Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

martes, 24 de diciembre de 2024

Sobre el discurso de odio



La editorial Grano de Sal, que dirige Tomás Granados, ha traducido y editado el libro Odio público. Uso y abuso del discurso intolerante (2024), del filósofo italiano Corrado Fumagalli, profesor de la Universidad de Génova. Se trata de un ensayo de urgente lectura en cualquier país, pero sobre todo en aquellos gobernados por líderes o partidos convencidos de que una hegemonía se edifica sobre la destrucción del prestigio de sus rivales. 
 Fumagalli propone una tipología genérica del discurso de odio, que incluiría la concepción legalista, la ordinaria y la política. La primera tiene que ver con la delimitación de aquellas incitaciones públicas al odio que deberían ser penalizadas y las que no. La segunda corresponde a la visión más generalizada que pertenece al ámbito de lo tolerable o lo intolerable en la moralidad pública. La tercera, en cambio, es la que se refiere específicamente a los usos y abusos de la descalificación y la estigmatización en la lucha política. 
 En la primera acepción, Fumagalli destaca el aumento de mecanismos punitivos para coaccionar las expresiones de racismo, machismo, homofobia o xenofobia que se reproducen en el mundo como consecuencia, en buena medida, del ascenso de agrupaciones y liderazgos que basan sus programas de gobierno en la exclusión de sujetos con identidades marginalizadas o discriminadas. La segunda acepción, sostiene el filósofo italiano, es la que se encuentra en una situación más precaria en términos de normatividad global, regional o nacional, ya que implica cualquier posicionamiento en contra de otros en la esfera pública. 
Una esfera pública radicalmente pluralizada y diseminada por la revolución tecnológica y digital del siglo XXI. Cómo normar y penalizar el odio en las redes sociales, por ejemplo, sería una pregunta básica en ese segundo nivel del fenómeno. La concepción propiamente política del discurso del odio, la más peligrosa potencialmente, por poder desembocar en exclusiones fatales, como la cárcel, el éxodo o la ejecución, es la que tiene que ver con el conflicto político. 
Fumagalli es autor de algunas páginas clarísimas sobre la diferencia sustancial entre un grafiti, una caricatura, una crítica en las redes sociales o un artículo de opinión y un llamado a la limitación de derechos de ciudadanos desde un gobierno o una oposición. En contextos democráticos, esta última modalidad tiende a ser mejor identificada en los gobiernos que en las oposiciones, ya que se atribuye a las segundas una desfavorable condición subalterna. En contextos autocráticos, sin embargo, se llega a producir el fenómeno contrario: muchas veces los mandatarios o los partidos gobernantes se presentan como víctimas del odio opositor. 
 No es algo que estudia, ni tendría por qué estudiar Fumagalli, pero en países donde un mismo grupo controla el poder por décadas o un presidente puede reelegirse indefinidamente, como Cuba, Venezuela o Nicaragua, se ha vuelto habitual que el discurso oficial llame “odiadores” a los opositores, sean estos militantes de partidos políticos, intelectuales, artistas o activistas cívicos. En algunos gobiernos antidemocráticos, como el ruso, se han llegado a tipificar las diversas formas en que una crítica pública al régimen de Vladimir Putin llegaría a constituir un crimen de odio contra Rusia, la religión ortodoxa o el Kremlin. 
Allí la intolerancia del poder se desdobla en una victimización oficial frente a la crítica opositora. Se trata de un fenómeno cada vez más frecuente, a todos los niveles de la sociedad, también en sólidos sistemas políticos democráticos. Sobran los actores sociales con suficiente poder, en una empresa, una iglesia o una universidad, para presentarse como víctimas de un discurso de odio. Cuando eso sucede, nos dice Corrado Fumagalli, asistimos a una situación de intolerancia tolerada o, lo que es lo mismo, a una normalización del odio.

domingo, 22 de diciembre de 2024

Bloch contra todas las derrotas




El presidente de Francia, Emmanuel Macron, anunció el ingreso al Panteón nacional, del historiador Marc Bloch, fundador de la escuela de los Anales y autor de algunos títulos de la mejor historiografía del siglo XX. En un acto de conmemoración por los 80 años de la liberación de Estrasburgo, Macron habló de la “lucidez vigente” del historiador judío-francés, torturado y asesinado por la Gestapo en las afueras de Lyon en 1944. 

 Con Lucien Febvre, Bloch fue fundador de una historiografía que estudiaba las mentalidades en la larga duración del periodo medieval y moderno. Libros suyos como Los reyes taumaturgos (1924), publicado hace un siglo exactamente, cuando Bloch era profesor en la Universidad de Estrasburgo, son muestras de la renovadora visión de la historia de aquel pensador, convencido de que las mentalidades se sustentaban en estructuras sociales y demográficas con una capacidad de reproducción duradera. 

 Aquel libro, traducido y editado por el Fondo de Cultura Económica en 1988, explicaba las razones por las que se atribuía poderes mágicos, de curación o redención, a los reyes ingleses y franceses desde la Edad Media. El hecho de que se hubiera transferido a los monarcas poderes sagrados, que eran atributos de Cristo, se explicaba por el profundo arraigo de mentalidades milagreras entre la población rural de Europa, durante el largo periodo feudal. 

 Después de su estudio de la taumaturgia monárquica medieval, Bloch se interesó en el trasfondo social de aquellas mentalidades. Estudió las estructuras agrarias de la sociedad francesa en el periodo medieval y trazó un cuadro de la sociedad feudal europea, que sigue siendo de gran utilidad para identificar y reconocer los principales aspectos del antiguo régimen europeo, en la víspera de las revoluciones atlánticas de los siglos XVIII y XIX. 

 Tan importante como su carrera académica, como investigador y profesor, fue el involucramiento de Bloch en las dos guerras mundiales, como soldado y oficial del ejército francés. En la Primera Guerra Mundial, alcanzó el grado de capitán y recibió la orden de la Gran Cruz del Mérito Militar. Sin embargo, la mayor parte del conflicto la pasó como sargento de infantería en la primera línea del frente. Su papel en la Segunda Guerra Mundial es más conocido, gracias a su propia narración en las memorias La extraña derrota (1940), un manuscrito que milagrosamente sobrevivió a la ocupación nazi de Francia, y que es hoy un clásico del testimonio sobre el avance del fascismo en Europa durante los años 30 del siglo pasado. 

 En aquel libro, Bloch recordaba que era “judío por nacimiento, no por religión”, pero que su identidad era indudablemente francesa. Como francés se había enfrentado a los alemanes en 1914 y volvería a enfrentarse en 1939, aunque en esa segunda ocasión, el enemigo alemán se presentaba bajo una forma brutalmente antisemita. Ese segundo enfrentamiento reafirmaría su voluntad antifascista, en el sentido de que defender su patria era también defender el legado de sus padres. 

 Recordaba Bloch que su bisabuelo había sido soldado revolucionario francés en 1793 y que su padre también había peleado contra los alemanes en Estrasburgo, en 1870, cuando la guerra franco-prusiana. El historiador reclamaba pertenecer a un linaje de judíos-franceses que habían arriesgado sus vidas por Francia. Desde esa legitimidad, cuestionaba los errores de la Tercera República frente a Hitler, el Tercer Reich y la avalancha fascista. 

 Decía Bloch algo, que recuerda a Hannah Arendt y a Primo Levi, y que se resume en el carácter burocrático de los fascismos. Lo que condujo a la experiencia de Vichy y el colaboracionismo, frente a los cuales aquel historiador de 60 años reaccionaría sumándose a la resistencia, no fueron las desventajas técnicas o numéricas del ejército francés sino la mentalidad rancia y administrativa con que se enfrentó el peligro nazi.

miércoles, 6 de noviembre de 2024

La nueva literatura cubana en México







Con frecuencia nos quejamos de la desactualización del debate sobre Cuba y su literatura en medios mexicanos y latinoamericanos. Cuando algún suplemento literario toca el tema, reaparecen los grandes apellidos de hace sesenta años (Carpentier, Guillén, Lezama…) o se concentra la visión de la literatura cubana en los pocos autores consolidados en grandes editoriales iberoamericanas como Tusquets y Alfaguara. 

 Por eso es tan promisorio que el Instituto de Investigaciones Filológicas y la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, junto con la editorial Rialta, afincada en Querétaro, hayan organizado unas jornadas académicas sobre “narrativa cubana reciente”, que ofreció un panorama más actual de lo que se está escribiendo en Cuba en los últimos años. 

 El evento, liderado por la profesora e investigadora Ivonne Sánchez Becerril, tocó muy diversos aspectos de la producción literaria cubana actual, su transformación ante la emergencia de los medios digitales y sus estrategias de apertura o rebasamiento del mercado propiamente nacional, controlado por las editoriales del Estado. 

