Libros del crepúsculo
martes, 31 de mayo de 2011
domingo, 29 de mayo de 2011
Un soneto de Néstor Díaz de Villegas
Del cuaderno “Godot Ex Machina”, incluido en la reciente edición del poemario Cuna del pintor desconocido (Aduana Vieja, 2011), del escritor cubano, Néstor Díaz de Villegas (1956), reproduzco este magnífico soneto.
"Francis Bacon delante del Papa Inocencio X de Velázquez "
Este guerrero puesto de rodillas
delante de la puerca de la Historia
pidiendo absolución de su memoria
a aquel que obró primeras maravillas
reconoce la técnica irrisoria
en minúsculas ruedas de alforcillas
-empapada la silla de Castilla-
nada menos que el manto de la gloria.
La pintada visión por todas partes
rezuma realidad, y sin embargo
es la más traicionera de las artes.
¿Cómo pintar la duda por encargo
-la mirada que al público repartes-
si el precio de mirar es tan amargo?
delante de la puerca de la Historia
pidiendo absolución de su memoria
a aquel que obró primeras maravillas
reconoce la técnica irrisoria
en minúsculas ruedas de alforcillas
-empapada la silla de Castilla-
nada menos que el manto de la gloria.
La pintada visión por todas partes
rezuma realidad, y sin embargo
es la más traicionera de las artes.
¿Cómo pintar la duda por encargo
-la mirada que al público repartes-
si el precio de mirar es tan amargo?
viernes, 27 de mayo de 2011
El pudor de la razón (Tres de Chesterton)
jueves, 26 de mayo de 2011
Mutaciones del intelectual público
A fines de los 80, el profesor de UCLA, Russell Jacoby, escribió un libro titulado The Last Intellectuals. American Culture in the Age of Academe (1987), en el que cuestionaba el desplazamiento de la crítica social norteamericana, de la esfera pública al espacio académico. A diferencia de antepasados liberales o socialistas, como John Dewey o Charles Wright Mills, la izquierda postmoderna no se proyectaba desde las universidades hacia la esfera pública, sino, al revés, de la esfera pública hacia las universidades. A partir de los 90, académicos como Noam Chomsky o Edward Said incrementaron su intervencionismo público, precisamente, con argumentos similares a los de Jacoby.
En América Latina, la tesis de Jacoby convergería en buena medida con el repliegue hacia la academia de la izquierda ex guerrillera, que se vivió entre los años 80 y 90. En la última década, sin embargo, como ya intuía el propio Jacoby en el prólogo a la reedición de su libro del año 2000, no ha dejado de producirse un nuevo giro pendular. La gran transformación de la esfera pública generada por el internet y la hegemonía de los medios en las democracias, unida a fenómenos globales como las guerras en Irak y Afganistán, la violencia del terrorismo o el narcotráfico o las revoluciones árabes, están demandando intervenciones públicas en las que el rol de los intelectuales se refuncionaliza.
Lo hemos visto en los últimos meses, en Egipto, en España y en México. Wael Ghonim, un joven programador, empleado de Google en El Cairo, se convirtió en uno de los líderes de la revolución egipcia enviando mensajes movilizadores en Facebook y Twitter. En España, Alejandro Navas, profesor de Sociología de la Universidad de Navarra, es una de las voces mejor articuladas del Movimiento 15-M. En México, una importante movilización contra la violencia del narcotráfico y contra la estrategia del presidente Felipe Calderón frente a la misma, está siendo encabezada por un poeta católico, Javier Sicilia.
En América Latina, la tesis de Jacoby convergería en buena medida con el repliegue hacia la academia de la izquierda ex guerrillera, que se vivió entre los años 80 y 90. En la última década, sin embargo, como ya intuía el propio Jacoby en el prólogo a la reedición de su libro del año 2000, no ha dejado de producirse un nuevo giro pendular. La gran transformación de la esfera pública generada por el internet y la hegemonía de los medios en las democracias, unida a fenómenos globales como las guerras en Irak y Afganistán, la violencia del terrorismo o el narcotráfico o las revoluciones árabes, están demandando intervenciones públicas en las que el rol de los intelectuales se refuncionaliza.
Lo hemos visto en los últimos meses, en Egipto, en España y en México. Wael Ghonim, un joven programador, empleado de Google en El Cairo, se convirtió en uno de los líderes de la revolución egipcia enviando mensajes movilizadores en Facebook y Twitter. En España, Alejandro Navas, profesor de Sociología de la Universidad de Navarra, es una de las voces mejor articuladas del Movimiento 15-M. En México, una importante movilización contra la violencia del narcotráfico y contra la estrategia del presidente Felipe Calderón frente a la misma, está siendo encabezada por un poeta católico, Javier Sicilia.
martes, 24 de mayo de 2011
70 de Dylan
Hoy cumple 70 años Robert Allen Zimmerman, Bob Dylan, poeta y músico sin el cual se pierde la orientación en este mundo. Dylan sigue ahí porque su noción del tiempo no ha sido estrechamente generacional, porque no entiende su época desde la inmediatez de la petite histoire. ¡Happy Birthday, Bob!
