Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

sábado, 30 de octubre de 2010

Contra la justicia trascendental



Quien sepa disfrutar la lectura de clásicos de la filosofía política como Aristóteles y Santo Tomás, Hobbes y Locke, Montesquieu y Rousseau, Constant y Tocqueville o Burke y Stuart Mill, encontrará poco refinados la exposición y el argumento de Amartya Sen, en su último libro, La idea de la justicia (2010). Me temo, sin embargo, que este libro, aunque menos sofisticado y con pocas posibilidades de construir un paradigma teórico tan influyente, puede ser más útil que el clásico Teoría de la justicia (1979) de John Rawls, con quien se mide.
Sen comienza distinguiendo dos actitudes filosóficas ante el concepto de justicia. La de los contractualistas (Hobbes, Locke, Montesquieu, Rousseau, Kant…), que desemboca en Rawls, y que parte de una definición de la justicia como ideal, alcanzable o inalcanzable, pero ideal al fin. Frente a esa célebre y variopinta tradición, que Sen llama del “institucionalismo trascendental”, se articularía otra, que opta por un enfoque comparativo, en el que la justicia es más lo menos injusto que lo perfectamente justo.
Esa tradición, igualmente distinguida y plural, a la que pertenecerían Adam Smith, Condorcet, Jeremy Bentham, Mary Wollstonecraft, Karl Marx y John Stuart Mill, es en la que Sen se reconoce. Si la primera desemboca en el maestro Rawls, la segunda desemboca en el discípulo Sen. Pero no hay aquí mera construcción de genealogías intelectuales sino un resuelto empeño de colocar la justicia entre las prioridades de las políticas públicas y privadas del siglo XXI.
Sen, como sabemos, es filósofo y, a la vez, economista. Esa dualidad es tan excepcional como efectiva a la hora de diagnosticar un problema social y recomendar sus posibles soluciones. Este libro es un buen ejemplo de dotación de sentido práctico al pensamiento político. Las reglas de la recepción intelectual funcionan, sin embargo, de otra manera. No por útil el libro de Sen tendrá mejor fortuna académica que el clásico de Rawls.

miércoles, 27 de octubre de 2010

Lezama fastidia a Hegel

Entre la polvareda de invisibilidades, lugares comunes, folklorismos e instrumentaciones turísticas o políticas que está produciendo José Lezama Lima en su centenario, una idea, ayer, de Ottmar Ette -el gran crítico alemán, autor del mejor estudio con que contamos sobre la recepción de José Martí en el siglo XX cubano y estudioso de figuras tan hurañas como Humboldt, Barthes y Arenas- en el homenaje al autor de Paradiso, organizado por El Colegio de México, el CIDE, la UNAM, la UAM y el Claustro de Sor Juana.
Dice Ette que algunos pasajes de La expresión americana (1957), como aquellos que hablan del “pesimismo de los alimentos de Hegel” o invita a los “sibaritas ingleses a hundirse en el argentino bife” o protesta contra la españolización de Picasso, contra tantas y tantas maniobras para “extraerlo de la tradición francesa” y “desamericanizarlo”, remitiéndolo obsesivamente a los toros y las caras malagueñas, deben ser leídos como carcajadas, risas, burlas de Lezama contra los estereotipos nacionalistas e identitarios.
El propio Lezama lo dice a propósito de la representación del mundo americano en la Filosofía de la historia de Hegel: “si vuelvo a él, es un tanto con el propósito de burlarlo, señalando para su fastidio, una de las veces en que la idea no coincidió con la realidad, pues en ese soberano espíritu, parece como si los hechos y lo empírico domesticados siguieran su ideograma previo, las irritadas exigencias de su mando conceptual”.
Aquí Lezama, dice Ette, es un criollo, un republicano, un heredero de Fray Servando Teresa de Mier, José Martí, Walt Whitman y Herman Melville, un americano –más que un latino, un hispano o un “nuestroamericano”- que defiende su Nuevo Mundo, su Hemisferio, su continente, su orilla atlántica de los clichés de la vieja Europa, especialmente de la que quedó aturdida por los excesos del racionalismo neoclásico.

martes, 26 de octubre de 2010

El periódico de la lengua

Un amigo que siempre me discute que El País es el mejor periódico de la lengua, quedó sin argumentos este fin de semana cuando le dije que sólo en ese diario podía leerse una página de opinión de Slavoj Zizek contra las políticas antiinmigrantes en Europa y, al día siguiente, otra de Mario Vargas Llosa criticando los elementos más reaccionarios del Tea Party -aunque reconociendo que algunos reclamos de ese movimiento, como la dilatación del Estado y la burocracia, son genuinos.
Lo importante no es, desde luego, la pluralidad por la pluralidad. El mérito de El País es haber logrado esa pluralidad, en la que un marxista y un liberal pueden ser vecinos, por medio del rigor intelectual. Si algo hay en esas dos cuartas páginas, “Barbarie con rostro humano” de Zizek, el sábado, y “Las caras del Tea Party” de Vargas Llosa, el domingo, es rigor. Ambos, cada uno en su estilo, escriben bien, manejan el género, pero, sobre todo, colocan sus juicios en una perspectiva intelectual de la mayor sofisticación.
La ventaja que El País le saca a los demás periódicos de la lengua tiene que ver con ese rigor plural y, también, con una privilegiada visión espacial. Ese diario madrileño es, tal vez, el más plenamente atlántico que existe en el mundo. A sus editores les interesa Europa y Estados Unidos, España y América Latina, en proporciones más equitativas que a los editores de The New York Times o Le Monde, por ejemplo. Los otros medios impresos iberoamericanos son demasiado nacionales o demasiado continentales, raras veces se mueven entre una y otra orilla con esa agilidad mercurial.

