Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

miércoles, 18 de diciembre de 2019

Múgica o la promesa


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Promesa es un concepto de larga data en la tradición teológica y jurídica. En la historia de las naciones hay eventos que cifran la posibilidad frustrada de un devenir virtuoso. La muerte de un líder, una decisión errónea, un desastre natural o una guerra indeseada son, con frecuencia, origen de una visión traumática de la historia que suele ser más importante de lo que se cree en el día a día de los países.
         Edmundo O’Gorman definió el “trauma de la historia” de México como el dilema de escoger entre dos destinos, el angloamericano o el iberoamericano -equivocadamente asimilados al “liberalismo” y al “conservadurismo”-, que no se avenían plenamente con su “ser nacional”. En esa búsqueda el país debió enfrentarse a catástrofes, como la guerra de 1845 a 1847 contra Estados Unidos o la intervención francesa de 1862 a 1867, que asentaron el trauma en la imagen del pasado.
         Hay, sin embargo, variantes más específicas del trauma que informan una idea sacrificial o trágica de la historia. Los grandes magnicidios de la Revolución Mexicana, el de Francisco I. Madero en 1913 o el de Emiliano Zapata en 1919, fueron sucesos que, según muchos, interrumpían bruscamente el curso de la historia. Poderosas corrientes revolucionarias, como el constitucionalismo carrancista o el agrarismo zapatista, se articularon en torno al rescate de legados que intentaban ser borrados por el crimen y la traición.
         Hay traumas todavía más sutiles, pero que igualmente desembocan en alguna forma del tópico de la Revolución “frustrada” o “interrumpida”. Uno de ellos es el de la sucesión presidencial tras el sexenio de Lázaro Cárdenas en 1940, favorable a Manuel Ávila Camacho y no a Francisco J. Múgica, el legendario político michoacano, percibido como relevo natural del cardenismo. La  reciente biografía del general y constituyente michoacano de Anna Ribera Carbó, en el Fondo de Cultura Económica, que lleva por subtítulo “El presidente que no tuvimos”, ofrece, a mi juicio, la más completa explicación de aquella promesa incumplida.
         Entre 1938 y 1939, cuando se perfila dentro del PRM la candidatura de Múgica, junto con las de los también generales Manuel Ávila Camacho y Rafael Sánchez Tapia, México vivía uno de los momentos más reverberantes de su historia. El petróleo se había nacionalizado, la reforma agraria, la educación socialista y las mejoras obreras cardenistas avanzaban a toda velocidad, León Trotski y los republicanos españoles recibían asilo y el mundo se precipitaba hacia la guerra con la invasión nazi de Checoslovaquia.
         Anna Ribera sostiene que, más que una inclinación originaria de Cárdenas por Ávila Camacho, fue la poderosa reacción contra la candidatura de Múgica el factor decisivo de la sucesión presidencial en 1940. En aquella reacción convergieron el sector más burocrático del PRM, el empresariado y la embajada de Estados Unidos, Vicente Lombardo Toledano y la CTM, el PAN, el PCM y el general Juan Andreu Almazán, que también lanzó su candidatura.
         El historiador checo Jan Bazant sostenía que León Trotski también había respaldado a Ávila Camacho, para mantenerse en buenos términos con el PRM. Pero Ribera Carbó cuenta que al decantarse los comunistas, la CTM y Lombardo por el candidato oficial, los grupos estalinistas y prosoviéticos agregaron, a tantas otras, la acusación de que Trotski apoyaba a Múgica y que éste era el candidato de la IV Internacional.
         Bajo tal presión, Múgica renunció a su candidatura en julio del 39, pero lanzó un “Manifiesto al pueblo”, donde hizo críticas muy severas al PRM y al PCM, en un tono antiburocrático que recuerda mucho al lenguaje trotskista. Rescata la historiadora la anécdota de un encuentro entre Cárdenas y Múgica en Baja California, en 1942, donde el segundo era gobernador, en que el primero preguntó qué habría sido de ellos sin la Revolución. A lo que Múgica respondió: “Usted, tejedor de rebozos, y yo, maestro rural”.   
            