The Times They Are A-Changin'
Come gather ’round people
Wherever you roam
And admit that the waters
Around you have grown
And accept it that soon
You’ll be drenched to the bone
If your time to you is worth savin’
Then you better start swimmin’ or you’ll sink like a stone
For the times they are a-changin’
Come writers and critics
Who prophesize with your pen
And keep your eyes wide
The chance won’t come again
And don’t speak too soon
For the wheel’s still in spin
And there’s no tellin’ who that it’s namin’
For the loser now will be later to win
For the times they are a-changin’
Come senators, congressmen
Please heed the call
Don’t stand in the doorway
Don’t block up the hall
For he that gets hurt
Will be he who has stalled
There’s a battle outside and it is ragin’
It’ll soon shake your windows and rattle your walls
For the times they are a-changin’
Come mothers and fathers
Throughout the land
And don’t criticize
What you can’t understand
Your sons and your daughters
Are beyond your command
Your old road is rapidly agin’
Please get out of the new one if you can’t lend your hand
For the times they are a-changin’
The line it is drawn
The curse it is cast
The slow one now
Will later be fast
As the present now
Will later be past
The order is rapidly fadin’
And the first one now will later be last
For the times they are a-changin’
Wherever you roam
And admit that the waters
Around you have grown
And accept it that soon
You’ll be drenched to the bone
If your time to you is worth savin’
Then you better start swimmin’ or you’ll sink like a stone
For the times they are a-changin’
Come writers and critics
Who prophesize with your pen
And keep your eyes wide
The chance won’t come again
And don’t speak too soon
For the wheel’s still in spin
And there’s no tellin’ who that it’s namin’
For the loser now will be later to win
For the times they are a-changin’
Come senators, congressmen
Please heed the call
Don’t stand in the doorway
Don’t block up the hall
For he that gets hurt
Will be he who has stalled
There’s a battle outside and it is ragin’
It’ll soon shake your windows and rattle your walls
For the times they are a-changin’
Come mothers and fathers
Throughout the land
And don’t criticize
What you can’t understand
Your sons and your daughters
Are beyond your command
Your old road is rapidly agin’
Please get out of the new one if you can’t lend your hand
For the times they are a-changin’
The line it is drawn
The curse it is cast
The slow one now
Will later be fast
As the present now
Will later be past
The order is rapidly fadin’
And the first one now will later be last
For the times they are a-changin’
Copyright © 1963, 1964 by Warner Bros. Inc.; renewed 1991, 1992 by Special Rider Music
lunes, 23 de mayo de 2011
¿Comuna o democracia?
Si es cierto lo que informan las principales televisoras y periódicos españoles, de todas las tendencias, que han seguido de cerca las acampadas del Movimiento 15-M, la mayoría de sus participantes votó en las elecciones municipales y autonómicas del pasado domingo. Esto quiere decir que para esos ciudadanos, que recurren a mecanismos de democracia directa, protestar contra la clase política no está reñido con intervenir en las elecciones de una democracia representativa.
Esa racionalidad de ciudadanos globales del siglo XXI tiene muy poco que ver con las estrechas ideas sobre la democracia directa que predominan en las pocas izquierdas comunistas que quedan en el planeta. Algunos defensores de estas últimas han llegado asociar la acampada en la Puerta del Sol con la Comuna de París de 1871, cuando, como es sabido, esta última fue violenta y llegó a constituirse en gobierno, aunque sólo por dos meses.
El principal mensaje que están enviando los activistas del 15-M no es contrario a la democracia representativa sino favorable a una complejización de la misma. Lo que están defendiendo es que las democracias, además de partidos y elecciones, cuenten con otros mecanismos legítimos como las iniciativas ciudadanas, los referéndums, los plebiscitos o la revocación del mandato, y con otras asociaciones de la sociedad civil como los movimientos sociales o las agrupaciones comunitarias.
Lo que buscan esos jóvenes no es una comuna madrileña o una dictadura del proletariado. Lo que buscan es algo tan legítimo como que los políticos respondan por sus actos ante sus representados y que el propio sistema de representación pueda desarrollarse fuera de los partidos y los parlamentos, sin desmantelar a estos últimos. No es la comuna, es la democracia del siglo XXI.
Esa racionalidad de ciudadanos globales del siglo XXI tiene muy poco que ver con las estrechas ideas sobre la democracia directa que predominan en las pocas izquierdas comunistas que quedan en el planeta. Algunos defensores de estas últimas han llegado asociar la acampada en la Puerta del Sol con la Comuna de París de 1871, cuando, como es sabido, esta última fue violenta y llegó a constituirse en gobierno, aunque sólo por dos meses.
El principal mensaje que están enviando los activistas del 15-M no es contrario a la democracia representativa sino favorable a una complejización de la misma. Lo que están defendiendo es que las democracias, además de partidos y elecciones, cuenten con otros mecanismos legítimos como las iniciativas ciudadanas, los referéndums, los plebiscitos o la revocación del mandato, y con otras asociaciones de la sociedad civil como los movimientos sociales o las agrupaciones comunitarias.
Lo que buscan esos jóvenes no es una comuna madrileña o una dictadura del proletariado. Lo que buscan es algo tan legítimo como que los políticos respondan por sus actos ante sus representados y que el propio sistema de representación pueda desarrollarse fuera de los partidos y los parlamentos, sin desmantelar a estos últimos. No es la comuna, es la democracia del siglo XXI.
domingo, 22 de mayo de 2011
Labra y las comillas del radicalismo
¿Cuándo dejó de ser cubano Rafael María de Labra (1841-1918)? La pregunta es tan pertinente para la biografía de este importante político español de fines del siglo XIX, nacido en Cuba, como para la historiografía nacionalista y revolucionaria cubana, empeñada en colocar a Labra fuera de los más autorizados linajes intelectuales de la historia insular. A estas alturas de la memoria –o del olvido-, Labra parecería ser uno de esos cubanos por azar, uno de esos nacidos en Cuba que no permitió que el drama cubano controlara su obra intelectual.
