por los ojos
que veo puestos a la brisa.
11. Y es un martes viajero y alegría
de dulce tiempo y de fastuosa fecha,
tan flexible y tan apto que podría
borra mi sombra sin tirar la flecha.
Jafa, 1927 (Enero)
domingo, 14 de octubre de 2018
Celia y Bebo según Granma
Es conocida la afición del gobierno cubano por reconocer como parte de la nación a los artistas y escritores exiliados, una vez que mueren. Mientras viven son catalogados de "contrarrevolucionarios", "traidores" o, incluso, "anticubanos". Cuando mueren, por muy críticos que hayan sido del régimen de la isla, son sometidos a una apropiación simbólica, que llega a niveles insultantes. Insultantes no con el público sino con el que muere, al que se despoja de su dignidad. Retengamos esta última palabra.
Cuando murió Celia Cruz el 16 de julio de 2003, leímos en Granma una escueta nota que hablaba de una "importante intérprete cubana, que había popularizado la música de nuestro país en Estados Unidos", pero que "durante las últimas cuatro décadas se mantuvo sistemáticamente activa en las campañas contra la Revolución Cubana generadas desde Estados Unidos, por lo que fue utilizada como ícono por el enclave contrarrevolucionario del Sur de la Florida".
Como sabemos, Celia fue mucho más que una "intérprete", su música no fue únicamente "cubana" y su popularidad no se limitó a Estados Unidos. Sobre su participación en "campañas" o su "uso como ícono" político, lo que dicta el decoro cristiano, en una situación de duelo, es reconocer que si una persona profesó ideas distintas a las de otra, o distintas a las de un Estado, simplemente estaba en su derecho. Presentar esas ideas como actuación "contra la Revolución Cubana" es tergiversar la identidad del que muere, reafirmar su condición de enemigo y, a la vez, abrir la puerta para desligar su obra cultural de sus convicciones políticas. Algo que va contra lo que José Martí llamaba "culto a la dignidad plena del hombre". De la mujer Celia Cruz, en este caso.
Diez años después, cuando murió Bebo Valdés, el 22 de marzo de 2013, Granma, más cuidadoso en esta ocasión, dedicó un editorial en que se limitaba a destacar los aportes de Bebo a la música y su amplio reconocimiento internacional. No se dijo nada entonces, en medios oficiales, de la postura política de Valdés, lo cual era otra forma de irrespeto o escamoteo. Si a Celia se le fijaba como "traidora" en la prensa oficial, a Valdés se le despojaba de su rechazo genuino al sistema político instaurado en Cuba, que lo llevó al exilio.
Aquella discordancia en el trato oficial de la muerte de Celia y Bebo se acaba de corregir. Un artículo de Pedro de la Hoz en Granma, a propósito del cumpleaños número 100 de Valdés, que ha provocado muy buenas coberturas en la prensa iberoamericana, amplifica el enfoque que los medios cubanos dieron a la muerte de Celia. En el texto se reconocen las virtudes de Bebo como compositor, arreglista e intérprete, aunque se limita bastante su biografía al periodo habanero de los 50, del batanga, la orquesta Sabor de Cuba, Tropicana y el Benny.
En tres líneas se alude la impresionante obra de Bebo en las tres últimas décadas. Se habla de Calle 54, de sus álbumes Lágrimas negras con Diego el Cigala, Juntos para siempre con su hijo Chucho Valdés y, sin mencionar propiamente el título, del clásico Bebo Rides Again, de 1994!, con Paquito D'Rivera, Arturo Sandoval, Patato Valdés y otros, a quienes, por supuesto, no mencionan. Como tampoco se menciona a Fernando Trueba o a Nat Chediak, de quienes, sencillamente, no se puede dejar de hablar si de la recuperación de la música de Bebo se trata.
