Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

lunes, 21 de noviembre de 2011

El dictador de Casal



Uno de los lugares comunes de la crítica y la historiografía literarias cubanas que, con mejor fortuna, han sido interpelados en las tres últimas décadas es la contraposición entre José Martí, como arquetipo del poeta cívico, y Julián del Casal, como poeta nihilista. Ni Martí fue un poeta centralmente político, ni Casal careció de ideología o de posicionamientos concretos contra la Capitanía General de la Isla de Cuba y otros regímenes o gobernantes autoritarios de su época, en Europa o América.
Incluso en los momentos de mayor afrancesamiento de Casal no es imposible leer algunas notables simpatías republicanas. Por ejemplo, su conocido poema “A un dictador” (1892), si está dedicado al general francés Georges Ernest Boulanger, como aseguran casi todos los críticos casalianos, sería revelador de una ideología claramente antimonárquica. Que Casal llamara “dictador” a Boulanger es buena muestra de su rechazo por el bonapartismo y el conservadurismo que amenazaban a la Tercer República Francesa en la última década del siglo XIX.
A Casal le resultaba atractiva la primera etapa de la carrera militar de Boulanger, cuando había defendido a Francia de la agresión prusiana de 1871: “Noble y altivo, generoso y bueno/ apareciste en tu nativa tierra,/ como sobre la nieve de alta sierra/ de claro día el resplandor sereno”. Pero cuando Boulanger utiliza su prestigio militar para encabezar la oposición antirrepublicana, el heroísmo se ve rebasado por la ambición: “Torpe ambición emponzoñó tu seno/ y, en el bridón siniestro de la guerra,/ trocaste el suelo que tu polvo encierra/ en abismo de llanto, sangre y cieno”.
Al final del poema, Casal, naturalmente, se reconcilia con el personaje. El suicidio del general, de un disparo en la cabeza, ante la tumba de su amante, Madame Marguerite de Bonnemains (en la foto), en un cementerio de Bruselas, era, según el poeta cubano, un acto de “valor en la derrota”. El honor del general, mancillado por las ansias autoritarias de su antirrepublicanismo, se veía salvado por aquel suicidio de amor: “Mas si hoy execra tu memoria el hombre,/ no del futuro en la extensión remota/ tus manes han de ser escarnecidos;/ porque tuviste, paladín sin nombre,/ en la hora cruel de la derrota,/ el supremo valor de los vencidos”.