Como su contemporáneo Pablo Lafargue (1842-1911), Labra sólo vivió su infancia en Cuba. Desde principios de la década del 60 del siglo XIX lo vemos involucrado en la política peninsular, como colaborador de publicaciones como El Contemporáneo, La Discusión y la Revista Hispanoamericana y como fundador de la Sociedad Abolicionista Española en 1864. Ya desde entonces Labra está mejor ubicado en la política española que en la política cubana, aunque buena parte de esta última se dirimiera en Madrid.
Durante más de veinte años, Labra fue legislador en las Cortes madrileñas. Primero fue diputado por Asturias, luego por Puerto Rico, por Cuba, también fue senador por la Sociedad Económica de Amigos del País y, una vez más, diputado por Santa Clara. Sin embargo, Labra no desarrolló una labor legislativa, política y publicística exclusivamente cubana, como la de sus colegas autonomistas de la isla, Gálvez, Montoro o Giberga.
Labra se sumó a la Revolución de 1868 –la española, no la cubana-, defendió la abolición de la esclavitud no sólo en Cuba sino también en Puerto Rico, se hizo republicano y fue de los pocos liberales de su generación que desarrolló una visión histórica positiva de Toussaint Louverture y la Revolución Haitiana –su polémica con Saco sobre la esclavitud fue, en este sentido, ejemplar. Fueron su abolicionismo y su republicanismo, entre los años 60 y 70, los que lo ubicaron en los sectores radicales de la política española de aquellas épocas.
En el Diccionario de la literatura cubana (1980), ese radicalismo aparece entrecomillado. ¿Por qué entre comillas? Tal vez, porque la historiografía nacionalista revolucionaria cubana no puede conciliar, en un mismo sujeto, abolicionismo, republicanismo y autonomismo. Pero lo cierto es que Labra, dentro de la política peninsular, llegó a ubicarse más a la izquierda que muchos separatistas de su generación. Su visión del problema cubano como capítulo del “problema antillano” tenía, desde luego, un componente imperial, pero, como en Lafargue, respondía también a un enfoque más transnacional o atlántico de los asuntos cubanos y caribeños.
La última etapa de la vida pública de Labra, aquella que se enmarca entre 1898 y 1919, es decir, durante las dos primeras décadas postcoloniales, está marcada por la insistencia en la identidad hispánica del Caribe y el mundo suramericano. Al igual que en Rafael Altamira y Crevea y otros defensores de la hispanidad, ese discurso no carecía de una conservadora nostalgia imperial. Pero en el caso de Labra el hispanismo era parte de una visión crítica de la hegemonía de Estados Unidos sobre la región, que lo acercaba, por otra vía, al radicalismo "sin comillas" de los nacionalistas y revolucionarios cubanos.
Como su contemporáneo Pablo Lafargue (1842-1911), Labra sólo vivió su infancia en Cuba. Desde principios de la década del 60 del siglo XIX lo vemos involucrado en la política peninsular, como colaborador de publicaciones como El Contemporáneo, La Discusión y la Revista Hispanoamericana y como fundador de la Sociedad Abolicionista Española en 1864. Ya desde entonces Labra está mejor ubicado en la política española que en la política cubana, aunque buena parte de esta última se dirimiera en Madrid.
Durante más de veinte años, Labra fue legislador en las Cortes madrileñas. Primero fue diputado por Asturias, luego por Puerto Rico, por Cuba, también fue senador por la Sociedad Económica de Amigos del País y, una vez más, diputado por Santa Clara. Sin embargo, Labra no desarrolló una labor legislativa, política y publicística exclusivamente cubana, como la de sus colegas autonomistas de la isla, Gálvez, Montoro o Giberga.
Labra se sumó a la Revolución de 1868 –la española, no la cubana-, defendió la abolición de la esclavitud no sólo en Cuba sino también en Puerto Rico, se hizo republicano y fue de los pocos liberales de su generación que desarrolló una visión histórica positiva de Toussaint Louverture y la Revolución Haitiana –su polémica con Saco sobre la esclavitud fue, en este sentido, ejemplar. Fueron su abolicionismo y su republicanismo, entre los años 60 y 70, los que lo ubicaron en los sectores radicales de la política española de aquellas épocas.
En el Diccionario de la literatura cubana (1980), ese radicalismo aparece entrecomillado. ¿Por qué entre comillas? Tal vez, porque la historiografía nacionalista revolucionaria cubana no puede conciliar, en un mismo sujeto, abolicionismo, republicanismo y autonomismo. Pero lo cierto es que Labra, dentro de la política peninsular, llegó a ubicarse más a la izquierda que muchos separatistas de su generación. Su visión del problema cubano como capítulo del “problema antillano” tenía, desde luego, un componente imperial, pero, como en Lafargue, respondía también a un enfoque más transnacional o atlántico de los asuntos cubanos y caribeños.