 Las ponencias presentadas en la UNAM abordaron obras de autoras y autores con muy escasa circulación en México y América Latina. Esa desconexión es resultado tanto de la persistencia de la política cultural cubana en sus énfasis ideológicos, especialmente, en la promoción de sus símbolos e ideas en la región, como de una falta de audacia de las editoriales iberoamericanas para cruzar esa frontera imaginaria y apostar por las nuevas poéticas de la isla. 

 Edinson Aladino, profesor de la Universidad de Puebla, abordó el caso de Fumando espero (2003), la novela de Jorge Ángel Pérez, un buen ejemplo de renovación estilística que no se tradujo en una mayor proyección de la nueva literatura cubana en América Latina. La novela, que recreaba el exilio de Virgilio Piñera en Argentina, antes de la Revolución cubana, capta muy bien las obsesiones de la nueva escritura de la isla. 

 Julio Rojas, de la UNAM, trabajó otra novela, El hijo del héroe (2017) de Karla Suárez, tal vez más conocida por su edición en el Fondo de Cultura Económica. La ficción de Suárez se interna en uno de los dramas silenciados de la historia cubana reciente: la prolongada guerra de Angola, en la que intervinieron decenas de miles de soldados de la isla. 

 Christopher Cortés Gómez, también de la UNAM, se ocupó de la llamada Generación Cero (Orlando Luis Pardo, Ahmel Echevarría, Jorge Enrique Lage, Legna Rodríguez Iglesias, Jamila Medina…), que crecientemente ha llamado la atención de la crítica, especialmente en el mundo académico de Estados Unidos, pero que circula muy precariamente en México y América Latina. 

 En el evento también se debatió la obra de María Elena Llana, Lorenzo Lunar, Maielis González Fernández, Anna Lidia Vega Serova, Dazra Novak y Elaine Vilar Madruga, de distintas generaciones de la isla. Hubo, por supuesto, intervenciones sobre autores mejor instalados en el mercado, como Reinaldo Arenas, Leonardo Padura o Pedro Juan Gutiérrez, pero el foco de atención estuvo puesto en una producción literaria con menos visibilidad. 

 En la conferencia magistral de la profesora Mabel Cuesta, de la Universidad Houston, se pudieron constatar algunos de los mecanismos que han decidido la mayor o menor visibilidad de autores y obras en la administración de la literatura cubana, como la homofobia o el machismo que, junto con las diversas modalidades racistas, han tenido un peso considerable en la cultura de la isla. 

 Una mesa con editores de proyectos independientes de la última diáspora, encabezada por Carlos Aníbal Alonso de Rialta, Waldo Pérez Cino de Almenara y Pablo de Cuba de Casa Vacía, permitió comprender mejor las dificultades que enfrenta una nueva generación de escritores, que ya no es prioridad para el Estado cubano y que tampoco accede al mercado iberoamericano.

viernes, 1 de noviembre de 2024

La locura de llegar a América




Se cumple el centenario de la publicación del primer Manifiesto del surrealismo (1924) de André Breton y vale la pena recordar un par de sus ideas, que hoy, por sorpresa, vuelven a sonar desafiantes e, incluso, escandalosas. Vivimos la entronización de una nueva solemnidad cultural, basada en simplificaciones de la historia y aplanamientos de la inteligencia que, por otra vía, recuerdan mucho la moral burguesa que hace un siglo denunciaron los surrealistas.

 El texto de Breton fue muchas cosas a la vez: el autorretrato de un grupo intelectual, la exposición de una poética, un manojo de obsesiones y una suma de críticas o improperios contra la cultura oficial francesa y europea en los años que siguieron a la Gran Guerra. Pero hay dos énfasis en el programa surrealista que hoy resultan extrañamente subversivos: la crítica del relato realista y la reivindicación de la locura en la historia. 

En el primer fragmento del texto, el escritor francés reclamaba para sí los reinos de la infancia y la imaginación, la libertad y la locura. Elegantemente descartaba el culto al racionalismo de Taine y colocaba a Valéry en una especie de limbo. Se preguntaba si el autor de El cementerio marino se mantendría fiel a la promesa de nunca escribir una frase como “la marquesa salió a las cinco”. Luego Breton despachaba un pasaje de Crimen y castigo de Dostoievski como una “composición escolar”. 

 Más adelante reprochaba el ánimo naturalista y clasificatorio que lo mismo se respiraba en las novelas de Stendhal o Anatole France que en los tratados de Santo Tomás y Blaise Pascal. Glosaba también Breton, casi al mismo tiempo, a Proust y a Freud, pero al primero para mal y al segundo para bien. Si Proust era apenas una nota al pie, Freud figuraba como padre espiritual de la revolución surrealista. 

Al llegar al pasaje sobre “lo maravilloso”, en que comentaba sus gustos por las ruinas y los maniquíes, comenzaba propiamente el territorio reclamado por el descubrimiento surrealista. No se trataba de un territorio desconocido o no transitado ya, sino algo que, aunque formaba parte del viejo gusto realista, podía ser releído con ojos surrealistas. Por ahí desfilaban las horcas de Villon, las griegas de Racine y los divanes de Baudelaire. 

 A partir de entonces, con la defensa del surrealismo como mirada o lectura del ancien régime del arte moderno, arrancaba la nómina surrealista que Breton quería presentar: Soupault, Eluard, Desnos, Vitrac, Artaud, todos escritores. Luego vendrían los pintores: Picabia, Duchamp, Picasso… Sólo después de exponer la galería surrealista es que Breton comienza a enumerar a algunos precursores: Nerval, Rimbaud, Apollinaire, Lautréamont… Y ya al final es que propone ejemplos de cómo el “automatismo psíquico”, la “creencia en una realidad superior” o la “omnipotencia del sueño” encarnan en algunos textos. 

  Cita, por ejemplo, las “manufacturas anatómicas” de Soupault, las “orejas reverdecidas” de Eluard, la “cinta roja en el árbol hablante” de Aragon. Cita también un pasaje de Vitrac en que la estatua de mármol de un almirante gira sobre sus talones y le indica, en el plano de su bicornio, la “región en la que debía pasar el resto de sus días”. El intrigante pasaje se explica con otro momento del Manifiesto, tal vez el único en que André Breton toca la historia. Dice el surrealista, a propósito de la locura y la creación: “fue necesario que Cristóbal Colón zarpara en compañía de unos locos para que se descubriese a América. Y ved como esa locura ha ido tomando cuerpo y ha perdurado”. 

 Quince años después de aquel escrito programático, Breton llegó a México, donde descubrió la patria prenatal del surrealismo. Con su vislumbre de América como lugar de la locura, la imaginación y el sueño, el intelectual francés abrió el diálogo con escritores de este lado del Atlántico, como Alejo Carpentier, José Lezama Lima y Octavio Paz, que perdura hasta hoy.

martes, 1 de octubre de 2024

Rusia, Cuba y el olvido



Nunca será ocioso explorar cuánto de la experiencia única de Cuba, como país inscrito en la órbita soviética de la Guerra Fría, por más de treinta años, explica el presente de la isla. El olvido de esa trama, que promueve el Estado cubano, es proporcional a la indiferencia mundial frente al desastre del país caribeño. 

 Jorge Ferrer, escritor y traductor cubano que vivió en la antigua URRS y hace tres décadas se afincó en Barcelona, ha escrito unas memorias que narran ese olvido. El relato evoca tres generaciones, las del abuelo, el padre y el hijo, cuyo linaje empieza en España y termina en España, con dos largas estaciones en La Habana y Moscú. 

 Cuenta Ferrer en Entre Rusia y Cuba (Ladera Norte, 2024), que su abuelo, inmigrante español en la isla, fue policía durante la dictadura de Fulgencio Batista, el régimen derrocado por la Revolución cubana en 1959. Su padre, en cambio, se unió desde joven a la Cuba de Fidel Castro y en su familia, como era común en aquellos años, el abuelo, exiliado en Miami, se convirtió en un fantasma innombrable. 

 Ferrer rescata el término ruso byvshie (antiguo o anterior), utilizado despectivamente en la etapa bolchevique y estalinista de la Unión Soviética para aludir a las personas desechadas por la Revolución: los blancos, los zaristas, los burgueses, los enemigos. La palabra, empleada por Gorki en sus novelas y por Benjamin en sus apuntes sobre Moscú, designaba también a los exiliados que, aunque estaban vivos, habían muerto en la memoria de los revolucionarios. 

 En la Cuba socialista, recuerda el escritor, el término más común para llamar a las personas como su abuelo fue siempre “gusanos”. Fidel Castro reiteró el calificativo en sus discursos durante décadas y la propaganda gráfica de la isla representaba a los contrarrevolucionarios como insectos que hervían en cazuelas de agua caliente. El escritor del realismo socialista Boris Polevoi, uno de los preferidos de la burocracia cultural cubana, autor de Un hombre de verdad (1950), escribió, en una mala traducción, que los contrarrevolucionarios cubanos eran “orugas”. 