jueves, 17 de noviembre de 2011

Un nuevo catálogo para la biblioteca de Lezama



El crítico mexicano Sergio Ugalde Quintana, Doctor en Literatura Hispánica por El Colegio de México y actualmente profesor de la UNAM, ha escrito un deslumbrante ensayo sobre La expresión americana (1957) de José Lezama Lima. No se trata de un estudio literario tradicional de esta obra, a la manera, por ejemplo, del realizado por la estudiosa brasileña Irlemar Chiampi, que tiene muy presente. Tampoco de un ejercicio de historia intelectual, donde se recrea la irrupción del texto en La Habana de Batista. Se trata de otra cosa.
La biblioteca en la isla (2011), editada por la madrileña editorial Colibrí, es una lectura de La expresión americana a través del voluminoso y variado archivo que Lezama utilizó para la composición de los cinco ensayos de su libro. Ugalde Quintana no sólo releyó el texto de Lezama, releyó también sus fuentes, pero no para reconstruir el proceso de escritura de La expresión americana –o “deconstruirlo” -, ni para suscribir o impugnar sus argumentos. El objetivo de Ugalde Quintana fue más discreto y, a la vez, más eficaz: recatalogar la biblioteca de Lezama.
El crítico mexicano dividió esa biblioteca en cuatro estantes. En el primero reunió todo el campo referencial de la morfología de la cultura y la historia y la crítica literarias europeas que Lezama utilizó para orientarse teóricamente a mediados del siglo XX: Spengler, Curtius, Vossler, Klages, Huizinga… Toda una tratadística que le llegó al poeta cubano a través de José Ortega y Gasset y la Revista de Occidente, publicación que enseñó a pensar a buena parte de la intelectualidad hispanoamericana de la primera mitad del siglo XX.
El segundo estante tiene que ver con La Habana como lugar para la conversación literaria y la poética de la memoria. Ahí coloca Ugalde los diálogos que sobre la poesía y la historia, América y Europa, el mito y la cultura, sostuvo Lezama con María Zambrano y Cintio Vitier entre los años 40 y los 50. En esos coloquios encuentra otra fuente de las analogías de imágenes y los enunciados genealógicos que abundan en La expresión americana. La visión de Occidente como algo más que Europa y la de América como algo más que América Latina o Hispanoamérica, que distinguió a Lezama, se conformaron, como asimilación o rechazo, en esos diálogos.
Al barroco americano, a la tensión que el mismo establece con el clasicismo y el romanticismo, con la cultura prehispánica y la expresión criolla, en la obra de Lezama, dedica Ugalde el tercer estante. En este último ocupa un lugar central la relación de Lezama con México que, hasta ahora, la crítica no había tratado con tanta profundidad y sutileza. Archivero él mismo, Ugalde da a conocer, por primera vez, cartas de Lezama a Alfonso Reyes y detalles del importante viaje del autor de Paradiso a México en 1949.
El último de los estantes de esta remozada biblioteca de Lezama se consagra a José Martí. Pero no encontrará el lector, en estas “variaciones”, los pétreos estereotipos que la religión martiana ha acumulado en el último siglo. Martí aparece en La biblioteca en su isla sumado a la conversación letrada de Lezama y, a veces, como interlocutor caribeño de Friedrich Nietzsche. En las últimas páginas de su libro, Ugalde Quintana descubre, detrás de la idea lezamiana de Martí como “plenitud de la ausencia posible”, una variación en torno a la “escritura en sangre” del filósofo de Basilea.  

sábado, 12 de noviembre de 2011

Martí y los anarquistas de Chicago



Casi siempre que discutimos las relaciones del pensamiento de José Martí con el marxismo, remitimos a la nota necrológica sobre Marx enviada a La Nación  de Buenos Aires, en 1883, y al ensayo sobre La futura esclavitud de Herbert Spencer, que Martí escribió en 1884 para La América de Nueva York. Sin embargo, las más completas reflexiones de Martí sobre el movimiento obrero, que nunca entendió desde una perspectiva sectariamente marxista, se encuentran en la serie de artículos sobre las huelgas de 1886 en Estados Unidos, impulsadas por la Noble Orden de los Caballeros del Trabajo, una logia creada por Terence Powderly y otros republicanos católicos irlandeses en las principales ciudades del norte de la costa Este.
Llama la atención el escaso interés que los marxistas cubanos han mostrado por esos artículos de Martí para La Nación de Buenos Aires, que culminan con las crónicas sobre el proceso a los anarquistas de Chicago, entre septiembre de 1886 y noviembre de 1887. En el libro Siete enfoques marxistas sobre José Martí  (1978), por ejemplo, que reunió textos sobre Martí de Julio Antonio Mella, Juan Marinello, Raúl Roa, Blas Roca, Ernesto Guevara, Carlos Rafael Rodríguez y Armando Hart, apenas se mencionan y de pasada, en el artículo de Roca, la serie de más de cinco crónicas que el revolucionario cubano dedicó a este importante tema.
Lo primero que atrae a Martí de esa intensificación del movimiento obrero en Estados Unidos, en la primavera de 1886, es el espectáculo de la huelga. Martí describe fascinado cómo miles de obreros de Filadelfia, Nueva York, Boston y Chicago se ponen de acuerdo para dejar de trabajar y demandar, pacíficamente, aumentos salariales, jornadas de ocho horas y mejoras en las condiciones de vida de los trabajadores. Martí defiende las huelgas, resueltamente, pero piensa que las mismas son sólo un mecanismo, entre otros, dentro de una metodología de lucha pacífica impulsada por la orden de los Caballeros del Trabajo. En sus orígenes, advierte Martí, ni siquiera las huelgas eran bien vistas y se asumían como una opción extrema:

“Le entró en la orden de súbito un elemento distinto del que ha contribuido a su formación y prosperidad. La orden vio desde el principio que sólo en la educación reside la fuerza definitiva y fue ejerciendo influjo entre los obreros, ya que por el secreto de sus labores, ya por el exilio desusado que la superior cultura de sus miembros lograba dar a contiendas industriales en que los obreros habían sido antes vencidos. En vez de huelga, argumentos; en vez de amenaza, exposición, examen y arbitramiento. Los fabricantes veían a un obrero nuevo, firme y conocedor de sus derechos, y cedían el derecho a la sorpresa”.

Esa simpatía por los métodos de la orden de los Caballeros del Trabajo lleva  a Martí a trasmitir una visión bastante crítica de los anarquistas de Chicago, en su primera nota del 2 de septiembre de 1886. Ahí dice Martí que los siete anarquistas, de los cuales sólo uno es norteamericano, casado con “una mulata que no llora”, “han traído de Alemania el pecho cargado de odio” y “desde que llegaron se pusieron a preparar la manera mejor de destruir”. Martí da por sentado entonces que los huelguistas hicieron mal en fabricar bombas en sus casas y en detonarlas contra la policía que los reprimió.
En otra nota, sin embargo, la titulada “Un drama terrible”, del 13 de noviembre de 1887, Martí muestra mayor aprecio por los anarquistas, cuando son condenados a muerte. Ahí sostendrá que la apelación a la violencia entre los inmigrantes anarquistas tenía que ver con que en Alemania, a diferencia de Estados Unidos, la democracia era débil y el ejercicio del sufragio, reciente e incompleto. Esa falta de cultura política democrática, que los llevó a detonar las bombas, era la importación de métodos ajenos al movimiento obrero norteamericano. El retrato que hace Martí de Spies, Lingg, Engel, Schawb, Fischer, Neebe y Parsons, casado con la “apasionada mestiza en cuyo corazón caen como puñales los dolores de la gente obrera”, es, sin dudas, ennoblecedor.
 Al republicano cubano le molesta la caricatura que hace la prensa de derecha de los anarquistas, presentándolos como reencarnaciones de los jacobinos franceses. Rechaza esa trasposición del terror a Chicago y la “pintura” de los anarquistas como salvajes europeos, con los sótanos llenos de bombas, y de sus mujeres como “furias verdaderas, que derriten el plomo, como aquellas de París que arañaban la pared para dar cal con que hacer la pólvora a sus maridos”. Al final, Martí, crítico de la pena de muerte, se opone a las condenas a la horca de los anarquistas y defiende una política obrera preventiva, que evite la confrontación violenta con la patronal, más en la línea del sindicalismo socialdemócrata que en la del movimiento comunista:

“¿Quién que castiga crímenes, aun probados, no tiene en cuenta las circunstancias que los precipitan, las pasiones que los atenúan, y el móvil con que se cometen? Los pueblos, como los médicos, han de preferir prever la enfermedad, o curarla en sus raíces, a dejar que florezca en toda su pujanza, para combatir el mal desenvuelto por su propia culpa, con medios sangrientos y desesperados”.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Yihadismo global