La última etapa de la vida pública de Labra, aquella que se enmarca entre 1898 y 1919, es decir, durante las dos primeras décadas postcoloniales, está marcada por la insistencia en la identidad hispánica del Caribe y el mundo suramericano. Al igual que en Rafael Altamira y Crevea y otros defensores de la hispanidad, ese discurso no carecía de una conservadora nostalgia imperial. Pero en el caso de Labra el hispanismo era parte de una visión crítica de la hegemonía de Estados Unidos sobre la región, que lo acercaba, por otra vía, al radicalismo "sin comillas" de los nacionalistas y revolucionarios cubanos.
viernes, 20 de mayo de 2011
Toussaint Louverture y la poesía europea
Una buena saga del gran estudio de Susan Buck-Morss sobre Hegel y la Revolución Haitiana, que comentamos hace algunos días, sería la reconstrucción de imágenes sobre la epopeya haitiana y, específicamente, sobre Toussaint Louverture en la poesía europea. Cuando la Gran Bretaña decidió enviar tropas contra la rebelión de esclavos en la parte occidental de Santo Domingo, William Blake, enemigo del rey George, escribió el poema "America: A Prophecy", (1793), donde se lee:
Let the slave grinding at the mill run out into the field;
Let him look up into the heavens and laugh in the bright air.
Blake ya se había estrenado como partidario de la abolición cuando ilustró el estremecedor volumen Narrative of a Five Years Expedition Against the Revolted Negroes in Surinam (1794), escrita por el capitán John G. Stedman, un vehemente alegato contra el sistema de plantación francés y holandés en las Antillas, que comentó elogiosamente otro poeta inglés, William Wordsworth. Al conocer la muerte del líder jacobino negro en el Castillo de Fort de Joux, en 1803, Wordsworth le dedicó el poema “To Toussaint Loverture”:
Though fallen thyself, never to rise again,
Live, and take comfort. Thou hast left behind
Powers that will work for thee; air, earth and skies;
There's not a breathing of the common wind
That will forget thee; thou has great allies;
Thy friends are exultations, agonies,
And Love, and Man's unconquerable mind.
Let the slave grinding at the mill run out into the field;
Let him look up into the heavens and laugh in the bright air.
Blake ya se había estrenado como partidario de la abolición cuando ilustró el estremecedor volumen Narrative of a Five Years Expedition Against the Revolted Negroes in Surinam (1794), escrita por el capitán John G. Stedman, un vehemente alegato contra el sistema de plantación francés y holandés en las Antillas, que comentó elogiosamente otro poeta inglés, William Wordsworth. Al conocer la muerte del líder jacobino negro en el Castillo de Fort de Joux, en 1803, Wordsworth le dedicó el poema “To Toussaint Loverture”:
Though fallen thyself, never to rise again,
Live, and take comfort. Thou hast left behind
Powers that will work for thee; air, earth and skies;
There's not a breathing of the common wind
That will forget thee; thou has great allies;
Thy friends are exultations, agonies,
And Love, and Man's unconquerable mind.
Pocos años después de la muerte de Toussaint, en 1807 específicamente, el poeta romántico alemán, Heinrich von Kleist, acusado de ser agente prusiano contra Napoleón, fue encarcelado en el mismo castillo de Fort de Joux donde murió el caudillo haitiano. Von Kleist llegó a identificarse tanto con Toussaint que dedicó a su memoria un relato en homenaje a la Revolución Haitiana, titulado Die Verlobung in St. Domingue, traducido al inglés como “The Betrothal in Santo Domingo” y al español como “Los desposorios en Santo Domingo”.
miércoles, 18 de mayo de 2011
Herodoto y la lluvia
Cuántas veces no nos topamos con polémicas entre historiadores en las que el punto a dirimir es, aparentemente, la exactitud del dato y no la diferencia en la interpretación de un fenómeno del pasado. Casi siempre que un polemista abusa del tópico del “error”, la “imprecisión” o la “pifia” lo hace para sumar agravantes a su rival, para debilitar a su oponente, no en lo que verdaderamente moviliza su réplica, sino en la credibilidad ante los lectores.
Los malos hábitos en las polémicas historiográficas provienen, por lo general, de una equivocada identificación entre historia y verdad –cuando no entre historia y derecho-, abastecida por múltiples plataformas doctrinales: historicismo, positivismo, marxismo, estructuralismo… La idea de que lo que sucedió, por haber sucedido, es siempre “verdadero” no sólo es atribuible al público interesado en cuestiones históricas sino a los historiadores profesionales mismos. De ahí que una legendaria tradición filosófica, enfrentada a esa creencia en el último siglo, haya logrado tan poco.
Desviar las diferencias de sentido entre dos historiadores a la vulgar disputa sobre la veracidad de un dato y confundir historia y derecho es tan viejo como Aulo Gelio. Este abogado y escritor romano del siglo II escribió una obra titulada Noches áticas, en la que se adjudica todo tipo de errores a Sócrates, Platón, Tucídides y Virgilio. Una de las refutaciones más ridículas de Aulo Gelio fue la dedicada a Herodoto, quien, a su juicio, “cometió un error al decir que el pino, a diferencia de otros árboles, después de cortado no producía ningún retoño”.
Herodoto, que había descrito de manera insuperable la cultura persa y había narrado con virtuosismo las guerras médicas, hizo, según Gelio, “observaciones poco exactas sobre la lluvia y la nieve”. Los errores “físicos” del historiador Herodoto, concluía Gelio, eran sólo equiparables a los “errores históricos” del poeta Virgilio en el libro sexto de la Eneida. Era imperdonable que el poeta, en sus versos, mezclara las guerras aqueas con las guerras pírricas.
Los malos hábitos en las polémicas historiográficas provienen, por lo general, de una equivocada identificación entre historia y verdad –cuando no entre historia y derecho-, abastecida por múltiples plataformas doctrinales: historicismo, positivismo, marxismo, estructuralismo… La idea de que lo que sucedió, por haber sucedido, es siempre “verdadero” no sólo es atribuible al público interesado en cuestiones históricas sino a los historiadores profesionales mismos. De ahí que una legendaria tradición filosófica, enfrentada a esa creencia en el último siglo, haya logrado tan poco.