Pero lo más insultante de la nota es que, a pesar de su parquedad y sus silencios a voces, Granma no pierde la oportunidad de callar ante lo que más le incomoda, que es que un artista, que para colmo vivió fuera de la isla por más de medio siglo, exprese libremente su rechazo al sistema cubano. Dice el articulista que Bebo "nunca entendió los cambios que tuvieron lugar en su país natal". Como si un Estado tuviera la potestad de decidir quién entiende o no la realidad o como si el no entender fuera prueba de alguna traición.
Antes, en el periodo soviético, en las publicaciones más serias de la isla, cuando había que referirse a algún intelectual exiliado luego del triunfo de la Revolución, se decía: "abandonó el país en desacuerdo con la ideología marxista-leninista". La frase, a pesar de su dogmatismo, era menos irrespetuosa que las que se utilizan para la valorar la obra de los grandes creadores cubanos exiliados, en las publicaciones de la isla desde los años 90. El nacionalismo y sus parques temáticos son, en el fondo, más maniqueos e injustos que las viejas ideologías de la Guerra Fría.
Cuando murió Celia Cruz el 16 de julio de 2003, leímos en Granma una escueta nota que hablaba de una "importante intérprete cubana, que había popularizado la música de nuestro país en Estados Unidos", pero que "durante las últimas cuatro décadas se mantuvo sistemáticamente activa en las campañas contra la Revolución Cubana generadas desde Estados Unidos, por lo que fue utilizada como ícono por el enclave contrarrevolucionario del Sur de la Florida".
Como sabemos, Celia fue mucho más que una "intérprete", su música no fue únicamente "cubana" y su popularidad no se limitó a Estados Unidos. Sobre su participación en "campañas" o su "uso como ícono" político, lo que dicta el decoro cristiano, en una situación de duelo, es reconocer que si una persona profesó ideas distintas a las de otra, o distintas a las de un Estado, simplemente estaba en su derecho. Presentar esas ideas como actuación "contra la Revolución Cubana" es tergiversar la identidad del que muere, reafirmar su condición de enemigo y, a la vez, abrir la puerta para desligar su obra cultural de sus convicciones políticas. Algo que va contra lo que José Martí llamaba "culto a la dignidad plena del hombre". De la mujer Celia Cruz, en este caso.
Diez años después, cuando murió Bebo Valdés, el 22 de marzo de 2013, Granma, más cuidadoso en esta ocasión, dedicó un editorial en que se limitaba a destacar los aportes de Bebo a la música y su amplio reconocimiento internacional. No se dijo nada entonces, en medios oficiales, de la postura política de Valdés, lo cual era otra forma de irrespeto o escamoteo. Si a Celia se le fijaba como "traidora" en la prensa oficial, a Valdés se le despojaba de su rechazo genuino al sistema político instaurado en Cuba, que lo llevó al exilio.
Aquella discordancia en el trato oficial de la muerte de Celia y Bebo se acaba de corregir. Un artículo de Pedro de la Hoz en Granma, a propósito del cumpleaños número 100 de Valdés, que ha provocado muy buenas coberturas en la prensa iberoamericana, amplifica el enfoque que los medios cubanos dieron a la muerte de Celia. En el texto se reconocen las virtudes de Bebo como compositor, arreglista e intérprete, aunque se limita bastante su biografía al periodo habanero de los 50, del batanga, la orquesta Sabor de Cuba, Tropicana y el Benny.
En tres líneas se alude la impresionante obra de Bebo en las tres últimas décadas. Se habla de Calle 54, de sus álbumes Lágrimas negras con Diego el Cigala, Juntos para siempre con su hijo Chucho Valdés y, sin mencionar propiamente el título, del clásico Bebo Rides Again, de 1994!, con Paquito D'Rivera, Arturo Sandoval, Patato Valdés y otros, a quienes, por supuesto, no mencionan. Como tampoco se menciona a Fernando Trueba o a Nat Chediak, de quienes, sencillamente, no se puede dejar de hablar si de la recuperación de la música de Bebo se trata.