Ahora que la Alta Comisionada de Naciones Unidas, Navi Pillay, ha ordenado una investigación sobre el linchamiento de Muamar Gadhafi, tal vez podamos ganar mejor comprensión del daño que ha causado al derecho internacional la “guerra contra el terror” emprendida por Estados Unidos y sus aliados europeos en la última década. Pocos ponen en duda que Estados Unidos debía reaccionar a los atentados del 9/11 y actuar contra Al Qaeda, pero pocos, a la vez, comparten que esa reacción se extendiese a una guerra injustificada contra Irak y a la puesta en práctica de elusiones del derecho internacional.
Al siempre cuestionable rechazo de Washington al Estatuto de Roma y a la Corte Penal Internacional de La Haya, habría que agregar la paradoja, confirmada en los dos últimos años, de que bajo la administración de Barack Obama, líder demócrata que llegó a la presidencia criticando el unilateralismo de Bush, se hayan producido las ejecuciones, sin el menor apego a las normas del derecho internacional, de los líderes de Al Qaeda, Osama Bin Laden y Anwar Awlaki, este último, ciudadano norteamericano, ultimado en Yemén por un avión no tripulado de la CIA. En época de Bush, objetor del Estatuto de Roma, Sadam Hussein fue ejecutado luego de un proceso judicial.
Si algo identifica al terrorismo islámico y a las dictaduras del Medio Oriente, derrocadas por las recientes revoluciones árabes, es el desprecio por las normas jurídicas globales. El linchamiento de Gadhafi, tirano emblemático de esa parte del mundo, aunque a manos de rebeldes libios, fue celebrado por los altos mandos de la OTAN y por el propio gobierno de Estados Unidos. Se produce así una convergencia entre los métodos del terrorismo y el antiterrorismo, propia de rivales en una guerra irregular, que resulta contraproducente para los fines de la promoción de la democracia y el Estado de Derecho en el mundo.
Vincent Warren, director del Center for Constitutional Rights, una organización que defiende un marco jurídico global, basado en la Declaración Universal de los Derechos Humanos y en la propia Constitución de Estados Unidos, y que ha cuestionado las detenciones ilegales en Guantánamo, pero también la violencia doméstica, los feminicidios, la homofobia, el racismo y la represión de disidentes en diversos países africanos, latinoamericanos y del Oriente Medio, ha sugerido, con razón, que una ejecución extrajudicial ordenada por Washington es un aval formidable para la violación de los derechos humanos en cualquier lugar del planeta.
La sudafricana Navi Pillay, graduada como Barack Obama de la Harvard School of Law, que por años luchó contra el apartheid en su país, que ha denunciado los atropellos a los derechos femeninos en los regímenes islámicos y que trabajó en la Corte Penal Internacional de La Haya, tal vez pueda ayudar a esclarecer los daños que el antiterrorismo ocasiona al derecho internacional. Daños que, en su peor dimensión, refuerzan la tendencia a construir dictaduras subalternas, que violan derechos humanos en nombre de un estado de excepción o un yihadismo global, en regiones pobres y desiguales del mundo. 

domingo, 6 de noviembre de 2011

Razones del equivocado



En el último Babelia la figura del escritor austriaco, Peter Handke, viene envuelta en un halo trágico que deja una sensación enternecedora. En la entrevista de Cecilia Dreymüller, Handke se muestra escurridizo y zigzagueante, como sus propios libros y viajes, como sus propias divagaciones letradas por los parajes de Stendhal y Chejov, de Faulkner y Simenon. Uno de los riesgos del estilo, dice, es que cuando llega a estar muy personalizado se vuelve fácil de imitar. Y cuando eso sucede, como a su juicio le sucede a Thomas Bernhard, la escritura deja ser escritura, se convierte en artefacto.
La entrevistadora  interroga, a propósito de Preguntando entre lágrimas (2011), donde narra su involucramiento en la guerra civil yugoslava y su defensa del nacionalismo serbio, y prefiere no responder. Pregunta: “¿sigue pensando que Milósevic era una figura trágica?”. Respuesta: “ya no quiero decir nada más sobre ese tema. Cada vez que abro la boca me atribuyen palabras e intenciones que nunca he expresado. Estoy harto de esto”. En su nota “El pensador de instantes”, José Andrés Rojo parece dar en el clavo. La figura trágica no es el dictador serbio, es el propio Handke. Un escritor que tuvo razones para equivocarse:

“Handke cometió el error de decir, durante la guerra, que “los serbios son todavía más víctimas que los judíos” y, aunque se retractó inmediatamente, quedó estigmatizado. Y fue al funeral de Milíosevic, donde dijo unas palabras, como si no supiera que los gestos pesan a veces más que los mensajes. Ahí está su “irrealidad”: habló allí porque quería criticar “el lenguaje de un mundo que supuestamente sabía la verdad acerca de este “carnicero y dictador”. No lo hizo por ninguna lealtad a Slobodan Milósevic. La inmensa mayoría entendió, y seguramente con razón, que su presencia significaba su apoyo a un caudillo nacionalista. Handke y su obra tardarán aún mucho en zafarse del simbolismo de esas iniciativas. El hombre que quiso atrapar el dolor de todos los yugoslavos no debió asistir al funeral del político que gobernaba a los serbios cuando se produjo lo que el mismo Handke define como “el peor crimen contra la humanidad cometido en Europa después de la Segunda Guerra Mundial”, el de Srebrenica". 

sábado, 5 de noviembre de 2011

La crítica latinoamericana al marxismo soviético



Por lo general, cuando se intentan historiar las resistencias del marxismo latinoamericano a la ortodoxia soviética, en el siglo XX, vienen a la mente, después de José Carlos Mariátegui, quien murió en 1930, antes de que la propia teoría soviética se consolidara, una serie de discipulados filosóficos de pensadores europeos. Los marxistas latinoamericanos que descartaron la escolástica soviética vendrían siendo los pocos seguidores de Trotski y Gramsci, de Korsch y Lukács, de Sartre y Wright Mills que había a mediados del siglo XX en la región.
Apenas comenzaba a difundirse la crítica al estalinismo entre las izquierdas latinoamericanas, luego del XX Congreso del PCUS en 1956, cuando llegaron los revolucionarios cubanos y ayudaron a los soviéticos a relanzar su marxismo en América Latina. Los años 60 y 70 fueron las décadas de mayor proyección editorial y académica del marxismo soviético en la región. Fue entonces cuando más circularon los manuales de Konstantinov y Afanasiev y las propias versiones locales de los mismos, como el célebre Los conceptos elementales del materialismo histórico (1969) de Marta Harnecker, que en 2007 arribaba al record de 66 reediciones en la editorial Siglo XXI.
A veces se sugiere que el manual de Harnecker, alumna de Louis Althusser, abría un campo referencial para el marxismo latinoamericano, diferente al soviético. Lo cierto, sin embargo, es que el mismo, al igual que la propia obra de Althusser o los intentos de Adolfo Sánchez Vázquez de entender el marxismo como una “filosofía de la praxis”, derivados de una relectura de los ensayos de Karl Korsch sobre marxismo y filosofía de los 20 y de una aproximación cautelosa a la Escuela de Frankfurt, no se propusieron nunca desplazar al marxismo-leninismo soviético, sino adaptarlo a las condiciones históricas latinoamericanas. En Cuba, desde luego, se leían y se enseñaban más a los manualistas soviéticos que a Harnecker o a Sánchez Vázquez, quienes en círculos escolásticos de Moscú y La Habana eran catalogados de “revisionistas”.
Los estudios recientes del historiador mexicano Carlos Illades permiten ubicar el momento en que el marxismo latinoamericano comienza a enfrentarse más claramente a la ortodoxia soviética. Algo de esa crítica puede encontrarse en el Che Guevara –después de la crisis de los misiles del 62, ya que antes, en sus “Notas para el estudio de la ideología de la Revolución Cubana”, por ejemplo, incluía a Stalin como uno de los marxistas revolucionarios del siglo XX- y, luego, a partir de 1968, en líderes de la izquierda latinoamericana como Teodoro Petkoff y Nahuel Moreno. Sin embargo, la impugnación más clara del marxismo soviético, desde el marxismo latinoamericano, se produjo entre fines de los 60 y principios de los 80 en círculos de la Teoría de la Dependencia.
Ruy Mauro Marini, André Gunder Frank o Theotonio Dos Santos, al insistir en la función de América Latina dentro del capitalismo global, descartaron uno de los dogmas del marxismo soviético desde el periodo estalinista, que consistía en presentar las economías y sociedades latinoamericanas como semifeudales o no plenamente capitalistas. En ese diagnóstico se basó toda la política soviética hacia América Latina, que recomendaba a los comunistas de la región compartir la tarea de la industrialización. Los “dependentistas” tampoco suscribieron el sistema político soviético, que se reproducía en Cuba, aun cuando defendieran, en su mayoría, la “solidaridad” con la Revolución.  De más está decir que tampoco ellos fueron ampliamente difundidos en la isla, luego del breve y abortado intento de la revista Pensamiento Crítico por darlos a conocer.
Los teóricos de la dependencia, como es sabido, lograron mucho más diálogo con los gobiernos de Goulart en Brasil o de Allende en Chile que con los líderes cubanos. Su rechazo a la escolástica soviética los colocaba de lleno en el campo del “revisionismo de izquierda”, que, según el Partido Comunista de Cuba, debía ser combatido con tanto celo como el anticomunismo de derecha. Algunos conceptos básicos de la Teoría de la Dependencia pasaron, luego de la caída del Muro Berlín, a la obra de marxistas críticos latinoamericanos de las dos últimas décadas, como el ecuatoriano-mexicano Bolívar Echeverría, para quienes la crítica al marxismo soviético era tan necesaria como la crítica al liberalismo occidental.