Desviar las diferencias de sentido entre dos historiadores a la vulgar disputa sobre la veracidad de un dato y confundir historia y derecho es tan viejo como Aulo Gelio. Este abogado y escritor romano del siglo II escribió una obra titulada Noches áticas, en la que se adjudica todo tipo de errores a Sócrates, Platón, Tucídides y Virgilio. Una de las refutaciones más ridículas de Aulo Gelio fue la dedicada a Herodoto, quien, a su juicio, “cometió un error al decir que el pino, a diferencia de otros árboles, después de cortado no producía ningún retoño”.
Herodoto, que había descrito de manera insuperable la cultura persa y había narrado con virtuosismo las guerras médicas, hizo, según Gelio, “observaciones poco exactas sobre la lluvia y la nieve”. Los errores “físicos” del historiador Herodoto, concluía Gelio, eran sólo equiparables a los “errores históricos” del poeta Virgilio en el libro sexto de la Eneida. Era imperdonable que el poeta, en sus versos, mezclara las guerras aqueas con las guerras pírricas.
domingo, 15 de mayo de 2011
Cómo recordar la guerra
Se agita, una vez más, el debate sobre la guerra civil en periódicos españoles, a propósito del reciente libro de Paul Preston, El holocausto español (Debate, 2011). En El País (11/ 5/ 2011), Jorge M. Reverte le dedica una crítica severa, titulada “De holocaustos y matanzas”, en la que, entre otras cosas no tan justas –como sostener que Preston se está volviendo “español”, al igual que Ian Gibson, porque parece abandonar la neutralidad del historiador para defender la memoria del bando republicano- cuestiona con agudeza la aplicación del concepto de holocausto a la guerra civil española.
Hoy, en Público (15/ 5/ 2011), le responde el gran historiador catalán, Josep Fontana, con el artículo “El holocausto español”, que vindica la obra de Preston, empezando por el título. Fontana vuelve a llamar la atención sobre la equivocada simetría historiográfica entre un régimen legítimamente electo, como el de la Segunda República, y un golpe de Estado como el franquista y recuerda, una vez más, el dato incontrovertible de que, en la cuenta de los muertos, los nacionalistas fueron más letales que los republicanos. 150 000 murieron en zonas controladas por Franco, mientras en tierras de la República murieron 50 000.
Tal vez haya un punto, sin embargo, en que la crítica de Fontana es desproporcionada y es cuando atribuye a la historiografía revisionista, en “la línea de Ernst Nolte con el nazismo”, dentro de la que ubica el buen libro coordinado por Fernando del Rey, Palabras como puños: la intransigencia política en la Segunda República (Tecnos, 2011), y el propio artículo de Reverte en El País, un intento de proteger la memoria del franquismo. Fontana tiene razón en impugnar la simetría de aquellos dos movimientos políticos en pugna, pero se equivoca en rechazar como filofranquista toda historiografía crítica sobre la experiencia republicana.
Surge en este debate, como siempre que se piensa históricamente una guerra civil, el impulso, no de historiar críticamente, sino de continuar la guerra a través de la memoria. Por momentos se tiene la impresión de que el fondo de la discusión no son los hechos que describen el autoritarismo que, en efecto, se manifestó en ambos lados, o el número de muertos, tres veces mayor en el bando franquista, sino la ética de la memoria. No estaría mal que los buenos historiadores españoles, involucrados en la polémica, repasaran las ideas de Avishai Margalit en Ethics of Memory (Harvard University Press, 2002), de Sthathis Kalyvas en The Logic of Violence in Civil War (Cambridge, 2006) y de Nigel C. Hunt en Memory, War, and Trauma (Cambridge, 2010).
Hoy, en Público (15/ 5/ 2011), le responde el gran historiador catalán, Josep Fontana, con el artículo “El holocausto español”, que vindica la obra de Preston, empezando por el título. Fontana vuelve a llamar la atención sobre la equivocada simetría historiográfica entre un régimen legítimamente electo, como el de la Segunda República, y un golpe de Estado como el franquista y recuerda, una vez más, el dato incontrovertible de que, en la cuenta de los muertos, los nacionalistas fueron más letales que los republicanos. 150 000 murieron en zonas controladas por Franco, mientras en tierras de la República murieron 50 000.
Tal vez haya un punto, sin embargo, en que la crítica de Fontana es desproporcionada y es cuando atribuye a la historiografía revisionista, en “la línea de Ernst Nolte con el nazismo”, dentro de la que ubica el buen libro coordinado por Fernando del Rey, Palabras como puños: la intransigencia política en la Segunda República (Tecnos, 2011), y el propio artículo de Reverte en El País, un intento de proteger la memoria del franquismo. Fontana tiene razón en impugnar la simetría de aquellos dos movimientos políticos en pugna, pero se equivoca en rechazar como filofranquista toda historiografía crítica sobre la experiencia republicana.