 El escritor reserva al padre, funcionario del Minrex, el término “apparatchik”, hombre del aparato o burócrata del régimen comunista. En Cuba nunca se usó de manera extendida, aunque hubo equivalentes como “pinchos”, que se referían a los dirigentes en general. En la isla, además, el “aparato” aludía no a todo el andamiaje institucional sino, específicamente, a la Seguridad del Estado y su policía política. 

 Por último estaría el tercer Ferrer, Jorge, el autor, nacido en 1967 en La Habana, traductor de grandes escritores rusos (Herzen, Bunin, Rózanov, Grossman, Aleksiévich) en las mejores editoriales españolas. Identificado con la función del “pionero”, lo mismo en la URSS que en Cuba, este Ferrer, educado en el comunismo de la Guerra Fría, sería también el iniciador de una nueva diáspora en su linaje. 

 El libro, editado por el nuevo proyecto editorial que encabeza Ricardo Cayuela en Madrid, está lleno de atisbos sobre las conexiones entre Rusia y Cuba. Aquí se cuentan los más reveladores pasajes de aquella suma de destinos entre la isla y la URSS, que hoy la nueva izquierda populista latinoamericana relativiza. 

 El propio Fidel Castro marcaría la pauta de aquel lavado de memoria en Cuba y América Latina, en las tres décadas que han seguido a la desintegración de la URSS. Comenzó Castro refiriéndose a la debacle con el neologismo de “desmerengamiento”, como si el bloque soviético hubiese sido un castillo de merengue. Pero, a la vez, se refirió a un “doble bloqueo” y a que, para Cuba, el colapso soviético fue como si “dejara de salir el sol”. 

 Recuerda Ferrer que era el mismo Fidel Castro que, en sus visitas a Moscú en 1963 y 1972, presumía de haber destruido y reemplazado para siempre la intimidad entre Cuba y Estados Unidos, algo que hoy, a pesar de la renovada amistad con el Kremlin, resulta inverosímil.

martes, 3 de septiembre de 2024

Dictaduras de minorías




Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, profesores de la Universidad de Harvard, que hace seis años publicaron el bestseller de ciencia política, Cómo mueren las democracias (2018), han escrito un nuevo volumen, La dictadura de la minoría (2023), que explora una dimensión menos atendida de los brotes de autoritarismo que se observan en todo el mundo y que ha traducido al español Guillem Gómez Sesé para la editorial Ariel. 

 Como en aquel libro, que comentamos en esta columna, Levitsky y Ziblatt toman el deterioro de la democracia en Estados Unidos como síntoma del presente global. Para muchos críticos, inscritos en contextos de polarización ideológica izquierda-derecha, resultaba molesto o inaceptable que estos teóricos pusieran como ejemplos de derivas autoritarias liderazgos y gobiernos tan disímiles como los de Trump en Estados Unidos, Erdogan en Turquía, Orbán en Hungría, Putin en Rusia o Maduro en Venezuela. 

 En su nuevo libro, los académicos vuelven a ese enfoque global, con el prisma puesto en Estados Unidos o, más específicamente, en el crecimiento de tendencias antidemocráticas en el Partido Republicano, bajo la hegemonía de Trump y el trumpismo. Es curioso que todos aquellos líderes se traten nuevamente aquí, menos Nicolás Maduro, aunque habría una alusión implícita al autócrata venezolano cuando se habla del “socavamiento de la democracia” en el país suramericano. 

 Levitsky y Ziblatt recuerdan que en la tradición del pensamiento político liberal hubo siempre una fundada inquietud con la emergencia de “tiranías de las mayorías”. Todos los dispositivos de contrapesos y balances de poderes alentados por la teoría política moderna en los siglos XVIII y XIX, de Edmund Burke a John Adams y de Alexis de Tocqueville a John Stuart Mill, buscaron conjurar ese peligro. 

 En el siglo XXI, democracias como la venezolana y la húngara, de acuerdo con estos autores, se han erosionado –a diversos grados de profundidad, habría que agregar- por “mayorías en el gobierno”. Más allá de la difícil equiparación de esas mayorías en los sistemas representativos de Hungría o Venezuela, lo cierto es que en Estados Unidos el sistema preservó límites sólidos a nivel jurídico e institucional, que han impedido una autocratización irreversible. 

 Levitsky y Ziblatt observan que, actualmente, existiría el riesgo contrario en Estados Unidos: que la democracia sea destruida por un gobierno de minorías, para el cual no habría antídotos tan reconocibles en la tradición liberal. La democracia estadounidense sobrevivió a la primera administración de Trump, pero aunque no se especula sobre si sobreviviría a una segunda, se asegura que se requieren de profundas reformas de inclusión social y apertura del gobierno representativo para evitar la tiranía de la minoría. 

 Los profesores de Harvard terminaron su libro en 2023, cuando la posibilidad de un regreso de Trump no se percibía con tanta nitidez. Pero a la luz de lo que ha sucedido en Rusia y en Venezuela en los últimos años, con la perpetuación de Vladimir Putin y Nicolás Maduro en el poder, y el abandono, abierto o velado, de los marcos constitucionales mayoritistas previos, cabría la pregunta de si no son esos buenos ejemplos de lo que este libro describe como una amenaza, más que como una realidad. 

 Putin conserva amplia popularidad, dentro de las normas restrictivas rusas, pero la reelección impuesta de Maduro, luego de haber perdido las elecciones por una ventaja considerable de la oposición, sería una muestra despiadada de dictadura de una minoría. El madurismo, a diferencia del chavismo o del putinismo, no es una corriente mayoritaria, a pesar de toda la represión y todos los impedimentos que se aplican a los opositores. En Venezuela se cumplirían, por tanto, los dos peligros alertados por Levitsky y Ziblatt: el del declive democrático del mayoritismo y el de la imposición de una tiranía minoritaria.

Junín: la política y la guerra




Hace pocos días se conmemoraron doscientos años de la batalla de Junín, episodio central de las guerras de independencia de Suramérica. Se habló poco de Junín en la prensa bolivariana, absorta en la crisis política venezolana, a pesar de ser, tal vez, la gran victoria militar de Simón Bolívar y el punto de partida de la caída final del imperio español en Los Andes. 

 Tras la campaña peruana de San Martín, en 1821, el virrey José de la Serna se había refugiado en la sierra sur del viejo virreinato andino. Para quebrar los bastiones realistas de Ayacucho y Cuzco y liberar plenamente a Lima, era preciso enfrentar una batalla con el ejército español -aunque más de diez mil de sus soldados eran peruanos de nacimiento- en el terreno que dominaba en las laderas del cerro de Pasco.  

  Bolívar, siempre militar y siempre político, estadista y guerrero, conocía la composición del ejército, comandado por el general José de Canterac. También sabía que tras la nueva restauración absolutista de Fernando VII en España, a fines de 1823, una facción del ejército realista peruano, encabezada por Pedro Olañeta, se había rebelado contra La Serna y Canterac. 

 Hábilmente, Bolívar atrajo a la corriente partidaria del Trienio Liberal (1820-23) español en el Perú, ofreciéndole a militares y políticos posiciones y privilegios dentro del nuevo orden republicano. Uno de esos ex realistas, sumados a la causa bolivariana, sería José María de Pando, Secretario de Estado de la monarquía católica durante el Trienio Liberal e ideólogo del Perú republicano. 

 Consciente de la mayoría peruana en las tropas de Canterac y de las fricciones con Olañeta, Bolívar ofreció combate a los realistas en la zona lacustre y pantanosa de Junín. Hizo creer a su rival que su contingente estaba integrado por una caballería y una infantería de cientos de soldados, cuando en realidad poseía más de siete mil hombres sobre las armas. 

 Los biógrafos de Bolívar destacan el uso de tácticas de guerra, en Junín, de la mayor astucia como aparentar retiradas o dar falsas órdenes de ataque, que esparcían sus hombres entre las filas enemigas. En una tarde, con más lanzas y espadas que fusiles y cañones, y con juegos y espejismos de los legendarios “húsares” y sus leales “llaneros”, Bolívar causó a los realistas más de cuatrocientas bajas, hizo prisioneros a un centenar de enemigos y perdió menos de 50 hombres. 

 La victoria de Junín, como advirtiera el poeta ecuatoriano José Joaquín de Olmedo, antes que muchos historiadores, hizo de Bolívar “un árbitro de la paz y la guerra”. En su poema, La victoria de Junín. Canto a Bolívar, decía Olmedo que con aquel triunfo se abrían “las puertas de la opulenta Lima” y “sus pueblos numerosos” y comenzaba realmente la reconstrucción republicana del antiguo imperio incaico. 

 Bolívar incorporó a la mayoría de los peruanos alistados en el ejército realista a las nuevas fuerzas armadas republicanas. Cuatro meses después, cuando Antonio José de Sucre se enfrenta a José de la Serna en la batalla de Ayacucho, de más renombre, el ejército republicano peruano ya estaba reconstituido. Aquel ejército sería, en buena medida, el motor de la nueva república. 