viernes, 22 de octubre de 2010

La interpretación histórica de la literatura

Releyendo algunos de los primeros libros de poesía y narrativa del escritor cubano Lorenzo García Vega –Suite para la espera (1948), Espirales del cuje (1952) y Cetrería del títere (1960)- he recordado la defensa que hiciera Edmund Wilson de la “interpretación histórica de la literatura” en The Triple Thinkers (1948). Allí Wilson cuestionaba la mirada ahistórica de la crítica literaria, que persiste en contraponer Literatura e Historia, y demandaba estudios mal vistos por puristas y filólogos como “las ideas políticas de Flaubert”.
Estamos acostumbrados a leer a críticos literarios que nos dicen que las primeras obras de García Vega son “ecos de las vanguardias” o “subsistencias del surrealismo” en Cuba. ¿Es eso suficiente? No, hay muchas más cosas en aquella literatura: una deuda con la lectura de Lezama de las vanguardias literarias (Joyce, Kafka, Borges y Vallejo, por ejemplo) que ha sido demasiado negada, en buena medida, por las propias poses retóricas de Lezama contra la generación de Avance; una apelación a la novela familiar que es síntoma de casi todas las poéticas origenistas; un cuestionamiento radical de la tradición intelectual cubana, rural y urbana, moderna y tradicional, martiana y casaliana, varoniana y mañachiana…
Me temo que la única manera de llegar más a fondo y comprender algunas claves de la literatura del joven García Vega es por medio de la historia intelectual. Para muchos, García Vega es sólo el autor de Los años de Orígenes, Rostros del reverso y El oficio del perder. Es ese el registro, en clave de confesión, memoria o diario, que interesa no sólo porque es ahí donde se encuentra la crítica más explícita al origenismo sino porque se trata de textos en los que la “interpretación histórica de la literatura”, de que hablaba Wilson, es más fácil. Digamos que es ahí donde el crítico tiene menos que hacer, donde es menos ardua su tarea.
Más complicado y, a la vez, más interesante, me parece leer la historia allí donde se oculta, donde debe ser exhumada de la superficie del texto. Pienso ahora no sólo en los tres libros juveniles de García Vega sino también en su primera obra poética en el exilio, como Ritmos acribillados (1972) por ejemplo. El prólogo que escribió Mario Parajón a la primera edición de este cuaderno sigue siendo, a mi entender, lo mejor que se ha escrito sobre García Vega, precisamente, porque escucha las preguntas del escritor a su tiempo y a su ciudad y no se pierde en la ubicación de García Vega en alguna categoría intemporal de la lírica.

jueves, 21 de octubre de 2010

El joven poeta lector




Releí la Suite para la espera (1948) de Lorenzo García Vega en busca de algunas imágenes de creía recordar: un buitre tras las rejas, flamencos desnucados, tumbas rojas, niños semidesnudos disfrazados de vikingos, un buey henchido, las insoportables campanas de los predicantes, noches de Matanzas, delfines de algodón, heliotropos, focas, caracoles…
Encontré, sin embargo, un joven poeta, de apenas 22 años, que afirma sus lecturas. “Sí, he sido lector de Lautréamont” –dice-, como si confesara una culpa o se defendiera de quienes le reprochan algún desvío. Y luego, la “frente estrujada de Blake”, y Conrad y Verlaine y Vallejo y Whitman. Los libros juveniles son un tema clave de ese poemario de García Vega.
En “Conjuros del lector”, por ejemplo, se entabla el diálogo entre lectura y dispersión, entre el libro y sus fugas. El lector parece conversar con el libro, pedirle disculpas por perder la concentración, a ratos: “Ya vuelvo, libro. Invernadero, ventana, han desplazado nuca/ Han dicho que tedioso horizonte, y que frente de rebuscados espejos/ tiene el lago/ He vuelto al libro; digo que vuelvo el mascoteo de mis manos/ Que orla, parla, y tarde se han vencido”.

martes, 19 de octubre de 2010

El imposible Libro Negro



Habíamos leído la novela Vida y destino (1980) del gran escritor ucraniano Vasili Grossman (1905-1964). Sabíamos que su autor había sufrido toda clase de infortunio bajo el régimen estalinista y que aquella inmensa novela, que tantos lectores le ganó, había sido publicada, en Suiza, dos décadas después de su muerte. Sabíamos, pues, que Grossman fue un desgraciado.
Lo que no sabíamos, hasta la edición de La vida y el destino de Vasili Grossman (Madrid, Encuentro, 2010), la espléndida biografía de John y Carol Garrard, reseñada en Babelia por L. F. Moreno Claros, era que aquella desgracia había comenzado cuando Grossman, respaldado por el escritor estalinista, también ucraniano, Iliá Erenburg, había propuesto a Stalin la redacción de un Libro Negro de las matanzas de judíos en la Unión Soviética durante la Segunda Guerra Mundial.
Para Grossman era evidente que los principales responsables de ese capítulo del holocausto eran los nazis, en campos como Treblinka o Sobidor. Pero a él le parecía también importante documentar la colaboración de antisemitas ucranianos y lituanos en aquellas masacres. Aunque aquellos antisemitas eran enemigos de Stalin que se aliaban con la invasión nazi, la propuesta del Libro Negro molestó tremendamente a Stalin ya que ofrecía una imagen bárbara de algunos ciudadanos soviéticos.
Ahí comenzó el infortunio de Grossman. Ni el apoyo del oficialista Erenburg, ni la prosa tolstoyana o el resuelto antifascismo salvaron a Grossman de la furia de Stalin. Rechazada su propuesta, quedaba el propio Grossman como testigo incómodo de aquella protección del mito soviético, capaz, ya no de controlar la información, sino de eliminar físicamente a quien la utilizase para defender los propios valores comunistas.

lunes, 18 de octubre de 2010

Maalouf, el exilio y las estatuas


Juan Cruz viajó a la isla de Yeu, en el Atlántico francés, donde murió el mariscal Petain y donde vive su exilio el escritor libanés Amin Maalouf. El autor de Identidades asesinas y Orígenes, reciente Premio Príncipe de Asturias, habló con Cruz, para El País Semanal, sobre los temas de su último libro de ensayos, El desajuste del mundo, y, naturalmente, sobre el exilio, uno de los focos principales de su obra.
Maalouf es el caso raro de exiliado sin nostalgia. Él se siente un extraviado. Se imagina como un “vagabundo doméstico”, que se olvida de sí mismo, “que siempre está alejándose del centro”. No de otra manera podría explicarse su crítica paralela a los nacionalismos del Medio Oriente y al racismo de Occidente o la búsqueda de su doble en Cuba, donde vivió por un tiempo su abuelo, para luego regresar al Líbano, donde nacieron su padre y él.
Sobre Cuba, país que visitó mientras investigaba la trama de su libro, Orígenes, o más específicamente sobre Fidel Castro, habló Amin Maalouf con Juan Cruz:

“Fidel es, por supuesto, muy autócrata; eso lo sabía antes de ir, y lo tenía presente cuando estaba allá, pero lo que yo no sabía antes de ir a Cuba es que él no tiene el hábito de poner su nombre a las calles o a las avenidas, ni de erigir estatuas suyas o publicar sus fotos en carteles. Inevitablemente, todos los autócratas de la historia son expulsados algún día. La última estatua que vimos derribar fue la de Saddam Husein en Irak, pero hay otros ejemplos, como Stalin, Lenin… En Cuba, sin embargo, cuando se vayan los dos hermanos Castro, no habrá estatuas que destruir. No tendrán que rebautizar avenidas, porque allí se llaman Che Guevara o Allende, pero no hay ninguna llamada Fidel Castro”.