lunes, 9 de diciembre de 2019

Margo en Twitter


Hace un par de días escuché la entrevista radial que hicieron, desde la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, Gabriela Warkentin y Javier Risco a la escritora Margo Glantz (Ciudad de México, 1930). Decía Margo que ya estaba tan habituada a escribir un tuit cada mañana, que cuando no lo hacía, sospechaba que algo andaba mal.  Repitió la escritora, en la conversación, algo que le leí en su espléndido volumen Y por mirarlo todo, nada veía (2018), que editó hace algunos meses Sexto Piso.
         Cuenta ahí Glantz que hace una década, cuando se produjeron las revoluciones de la Primavera Árabe, entre 2010 y 2013, le impresionó descubrir que las redes sociales y, especialmente, Twitter, podían movilizar tan arrolladoramente a una juventud que muchos creían despolitizada. Su fascinación inicial ante el hallazgo del poder de las redes sociales poco a poco fue cediendo a una vigilancia frente al aplanamiento ideológico que producen las nuevas tecnologías.
         Era algo que se advertía desde fines del siglo pasado con la globalización mediática, pero que ahora con las redes sociales llega al extremo. Cualquier evento se convierte en noticia en fracciones de segundos y la horizontalidad del internet achata la historia, poniendo al mismo nivel una masacre en África y un divorcio de estrellas de Hollywood. Los afectos y las emociones se distribuyen parejamente en un arco noticioso que va de la frivolidad al genocidio.
         El encuentro de Margo Glantz con Twitter vino a reafirmar la afición de esta narradora y ensayista mexicana por la escritura fragmentaria y fugitiva. Esa ruta, que se lee en las prosas viajeras y memoriosas de Coronada de moscas (2012), Yo también me acuerdo (2014) y otros textos suyos, y que se reconoce, también, en su gusto por Walter Benjamin , Maurice Blanchot, Emil Cioran o Augusto Monterroso, ha desembocado naturalmente en una Glantz tuitera.
         Los tuits de Margo, a diferencia de los de la mayoría de los tuiteros, no aprovechan los 140 o los 280 caracteres. Sus extensiones no están determinadas por el límite que traza la red social para moderar una conversación irreductible. Los tuits de Glantz tienen una extensión poética y, a la vez, aforística. Sus reglas no son las de la moderación mediática sino las del discurso literario.
         Y, sin embargo, ese uso literario de la red social persigue un objetivo político evidente: desafiar el aplanamiento de los sucesos en la globalización mediática. La plasmación de un sentido literario en el tuit es una protesta contra la indistinción moral y política que genera la mediatización del evento en la globalización. Una pausa obligada o un desvío necesario de la corriente que nos arrastra.
La red social se vuelve medio de la literatura y el tuit género literario en la escritura más reciente de Glantz. Las fronteras de la expresión oral y escrita se confunden con los silencios del tuit, como se lee en algunos colgados en esa red social en las últimas semanas. A modo de antología, reproduzco varios al azar. No sé ustedes, pero yo leo aquí literatura, de la mejor que se escribe en México en estos días:
        

“¿Tuitear equivaldrá a tomarle el pulso a la realidad?

Lo sentimos, el número que marcó no existe.

La adicción viaja en tranvía.

A veces se filtran tuits que yo no he escrito.

Me está fallando la visión: me acuerdo de Tiresias y también de Edipo.

Las cataratas son imprevisibles.

Placer del tuit texto.

¿Qué querrá decir cuando leo: países peligrosos de visitar: "México. moderado pero alto"?

Tuitsfasia.

Descubro de repente que por disléxica en lugar de decir gracias , escribo garcías.

La dislexia no engancha, la procrastinación si.

La filantropía es una de las máximas hipocresías del neoliberalismo.

Un espectacular desmiente a Descartes en Guadalajara: vive y no sólo existas.

Pasa que el tiempo pasa y parece que no pasa: conversación plana como decía T. Monterroso.

No hay atajos, sentencia mi cell: esa herida absurda que es la vida”.


lunes, 18 de noviembre de 2019

Mañach y las aceras y azoteas de La Habana



Alejo Carpentier describió las columnas de La Habana, pero antes que él, Jorge Mañach se fijó en las aceras y azoteas de la ciudad. En sus Estampas de San Cristóbal (1926), un temprano libro ilustrado por Rafael Blanco, hay un breve texto dedicado a esos espacios como borde último o fronteras de las casas habaneras. Aceras y azoteas eran, según Mañach, dos exteriores muy distintos: en las primeras se establecía el contacto entre el interior y la calle, en las segundas se reproducía un interior del interior, un mundo secreto al aire libre.
Las aceras eran lugares horizontales desde donde el transeúnte divisaba los bajos de las casas: "la sala con su juego enfundado, el piano, los cuadros de flores". Un poco más allá: "la saleta, con sus inevitables sillones de mimbre y el teléfono". Agregaba Mañach que "invariablemente, la mampara de las saletas habaneras estaba abierta" y, "por el vano se descubre" la alcoba conyugal. Siempre, por la otra puerta de la saleta, se veía "el patio, bajo el abanico multicolor del arco de medio punto".
Las azoteas eran, en cambio, la frontera vertical de las casas. Allí predominaba la lógica de lo abierto, frente a la de lo entreabierto de las aceras. Las azoteas habaneras eran "belvederes maravillosos sobre la rutina y aventura ajenas, celestinas de nuestro aburrimiento, peldaños del cielo". Desde las azoteas de La Habana, según Mañach, podían tocarse las nubes y el "arrebato lírico del crepúsculo". En las azoteas, concluía, también "se ve", pero se ve lo que se oculta en las aceras: "el envés de los biombos", "los extremos de las camas", los "besos pospuestos", "las matas regadas tres veces" y la "ropa lavada en casa".

