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El último libro del politólogo y diplomático francés Alain Rouquié,
recientemente honrado con el Premio Daniel Cosío Villegas en El Colegio de
México, sugiere que las relaciones entre México y Estados Unidos han entrado en
una fase de compenetración irreversible. No importa quien gobierne en ambos
países, no importa que la asimetría entre los dos vecinos se ensanche demasiado,
al final, el vínculo bilateral siempre saldrá flote.
El libro se titula México, un Estado norteamericano (Gedisa/
UAEM, 2018) y fue escrito antes del triunfo de Andrés Manuel López Obrador y,
probablemente, desde la expectativa de un desenlace electoral distinto al que
tuvo lugar en julio del año pasado. Sin embargo, resulta asombrosa la
pertinencia de sus conclusiones para el México de la Cuarta Transformación. De
hecho, este libro comparte, a su manera, una de las premisas centrales del
proyecto en el poder de la izquierda mexicana: no hubo tal “transición
democrática”.
Rouquié ha sido un estudioso
de la realidad latinoamericana que descree de las alternativas rígidas entre
autoritarismo y democracia establecidas por las ciencias políticas. Uno de sus
primeros estudios, El Estado militar en
América Latina (Siglo XXI, 1982), publicado justo cuando arrancaban las
transiciones democráticas en el Cono Sur, fue un llamado a comprender con mayor
precisión la experiencia del autoritarismo latinoamericano en la Guerra Fría.
No hubo un único tipo de
dictadura militar en América Latina, exponiendo una obviedad que en los años 70
y 80 no siempre era aceptada. Estaban las que llamaba “arqueodictaduras
dinásticas” (los Somoza en Nicaragua, los Trujillo en República Dominicana, los
Duvalier en Haití…) y los militarismos constitucionales, tipo Batista en Cuba,
Rojas Pinilla en Colombia o Pérez Jiménez en Venezuela. También estaban las
dictaduras militares filofascistas de los años 70: la chilena, la argentina, la
brasileña. Pero algunos de esos regímenes, como el brasileño y el argentino,
eran desenlaces de una larga trayectoria de “repúblicas pretorianas” que se
remontaban a 1930.
No todos los regímenes militares
de los años 60 y 70, advertía Rouquié, eran de derecha o anticomunistas. En
1968, dos militarismos de izquierda habían llegado al poder por medio de golpes
de Estado: el gobierno de Juan Velasco Alvarado en Perú y el de Omar Torrijos
en Panamá. Aquellos experimentos, que buscaron un flanco diplomático tercerista
al final de la Guerra Fría, acercándose a Cuba y la Unión Soviética, sin romper
con Estados Unidos, ilustraban la existencia de ejércitos nacionalistas y
populares, que no respaldaban plenamente el modelo contrainsurgente de las
derechas militaristas.
Ese tipo de enfoque en la
obra inicial de Rouquié permite advertir una mirada heterodoxa, que muchas
veces actúa a contracorriente de las ciencias políticas hegemónicas. En el caso
de México, Rouquié desconfía de las tesis sobre la “transición democrática” que
apuntan a un cambio del régimen autoritario, presidencialista y priista, a
partir de las reformas de 1996. Prefiere pensar que aquel sistema
postrevolucionario comenzó a reformarse gradualmente desde fines de los 70, sin
desarticular en todas sus dimensiones el “modelo mexicano”.
Las reformas de 1996, la
alternancia del 2000, los dos gobiernos del PAN no desarmaron el modelo. Una de
sus constantes es un tipo de relación con Estados Unidos, perfilada mucho antes
del Tratado de Libre Comercio de América Norte en 1994, que se afianza en las
últimas décadas. Desde una perspectiva fronteriza, esa relación se construye en
torno a la existencia de una “identidad nacional insoluble”, que genera más
dilemas a Estados Unidos que a México. El libro de Rouquié concluye en 2017, pero
de entrevistas e intervenciones del académico francés se desprende que, a su
juicio, el actual gobierno es parte de esa continuidad del modelo.