Antes, en Orígenes, Maalouf había anotado:

“Cuando sus sucesores se rebelen contra sus recuerdos, no encontrarán ninguna cerca que tirar abajo ni ninguna gran obra que inaugurar”.

jueves, 14 de octubre de 2010

Libros de otros

Hoy los periódicos mexicanos reportan que durante la ceremonia de entrega de la Medalla al Mérito Artístico al poeta José Emilio Pacheco, la comisionada de cultura de la Asamblea del Distrito Federal, militante del PRD, le atribuyó las obras Un tranvía llamado deseo de Tennessee Williams y Cuatro cuartetos de T. S. Eliot.
Otro legislador del PRI dijo que “se quitaba el sombrero frente a Pacheco”, que sus “obras eran muy buenas” y que “las conocía porque en la escuela le enseñaron Crónica de una muerte anunciada ”.
He pensado en la diversión de José Emilio, Premio Cervantes, y en su famoso poema “A quien pueda interesar”, donde deja a otros (Williams, Eliot, García Márquez…) la voluntad de escribir esos libros que le atribuyen.


Que otros hagan aún
el gran poema
los libros unitarios
las rotundas obras
que sean espejo de armonía

A mí sólo me importa
el testimonio del momento que pasa
las palabras que dicta en su fluir
el tiempo en vuelo

La poesía que busco
es como un diario
en donde no hay proyecto ni medida

Sobre la Academia de Historia de Cuba


Ahora que el Consejo de Estado de la isla decidió restablecer la Academia de Historia de Cuba, clausurada hace exactamente medio siglo por el gobierno revolucionario, vale la pena releer la entrada, más bien cariñosa, que le dedicó a esa institución republicana el excluyente Diccionario de la literatura cubana (La Habana, Letras Cubanas, 1980, t. I, pp. 19-20)
Según el secretario del Consejo de Estado, Homero Acosta, la institución será “autónoma” y “nacional”. Obsérvese que aquella, la republicana, era “independiente”, adscrita inicialmente a la Secretaría de Instrucción Pública y Bellas Artes –no a un Consejo de Estado o cualquier otra dependencia del poder ejecutivo- y, además de contar con personalidad jurídica propia a cuatro años de su fundación, en ella eran admitidos como miembros historiadores cubanos residentes fuera de la isla.

ACADEMIA DE LA HISTORIA DE CUBA
Fue creada por Decreto Presidencial fechado el 20 de agosto de 1910, e inaugurada el 10 de octubre del propio año. Tuvo en sus inicios carácter independiente, adscrita a la Secretaría de Instrucción Pública y Bellas Artes; en julio de 1914 se le concedió personalidad jurídica propia y plena capacidad civil para todos los efectos legales. Estuvo dirigida por un presidente de honor, que debía ser a su vez el secretario de Instrucción Pública y Bellas Artes, un presidente efectivo, treinta académicos de número residentes en La Habana, treinta académicos correspondientes residentes en las provincias o en el extranjero, un secretario y un bibliotecario. El primer presidente fue Fernando Figueredo (en la imagen del post), sustituido tras una corta etapa por Evelio Rodríguez Lendián. Los objetivos fundamentales de la Academia fueron investigar, adquirir, coleccionar y clasificar todos aquellos documentos que en mayor o menor grado pudieran ser una contribución al enriquecimiento de nuestra historia. Además, se preocupó por salvar los objetos que constituyeran recuerdos históricos. Organizó concursos, ofreció conferencias y publicó monografías, colecciones y documentos. Contó con un archivo compuesto por más de diez mil documentos, entre los cuales figuran originales de Carlos Manuel de Céspedes y Salvador Cisneros Betancourt y copias valiosas extraídas del Archivo de Indias, relacionadas con la historia de Cuba. En 1919 apareció el primer tomo de Anales de la Academia de La Historia, publicado bajo la dirección de Domingo Figarola-Caneda. Su último número apareció en 1956. También editó, entre 1944 y 1956, un Anuario que recogía en sus páginas las actividades y diversas cuestiones administrativas relacionadas con la institución. Desaparecida en 1960, su archivo y biblioteca pasaron al Archivo Nacional de la Academia de Ciencias de Cuba y al Archivo Histórico de la Revolución.

BIBLIOGRAFÍA
Iraizoz, Antonio. «Labor de la Academia de la Historia», en Anales de la Academia de la Historia de Cuba. La Habana, 13: 123-125, ene.-dic., 1931 [Lagómasino Álvarez, Luis]. «La Academia de la Historia», en Boletín nacional de historia, geografía y ciencias naturales. La Habana, 1 (2-3): 24-28, jun.-dic., 1912. Pérez Cabrera, José Manuel. «Palabras pronunciadas por [...] en la Feria Anual del Libro celebrada en el Parque Central de La Habana, el día 5 de diciembre de l943» y «Palabras leídas a nombre de la Academia de la Historia de Cuba por [...] con motivo de la IV Feria Cubana del Libro celebrada en el Parque Central de La Habana, el día 10 de diciembre de 1945», en Anales de la Academia de la Historia de Cuba. La Habana, 25 y 27: 119-123 y 118-121, ene.-dic., 1943 y 1945, resp. «Proyecto de reglamento de la Academia de la Historia de Cuba», en Anales de la Academia de la Historia La Habana, 1 y 3 (1 y 1): 199-206 y 219-232, jul.-ago. y ene.-jun., 1919 y 1921, resp. Santovenia, Emeterio. Cuarenta años de la vida de la Academia. La Habana, Imp. El Siglo XX, 1950. La vida de la Academia de la Historia (1910-1932), por Juan Miguel Dihigo y Mestre [y otros]. La Habana, Imp. El Siglo XX, 1924-1932. 9 t.