   

miércoles, 2 de noviembre de 2011

El excepcionalismo crítico de Noam Chomsky



Hoy La Jornada reproduce la conferencia que pronunció Noam Chomsky en el campamento Occupy Boston, en la plaza Dewey de esa ciudad, dentro de un ciclo de conferencias en honor del historiador Howard Zinn, el pasado 22 de octubre. El tono de la conferencia de Chomsky es excepcionalista, de principio a fin. Cita la conocida tesis sobre Feuerbach de Marx, pero el mundo que le interesa transformar no es todo el mundo sino el mundo norteamericano.
Arranca diciendo que “nunca había visto nada como el movimiento Occupy Wall Street, ni en tamaño ni en carácter; ni aquí ni en ninguna otra parte del mundo”. Y luego agrega: “que el movimiento Ocupemos no tenga precedentes –ni en Estados Unidos ni en el mundo- es algo apropiado, pues ésta es una era sin precedentes, no sólo en estos momentos sino desde los años 70”. Siguiendo las ideas  de Zinn en A People’s History of the United States, el movimiento Ocupemos es un hito en la “historia de Estados Unidos”.
La era a la que se refiere Chomsky, en esta conferencia y varios de sus libros recientes, es la del capitalismo financiero y especulativo, que, a su juicio, no es propiamente “postindustrial” sino “desindustrializador” y “pauperizador”.  Pero esa era,  además de claros límites temporales –de los años 70 para acá- tiene, a su vez, claros límites geográficos: su espacio es el de las tres “plutonomías” clave del orbe, Estados Unidos, Gran Bretaña y Canadá, dominadas, a su vez, por la primera. El resto es “periferia”
Occupy Wall Street es, por tanto, una reacción contra el capitalismo financiero y especulativo norteamericano. Nada más y nada menos. En el razonamiento de Chomsky, la excepcionalidad de ese capitalismo está determinada por su hegemonía global. De ahí que la oposición a dicha hegemonía deba ser igualmente excepcional. No es raro, entonces, que no haya en el elocuente discurso de Chomsky alusión alguna a los indignados europeos o latinoamericanos.