 En julio de 1826, apenas año y medio después de la victoria de Ayacucho, una nueva Constitución, redactada por el propio Bolívar para Bolivia, otorgó la ciudadanía peruana a todos los libertadores, fueran argentinos, chilenos, venezolanos o colombianos. Aquella república, con su presidente vitalicio y sus cámaras de tribunos, censores y senadores, sería uno de los primeros laboratorios políticos del bolivarianismo. 

 Su fracaso, como el de la república boliviana, ha sido mayormente atribuido a las luchas intestinas entre caudillos y facciones o al autoritarismo del propio Bolívar. No siempre se repara, con el debido cuidado, en las fricciones que generó dentro del patriotismo peruano aquel experimento de ciudadanía continental.

jueves, 18 de julio de 2024

La última polémica de Kafka




Los Diarios de Franz Kafka, que rescatara y editara su amigo Max Brod, ofrecen una muestra de las últimas lecturas del gran escritor checo, fallecido hace un siglo. Aquejado de una tuberculosis agresiva y una depresión intermitente, Kafka pasa sus últimos años peregrinando entre Meran, Tatra, Praga, Müritz, Berlín y otras ciudades centroeuropeas. En los meses finales de 1923 y 1924 entra y sale de sanatorios como los de Wiener Wald, Hajek y Kierling en Viena y clínicas de Praga. 

  Los apuntes personales de aquellos años dejan rastros de lecturas que, por lo general, hacen más llevadero el tormento del escritor. Comenta, por ejemplo, David Copperfield de Charles Dickens y La muerte Iván Ilich de León Tolstoi. Las dos historias son resúmenes de vida, como los que emergen en esas últimas páginas de Kafka, donde se palpa la certeza del final. También lee a Martin Buber y a su amigo Franz Werfel, dentro de una creciente reflexión sobre su destino personal y el de la comunidad judía. 

   Son constantes las analogías entre el peregrinaje de Moisés por el desierto, camino a Canaán, y su propia travesía. En marzo de 1922, Kafka inserta una primera entrada sobre su lectura del controvertido ensayo Secesión judaica (1922) de Hans Blüher, teórico del homoerotismo masculino y el movimiento Wandervogel en la Alemania de la República de Weimar. La lectura de Blüher da una especial vitalidad polémica al Kafka enfermizo, moribundo y amorosamente desdichado de 1922 a 1924. 

   Lo primero que advierte, en sus Diarios, es que la pelea con el antisemitismo de Blüher es dura, ya que el libro lograba una “popularización con ganas y con encanto”. Era como enfrentarse, desde una humilde reseña, a un best seller arrollador en Alemania y Austria, que catalizaba el gran ascenso del antisemitismo en Europa Central en los años formativos de los fascismos. Al final, Kafka renunciará a escribir una reseña, como había planeado, de Secesión judaica, pero deja amplios y explícitos comentarios en sus apuntes personales. 

  En los mismos días en que anota que ha visto una película sobre Palestina, presumiblemente sobre la colonización judía en ese territorio británico, fuertemente impulsada por el Fondo Nacional Judío y otros grupos sionistas, señala que el citado libro “eludía los peligros” de la condición judía. Agrega Kafka que Blüher puede ser considerado un “filósofo visionario” por su capacidad para suscitar en el lector verdaderos derroches de ironía. 

   Ese efecto hace que la lectura se vuelva sospechosa para el propio lector, que no puede aceptar que el autor se presente como un “antisemita sin odio”. Blüher provocaba en Kafka una defensa del judaísmo que le resultaba incómoda. En el fondo, el reto de aquel antisemitismo era que proponía una renovación de la tradición antisemita. Según Blüher, la filosofía hebrea no podía ser refutada de manera inductiva. No se podía combatir con meros prejuicios el mesianismo del pueblo elegido. Se requería de una contraposición teológica o doctrinal más profunda, como la que podía ofrecer el catolicismo. 

   Justamente en ese intento de un antisemitismo deductivo es donde, según Kafka, el autor fracasaba. Precisaba Blüher de una reconstrucción exhaustiva de todas las fricciones del judaísmo con otras religiones, de los “cargos” y “refutaciones” que unas y otras habían cruzado durante siglos. Al quedar “incompleta” esa parte de la argumentación, el libro no lograba su cometido intelectual, aunque fuese extraordinariamente popular. 

   En junio de 1922 se interrumpen los apuntes. En el verano de ese año su salud se quebrantó e intentó recuperarse en una estancia con su hermana en Praga. Son los meses en que concluye El Castillo y Un artista del hambre, textos que retoman las obsesiones que una década atrás había plasmado en La metamorfosis El proceso. La última entrada del Diario, en 1923, dice: “me es cada día más doloroso escribir”.

viernes, 21 de junio de 2024

Michael Ignatieff: el intelectual resurrecto



Los intelectuales no viven tiempos afortunados en la presente ola de demagogia que se esparce desde la derecha o la izquierda en cualquier latitud del mundo. Pero habría que recordar que esos brotes de anti-intelectualismo son muy viejos y, generalmente, provienen de sectores incómodos o ascendentes del propio campo intelectual. 

Desde los años 80 del siglo XX se viene hablando de una “muerte del intelectual”, asociada a la pérdida de peso de las ideologías, los “grandes relatos” o, más recientemente, la politización de las redes sociales. Hay, sin embargo, intelectuales, así autodefinidos, que han fluctuado entre el trabajo académico y la política profesional y que regresan siempre al debate público de ideas y reivindican esa función. Uno de ellos es el canadiense Michael Ignatieff (Toronto, 1947), quien acaba de ganar el Premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales. 

Si algo persuade de la condición de Ignatieff como intelectual público ha sido, justamente, ese ejercicio de una voz crítica, de rango global o nacional, que no arriesga legitimidad en roles paralelos. Uno de los primeros libros de Ignatieff, traducidos al español, fue su biografía de Isaiah Berlin. A diferencia de muchos de los estudiosos de Berlin, que se centraban en el núcleo liberal de su pensamiento, el ensayista se interesó en la familiaridad del filósofo con diversas nacionalidades y culturas, como la judía, la rusa, la europea, la anglosajona y la específicamente británica. 

Era difícil no ver en aquella mirada una proyección de la propia fisonomía multicultural de Ignatieff, desde fines del siglo XX, inmerso en el experimento canadiense. Un siguiente libro suyo, Los derechos humanos como política e idolatría (2003), que apareció en Paidós con prólogo de Amy Gutmann, fue un ejemplar posicionamiento a favor de las libertades públicas universales, sin la ortodoxia liberal al uso. El pensador alertaba contra la práctica de la filosofía de los derechos humanos como un dogma, que podía conducir al respaldo de políticas globales, especialmente las impulsadas por Estados Unidos durante la llamada “guerra contra el terror” de George W. Bush, que contradecían sus premisas humanistas. 

 Muy poco después de aquel libro y los debates que suscitó, Ignatieff debió enfrentar el dilema de involucrarse en la política partidista canadiense. Entre 2006 y 2011, encabezó el Partido Liberal de su país y muchos observadores de la política en Ottawa coincidieron en que se trató de un periodo de marcado avance de agendas pluralistas y de inclusión dentro de esa formación política. Lo hizo desde un escaño en la Cámara de los Comunes y desde la jefatura del propio partido. 

Tras su derrota en las elecciones de 2011, se retiró de la política profesional y se concentró en el trabajo académico en la Universidad de Massey. De aquella experiencia se derivó su aleccionador ensayo Fuego y cenizas. Éxito y fracaso en política (2014), que resume los malestares e incertidumbres del paso de los intelectuales al ejercicio de tareas de Estado. Pero también se leía ahí la pasión que entrañaba la experiencia de la política y no es raro que Ignatieff expresara su admiración por Vaclav Havel y Mario Vargas Llosa, dos intelectuales que no habían vacilado a la hora de cambiar la escritura por el podio. 

 Aquella pasión política, tal vez, ha tenido siempre que ver con sus orígenes como hijo y nieto de nobles rusos, bien posicionados en la corte de los Romanov y el último gobierno de Nicolás II, y víctimas de la revolución bolchevique. Pero la historia de su familia, narrada en El álbum ruso (1987), libro de traducción tardía al español, explica sólo una pequeña zona del talante liberal de Ignatieff. Lo fundamental de ese espíritu de templanza, plasmado en libros como Sangre y pertenencia (2016) y El mal menor (2018), nace en sus lides eternas con el nacionalismo, el terror y la guerra.

miércoles, 15 de mayo de 2024

David Brading y la nación preexistente



David Brading, historiador de la Universidad de Cambridge, con una vasta y brillante obra sobre México, acaba de fallecer. En esta época de parcelación de la disciplina histórica, tanto a nivel de enfoques analíticos como de periodizaciones cortas, la obra de Brading contrasta por su capacidad de desplazamiento entre el México antiguo y el contemporáneo y por su articulación de muchas perspectivas: desde la historia económica hasta la cultural. 
 