miércoles, 13 de octubre de 2010

Socialismos cubanos II






En el número de octubre de Espacio Laical, la importante revista católica cubana, continúa el debate entre Julio César Guanche y Roberto Veiga sobre democracia, ideologías y socialismos en Cuba. También en ese número aparece el ineludible artículo “Entre el ajuste fiscal y los cambios estructurales” de los economistas Pavel Vidal Alejandro y Omar Everleny Pérez Villanueva, donde se exponen los límites de la extensión del trabajo por cuenta propia impulsada por el gobierno cubano y se defiende una reforma económica más profunda.
Caracterizada por un ejemplar respeto y una inusual honestidad, la polémica entre Guanche y Veiga llega a un punto que, desde 1960 por lo menos, no se debatía seriamente en alguna publicación insular: la pertinencia o no de una ideología de Estado. Haber llegado hasta ahí sería suficiente para dar la bienvenida a este intercambio inteligente y bien escrito. Sin embargo, son muchas las discrepancias que me suscitó la lectura de los textos, por lo que sólo me concentraré en algunas antes de reproducir ambos ensayos.
La idea de que el principio liberal de la división de poderes venció a la tesis “democrática” de la “unidad de poder” me parece sumamente cuestionable desde el punto de vista histórico y teórico. En ninguna democracia antigua o renacentista se planteó la idea de una “unidad de poder” y los conceptos de “soberanía popular” y “contrato social” nunca estuvieron reñidos –desde Hobbes y Locke, Montesquieu y Rousseau, la Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano (1789) o la Constitución norteamericana de 1787- con el gobierno representativo o la división de poderes. Sólo en las monarquías absolutas podríamos encontrar una defensa de la “unidad de poder”, aunque con justificaciones doctrinales tan distintas como el derecho divino de los reyes o el regalismo de estilo borbónico.
La idea de la “unidad de poder” surge, de hecho, con la breve experiencia jacobina en 1793, ya que ni siquiera en Rousseau aparece formulada. De ahí que sea más correcto decir que la división de poderes, que es anterior al jacobinismo, venció, a la vez, al absolutismo monárquico y al Comité de Salud Pública jacobino que, como sabemos, también gobernaba “en nombre del pueblo”.
La “democracia”, en el sentido moderno del término, nace a mediados del siglo XIX dentro de gobiernos representativos, con balance entre los poderes ejecutivo, judicial y legislativo, como los que existen en la mayoría de los países del mundo. La confusión -o identidad deliberada- de democracia y jacobinismo es evidente y, por tanto, debatible.
Tampoco creo que por decisiones equivocadas, costosas o genocidas de un presidente, en materia de política exterior, una democracia deje de ser una democracia. La democracia no puede estar definida por las cualidades intelectuales o morales del titular del poder ejecutivo de un país concreto ni deja de ser un régimen de esa naturaleza por los desequilibrios mundiales o los graves problemas estructurales de países desiguales o injustos. No es impertinente recordar que algunas de las políticas más atroces del siglo XX se adoptaron a partir de supuestos ejercicios de “democracia directa”.
Es difícil compartir, a principios del siglo XXI, que existen “opciones falsas” para una sociedad que, a partir de una articulación descontrolada del consenso, se hacen pasar por “democráticas” ¿A partir de qué estatuto epistemológico o moral se puede establecer que un proyecto de nación, surgido de la ciudadanía de un país, es “falso” o “verdadero”, “bueno” o “malo”? Hay ahí una vocación autoritaria que todavía presiona por acotar el espacio de la tolerancia ideológica y, sobre todo, el reconocimiento de legitimidad a sujetos de la oposición política o la sociedad civil.
Por último, anoto que el hecho de que en la esfera pública insular no se articulen actores políticos autodenominados “liberales” no quiere decir que no existan ni que todos sean "de derecha". Además de que la mayoría de los políticos cubanos, dentro o fuera del poder, admite cierto rango de liberalismo una vez que reconoce instituciones como el gobierno representativo, la división de poderes y el Estado de derecho o valores como la tolerancia, la igualdad ante la ley y la libertad de expresión, no debería ignorarse que en la isla y en el exilio existen agrupaciones liberales, democristianas, socialdemócratas y de diversas orientaciones socialistas que, no por la limitada incidencia que les impone una esfera pública cerrada, deben ser invisibilizadas, al menos en el debate.





Por un consenso para la democracia (Diálogo con Roberto Veiga)

Julio César Guanche


No sé dónde leí esta anécdota, creo recordar que en Jorge Luis Borges: un crítico escribió una nota contra un libro y recibió de su autor una bofetada. El crítico respondió: ese fue el ex abrupto, ahora espero su argumento. Roberto Veiga ha contestado con respeto a un texto en el cual polemicé con él. Para continuar el diálogo, en la esperanza de que otras personas critiquen ambos trabajos, trataré aquí algunos puntos debatibles en posiciones como las sustentadas por Veiga, con su misma intención: desear una nación que delibere sobre argumentos y no sobre ex abruptos.

I
En Cuba existe una extensa zona de la cultura política que es calificable de liberal. Sin embargo, muy pocos se muestran explícitamente como tales. La Constitución cubana establece que el Estado fundamenta su política educacional y cultural en el ideario marxista y martiano. La preeminencia política y legal de la que goza dicha doctrina —en su interpretación oficial— complejiza la discusión pública entre ideologías abiertamente expresadas. La eventualidad de que alguien pueda ser acusado de confrontar problemas «político-ideológicos» lo confirma: no remite a debates ideológicos sino al control de las «desviaciones» de una única ideología legitimada.

Esta realidad es una de las causas probables del empobrecimiento de la discusión cubana típicamente ideológica. Buena parte de ese liberalismo —que se adquiere mayoritariamente en el «mercado negro»— y de ese marxismo (-leninismo) — que toca por la «libreta de abastecimientos»— es de una insuficiencia teórica espectacular. En consecuencia, el término «ideología» produce espanto y parece sinónimo de «fundamentalismo» —lo que hace parte de la imaginación que acusa a la ideología de ser un metarrelato totalitario. Otro tanto sucede con la crítica a determinadas posiciones por ser «políticas». Imputarle a alguien tener «pretensiones políticas», o una «agenda (política) propia», le sirve a algunos para calificar como insanas sus intenciones.

Apenas se discute cómo estas nociones son el triunfo de creencias no democráticas. Excluir posiciones ideológicas impide la discusión sustantiva sobre sus contenidos. No por azar se presentan a menudo discusiones «ideológicas» bajo la forma de debates sobre «procedimientos»: no es que el imputado tenga otras ideas, sino que no ha seguido correctamente los trámites establecidos para comunicarlas. Si entendemos la ideología como un sistema de creencias (que supone una representación sobre la realidad y una propuesta de acciones dirigidas a aceptar o a modificar esta) y la política como la existencia de un espacio abierto al público para componer intereses diversos, podemos convenir que censurar la «ideología» o la «política» significa rehusar la democracia.

