Libros del crepúsculo

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lunes, 18 de noviembre de 2019

Mañach y las aceras y azoteas de La Habana



Alejo Carpentier describió las columnas de La Habana, pero antes que él, Jorge Mañach se fijó en las aceras y azoteas de la ciudad. En sus Estampas de San Cristóbal (1926), un temprano libro ilustrado por Rafael Blanco, hay un breve texto dedicado a esos espacios como borde último o fronteras de las casas habaneras. Aceras y azoteas eran, según Mañach, dos exteriores muy distintos: en las primeras se establecía el contacto entre el interior y la calle, en las segundas se reproducía un interior del interior, un mundo secreto al aire libre.
Las aceras eran lugares horizontales desde donde el transeúnte divisaba los bajos de las casas: "la sala con su juego enfundado, el piano, los cuadros de flores". Un poco más allá: "la saleta, con sus inevitables sillones de mimbre y el teléfono". Agregaba Mañach que "invariablemente, la mampara de las saletas habaneras estaba abierta" y, "por el vano se descubre" la alcoba conyugal. Siempre, por la otra puerta de la saleta, se veía "el patio, bajo el abanico multicolor del arco de medio punto".
Las azoteas eran, en cambio, la frontera vertical de las casas. Allí predominaba la lógica de lo abierto, frente a la de lo entreabierto de las aceras. Las azoteas habaneras eran "belvederes maravillosos sobre la rutina y aventura ajenas, celestinas de nuestro aburrimiento, peldaños del cielo". Desde las azoteas de La Habana, según Mañach, podían tocarse las nubes y el "arrebato lírico del crepúsculo". En las azoteas, concluía, también "se ve", pero se ve lo que se oculta en las aceras: "el envés de los biombos", "los extremos de las camas", los "besos pospuestos", "las matas regadas tres veces" y la "ropa lavada en casa".

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