  Algunos de sus primeros libros, escritos durante su experiencia americana, en Berkeley y Yale, como Mineros y comerciantes en el México borbónico (1971) y Haciendas y ranchos en el Bajío mexicano (1973), cuyo esbozo inicial apareció como artículo en la revista Historia Mexicana, de El Colegio de México, no sólo fueron muestras representativas de historia económica y social sino de una comprensión de la realidad mexicana desde el peso de las regiones.
 
  Lo mismo podría decirse de sus estudios sobre el obispado de Michoacán durante el periodo borbónico, que desembocaron en el volumen Una iglesia asediada (1996), editado, como tantos otros de sus libros, en el Fondo de Cultura Económica. Historia regional fue, también, Caudillos y campesinos en la Revolución mexicana (1985), donde el historiador británico se movió con soltura entre el Morelos de Zapata y los caudillos sonorenses. 

   El flanco de historia cultural e intelectual de la obra de Brading -Los orígenes del nacionalismo mexicano (1973), Mito y profecía en la historia de México (1988), Orbe indiano (1991), La virgen de Guadalupe (2002)…- fue, tal vez, el mejor editado pero también el más debatido. Una de sus ideas rectoras es que existe una continuidad prolongada entre el patriotismo criollo de la Nueva España, el republicanismo y el liberalismo del siglo XIX y la Revolución de principios del siglo XX. 
 
   La tesis, anunciada en Los orígenes del nacionalismo y años después más trabajada en Orbe indiano, aunque través de una contraposición con el Perú, nació, según Brading, de su lectura de la Historia de la Revolución de la Nueva España, antiguamente llamada Anáhuac (1813) de Fray Servando Teresa de Mier. En ese texto, que tanto inquietó a Simón Bolívar, se mezclaban el guadalupanismo, el culto a Quetzalcóatl y la idea de la independencia como recuperación de una soberanía perdida con la conquista española. 
 
   La nueva historiografía crítica de los nacionalismos ha puesto en tela de juicio esa visión. Lo que nunca podrá reprochársele a Brading es la elocuencia con la que la expuso, a través de lecturas precisas de Bartolomé de las Casas, de la Monarquía indiana de Juan de Torquemada y los tratados de jesuitas expulsos del siglo XVIII como Francisco Javier Alegre y Francisco Javier Clavijero. 

   Su demostración de que aquella creencia en una nación preexistente era más vieja que el Plan de Iguala sigue siendo válida, aunque la misma fuese tan manipulada por la historia oficial del liberalismo del siglo XIX y del nacionalismo revolucionario del XX. Brading parecía dar menos importancia al carácter "inventado" o "imaginario" de aquella tradición que al hecho de que la misma fuese experimentada como real o cierta por los propios actores de la historia cultural y política del México moderno.

viernes, 3 de mayo de 2024

Los lobos de Stanislav




Paul Auster viajó a Ucrania en 2017, en busca del lugar en que nació su abuelo, quien emigró a Estados Unidos en 1900. Cerca de Leópolis encontró la ciudad, en la antigua Galitzia polaca, hoy llamada Ivano-Frankivsk, en honor al poeta, narrador y dramaturgo ucraniano de fines del siglo XIX, Iván Frankó. El último bautizo de la ciudad en 1962, en tiempos de Nikita Kruschev, da una idea del peso del nacionalismo ucraniano en la región. Vladimir Putin y sus ideólogos repiten que Ucrania fue una invención de Lenin, pero, para ser una invención, gozaba de buena salud en tiempos de la Guerra Fría. 

En su más reciente novela, Baumgartner (2024), una historia de los amores perdidos de un viejo profesor de Princeton, Auster recupera el drama de la ciudad, ahora bajo una nueva guerra de conquista. La terrible historia de su familia judío-ucraniana emerge en la trama como un afluente de la memoria sentimental del narrador. Variantes de Stanislawów (Stanislau, Stanislaviv, Stanislav), es decir, de la patria de San Estanislao de Cracovia, el obispo polaco del siglo XI, dieron nombre a la ciudad durante el imperio de los zares rusos. Auster entiende esos cambios toponímicos como obra de una sucesión de dominios: el polaco, el austro-húngaro, el alemán, el soviético. 

En 1941 vivían en la ciudad cerca de cien mil habitantes, la mitad judíos. Durante la invasión nazi, unos diez mil fueron fusilados detrás del cementerio hebreo y otros diez mil fueron enviados al campo de exterminio de Belzec, en Polonia. Entre 1942 y 1944, los restantes fueron ejecutados de un tiro en la nuca, en las afueras de la ciudad, de veinte en veinte, y enterrados en fosas comunes. 

Un poeta local, como aquel Iván Frankó que da nombre a la ciudad, le confirmó a Auster una historia contada por sus abuelos. En 1944, cuando el ejército soviético liberó la región del dominio nazi, la ciudad estaba deshabitada y en vez de personas vivían allí centenares de lobos que la habían convertido en madriguera. Escuchando al poeta, Auster recordó unos versos de George Trakl, escritos en medio del estallido de la primera Guerra Mundial e inspirados en el “frente oriental” de Alemania: “Un páramo de espinas ciñe la ciudad./ Por las escaleras de sangre la luna/ persigue mujeres aterrorizadas./ Lobos salvajes irrumpen en las puertas”. Toda una visión de las guerras que asolarían una y otra vez ese mismo pedazo de Europa. 

El poeta estaba convencido de que lo que narraba había sucedido realmente. Auster recuerda que sus abuelos contaban la historia con la misma seguridad. Pero en algún punto se pregunta si aquello era más una leyenda que un suceso fáctico y comprobable. Una historiadora de la Universidad de Leópolis agrandó sus sospechas: no había evidencia alguna de que el pueblo se hubiese convertido en una madriguera de lobos entre 1943 y 1944. 

El tema obsesionó a Auster, quien escribió un ensayo justamente titulado “Los lobos de Stanislav” (El País, 1/ 5/ 2020) y luego una conferencia con la que agradeció el Doctorado Honoris Causa de la Universidad Autónoma de Madrid. En busca de cualquier evidencia, vio películas soviéticas de la época, en las que se repetía la misma escena: unos pocos habitantes del pueblo saludando los tanques victoriosos de Stalin, pero ni rastro de los lobos. 

En la novela Baumgartner, el escritor se pregunta si un “acontecimiento tiene que ser real para que se acepte como verdad”, no en el sentido de una fakenews u operación de postverdad sino como aquello que tal vez ocurrió, pero es incomprobable. Qué sucede, dice, “si a pesar de tus esfuerzos de averiguar si tal acontecimiento sucedió o no llegas a un punto muerto de incertidumbre”. La respuesta del escritor es entrañable: “ a falta de cualquier información que confirme o desmienta la historia que me contaron, he decidido creerle al poeta”, no a la historiadora. Y agrega: “ya estuvieran allí o no, he decidido creer también a los lobos”.

viernes, 19 de abril de 2024

Otro país verde olivo




Hace treinta años, con el fin de las dictaduras militares en América Latina, se perfiló una tendencia a la profesionalización de los ejércitos que parecía definitiva. La institución castrense era percibida como un actor fundamental de los diversos autoritarismos de la Guerra Fría. Hoy, aquel camino heredado de las transiciones democráticas de fin de siglo está siendo severamente cuestionado. 

 Los dos fenómenos más reconocibles de militarismo de nueva derecha, que no por casualidad comparten una mirada de similar recelo ante las narrativas de la transición, han sido los casos de Jair Bolsonaro en Brasil y Nayib Bukele en El Salvador. Más recientemente, el gobierno de Javier Milei ha anunciado una reforma de su política de seguridad que reforzaría el papel del ejército en la lucha contra el narcotráfico, el terrorismo, las mafias y las pandillas. 

 El próximo 21 de abril, en Ecuador, se celebrará un referéndum constitucional, que de triunfar, introduciría un enfoque militarista de la seguridad nacional, con algunos elementos en común con el modelo salvadoreño. El primer punto de la consulta popular pregunta a los ecuatorianos si están de acuerdo con que las Fuerzas Armadas brinden apoyo complementario a la Policía Nacional para combatir al crimen organizado. 

 Más adelante, el referéndum ecuatoriano, que tendrá lugar en medio de la adversa reacción internacional contra la incursión militar en la embajada de México en Quito, propone incrementar las penas contra delitos de terrorismo, narcotráfico, delincuencia organizada, sicariato y lavado de activos. El presidente Daniel Noboa fue de los primeros mandatarios de la región en felicitar a Nayib Bukele por su reelección y éste ha sido el único en abstenerse en la OEA, ante la resolución que condena el asalto a la embajada mexicana. 

 Pero la historia de la remilitarización de América Latina estaría sesgada si sólo tomara en cuenta el aumento de poder de los ejércitos bajo los gobiernos de la nueva derecha. Un libro reciente, editado en México por la editorial Grano de Sal y titulado Érase un país verde olivo, describe en detalle el notable incremento de funciones de las Fuerzas Armadas durante la administración de Andrés Manuel López Obrador y Morena. 