Veiga no quiere mostrar su sugerencia como ideológica. Dice incluso que nunca se ha detenido a pensar en su propia ideología. Creo tanto en su sinceridad como en que confunde el «problema ideológico». En su texto, por ejemplo, precisa que los poderes públicos deben regirse por una «metapolítica», porque «jamás una visión ideológica detenta la universalidad absoluta en una sociedad».


II
Esa función «metapolítica» la han desempeñado históricamente varios conceptos, entre ellos el de «tolerancia». El programa laico de la tolerancia sirvió para expropiar a los intereses feudales de sus fueros políticos particulares, que les permitían ser Estados dentro del Estado. Su objetivo, primero, era lograr una comunidad política universal, para después conferir exclusivamente al conjunto de esta la capacidad de definir el bien común. La tolerancia como un valor ético se secularizó como un valor político. No resulta privativa de una ética particular —la cristiana, por ejemplo— sino que es un patrimonio universal: el expediente que permite la convivencia entre sistemas de creencias completamente diferentes, e incluso antagónicos.

El Estado ostenta el monopolio de la decisión legítima, y lo hace desde la cosmovisión que lo fundó y lo rehace cada día: desde un cuerpo ideológico que se hace invisible en su existencia «natural». Buscar la renuncia de las ideologías desde las cuales se conduce el Estado, para hacerlo «metapolítico», es un empeño utópico. Es más realista intentar construir una base institucional para la «tolerancia» —o sea, para la posibilidad de convivencia política entre sistemas de creencias sustantivamente diferentes, allí donde uno ostenta —de modo necesario— el poder de decisión. He sostenido lo anterior para mostrar una debilidad distintiva de posiciones como la de Veiga: la relación «platónica» con la historia de los conceptos que emplean.

III
Veiga presenta las instituciones políticas desligadas de su historia. En su lógica, la existencia de diversos expedientes políticos responde solo a «opiniones» o «preferencias». Analizaré dos ejemplos provistos por Veiga: a) existen quienes «prefieren» la unidad de poder y quienes «anhelan» la división de poderes, y todos son democráticos y b) «la soberanía, como sabemos, debe residir en el pueblo o en la nación, y el Estado sólo ha de ejercerla». Tales «preferencias» encarnan posiciones políticas que cumplen funciones diferentes frente a la democracia. Las nociones de la tripartición de poderes y de
la soberanía nacional no son «variantes» respecto a las ideas de unidad de poder o de soberanía popular, elegibles cualquiera de ellas a voluntad para construir el mismo edificio.1

Desde el siglo XVIII, la idea de la tripartición de poderes derrotó a la tesis democrática según la cual es indelegable el poder del soberano —el pueblo. Lo hizo prometiendo algo alentador: los representantes no podrían devenir «tiranos» a causa de la dispersión institucional del poder político. Los liberales no democráticos reconocieron que los tres poderes podían ponerse de acuerdo entre sí para conspirar contra el pueblo; mas lo consideraron una especie de mal necesario, porque la alternativa sería la resistencia popular —ese horror.

La posición democrática de la unidad de poder entendió que el pueblo era el único soberano y a él debía corresponder la legislación y la ejecución directa. Con todo, cierta interpretación de la unidad de poder sirvió al constitucionalismo soviético para legitimar una concentración de poderes inaudita: el monopolio monstruoso de la ideología, de la política y de la economía, en manos del Estado. No es dable elegir entre la separación y la unidad de poder como si fuesen alternativas de un mismo programa democrático.

Es preciso defender otro sentido: la necesidad de representación múltiple del único poder soberano: el de la ciudadanía. (Las Constituciones de Ecuador y de Bolivia, de 2008, han hecho aportes interesantes a este respecto: establecen la relación entre los órganos estatales a partir de los principios de independencia, separación, coordinación y cooperación.) La defensa de esa soberanía ha de dirigirse contra la concentración de poderes políticos —la tiranía—, y también contra la concentración de poderes económicos: el despotismo de las clases «activas» sobre las desposeídas.

La tesis sobre la soberanía nacional es propia de la concepción no democrática de la representación. En ella el representante es electo por una comunidad específica de electores, pero representa el «interés nacional». Su consecuencia es la fractura de la responsabilidad material ante los intereses específicos de sus electores. La deriva es el concepto de «representación libre», donde no hay vínculo jurídico entre la actuación del representante y el control de sus electores.

En la concepción democrática de la representación, con el aseguramiento de la soberanía popular el elegido queda obligado a actuar según la voluntad originaria de la comunidad ciudadana que le otorga su confianza o su mandato. De la existencia del mandato se deduce el poder de control sobre el representante y, sobre todo, el reconocimiento del derecho a elaborar la política, a participar de su gestión y a controlar todo el itinerario de la decisión, con la revocación como remate del proceso.

Me he visto precisado a explicar lo antes escrito con cierta pretensión teórica, aunque coincida con Veiga en la mayor parte de su argumentación sobre la representación política, por un temor: que las urgencias del consenso hagan ver falsas opciones «democráticas».
Esto es, que se gane un amplio espacio teórico donde quepan indistintamente muchas posiciones y pierda fuerza categórica el ideal de la democracia. La defensa de esta no es un programa unánime: existen muchas tradiciones políticas que en la confusión del río revuelto se presentan como democráticas y defienden órdenes despóticos.

IV
La democracia debería servir para producir un orden justo pero no para consagrar la desigualdad, para reparar una injusticia y no para provocarla. Podemos entregar la vida por el ideal que nos convenza de que con él podemos salvarla. La democracia deviene el más fuerte de los ideales cuando sostiene esa esperanza. Por tanto, es útil defender su valor categórico: ha de servir para conseguir más justicia y más libertad, no para recortarlas. Entiendo que Veiga busca un ecumenismo doctrinal, que de cabida a diversas opciones políticas. No obstante, la elección de los medios condiciona la oportunidad de alcanzar los fines propuestos y puede incluso negarlos.

Ese ecumenismo doctrinario plantea otro dilema: solo observa «anhelos». No encuentra el fundamento de las ideologías ni en los intereses ni en las necesidades —ni en dimensión material alguna— sino en juicios morales sobre el bien o el mal. Los gobiernos de Aznar y de Blair lanzaron a sus países, España y Gran Bretaña, a la guerra contra Iraq en pos de intereses contrarios a los «anhelos» del consenso político mayoritario de sus ciudadanos. Esta posibilidad no refiere al espacio que concede la democracia para elegir entre el bien y el mal, sino, siendo honestos, a la ausencia de democracia: al secuestro de ella en un sentido muy definido: requisar a favor de poderes privados la política como esfera de decisión colectiva controlada por el público.

