Libros del crepúsculo
lunes, 18 de julio de 2016
jueves, 14 de julio de 2016
Milagrerías españolas
Viajar por España es para los latinoamericanos una suma de confirmaciones de que los orígenes de nuestra milagrería se encuentran en esta península. En la base de la tumba de Gonzalo Ruiz de Toledo, donde se ve el enorme óleo "El entierro del señor Orgaz" del Greco se lee que era tan virtuoso aquel toledano que su sola presencia salvaba a la villa de infortunios. Para mantener viva aquella protección angelical, el señorío debía donar a la iglesia, todos los años, dos corderos, dieciséis gallinas, dos odres de vino y ochocientos maravedíes.
En el convento de Santa Teresa de Jesús en Ávila se recuerda que de niña la escritora jugaba con su hermano a la guerra de moros y cristianos. Soñaba que viajaba como cruzada a Tierra Santa y que la descabezaban los infieles. Los curadores del museo de la santa de Ávila sugieren que su vocación de martirio y sacrificio se curtió en aquellos juegos infantiles, que ya en la adultez, la llevaron a imaginar que un ángel le atravesada el corazón con una lanza y a escribir miles y miles de páginas sentada en el suelo de una celda desolada.
En la catedral de Zaragoza, donde reside la Virgen del Pilar, se reproduce la leyenda de Miguel Pellicer, el joven al que amputaron una pierna luego de que una carreta le pasara por encima y que le fuera recolocada por un milagro de la virgen. Los padres de Pellicer, agrega la inscripción, vieron con sus propios ojos las cicatrices de la pierna amputada en la nueva pierna concedida por la Pilarica. El rey Felipe IV quedó tan impresionado con el milagro que hizo viajar a Pellicer a Madrid y le besó la pierna "curada".
En la placita de Sant Josep Oriol de Barcelona, a un costado de la parroquia de Santa María del Pi, una tarja asegura que los poderes milagrosos del santo catalán del siglo XVII eran tales que el maestro de obras de la iglesia, José Mestres, a pesar de su gordura, cayó de un puente y no se hizo ningún daño. Por cierto que los dos apellidos, el del santo y el del maestro de obras, se unen en el nombre del arquitecto Josep Oriol Mestres, diseñador de la catedral de Barcelona y proyectista de otros edificios de esta ciudad, opacados por la famosísima obra de Antoni Gaudí.
En el convento de Santa Teresa de Jesús en Ávila se recuerda que de niña la escritora jugaba con su hermano a la guerra de moros y cristianos. Soñaba que viajaba como cruzada a Tierra Santa y que la descabezaban los infieles. Los curadores del museo de la santa de Ávila sugieren que su vocación de martirio y sacrificio se curtió en aquellos juegos infantiles, que ya en la adultez, la llevaron a imaginar que un ángel le atravesada el corazón con una lanza y a escribir miles y miles de páginas sentada en el suelo de una celda desolada.
En la catedral de Zaragoza, donde reside la Virgen del Pilar, se reproduce la leyenda de Miguel Pellicer, el joven al que amputaron una pierna luego de que una carreta le pasara por encima y que le fuera recolocada por un milagro de la virgen. Los padres de Pellicer, agrega la inscripción, vieron con sus propios ojos las cicatrices de la pierna amputada en la nueva pierna concedida por la Pilarica. El rey Felipe IV quedó tan impresionado con el milagro que hizo viajar a Pellicer a Madrid y le besó la pierna "curada".