 Los autores (Juan Jesús Garza Onofre, Sergio López Ayllón, Javier Martín Reyes, María Marván Laborde, Pedro Salazar Ugarte y Guadalupe Salmorán Villar), académicos de primer nivel en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, documentan que, a través de la Ley de la Guardia Nacional, los militares aumentaron sus competencias en investigación y persecución de delitos, sin que se reporten por ello beneficios en el combate a la violencia y la inseguridad. 

 Apuntan, a su vez, que en este sexenio se han reportado 104 actos de militarización, cuarenta más que en el gobierno de Enrique Peña Nieto. En los últimos años, el Ejército y la Marina han pasado a administrar entidades civiles como los aeropuertos, las aduanas, los puertos y las estaciones migratorias y se han hecho cargo de grandes obras de infraestructura como el Banco del Bienestar, el Aeropuerto Felipe Ángeles, el Tren Maya y el Corredor Interoceánico del Istmo de Tehuantepec. 

 El proceso de militarización en México responde a los crecientes retos a la autoridad del Estado que plantea la aguda crisis de seguridad que se vive en toda América Latina y el Caribe. Los autores ven antecedentes del fenómeno en la tradición populista, que trazan entre el varguismo y el peronismo y los gobiernos bolivarianos de principios del siglo XX. 

 Las últimas revoluciones del siglo XX, especialmente la cubana y la nicaragüense, también crearon su propio militarismo. Cuba produjo uno de los ejércitos más poderosos del área, en su tensión permanente con Estados Unidos, que llegó a librar campañas regulares en países africanos como Angola y Etiopía. La revista de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Cuba se llama, justamente, Verde Olivo, y en los años 70 jugó un papel destacado en el control ideológico de la cultura de la isla. 

 Aunque esa continuidad histórica con las izquierdas populistas y revolucionarias latinoamericanas pueda sostenerse, es inevitable pensar la remilitarización mexicana en el contexto más amplio de un giro regional en las políticas de seguridad, donde también se inscriben las nuevas derechas. La vuelta de los militares es un fenómeno transversal en América Latina y el Caribe, que avanza por igual desde la izquierda o la derecha.

lunes, 8 de abril de 2024

Las guerras simultáneas




Basta hojear las páginas internacionales de algunos periódicos para convencernos de que la inseguridad que vivimos es planetaria y no de una ciudad, un país o un continente. Con pocos días de diferencia Israel bombardeó un edificio diplomático de Irán en Siria, generando promesas de represalias por parte de estos dos países, mientras Kim Jong Un lanzaba un misil balístico supersónico intercontinental, que puso en alarma máxima a Corea del Sur. 

 Las dos principales guerras que tienen lugar ahora mismo, la de Rusia en Ucrania y la de Israel en Gaza, se vuelven cada vez más intensas y letales sin que la comunidad internacional sea capaz de detenerlas o desescalarlas. Lo peor es que esas dos no son las únicas guerras: hay otras en Burkina Faso, Somalia, Sudán, Yemen, Nigeria, Myanmar y Siria. 

 La posibilidad de que Armenia podría incorporarse a la Unión Europea, a partir de unas declaraciones del líder de la Asamblea Nacional de ese país, Alen Simonyan, en el contexto de su conflicto con Azerbaiyán, por el control de Nagorno-Karabaj, ha desatado una oleada de reacciones furiosas en el sistema de comunicación ruso y pro-ruso. El anuncio menos predecible de una eventual incorporación definitiva de Ucrania a la OTAN, por parte del Secretario de Estado, Antony Blinken, atiza aún más el conflicto, mientras el respaldo de Washington a Israel produce todo tipo de fricciones en el mundo. 

Dentro de Estados Unidos, la creciente oposición a ese respaldo ha llevado al presidente Joe Biden a demandar a Benjamín Netanyahu respeto a la vida de civiles en Gaza. En la reciente reunión de la OTAN en Bruselas, con motivo de sus 75 años, predominó un discurso triunfalista que no augura nada bueno. El subido tono del aniversario se debe, por un lado, a la inevitable respuesta a las amenazas contra la Alianza Norte por parte Donald Trump, en su camino de regreso a la Casa Blanca. Pero, por el otro, elude, bajo el apoyo a Ucrania, la gravedad de la situación en Palestina. 

 Buena muestra de la adversidad global contra la ofensiva de Israel en Gaza ha sido la declaración conjunta de los gobiernos de Francia y Brasil durante la visita del presidente Emmanuel Macron al gran país suramericano. Brasil y Francia reclaman abiertamente un cese al fuego y denuncian las resistencias a las resoluciones de la ONU desde Estados Unidos. La OTAN y la Unión Europea, especialmente Alemania dentro de ésta última, no parecen comprender algo apuntado por Richard N. Haass en The New York Times, hace algunas semanas, y es que la falta de resolución diplomática para poner fin a la guerra en Gaza debilita la estrategia atlántica a favor de Ucrania. 

El carácter irreductible de estas guerras simultáneas vuelve a poner en evidencia la estructura multipolar del mundo en la tercera década del siglo XXI. Pero esa coexistencia de poderes globales y regionales no hace más seguro al mundo, como comprobamos en estos días. En principio, siempre parecería preferible un sistema internacional menos hegemónico, pero si las instituciones encargadas de asegurar la paz no funcionan, el multipolarismo no es necesariamente beneficioso. 

No se trata únicamente de los vetos de las grandes potencias en el Consejo de Seguridad de la ONU. La nueva competencia por el reparto del mundo gana agresividad en un momento de crisis del paradigma de la democracia constitucional, que durante las décadas posteriores a la Guerra Fría fue el gran aliciente para la instalación de los mecanismos de paz global. 

Aunque muchos partidarios de la pugna geopolítica no lo vean así, ambas cosas están correlacionadas: el aumento de la inseguridad mundial y la proliferación de nuevas autocracias. Un sistema internacional garante de la paz sólo es posible bajo un consenso básico en torno a ciertas normas de gobernabilidad democrática. Cuando la construcción de ese consenso procede de manera unilateral y hegemonista su efecto es desfavorable.

martes, 12 de marzo de 2024

El romance de la revista Life con la Cuba revolucionaria





La revista Life fue uno de los medios fundamentales de la cultura visual global producida desde Estados Unidos en el siglo XX. Tras su adquisición por el magnate Henry Luce, dueño de Time y Fortune, en 1936, la publicación apostó por el foto-reportaje y su uso como instrumento de representación de realidades políticas regionales, distantes o cercanas a Estados Unidos. 

 Luce, nacido en China, hijo de un pastor protestante en misión evangélica en Asia, se interesó mucho en la Revolución de Mao Tse Tung. Su enfoque de la guerra civil china fue siempre más favorable a los nacionalistas de Chiang Kai Shek, pero habría que recordar que Life, donde publicó Ernest Hemingway y donde apareció la foto emblemática de Robert Capa del soldado republicano español, también tuvo simpatías antifascistas. 

 Un estudio reciente, editado por el Centro de Investigaciones de América Latina y el Caribe (CIALC) de la UNAM, y realizado por los historiadores Enrique Camacho y Fernando Corona, reconstruye la cobertura que dio Life a Cuba entre los años 30 y 60. Se trata de cuatro décadas enmarcadas entre dos revoluciones, la nacionalista contra la dictadura de Gerardo Machado, y la también nacionalista, primero, y socialista después, de Fidel Castro. 

 En la primera etapa, los historiadores encuentran un marcado interés de Life en líderes inicialmente revolucionarios, como Fulgencio Batista, y en la estabilidad constitucional cubana posterior a 1940. Cada gobernante, Batista, Ramón Grau San Martín o Carlos Prío Socarrás, de aquel periodo republicano, y algunos de sus opositores como Eduardo Chibás y Roberto Agramonte, fueron debidamente retratados, en público o en familia, por los fotógrafos de Life

 En los años 50 la publicación contribuyó, como pocas, a la construcción del mito del Montecarlo caribeño. Entonces puso su atención en el desarrollo urbano de la isla, en su alta sociedad, su boom inmobiliario, sus calles atestadas de coches y anuncios lumínicos, su pujante industria turística y no faltó el tratamiento apologético de Batista como patriarca familiar, con su esposa Marta Fernández Miranda y sus hijos, en el lujoso Palacio Presidencial de La Habana. 

Lo sorprendente, en una revista ya tan orientada hacia el macartismo, no sería esa representación sino la que muy pronto haría del movimiento revolucionario de la Sierra Maestra desde el año 1957. Life destacó a dos de sus fotorreporteros estrella, Andrew Saint George y Joe Scherschel, en la isla, en los años de la guerrilla fidelista. Los periodistas subieron a la Sierra Maestra, entrevistaron a los comandantes rebeldes y dieron seguimiento exhaustivo al secuestro de ciudadanos norteamericanos por las tropas de Raúl Castro y a la amistosa negociación de éste con el cónsul y el vicecónsul de Estados Unidos.