domingo, 17 de noviembre de 2019

Lezama, La Habana y los fuegos artificiales

Ahora que la noche habanera se ilumina con fuegos artificiales, por los 500 años de la ciudad, recuerdo una vieja lectura. En uno de los artículos de José Lezama Lima en Diario de la Marina, el 12 de octubre de 1949, el poeta cubano se refiere al "ritmo" de la ciudad. Un ritmo que ve ligado a la que llama la "descomposición del puerto", y al destino de una urbe de "mil puertas". El rebasamiento de la Habana portuaria era, para Lezama, el salto a una modernidad urbana caracterizada por su contacto múltiple con el mundo. Ese rebasamiento, según el poeta, podía amenazar el "predominante azafrán hispánico" dentro de la "diversidad rodeante".
La ciudad, agrega, "tiene un ritmo de crecimiento vivo, vivaz, de relumbre presto, respiración de ciudad no surgida en una semana de planos y ecuaciones". A mediados del siglo XX, Lezama vislumbra la modernización habanera: "sus asimilaciones, sus exigencias de ciudad necesaria y fatal, todo ese conglomerado que se ha ido formando a través de las mil puertas, mantiene todavía su ritmo". Pero, curiosamente, insiste en que ese ritmo preserva una cadencia senequista, de "pasos lentos" y "estoica despreocupación", que remite, una vez más, a lo hispánico.
La resistencia de Lezama a la modernización explica también su preferencia por la Habana diurna. La ciudad sigue preservando "la medida del hombre" porque sigue siendo una comunidad que adquiere su sentido a la luz del día. Dice el poeta: "esa clásica y clara medida del hombre le lleva a abominar de la vida nocturna". Llega a decir, incluso, tras citar los Evangelios, que "después de las 12 de la noche", La Habana, "venturosamente, cierra su flor y sus curiosidades". El "juego de luces" propio de La Habana no es el de los fuegos de artificio o el de la "luna fría que nos viene al pecho y allí araña y retira", sino el de "la luz matinal y la de los crepúsculos".


sábado, 9 de noviembre de 2019

Gabriel Zaid sobre la corrupción


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Cabe a Andrés Manuel López Obrador el mérito de haber regresado al centro del debate nacional el tema de la corrupción. Durante toda su campaña el presidente no pareció hablar de otra cosa: la corrupción era, a su juicio, el mal de males de la política mexicana. Todo lo dañino en el país –la desigualdad, la pobreza, la violencia, el autoritarismo, los fraudes, la represión…- tenía que ver con un sistema de corruptelas instaurado durante décadas.
¿Cuáles eran las fuentes intelectuales de esa convicción? El presidente citaba constantemente a Benito Juárez y, eventualmente, al poeta católico tabasqueño Carlos Pellicer. Pero lo cierto es que hay, en el pensamiento mexicano, evidencias más actuales y accesibles de una preocupación por el tema. Pienso en los estudios de Carlos Elizondo Mayer-Serra o Fernando Escalante y en los ensayos de Gabriel Zaid, que felizmente ha rescatado la editorial Debate.
En 1978 publicó Zaid su muy citado ensayo “Por una ciencia de la mordida” en Vuelta. Allí el escritor proponía, ya no una ciencia, sino “dexiología” (dexis, mordida en griego) de la mordida que implicaba una radiografía del sistema de sobornos que sustentaba la relación de los ciudadanos con la autoridad en México. Para Zaid la mordida no era sólo la conocida transacción con el policía para evitar la multa sino la práctica generalizada de extorsiones que convertían la vida pública mexicana en un embrollo patrimonialista.
En otros ensayos posteriores, incluidos ahora en El poder corrompe (Debate, 2019), Zaid estudió la campaña de “renovación moral” emprendida por Miguel de la Madrid o la “paz comprada” y la “república simulada” que siguieron al colapso del salinismo, la crisis económica, el magnicidio de Luis Donaldo Colosio y el levantamiento neozapatista de 1994. En uno de sus ensayos de mediados de los 90, justo cuando arrancaban las reformas del sexenio de Ernesto Zedillo, Zaid sostenía que “la corrupción era eliminable”.
No se refería el escritor a toda la corrupción sino, específicamente, a la corrupción como “sistema de organización política”. La forma de lograrlo no había que inventarla, estaba en las propias leyes: aplicar el Estado de derecho, la división de poderes, la autonomía del ministerio público y la institucionalidad democrática sin excepciones. El sistema mexicano, según Zaid, era corrupto porque actuaba como “un Estado de derecho sujeto a excepciones negociables en privado”.
Para Zaid, la corrupción política era eliminable pero confundirla con la corrupción “moral” o “personal”, es decir, prometer “cambiar el género humano” o “llegar al paraíso en la tierra”, era demagógico y, por tanto, parte de la corrupción misma. Otra diferencia entre las ideas sobre la corrupción de López Obrador y Zaid era que mientras el primero asociaba ese vicio con el periodo neoliberal, el segundo lo remontaba al sistema de partido hegemónico y presidencialismo inacotado de la post-Revolución.