Surge en este debate, como siempre que se piensa históricamente una guerra civil, el impulso, no de historiar críticamente, sino de continuar la guerra a través de la memoria. Por momentos se tiene la impresión de que el fondo de la discusión no son los hechos que describen el autoritarismo que, en efecto, se manifestó en ambos lados, o el número de muertos, tres veces mayor en el bando franquista, sino la ética de la memoria. No estaría mal que los buenos historiadores españoles, involucrados en la polémica, repasaran las ideas de Avishai Margalit en Ethics of Memory (Harvard University Press, 2002), de Sthathis Kalyvas en The Logic of Violence in Civil War (Cambridge, 2006) y de Nigel C. Hunt en Memory, War, and Trauma (Cambridge, 2010).
viernes, 13 de mayo de 2011
Cuando los genios negocian
Una limitación frecuente de las biografías de grandes artistas, escritores o filósofos, que tuvieron relaciones de entendimiento con poderes totalitarios del siglo XX, es que la exposición de la complicidad con aquellos regímenes desplaza o relega la obra que les dio trascendencia ¿Cuántos ensayos no hemos leído en los que se documenta el nazismo de Heidegger o el estalinismo de Lukács, sin que el biógrafo se tome el trabajo, siquiera, de leer las obras de estos y de encontrar confluencias o tensiones entre sus filosofías y sus políticas, entre sus creaciones personales y sus negociaciones con el poder?
El reciente ensayo de Wendy Lesser, Music for Silenced Voices: Shostakovich and His Fifteen Quartets (Yale University Press, 2011), es un magnífico ejemplo de lo contrario. Lesser es escritora -novelista y crítica por más señas- pero posee suficientes conocimientos musicales como para adentrarse en los quince cuartetos de Dimitri Shostakóvich y desentrañar sus referentes germánicos (Beethoven, Brahms, Mahler) y rusos (Mussorgsky, Prokofiev, Stravinsky), además de encontrar, en intrincada pesquisa, resonancias de los tormentos físicos y espirituales de Shostakóvich en sus célebres composiciones para cuerdas.
Paralelo a esta hermenéutica de la música de cámara, corre la historia de los encuentros y desencuentros del músico con el poder soviético. Pero no se trata de un paralelismo sin contactos: el libro de Lesser está concebido como una composición (sus capítulos se llaman Elegía, Serenata, Intermezzo, Nocturno…) en la que la política de Shostakóvich no es ajena a su música. La protección de Trotsky y Tujachevski en los años 20, el distanciamiento con Stalin en los 30, la estigmatización del músico entre los 40 y 50 y su reivindicación en los años 60, que lo llevó a ingresar al Partido Comunista y a formar parte del Soviet Supremo, son tramas que dejaron huellas en la obra sinfónica y concertística de Shostakóvich.
Según Lesser, el gran proyecto artístico de Shostakóvich fue siempre –o tal vez, desde Lady Macbeth en Mtsensk (1934)- la adaptación de un espíritu occidental o cosmopolita a una sonoridad rusa. Desde un punto de vista ideológico, el propósito del estalinismo y el comunismo habría sido el inverso: proyectar universal u occidentalmente un espíritu ruso. Ese cruce de sentidos entre la obra de Shostakóvich y el régimen soviético permitió tanto la ruptura como la negociación entre genio y poder.
El reciente ensayo de Wendy Lesser, Music for Silenced Voices: Shostakovich and His Fifteen Quartets (Yale University Press, 2011), es un magnífico ejemplo de lo contrario. Lesser es escritora -novelista y crítica por más señas- pero posee suficientes conocimientos musicales como para adentrarse en los quince cuartetos de Dimitri Shostakóvich y desentrañar sus referentes germánicos (Beethoven, Brahms, Mahler) y rusos (Mussorgsky, Prokofiev, Stravinsky), además de encontrar, en intrincada pesquisa, resonancias de los tormentos físicos y espirituales de Shostakóvich en sus célebres composiciones para cuerdas.
Paralelo a esta hermenéutica de la música de cámara, corre la historia de los encuentros y desencuentros del músico con el poder soviético. Pero no se trata de un paralelismo sin contactos: el libro de Lesser está concebido como una composición (sus capítulos se llaman Elegía, Serenata, Intermezzo, Nocturno…) en la que la política de Shostakóvich no es ajena a su música. La protección de Trotsky y Tujachevski en los años 20, el distanciamiento con Stalin en los 30, la estigmatización del músico entre los 40 y 50 y su reivindicación en los años 60, que lo llevó a ingresar al Partido Comunista y a formar parte del Soviet Supremo, son tramas que dejaron huellas en la obra sinfónica y concertística de Shostakóvich.
Según Lesser, el gran proyecto artístico de Shostakóvich fue siempre –o tal vez, desde Lady Macbeth en Mtsensk (1934)- la adaptación de un espíritu occidental o cosmopolita a una sonoridad rusa. Desde un punto de vista ideológico, el propósito del estalinismo y el comunismo habría sido el inverso: proyectar universal u occidentalmente un espíritu ruso. Ese cruce de sentidos entre la obra de Shostakóvich y el régimen soviético permitió tanto la ruptura como la negociación entre genio y poder.
miércoles, 11 de mayo de 2011
Hegel sobre la libertad en servidumbre
En uno de los pasajes dedicados a la dialéctica del amo y el esclavo, en la Fenomenología del espíritu (1807) –esos pasajes que, como probara Susan Buck-Morss, Hegel escribió mientras leía las noticias sobre Toussaint Louverture y la Revolución Haitiana en la prensa alemana y francesa- se dice del miedo total:
“Sin la disciplina del servicio y la obediencia, el temor se mantiene en lo formal y no se propaga a la realidad consciente de la existencia. Sin la formación, el temor permanece interior y mudo y la conciencia no deviene para ella misma. Si la conciencia se forma sin pasar por el temor primario absoluto, sólo es un sentido propio vano, pues su negatividad no es la negatividad en sí, por lo cual su formarse no podrá darle la conciencia de sí como de la esencia. Y si no se ha sobrepuesto al temor absoluto, sino solamente a una angustia cualquiera, la esencia negativa seguirá siendo para ella algo externo, su sustancia no se verá totalmente contaminada por ella. Si todos los contenidos de su conciencia natural no se estremecen, esta conciencia pertenece aún en sí al ser determinado; el sentido propio, es obstinación, una libertad que sigue manteniéndose dentro de la servidumbre.”