  Life siguió paso a paso la marcha de las columnas invasoras del Che Guevara y Camilo Cienfuegos hacia la capital de la isla. Captó al Che con el brazo enyesado en las calles de Santa Clara y a Camilo en el Palacio Presidencial, hablando por teléfono, mientras pisa uno de los retratos de la Sra. Fernández de Batista. La revista también siguió muy de cerca a Fidel Castro en su primer viaje a Estados Unidos, en abril de 1959, invitado por la American Society of Newspapers. Lo siguió y él se dejó seguir, llegando a ser retratado y entrevistado en pijamas. La boda de Raúl Castro y Vilma Espín apareció en Life como ceremonia de la nueva etiqueta social de la Cuba revolucionaria. 
   
   Como otros medios estadounidenses, la revista comenzaría a tomar distancia a raíz de los fusilamientos de batistianos, desafectos u opositores, algunos, líderes de la propia Revolución, como los comandantes Humberto Sorí Marín y William Morgan. También rechazaría las primeras muestras de avance hacia a un sistema político más cerrado que el prometido en la documentación programática revolucionaria. 

 A inicios de los 60, Life acabaría sumándose al gran aparato de publicidad anticomunista contra la Revolución cubana y otros movimientos de izquierda en América Latina. En esos años de la publicación, todavía en vida Luce, quien moriría en 1967, era difícil comprender aquel romance de Life con la guerrilla fidelista. La agresividad con que reflejó el giro comunista de los barbudos de la Sierra Maestra trasmitía un sentimiento de íntima traición. 

viernes, 1 de marzo de 2024

Prometeos de la Guerra Fría






Una película y una novela se han internado en la epopeya científica que desembocó en la bomba atómica en 1945. La película es Oppenheimer del británico Christopher Nolan y la novela es Maniac del chileno Benjamín Labatut. Entre las dos narran complementariamente un mismo drama, cuyas lecciones para el presente son inocultables. 

 Oppenheimer, basada en la biografía del líder del proyecto Manhattan, de Kai Bird y Martin J. Sherwin, cuenta paso a paso la trayectoria de los hallazgos, dilemas y trifulcas de la física cuántica desde la teoría de la relatividad de Albert Einstein. Vamos al joven J. Robert Oppenheimer recorriendo las grandes universidades europeas y asimilando ideas de Max Born, Niels Bohr y Werner Heisenberg. 

 La travesía, que académicamente corre paralela a la de sus estudios en Harvard y Cambridge y su contratación final en Berkeley y Caltech, es también una síntesis del paso firme de la ciencia en la primera mitad del siglo XX. Oppenheimer, que tuvo simpatías por la izquierda antifascista en los años 30, gracias, en buena medida, a su relación con la activista feminista y comunista Jean Tatlock, acaba al frente del proyecto insignia de la industria militar estadounidense en la Segunda Guerra Mundial. 

 Parte considerable de la motivación de Oppenheimer y su brillante equipo de científicos en Los Álamos (Richard Feynman, María Mayer, Hans Bethe, Enrico Fermi, John von Neumann…) era desarrollar la bomba antes que los nazis. El origen judío de muchos de aquellos físicos acicateaba su entrega en cuerpo y alma a una carrera por la fisión atómica, que permitiera acabar con el poder fascista en Europa. 

 Los imponderables comenzaron desde el momento en que las primeras bombas estuvieron listas después del suicidio de Hitler y su primera gran prueba sería en Hiroshima y Nagasaki, dos pueblos japoneses, donde habrían muerto más de 240 000 personas. La película de Nolan se centra mucho en la persecución que sufrieron Oppenheimer y otros científicos durante el macartismo, pero, tal vez, no explora lo suficiente el peso de la culpa, en aquella comunidad, luego de las detonaciones de Little Boy y Fat Man en Japón. 

 En la novela de Labatut, aunque menos atenta a los detalles del proyecto Manhattan, es posible encontrar esa exploración por otra vía. Armada como una biografía coral de dos científicos del centro de Europa, que rondaron aquellos proyectos, el austríaco Paul Ehrenfest y el húngaro Johannes con Neumann, esta ficción encara los brotes de irracionalidad que acompañaron la carrera de la física nuclear en la Guerra Fría. 

 No siempre, las derivas psicóticas o místicas de aquellos científicos fueron detonadas por la culpa de Hiroshima -Ehrenfest mató a su hijo y se suicidó en 1933 y otro austríaco, Kurt Gödel, también personaje de la novela, comenzó con sus obsesiones teológicas, que lo llevarían a intentar una comprobación ontológica de la existencia de Dios, mucho antes de su contratación en el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton-, pero difícilmente podrían desligarse del vértigo nuclear de la Guerra Fría. 

 El caso de von Neumann aparece aquí como la variante extrema de aquellos Prometeos del mundo bipolar. En los días del proyecto Manhattan, von Neumann había llamado a abandonar cualquier escrúpulo y recordaba la famosa carta del pacifista Einstein al presidente Roosevelt, en 1939, exhortándolo a impulsar el programa nuclear. 

Cuando Hiroshima, el físico húngaro también defendió la utilidad de la hecatombe y ya en plena Guerra Fría se involucró en el proyecto de una “destrucción mutua asegurada”. El colapso psicológico del científico, antes de su muerte en 1957, escapa a cualquier tipología de la sinrazón o la locura. El Prometeo moriría convencido de que no sólo era plausible una prueba ontológica de la existencia de Dios sino una reconstrucción biológica de la divinidad por medio de las máquinas computacionales.

martes, 27 de febrero de 2024

Sandino: el vencedor asesinado



El asesinato de líderes revolucionarios fue una práctica recurrente en las primeras décadas del siglo XX latinoamericano y caribeño. En México, Madero, Zapata, Carranza, Villa, Carrillo y Obregón no murieron en combate sino ejecutados. Los cubanos Julio Antonio Mella, Rafael Trejo, Antonio Guiteras, Sandalio Junco, Jesús Menéndez y Aracelio Iglesias murieron todos asesinados entre los años 20 y los 40. Dentro de aquellos frecuentes homicidios políticos destaca, por su dramatismo y conmoción, el del líder de la Revolución nicaragüense, Augusto César Sandino, en febrero de 1934. 

Después de un lustro de resistencia contra la intervención de Estados Unidos, al frente de un ejército popular, en 1933 Sandino firmó la paz con el gobierno de Juan Bautista Sacasa. Desde fines de 1932, la administración estadounidense de Herbert Hoover había anunciado el retiro de sus tropas de Nicaragua, con la esperanza de que el control militar de la Guardia Nacional, en manos de Anastasio Somoza García, y un poder político favorable a caudillos antisandinistas como José María Moncada, contendría el liderazgo ascendente del llamado “general de hombres libres”. 

La elección presidencial, en 1933, de Juan Bautista Sacasa, un médico liberal, facilitó el proyecto pacificador. El nuevo presidente reconoció el triunfo de Sandino, que en aquel año representaba el rol de protector de una paz ganada a sangre y fuego en las selvas de Las Segovias. Todo aquel año de 1933, Sandino y su ejército popular representaron la mejor garantía para una reconstrucción democrática, en condiciones soberanas. 

Eran frecuentes los encuentros de Sandino con el presidente Sacasa y con Somoza. En una foto con este último, el líder revolucionario, delgado y pequeño, echa el brazo encima del hombro del militar más alto y robusto. Los dos sonríen levemente, Sandino con franqueza y Somoza con rictus de disimulada molestia. En aquellos meses de tensa paz los asesinos estudiaron la rutina de Sandino y fraguaron su ejecución. 

La noche del 21 de febrero, Sandino cenó con Sacasa en el Palacio Presidencial de la Loma de Tiscapa, en Managua. Lo acompañaban su padre Gregorio Sandino, su hermano Sócrates Sandino, el Ministro de Agricultura Sofonías Salvatierra y sus generales Francisco Estrada y Juan Pablo Umanzor. A la salida de la cena, el grupo fue arrestado y separado por oficiales de la Guardia Nacional. Sandino, su hermano Sócrates, Estrada y Umanzor fueron conducidos al campamento de El Hormiguero, mientras el padre y el ministro Salvatierra eran retenidos en el Campo Marte. Los hermanos Sandino y sus lugartenientes serían asesinados aquella misma noche. 

El estremecimiento que este crimen provocó en América Latina fue palpable en las semanas y meses siguientes. Sobrevivientes como el padre, Gregorio Sandino, y el ministro Salvatierra dejaron testimonios inmediatos del suceso. La poeta chilena Gabriela Mistral, que habían denunciado la intervención estadounidense y hasta había pronosticado la muerte del líder, dejó escritas páginas llenas de indignación. 