En la placita de Sant Josep Oriol de Barcelona, a un costado de la parroquia de Santa María del Pi, una tarja asegura que los poderes milagrosos del santo catalán del siglo XVII eran tales que el maestro de obras de la iglesia, José Mestres, a pesar de su gordura, cayó de un puente y no se hizo ningún daño. Por cierto que los dos apellidos, el del santo y el del maestro de obras, se unen en el nombre del arquitecto Josep Oriol Mestres, diseñador de la catedral de Barcelona y proyectista de otros edificios de esta ciudad, opacados por la famosísima obra de Antoni Gaudí.
lunes, 4 de julio de 2016
Lam y el panafricanismo
Impresionan varias cosas en la gran retrospectiva de la obra de Wifredo Lam en el Museo Reina Sofía de Madrid. El homoerotismo del periodo español del pintor en Madrid, en los años 20, cuando retrataba a indios con loros y a chinos con sol al fondo; el breve paso por un trabajo con las líneas o el grafismo, similar al de Paul Klee y Joan Miró; la arqueología de la idea de la "jungla" en La Habana de los años 40; la aproximación al abstraccionismo en los años 50, cuando lo capta el fotógrafo Jesse Fernández en su casa de Marianao...
Pero el motivo que más rápido se asienta en la poética de Lam y que lo acredita dentro del núcleo surrealista -más allá de una biografía política compartida, que tiene como centro el exilio de París tras la ocupación nazi, narrado por Varian Fry-, es el panafricanismo. Desde sus primeros autorretratos se puede leer una idea panafricana de la cultura occidental, en Lam, que lo mismo apela al trabajo con las máscaras que a una vegetalización de las formas humanas que se verificará en su obra de madurez, de los años 40 en adelante.
Tiene sentido que el momento de mayor contacto de la obra de Lam con la Revolución Cubana coincida con los años de la OLAS, la OSPAAAL y el Salón de Mayo, entre 1966 y 1968. En los films privados que Lam realizó por aquellos años y que se muestran al público, por primera vez en esta exposición, se ve al artista viajando desde Albisola, Italia, donde residía, a la isla, visitando colegios rurales y bañándose en Varadero, siempre rodeado de la misma troupe vanguardista que lo había acompañado en sus giras por Egipto, África del Norte y el Caribe desde los 50, donde se familiarizó con las tesis de Aimé Césaire.
Lam vendría siendo uno de los pocos artistas cubanos, si no el único, que vivió la Revolución Cubana como cualquier otro artista de la vanguardia europea. Lo que le atrajo de ese proceso no fue su inscripción en la órbita soviética, que debió generarle más de un conflicto, sino la posibilidad de un impulso a la descolonización que haría visible el trasfondo africano de la cultura europea. Después del 68, eso que atraía a Lam fue disipándose y metamorfoseándose en un ajedrez geopolítico al que correspondía una rearticulación interna del racismo por la vía totalitaria.
Pero el motivo que más rápido se asienta en la poética de Lam y que lo acredita dentro del núcleo surrealista -más allá de una biografía política compartida, que tiene como centro el exilio de París tras la ocupación nazi, narrado por Varian Fry-, es el panafricanismo. Desde sus primeros autorretratos se puede leer una idea panafricana de la cultura occidental, en Lam, que lo mismo apela al trabajo con las máscaras que a una vegetalización de las formas humanas que se verificará en su obra de madurez, de los años 40 en adelante.
Tiene sentido que el momento de mayor contacto de la obra de Lam con la Revolución Cubana coincida con los años de la OLAS, la OSPAAAL y el Salón de Mayo, entre 1966 y 1968. En los films privados que Lam realizó por aquellos años y que se muestran al público, por primera vez en esta exposición, se ve al artista viajando desde Albisola, Italia, donde residía, a la isla, visitando colegios rurales y bañándose en Varadero, siempre rodeado de la misma troupe vanguardista que lo había acompañado en sus giras por Egipto, África del Norte y el Caribe desde los 50, donde se familiarizó con las tesis de Aimé Césaire.