Pero lo más insultante de la nota es que, a pesar de su parquedad y sus silencios a voces, Granma no pierde la oportunidad de callar ante lo que más le incomoda, que es que un artista, que para colmo vivió fuera de la isla por más de medio siglo, exprese libremente su rechazo al sistema cubano. Dice el articulista que Bebo "nunca entendió los cambios que tuvieron lugar en su país natal". Como si un Estado tuviera la potestad de decidir quién entiende o no la realidad o como si el no entender fuera prueba de alguna traición.
Antes, en el periodo soviético, en las publicaciones más serias de la isla, cuando había que referirse a algún intelectual exiliado luego del triunfo de la Revolución, se decía: "abandonó el país en desacuerdo con la ideología marxista-leninista". La frase, a pesar de su dogmatismo, era menos irrespetuosa que las que se utilizan para la valorar la obra de los grandes creadores cubanos exiliados, en las publicaciones de la isla desde los años 90. El nacionalismo y sus parques temáticos son, en el fondo, más maniqueos e injustos que las viejas ideologías de la Guerra Fría.
viernes, 12 de octubre de 2018
Las palabras perdidas
El joven y talentoso narrador venezolano, Rodrigo Blanco Calderón, cuya novela The Night comentamos aquí, ha escrito en su cuenta de twitter: "esta novela es de las mejores de los años 90. No tiene nada que no tenga Los detectives salvajes y en más de un sentido la precede. En Caracas, yo la conseguí en el FCE. Se titula Las palabras perdidas (1992), del cubano Jesús Díaz". Sonará exagerado o sacrílego a los bolañistas, pero estoy de acuerdo con él.
Muchos de los elementos de la marca Bolaño están en aquella novela de Díaz: el provincianismo del mundillo letrado latinoamericano, las rivalidades artísticas llevadas casi al grado de competencia deportiva, las revistas como utopías de una república de las letras, la promiscuidad de literatura y política, la persecución policiaca del arte y, sobre todo, la Guerra Fría, metafóricamente captada en la imagen de la plataforma giratoria de la Torre Ostánkino en Moscú.
Como es sabido, aquella ficción intentaba reconstruir los años del primer Caimán Barbudo, a través de tres personajes, el Rojo, el Gordo y el Flaco, que corresponden a escritores reales de la generación del 60: Luis Rogelio Nogueras, Guillermo Rodríguez Rivera y el propio Jesús. A esos tres se sumaba un cuarto, el Rubito, delator y metafísico. Como hemos anotado en otro lugar, más allá del tópico de las relaciones entre arte y poder, la novela era una fuerte intervención a favor del necesario vínculo entre tradición y memoria en una literatura nacional. El título que, según Díaz, jugaba con otro, de un célebre poemario de Fina García Marruz, Las miradas perdidas (1951), contenía toda una indagación sobre el destino difuso de las palabras del pasado.
Alguna vez, almorzando con Jesús en su apartamento de Madrid, le dije que no podía dejar de relacionar aquel título y su propia novela con una canción de Silvio Rodríguez, recogida en su disco Mujeres (1978), que está cumpliendo cuatro décadas. La canción se titula "¿A dónde van?", y en sus primeros versos entrelaza palabras y miradas perdidas: "¿a dónde van las palabras que no se quedaron?/ ¿a dónde van las miradas que un día partieron?/ ¿acaso flotan eternas como prisioneras de un ventarrón?/ ¿o se acurrucan entre las hendijas buscando calor?/ ¿acaso ruedan sobre los cristales cual gotas de lluvia que quieren pasar?/ ¿acaso nunca vuelven a ser algo?/ ¿acaso se van?/ ¿y a dónde van?/ ¿a dónde van? .."