Exponer la cuestión global de la política como un asunto de meros juicios morales —sin estar marcados por dimensiones sociológicas e históricas— puede traer esta consecuencia: predicar una ética que, aunque se dirige sinceramente hacia la tragedia y la esperanza concretas de los seres humanos, no encuentra el núcleo político del problema: cómo lograr que las decisiones humanas sean tomadas democráticamente y sirvan a la vez para aliviar la tragedia y sostener la esperanza. En la práctica, en nombre de la democracia se reproducen situaciones de guerra y de extrema desigualdad social.

La solución no es desahuciar la democracia por su contubernio con la injusticia: es liberarla en la lucha por una base material de inclusión social y por la posibilidad de conservar la soberanía ciudadana contra los poderes privados. O sea, democratizar la democracia. Para mí, el nombre particular de esa lucha es «socialismo», y su esencia es el compromiso democrático que la sostiene.

V
Vuelvo sobre algo que dejé atrás, para desarrollarlo ahora: he dicho que en lugar de buscar un Estado «metapolítico», acaso sea más práctico construir el espacio institucional de la convivencia entre idearios sustantivamente diferentes, donde uno es dominante. Veiga siente una fuerte tentación por la neutralidad «ideológica» del Estado. Es más probable que el dilema no radique tanto en la existencia de la ideología en sí misma sino en la legitimidad social del uso político instrumentado por el Estado para esa ideología. No obstante, yo podría compartir esa tentación, pero con la siguiente salida política: la vigencia otorgada al régimen entero de los derechos fundamentales como clave para lograr la «neutralidad» del Estado. Ciertamente, diferentes objetivos ideológicos pueden compartir mínimos comunes, definibles a través de la argumentación.

Sería posible entonces traducir tales objetivos en derechos fundamentales —allí donde no se encuentren ya consagrados y con plena vigencia—, y reconocerlos sucesivamente bajo el principio de «progresividad»: no se puede negar ni recortar ningún derecho ya establecido y siempre se debe consagrar nuevos derechos y ampliar el contenido de los ya existentes. Ese podría ser un campo de política práctica, capaz de obtener consensos amplios sobre programas específicos.

El objetivo del Estado sería así cumplir «fines (ideológicos) comunes»: realizar el catálogo de derechos fundamentales que establece y comprometerse con ampliarlo. Las ganancias del procedimiento están a la vista. Los «fines ideológicos» no serían interpretables según su exposición particular en el discurso político del momento: reivindicarían derechos fundamentales consagrados normativamente a través de la deliberación política mediada por la ley.

VI
Veiga afirma que yo «minimizo la democracia como procedimiento». La tradición socialista del siglo XX sobrevaloró los derechos sociales sobre los individuales, las garantías materiales sobre las jurídicas, las libertades materiales sobre las formales, y privilegió la democracia «material» sobre la democracia «formal». Al mismo tiempo, la tradición capitalista del siglo pasado hizo lo mismo, pero al revés. Los Pactos Internacionales sobre Derechos Humanos están concebidos desde ese principio de «precedencia»: unos derechos deben estar «primero» que los otros.

Si se admite la integralidad de los derechos y la interdependencia entre ellos —declarando, como creo, que los derechos son totales o no son—, no cabe considerar la existencia de un tipo de derechos precedentes sobre otros. El juicio alcanza en mi opinión a la democracia: hace desaparecer la precedencia de la democracia material sobre la democracia formal y la considera como una integralidad: la democracia es social y es política, es formal y es sustancial. La democracia se preocuparía entonces por extender de modo igualitario e integral los que se reconozcan como derechos fundamentales. Este paradigma retiene el compromiso procedimental de la democracia y lo completa con la dimensión sustancial.

La validez formal de la democracia supone contar con reglas transparentes sobre quiénes pueden decidir algo y sobre cuáles son los procedimientos por los que puede tomarse una decisión de interés público. Al unísono, la validez sustancial de la democracia remite la legitimidad de los contenidos decididos democráticamente a la satisfacción progresiva de los derechos fundamentales. Desde ese horizonte, me resisto a considerar el ámbito político-procedimental, como hace Veiga, como aquel en que «se determina la vida de todo el universo de ámbitos de la sociedad». En mi opinión, se trata de hacer avanzar la democracia como un único conjunto integral de formas y contenidos.

VII
Me gustaría discutir otros puntos tratados por Veiga, pero siempre es deseable evitar el impulso engreído de querer decirlo todo. He mantenido que la tolerancia «política» podría permitir la convivencia entre sistemas de creencias completamente diferentes, e incluso antagónicos. Efectivamente, la tolerancia ha sido recuperada hoy como principio de composición de las diferencias en sociedades multiculturales, con presencia de gruesas contradicciones provenientes, entre otras causas, del flujo migratorio.

En Cuba no se presentan esos problemas con la cualidad que tienen en otras geografías. Sin embargo, existe también un pluralismo social que urge ser canalizado en forma de consensos constructivos hacia metas comunes. La apelación a «metas comunes» se sitúa en una cultura moral que algunos consideran muy resquebrajada en el país. El empeño de Veiga por buscar plataformas de consenso es una contribución a la cultura moral con que debemos mirar nuestro futuro. En últimas, tengo dudas sobre si la plataforma de consenso se encontraría en la tolerancia, en la metapolítica, o en la propia democracia, pero, por su importancia, me sumo al propósito de recrearla. Estas páginas solo pretenden servir de alerta: la democracia necesita el consenso, pero hay consensos que no conducen a ella.

Termino con una pregunta que me obsesiona: ¿para qué sirve la democracia? Debería servir para permitir a los seres humanos vivir algo nuevo bajo el sol. Debería servir para expandir la vida cotidiana de los seres humanos al permitirles transformar las condiciones de sus elecciones vitales. En ese sentido, podría servir en Cuba para obtener derechos concretos: impedir que se le grite «palestinos» a los orientales en el Estadio Latinoamericano, para lograr que dos personas del mismo sexo puedan amarse abiertamente, para conseguir techo y comida dignos para todos, para decidir sobre la introducción de transgénicos en el país, para participar de las decisiones sobre lo que producimos y lo que consumimos, para combatir la desigualdad, las discriminaciones por cualquier motivo, y para promover la diversidad.