sábado, 7 de mayo de 2011
De la selva al aula
Hace algunos días comentamos aquí el volumen que la madrileña editorial Akal dedicó a La declaración de independencia de Thomas Jefferson, prologado por Michael Hardt. Lo cierto es que ese volumen, vertido al español desde la edición newyorkina de Verso, forma parte de una serie de clásicos del pensamiento de la izquierda radical, impulsada por Akal y que tiene en Slavoj Zizek su más asiduo prologuista.
En la misma serie, Zizek presentó la compilación Sobre la práctica y la contradicción (2010) de Mao Tse Tung y la antología Virtud y terror (2011), que reúne los principales discursos de Robespierre ante la Convención. El propio Zizek , junto con Sebastián Budgen y Stathis Kouvelakis, compiló también el volumen Lenin reactivado (2010), en el que se intenta una suerte de resurrección de Lenin en el siglo XXI: un holograma vivo del líder bolchevique en medio de la globalización actual.
Habría que preguntarse si el relanzamiento de esta biblioteca de la izquierda radical, republicana (Jefferson y Robespierre) o comunista (Mao y Lenin), en un mundo globalmente regido por el mercado y la democracia, busca realmente la destrucción de dicho mundo. Por momentos se tiene la impresión de que esa literatura, tal y como la releen pensadores neomarxistas como Hardt y Zizek, no funciona como llamado a la acción sino como archivo ideológico de una izquierda académica.
Vale la pena regresar, entonces, a la sugerencia del poeta y crítico mexicano Gabriel Zaid en su siempre actual De los libros al poder (1988). Hasta los años 80 o 90 del pasado siglo, por lo menos, el marxismo, el leninismo, el maoísmo o el guevarismo fueron doctrinas que se movían de las aulas a las fábricas, los talleres, las montañas o las selvas, donde se practicaba la revolución. Ahora el movimiento parece ser a la inversa: de la selva al aula.
No como una forma de reiniciar el proceso ilustrado o pedagógico de la instrucción revolucionaria de las masas sino para quedarse allí, en el aula. El sujeto receptor del nuevo pensamiento de izquierda no es el obrero, el campesino, ni siquiera el estudiante revolucionario, sino el alumno o, más específicamente, el doctorando. La validez del neomarxismo contemporáneo se prueba en la vida académica de las ciencias sociales y, acaso, en la crítica cultural y el debate público.
En la misma serie, Zizek presentó la compilación Sobre la práctica y la contradicción (2010) de Mao Tse Tung y la antología Virtud y terror (2011), que reúne los principales discursos de Robespierre ante la Convención. El propio Zizek , junto con Sebastián Budgen y Stathis Kouvelakis, compiló también el volumen Lenin reactivado (2010), en el que se intenta una suerte de resurrección de Lenin en el siglo XXI: un holograma vivo del líder bolchevique en medio de la globalización actual.
Habría que preguntarse si el relanzamiento de esta biblioteca de la izquierda radical, republicana (Jefferson y Robespierre) o comunista (Mao y Lenin), en un mundo globalmente regido por el mercado y la democracia, busca realmente la destrucción de dicho mundo. Por momentos se tiene la impresión de que esa literatura, tal y como la releen pensadores neomarxistas como Hardt y Zizek, no funciona como llamado a la acción sino como archivo ideológico de una izquierda académica.
Vale la pena regresar, entonces, a la sugerencia del poeta y crítico mexicano Gabriel Zaid en su siempre actual De los libros al poder (1988). Hasta los años 80 o 90 del pasado siglo, por lo menos, el marxismo, el leninismo, el maoísmo o el guevarismo fueron doctrinas que se movían de las aulas a las fábricas, los talleres, las montañas o las selvas, donde se practicaba la revolución. Ahora el movimiento parece ser a la inversa: de la selva al aula.
No como una forma de reiniciar el proceso ilustrado o pedagógico de la instrucción revolucionaria de las masas sino para quedarse allí, en el aula. El sujeto receptor del nuevo pensamiento de izquierda no es el obrero, el campesino, ni siquiera el estudiante revolucionario, sino el alumno o, más específicamente, el doctorando. La validez del neomarxismo contemporáneo se prueba en la vida académica de las ciencias sociales y, acaso, en la crítica cultural y el debate público.
jueves, 5 de mayo de 2011
La excepcionalidad de la víctima
La contradictoria información que el gobierno de Estados Unidos ha trasmitido en relación con el operativo militar que dio muerte a Osama bin Laden, el domingo pasado, en Abbottabad, Paquistán, está generando sentimientos encontrados en la opinión pública mundial. La mayoría internacional piensa que Bin Laden merecía morir, pero no todos coinciden en que debió ser ejecutado. Si, como ha trascendido, es cierto que la orden que dieron la CIA, el Pentágono y la Casa Blanca no fue capturar vivo a Bin Laden sino ejecutarlo, el debate sobre si el líder de Al Qaeda estaba o no armado, si opuso o no resistencia o si su sepelio e inhumación en el mar siguió o no el ritual musulmán pierde relevancia.