Recuerdo haberle dicho a Jesús que esa era mi canción preferida de Silvio. A lo que Jesús respondió: "también la mía". Luego, seguramente, hablamos de su amistad con Silvio, tema al que volvimos varias veces en nuestras muchas conservaciones en aquellos años de Encuentro. Nunca olvidaré la falta de rencor con que Jesús hablaba de tantos amigos suyos, que le dieron la espalda a principios de los años 90, justo cuando apareció su novela, largamente censurada en la isla. Un distanciamiento que a partir de Encuentro, a mediados de la década, se volvió, en algunos casos -creo que no el de Silvio- estigmatización.
Lo que no recuerdo haberle dicho a Jesús es que cuando conocí a Silvio, en Varadero, allá por el año 1982 o 1983, a través de mi padre, que era muy amigo de Raulito Roa, pareja por entonces de María, la hermana de Silvio, le dije que su canción que más me gustaba era "¿A dónde van?" No sé si fue lo que sucedió realmente o es una fantasía más de mi memoria, pero me parece que Silvio respondió: "también la mía".
Muchos de los elementos de la marca Bolaño están en aquella novela de Díaz: el provincianismo del mundillo letrado latinoamericano, las rivalidades artísticas llevadas casi al grado de competencia deportiva, las revistas como utopías de una república de las letras, la promiscuidad de literatura y política, la persecución policiaca del arte y, sobre todo, la Guerra Fría, metafóricamente captada en la imagen de la plataforma giratoria de la Torre Ostánkino en Moscú.
Como es sabido, aquella ficción intentaba reconstruir los años del primer Caimán Barbudo, a través de tres personajes, el Rojo, el Gordo y el Flaco, que corresponden a escritores reales de la generación del 60: Luis Rogelio Nogueras, Guillermo Rodríguez Rivera y el propio Jesús. A esos tres se sumaba un cuarto, el Rubito, delator y metafísico. Como hemos anotado en otro lugar, más allá del tópico de las relaciones entre arte y poder, la novela era una fuerte intervención a favor del necesario vínculo entre tradición y memoria en una literatura nacional. El título que, según Díaz, jugaba con otro, de un célebre poemario de Fina García Marruz, Las miradas perdidas (1951), contenía toda una indagación sobre el destino difuso de las palabras del pasado.
Alguna vez, almorzando con Jesús en su apartamento de Madrid, le dije que no podía dejar de relacionar aquel título y su propia novela con una canción de Silvio Rodríguez, recogida en su disco Mujeres (1978), que está cumpliendo cuatro décadas. La canción se titula "¿A dónde van?", y en sus primeros versos entrelaza palabras y miradas perdidas: "¿a dónde van las palabras que no se quedaron?/ ¿a dónde van las miradas que un día partieron?/ ¿acaso flotan eternas como prisioneras de un ventarrón?/ ¿o se acurrucan entre las hendijas buscando calor?/ ¿acaso ruedan sobre los cristales cual gotas de lluvia que quieren pasar?/ ¿acaso nunca vuelven a ser algo?/ ¿acaso se van?/ ¿y a dónde van?/ ¿a dónde van? .."
Recuerdo haberle dicho a Jesús que esa era mi canción preferida de Silvio. A lo que Jesús respondió: "también la mía". Luego, seguramente, hablamos de su amistad con Silvio, tema al que volvimos varias veces en nuestras muchas conservaciones en aquellos años de Encuentro. Nunca olvidaré la falta de rencor con que Jesús hablaba de tantos amigos suyos, que le dieron la espalda a principios de los años 90, justo cuando apareció su novela, largamente censurada en la isla. Un distanciamiento que a partir de Encuentro, a mediados de la década, se volvió, en algunos casos -creo que no el de Silvio- estigmatización.
Lo que no recuerdo haberle dicho a Jesús es que cuando conocí a Silvio, en Varadero, allá por el año 1982 o 1983, a través de mi padre, que era muy amigo de Raulito Roa, pareja por entonces de María, la hermana de Silvio, le dije que su canción que más me gustaba era "¿A dónde van?" No sé si fue lo que sucedió realmente o es una fantasía más de mi memoria, pero me parece que Silvio respondió: "también la mía".
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