Existe una antigua conquista democrática, llamada isegoría, que hoy ha sido diluida globalmente en la libertad de expresión, sin ser lo mismo. Significa la igualdad universal en el uso de la palabra. (La libertad de expresión es algo mucho menor a la isegoría, pues no se preocupa por quienes no pueden expresarse, sino por garantizar la libertad a los que ya pueden hacerlo). He aquí, quizás, una manera de encontrarnos, sin renunciar a las diferencias, en un lugar compartido para que otras personas se incorporen a este diálogo: entender la democracia como un espacio donde todas las palabras sean pronunciadas por iguales, tengan igual valor, y, cuando sean comunes, puedan traducirse en derechos.

La Habana, septiembre de 2010

1.- La naturaleza de este texto aconseja omitir un fárrago de nombres de autores y de citas. Hemos argumentado lo tratado aquí, con las debidas referencias, en «Un socialismo de ley. En busca de un diálogo sobre el “constitucionalismo socialista” cubano en 2010», coescrito con Julio Antonio Fernández Estrada, que aparecerá como epílogo a un libro de Hugo Azcuy (Análisis de la Constitución cubana y otros ensayos, Ruth Casa Editorial/ ICIC Juan Marinello, 2011). El ensayo será publicado también en la revista Caminos.



Compartir la búsqueda de nuestro destino.

Roberto Veiga González.

I
En el trabajo “Por un consenso para la democracia (en diálogo con Roberto Veiga)” Julio César Guanche afirma que poseo reticencia para aceptar que mis sugerencias, acerca de la democracia, son ideológicas y que esto tiene su fundamento en una confusión personal. Es cierto que poseo cierto prejuicio hacia lo ideológico, pues sostengo que se debe poseer un conjunto de principios, fundamentos e ideales, capaces de sostener el cuerpo de criterios a partir del cual actuamos en sociedad; sin embargo, siento temor cuando ese cuerpo de opiniones pretende suponer que constituye un entendimiento universal y absoluto, y por tanto definitivo y superior. No es posible negar que las ideologías tienden hacia ese pecado de soberbia. Esto me disgusta y preocupa, porque ello puede deteriorar la convivencia y el consenso, la democracia y la justicia, la libertad y la igualdad.

No obstante, comprendo que la existencia de las ideologías es una consecuencia de la libertad humana, imprescindible para la realización personal y comunitaria. También entiendo que eso a lo cual llamo “pecado de soberbia” es igualmente natural, porque responde a nuestra imperfección humana. Por eso, estoy feliz de aceptar la existencia de las ideologías, sólo que lo hago convencido de la necesidad de trabajar para que ellas puedan reconocerse y relacionarse, nutrirse mutuamente y llegar a cooperar en la consecución de una sociedad cada vez más justa. Este criterio, opino, no rehúsa la democracia, sino que incorpora un elemento de armonía capaz de conducir la tensión entre ideologías y líneas políticas, por senderos democráticos que tributen a la justicia y no al mero egoísmo y a los intereses de unos o de otros.

II
Por otro lado, afirma el autor que en Cuba existe una extensa zona de la cultura política que es calificable de liberal, pero que muy pocos se muestran explícitamente como tales. Sobre este criterio deseo señalar que, a partir de mi experiencia, puedo constatar la existencia de una inclinación hacia lo liberal, que tiene su fundamento en cierto pragmatismo social y en la urgencia por resolver muchísimas de las demandas del pueblo. Sin embargo, no he conseguido encontrar cubanos, residentes en la Isla o en la diáspora con un pensamiento social y político, profundo y amplio, que se sostenga sobre columnas liberales, –excepto el destacado intelectual Rafael Rojas, quien parece preferir una especie de liberalismo con preocupaciones sociales-. Aquellos llamados a crear ese cuerpo de ideas han malgastado su potencial ejerciendo una simple critica que muchísimas veces puede ser grotesca y banal.

Pienso que esa corriente ideológica, reconocida como exponente de la derecha política, así como alguna otra capaz de ubicarse al centro del espectro político, tienen derecho a existir en Cuba. Es más, opino que el país lo necesita. Sin embargo, hasta ahora, en nuestra realidad solo es perceptible el desarrollo de la izquierda política. Existe, y eso me consta, todo un conjunto de nacionales, con una destacada presencia de jóvenes, que han profundizado y ampliado, con una solidez admirable, un renovado pensamiento de izquierda, fundamentado en ideales de libertad y justicia, democracia y soberanía. Quizá esta realidad aún se hace poco visible para el ciudadano común, pero ya late en las entrañas de la Isla.

III

Estoy muy satisfecho con esta nueva reflexión de Julio César Guanche, pues en su empeño por lograr consensos realiza dos propuestas importantísimas. La primera, encaminada a procurar mi anhelada neutralidad del Estado. Para ello invita a colocar el tema de los derechos fundamentales como clave del desempeño político-estatal de todas las partes, de todas las ideologías. El objetivo del Estado, sostiene, sería cumplir “fines (ideológicos) comunes” por medio de la realización del universo de derechos establecidos, así como a través del compromiso por continuar ampliándolos. Esto es precisamente lo que deseo cuando sugiero la finalidad metapolítica del Estado, o sea, que no se imponga la expresión de una visión política única, para que puedan tener cabida todas las que logren existir, y se “imponga” un objetivo supremo esencialmente humano-trascendente.

La segunda propuesta que valoro muchísimo, y constituye una respuesta a mi exaltación de la democracia como procedimiento, consiste en hacer avanzar la misma como un único conjunto integral de formas y contenidos. Mantengo mi supervaloración por los procedimientos, porque en ellos se juega –parcialmente- la garantía del desempeño democrático; digo: parcialmente, porque las reglas pudieran estar muy claras, pero no acatarse. Sin embargo, comparto que el procedimiento, por decisivo que sea, no es la finalidad última de la democracia. Esta, su propósito final, ha de ser el contenido, que en mi opinión consistiría en garantizar el funcionamiento de los espacios y normas, instituciones y autoridades, necesarias para conseguir la realización del universo de derechos de las persona humana.


IV
Mi satisfacción pudiera ser completa –pese a muchas otras divergencias que podrían mantenerse entre nosotros- si Guanche no hubiera persistido en que aun cuando sea posible la convivencia política entre sistemas de creencias sustantivamente diferentes, uno sólo de esos sistemas –modo necesario- debe poseer el poder de decisión.

Este criterio del autor puede estar muy relacionado con esa suspicacia suya para con los consensos y las intenciones de quienes están llamados a lograrlos, así como acerca de los medios para conseguirlos. Desde una visión que tal vez sea muy ideológica, en el sentido negativo señalado al inicio de este artículo, asegura que muchas tradiciones políticas se presentan como democráticas, pero realmente defienden órdenes despóticos. Desde este mismo criterio sugiere que es difícil encontrar, en muchas de estas tradiciones, la posibilidad de que las decisiones sean tomadas democráticamente y sirvan para aliviar la tragedia humana y sostener la esperanza. En tal sentido, también advierte que la democracia necesita el consenso, pero hay consensos que no conducen a ella.