José Vasconcelos, por su parte, observó algo que merecería mayor atención: al morir, Sandino era un vencedor, no un vencido, como pudiera pensarse que fueron el Madero derrocado de 1913 o el Zapata arrinconado de 1919. A Sandino lo mataron en el momento más estelar de su gloria, cuando saboreaba una victoria frágil, que podía convertirse en plataforma de un nuevo proyecto político nacional. 

Los dos, Mistral y Vasconcelos, vieron en la muerte de Sandino la reafirmación de una constante trágica en la historia latinoamericana que “hacía de sus héroes víctimas, de sus sabios proscritos y de sus hombres honrados parias”. Ni uno ni otra eran comunistas o socialistas, de hecho, tampoco eran ya revolucionarios, y, justamente por ello, vieron en Sandino el símbolo más integrador del antimperialismo latinoamericano.

miércoles, 31 de enero de 2024

El pensar dialógico de Ramón Xirau




La idea del pensamiento como diálogo silencioso con el otro, consigo mismo o con Dios, remite a Sócrates y Platón, pero también a San San Agustín. En La ciudad de Dios, la dupla originaria del cielo y la tierra parece desdoblarse en otras: cuerpo y alma, fe y razón, teología fabulosa y teología civil. Sensación similar deja el recorrido por los principales títulos de Ramón Xirau, cuyos cien años se cumplen por estos días. 

Nacido en Barcelona en 1924, Xirau llegó a México a los 15 años con sus padres. Aquí estudió filosofía en la UNAM, escribió su obra poética y ensayística, y falleció en 2017, siendo miembro de El Colegio Nacional y la Academia de la Lengua. Cada libro del Xirau filósofo proponía una conversación entre dos términos que escenifican una guerra por el sentido. 

El primero de aquellos, Duración y existencia (1947), producía interlocuciones implícitas con Bergson y Heidegger, Sartre y Lévinas, pero planteaba una contradicción irreductible: la de la temporalidad duradera y el curso finito de la vida. Su siguiente título, uno de los más influyentes y entrañables, Sentido de la presencia (1953), repetiría la misma operación. El hombre, decía Xirau, es un “ser plenario”, pero como en el viejo libro de Job, estaba “corto días y harto de sinsabores”. Si el hombre como sentido aspiraba, más que a la eternidad, a la futuridad, su presencia efímera, limitada, desafiaba la búsqueda de toda condición trascendente. 

 Otro título más, Palabra y silencio (1964), venía a dotar de transparencia las lecturas que el joven Xirau hiciera de Platón y Plotino, Parménides y Maimónides, Wittgenstein y Teilhard de Chardin. Todo el arte de la literatura se cifraba en aquella empresa, por la cual, la palabra nacía del silencio. Pero una vez articulada en el aire, la palabra debía regresar a su origen inefable y sombrío. 

 Entre los años 60 y 70, el filósofo comenzó a rondar las relaciones entre la poesía, el mito y el saber. Convencido de que la metáfora entrañaba su propio conocimiento, su propia epistemología, exploró las diversas formas en que el mito y la poesía constituían fuentes alternas de la comprensión del mundo. Sus libros Mito y poesía (1964) y Poesía y conocimiento (1979), otra vez titulados como díadas, avanzaban por esa ruta. 

 Curioso que cuando Xirau no escribía sus propios ensayos filosóficos, es decir, cuando glosaba a otros filósofos o poetas, prefería hablar de más de dos autores. Sus Tres poetas de la soledad (1955) eran Villaurrutia, Gorostiza y Paz. Sus Cuatro filósofos de lo sagrado (1986) serían Wittgenstein, Heidegger, Weil y Chardin. En cambio, cuando dedicaba alguno de sus ensayos a un solo autor, Sor Juana Inés de la Cruz u Octavio Paz, las dos cumbres de la poesía mexicana, Xirau regresaba a sus habituales desdoblamientos. En Paz encontraba ese “sentido de la presencia”, que había indagado en su temprano ensayo; en Sor Juana, el maridaje entre el genio y la figura. 

 Poeta él mismo, Xirau practicó un tipo de pensamiento dialógico que mucho debe a Heidegger, pero también a María Zambrano, dos filósofos que se interesaron en la poesía como estilización del lenguaje que desemboca en una intelección del ser. Hölderlin y la esencia de la poesía (1936) del primero y Filosofía y poesía (1939) de la segunda debieron ser lecturas formativas de Xirau. El pensamiento dialógico de Xirau no sólo se nutría de una tradición filosófica, que arrancaba con los Diálogos de Platón, sino de una capacidad de desplazamiento personal entre la escritura filosófica y la poética. 

No pocos poetas hispanoamericanos (Reyes y Vallejo, Borges y Lezama, Paz y Cadenas) armaron vasos comunicantes con la filosofía. Cabe preguntarse si aquel hábito de confluencias entre filosofía y poesía ha llegado a su fin en Hispanoamérica y por qué. Tal vez, las transformaciones internas de una y otra las han colocado en un plano de incomunicación, que habría lamentado Xirau.

miércoles, 24 de enero de 2024

El socialismo agrario de Carrillo Puerto





Historiadores como Romana Falcón, Gilbert Joseph e Irving Reynoso han destacado la radicalidad que adquirió el reformismo agrario en las regiones del Sudeste mexicano, durante los años 1920. En Veracruz, Tabasco, Campeche, Quintana Roo y Yucatán, aquel agrarismo, especialmente durante los gobiernos de Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles, se expandió hasta constituir una corriente regional, donde destacaron los liderazgos de Salvador Alvarado, Adalberto Tejeda y Úrsulo Galván, entre otros. 

 Figura ineludible de esa corriente, tan innovadora dentro de la tradición revolucionaria latinoamericana, que se adelanta en algunos años a José Carlos Mariátegui en Perú, fue el yucateco Felipe Carrillo Puerto, gobernador del estado entre 1922 y 1923. A diferencia de otros agraristas de la misma zona, Carrillo Puerto llegó a tener contacto directo con Emiliano Zapata y colocó su reforma agraria en línea de continuidad con las tesis del Plan de Ayala. 

 Carrillo Puerto y Zapata se reunieron en Milpa Alta en 1914 y el yucateco fue nombrado coronel de caballería del ejército sureño y miembro de la Comisión Agraria de Cuautla. Cuando se consolidó el gobierno de Alvarado en Yucatán, Carrillo Puerto regresó a la península y se puso a sus órdenes, a pesar del respaldo que Venustiano Carranza, enemigo de Zapata, ofrecía al militar y político sinaloense. 

 Una primera advertencia contra cualquier maniqueísmo histórico, que se desprende de la evolución de Carrillo Puerto, es que su experiencia como dirigente del socialismo agrario en Yucatán estuvo en sintonía, primero, con Carranza, que respaldaba a Alvarado, y luego con Álvaro Obregón, a quien sería leal hasta el final, como se desprende de su defensa de una sucesión favorable a Plutarco Elías Calles y su resistencia al levantamiento de Adolfo de la Huerta en Tabasco en 1923. 

 La ruptura de Carrillo Puerto con Alvarado venía de atrás, de cuando el primero había promovido la expulsión del segundo del Partido Socialista del Sureste. Pero se agudizó en los años de Carrillo Puerto como gobernador, sobre todo, a partir del momento en que Alvarado apoyó a los rebeldes delahuertistas. En las últimas cartas de Carrillo Puerto, en diciembre del 23, se reitera esa lealtad a Obregón, aunque se echa en falta un verdadero soporte militar y político desde la Ciudad de México. 

 La huella del Plan de Ayala se percibe en el agrarismo de Carrillo Puerto, si bien bajo la óptica de la “restitución y dotación de ejidos” implementada por el gobierno de Obregón. En “El nuevo Yucatán”, artículo póstumo que aparecería en la importante revista ilustrada socialista de Nueva York, The Survey, decía que para erradicar la economía de plantación esclavista de las haciendas henequeneras, era preciso repartir las tierras, no “a los individuos sino a las comunidades”, que poseían “una gran responsabilidad de grupo”. 

 El reformismo agrario, agregaba, había creado una nueva red organizativa, basada en las ligas socialistas del Sureste, que internamente se regían por métodos asamblearios, y reproducían a nivel local las medidas de política educativa, sanitaria, cultural y deportiva impulsadas por el gobierno. En términos culturales, Carrillo Puerto combinaba una defensa de las tradiciones mayas con un acento cosmopolita, especialmente volcado a Estados Unidos, que promovía el jazz, el foxtrot, el béisbol y el boxeo. 

 Carrillo Puerto recorrió Estados Unidos y algunas de sus ciudades, como Nueva Orleans, San Francisco y Nueva York, lo marcaron profundamente. Sus redes internacionales incluyeron a líderes soviéticos como D. H. Dubrowski o argentinos como Alfredo Palacios y José Ingenieros, pero sobre todo, norteamericanos como Julius Gerner, Morris Helquist, Ludwig Martens y, por supuesto, la periodista y activista Alma Reed. A cien años de la muerte de Carrillo Puerto, todavía se desconocen los alcances políticos de aquel socialismo agrario.