Lam vendría siendo uno de los pocos artistas cubanos, si no el único, que vivió la Revolución Cubana como cualquier otro artista de la vanguardia europea. Lo que le atrajo de ese proceso no fue su inscripción en la órbita soviética, que debió generarle más de un conflicto, sino la posibilidad de un impulso a la descolonización que haría visible el trasfondo africano de la cultura europea. Después del 68, eso que atraía a Lam fue disipándose y metamorfoseándose en un ajedrez geopolítico al que correspondía una rearticulación interna del racismo por la vía totalitaria.
sábado, 2 de julio de 2016
Los dioses útiles del historiador Álvarez Junco
Desde abril de este
año circula en librerías de España un libro del historiador José Álvarez Junco
que ha acompañado el zigzagueante proceso electoral en este país. Publicado por
Galaxia Gutenberg, el volumen regresa al debate historiográfico sobre las
naciones y los nacionalismos, que parecía teóricamente agotado desde los años
90, pero que la práctica política del siglo XXI, con su rearme de los
populismos de izquierda o derecha, ha vuelto a colocar en el centro de la
esfera pública.
En Dioses
útiles (2016), Álvarez Junco repasa la querella historiográfica sobre los
nacionalismos en las últimas décadas del siglo XX. El punto partida de aquella
ola revisionista no fueron los trabajos de Anthony D. Smith, Ernest Gellner,
Benedict Anderson o Eric Hobsbawm, como generalmente se piensa, sino un poco
antes, a principios de los 60, un libro pionero de Elie Kedourie que entendía
las identidades nacionales y los discursos nacionalistas como construcciones
políticas.
Ninguno de aquellos historiadores, que
tanto insistieron en que todas las políticas de la identidad nacional se
basaban en relatos fundacionales míticos, negó que los nacionalismos fueran
realidades culturales concretas. Hay un “nacionalismo banal”, como dirá en los
90 Michael Biling, relacionado con los sentimientos y las emociones
patrióticas, que se manifiesta en las guerras, los deportes, la diplomacia o el
ceremonial de Estado, y que sobrevive a cualquier modernización.
Los mayores estragos del siglo XX no
fueron causados por ese tipo de patriotismo sino por las instrumentalizaciones
totalitarias del nacionalismo. La idea “primordialista” de la nación, que
remite a identidades cerradas de raza, lengua o religión, no necesariamente
deriva en un ordenamiento jurídico autoritario o totalitario, pero tiende a
legitimar formas políticas no democráticas. Muchos movimientos descolonizadores
del Tercer Mundo, desde la Revolución Haitiana, reivindicaron una idea
primordialista de la nación, pero rápidamente pasaron a sostener un principio
moderno de soberanía nacional.
También en España, en los años de la
Constitución de Cádiz, encuentra Álvarez Junco esa formulación moderna del
principio de soberanía nacional. A pesar de la inestabilidad del siglo XIX
español, dicho principio sobrevivió hasta inicios del siglo XX, cuando comienza
a ser seriamente cuestionado por algunas corrientes del “regeneracionismo”
posterior a la guerra del 98 y, luego, por las dictaduras de Miguel Primo de
Rivera y Francisco Franco.
Las manifestaciones más autoritarias
del nacionalismo vasco o catalán, según Álvarez Junco, tuvieron su origen en
aquella primera mitad del siglo XX. Siguiendo a Jordi Canal, en su Historia mínima de Cataluña (2015), el
historiador habla de un “catalanismo ensimismado y autorreferencial”,
contrapuesto a otro cosmopolita y abierto, cuyas raíces se hunden en el racismo
anticastellano o antiespañol de Valentí Almirall, Pompeu Gener o Prat de la
Riba en las décadas posteriores al “desastre” del 98.
Los
dioses de las identidades nacionales deben ser, ante todo, útiles para la
propagación de un civismo que consolide las democracias. La misión de los
políticos es, en buena medida, discernir entre unos dioses y otros, los que
favorecen o los que enturbian la cultura cívica. El propio libro de José
Álvarez Junco es un buen ejemplo de crítica moderna a los nacionalismos, en un
país donde la palabra “regeneración” aparece con demasiada frecuencia en el
lenguaje de los políticos jóvenes.
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