Si la orden fue ultimar a Bin Laden, cualquier otra consideración apegada a la moral o el derecho en relación con el operativo mismo sale sobrando. El debate debería trasladarse entonces a las razones por las que el gobierno de Estados Unidos decidió no proceder con Bin Laden como se procede con un criminal de guerra. Una actuación que, aunque incoherente con el derecho internacional, es coherente con la negativa de Washington a reconocer en el terrorismo islámico un ejército enemigo, como el que se reconoce en una guerra regular, y con su resistencia a suscribir el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional, que recoge las premisas más avanzadas en materia jurídica global.
A Bin Laden se le hubiera podido procesar por cualquiera de los cuatro grandes crímenes que contempla el Estatuto de Roma: genocidio, lesa humanidad, guerra o agresión. O se le hubiera podido condenar a muerte en un tribunal de Estados Unidos, país donde perpetró el mayor de sus crímenes. Pero para cualquiera de esas dos opciones, primero debía ser considerado un enemigo regular, un “beligerante”, como decían los viejos juristas de la guerra, que se reunieron a fines del siglo XIX en San Petersburgo, La Haya y Ginebra. El paralelo con el Che Guevara, planteado por Jon Lee Anderson en The New Yorker, adquiere su mayor sentido, ya que, como el yihadí ejecutado, el guerrillero argentino no era reconocido como soldado de un ejército enemigo.
La racionalidad que ha guiado al gobierno de Estados Unidos se coloca, no sin razones, fuera de la normatividad establecida por el derecho internacional. Esta vez dicha racionalidad tiene a su favor la memoria de las víctimas del 11 de septiembre de 2001, en Nueva York. Víctimas que, como todas las víctimas de una masacre de esas dimensiones, se consideran únicas e irrepetibles: sujetos singularizados por la muerte y el dolor, cuya vindicación exige la propia excepción de la ley. La víctima como criatura excepcional es, precisamente, uno de los temas del magnífico libro La ética ante las víctimas (2003), que coordinaron los filósofos españoles José María Mardones y Reyes Mate.
Pero así como en la ejecución de Bin Laden el presidente Barack Obama afirma la propia excepcionalidad hegemónica de Estados Unidos en el mundo, en la oposición a mostrar las fotos del cadáver del terrorista intenta recuperar la pertenencia a una civilización universal. Cuando Obama dice que el cadáver de Bin Laden no es un trofeo o que no quiere herir la sensibilidad de la comunidad musulmana parece querer compensar el excepcionalismo que ha mostrado en la ejecución del terrorista con un gesto honorable, de respeto al enemigo caído. No creo que esa ambivalencia logre contener las críticas y especulaciones que, desde el pasado domingo, rodearán la muerte de Bin Laden.
Si la orden fue ultimar a Bin Laden, cualquier otra consideración apegada a la moral o el derecho en relación con el operativo mismo sale sobrando. El debate debería trasladarse entonces a las razones por las que el gobierno de Estados Unidos decidió no proceder con Bin Laden como se procede con un criminal de guerra. Una actuación que, aunque incoherente con el derecho internacional, es coherente con la negativa de Washington a reconocer en el terrorismo islámico un ejército enemigo, como el que se reconoce en una guerra regular, y con su resistencia a suscribir el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional, que recoge las premisas más avanzadas en materia jurídica global.
A Bin Laden se le hubiera podido procesar por cualquiera de los cuatro grandes crímenes que contempla el Estatuto de Roma: genocidio, lesa humanidad, guerra o agresión. O se le hubiera podido condenar a muerte en un tribunal de Estados Unidos, país donde perpetró el mayor de sus crímenes. Pero para cualquiera de esas dos opciones, primero debía ser considerado un enemigo regular, un “beligerante”, como decían los viejos juristas de la guerra, que se reunieron a fines del siglo XIX en San Petersburgo, La Haya y Ginebra. El paralelo con el Che Guevara, planteado por Jon Lee Anderson en The New Yorker, adquiere su mayor sentido, ya que, como el yihadí ejecutado, el guerrillero argentino no era reconocido como soldado de un ejército enemigo.
La racionalidad que ha guiado al gobierno de Estados Unidos se coloca, no sin razones, fuera de la normatividad establecida por el derecho internacional. Esta vez dicha racionalidad tiene a su favor la memoria de las víctimas del 11 de septiembre de 2001, en Nueva York. Víctimas que, como todas las víctimas de una masacre de esas dimensiones, se consideran únicas e irrepetibles: sujetos singularizados por la muerte y el dolor, cuya vindicación exige la propia excepción de la ley. La víctima como criatura excepcional es, precisamente, uno de los temas del magnífico libro La ética ante las víctimas (2003), que coordinaron los filósofos españoles José María Mardones y Reyes Mate.
Pero así como en la ejecución de Bin Laden el presidente Barack Obama afirma la propia excepcionalidad hegemónica de Estados Unidos en el mundo, en la oposición a mostrar las fotos del cadáver del terrorista intenta recuperar la pertenencia a una civilización universal. Cuando Obama dice que el cadáver de Bin Laden no es un trofeo o que no quiere herir la sensibilidad de la comunidad musulmana parece querer compensar el excepcionalismo que ha mostrado en la ejecución del terrorista con un gesto honorable, de respeto al enemigo caído. No creo que esa ambivalencia logre contener las críticas y especulaciones que, desde el pasado domingo, rodearán la muerte de Bin Laden.
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