Puede tener muchas razones para poseer estas inquietudes, que en alguna medida comparto. Sin embargo, esas posibles verdades no invalidan mi propuesta de una democracia basada en los consensos y jamás en el poder de decisión de uno sólo de los sistemas de creencias que existan en la sociedad. El poder de decisión debe estar compartido por todos los sistemas de criterios que concurran en el país –por supuesto que de manera proporcional a la fuerza real que sustente cada uno-. Quien posea la mayoría de la representación nacional –como es lógico- deberá gozar de una mayor influencia en la toma de decisiones, pero éstas habrán de estar -en nombre de la democracia y de la justicia- mediadas por las aspiraciones de quienes piensan diferentes, incluso las de aquellos sobre los cuales podemos tener sospechas (pues son seres humanos, parte de la nación, y por tanto deben contar). Por otro lado, debo precisar, este proceso encaminado a lograr consensos, además de convocar a todas las partes, ha de ser también muy democrático, para lograr la participación de todos los niveles de cada una de ellas, pues esa será la mejor manera de que realmente la democracia alivie la tragedia humana y sostenga la esperanza.

El medio que propongo para alcanzar dichos consensos, lo cual con mucha razón le preocupa a Guanche porque –como él afirma- condiciona los fines, es precisamente la participación de todos en un diálogo que se sustente en la responsabilidad y la altura de espíritu de cada ciudadano y de cada una de las parte de la sociedad. Esto, lo comprendo, puede ser difícil, pero hay que procurarlo si pretendemos que la democracia tenga como fundamento y fin a la justicia. Es por ello que señalé en párrafos anteriores la necesidad de incorporar a la democracia un elemento de armonía capaz de conducir la tensión entre ideologías y líneas políticas, por senderos de justicia para todos.

Con mucho respeto le pido a Guanche que siga meditando sobre este aspecto del tema y analice hasta dónde puede hacerle concesiones a mi criterio.

V
Sólo dos aclaraciones más deseo hacer al autor. La primera está relacionada con su afirmación acerca de que presento las instituciones políticas desligadas de su historia. En tal sentido, debo reconocer la posibilidad de apreciar que cometo esa ingenuidad, pero también he de aclarar que no es así. Cuando analizo las instituciones políticas estudio su historia y con ello experimento todo un entramado de vicios y potencialidades que pueden imponerse en el desempeño de las mismas. Sin embargo, cuando voy a hacer propuestas tiendo a valorar mucho más sus objetivos y fines, para desde aquí intentar convertir en solubles aquellos vicios históricos que perturban el quehacer de estas instituciones. Pienso que se hace imprescindible intentar trascender la experiencia, pues no tiene por qué existir una especie de fatalismo histórico. La persona humana tiene en sus manos el futuro. Si poseemos claridad sobre los objetivos y fines más auténticos y nobles de las instituciones políticas, entonces podremos hacerlas cada vez mejores y más fieles a su mayor responsabilidad: servir como instrumentos para realizar la dignidad de cada ser humano –con todo lo que esto implica, incluso en materia de democracia-.

La otra precisión que debo realizar está relacionada con el uso del concepto de soberanía nacional. Cuando empleo esta terminología no me refiero a esa interpretación, que en mi opinión expresa una incoherencia, que desea proponer que el representante electo por la comunidad siempre y únicamente ha de representar –supuestamente- los intereses nacionales, sin un vínculo jurídico-político directo con sus electores. Mis criterios se aproximan muchísimo a la concepción denominada soberanía popular, que aspira a un representante en interacción con los electores, a quienes finalmente debe obediencia. Prefiero esta propuesta, aunque reconozco que el representante también puede tener compromisos con la asociación que lo postuló y alguna dosis de autonomía para poder ser consecuente con su conciencia.

Cuando propongo que la soberanía sea estimada como nacional, tengo en cuenta el criterio filosófico de que el pueblo está integrado únicamente por quienes residen en el territorio del país y la nación es mucho más, porque incluye igualmente a aquellos establecidos en otras partes del mundo. Pienso que los naturales de una nación, residan donde residan, deben conservar en el país de origen su cuota de soberanía y las más amplias garantías para el desempeño de la responsabilidad ciudadana. En nuestro caso, esto es sumamente importante y sensible, pues somos una nación con una diáspora bastante amplia.

Aspiro a una democracia política donde sea posible el mayor ejercicio de la soberanía ciudadana, con una intensísima interacción entre mandantes y mandatarios, ya sean de una u otra rama del poder público, con la existencia de varias fuerza políticas y normas que exijan la rotación en el poder, con un entramado de instituciones del Estado que disfruten de la autonomía necesaria y se exijan el control y la cooperación debidos. Todo esto en el marco de una constitución que “imponga” la libertad responsable y la justicia suficiente, el progreso deseado y la fraternidad posible, el diálogo imprescindible y el consenso vital.

Una democracia que, en el marco de estos principios constitucionales, promueva igualmente una cultura y una educación abiertas, pero respetuosas, una amplísima posibilidad de relaciones civiles, un intenso entramado de asociaciones sociales de todo tipo, y una economía con todo el mercado posible y el necesario control del Estado. Esto último, o sea, la economía, basada en una multiplicidad de formas de propiedad, donde puedan convivir la estatal, la cooperativa, la privada -tanto pequeña como mediana-, así como la mixta; con la exigencia para todas de cumplir cabalmente un profundo compromiso social.

Tenemos el compromiso de continuar analizando cómo institucionalizar todas estas aspiraciones.

VI
Al igual que Guanche prefiero terminar aquí y no pretender decir todo lo que puedo. Deseo agradecerle este diálogo respetuoso que intenta deliberar acerca de argumentos y rechaza todo exabrupto. Quiero, además, convidar a otros para que se incorporen a este diálogo acerca de la democracia, siempre que lo hagan desde el respeto y el compromiso con el presente y el futuro de Cuba.

martes, 12 de octubre de 2010

Poema de Kozer




A IMAGEN

José Kozer



(Para Rafael Rojas)



Antes me parecía mucho al del espejo.

Era del pulgar al índice, la mano extendida (eso que

llaman en mi país quimbe

y cuarta) un muchachón,

la raya a un lado, mota

(la mota cada vez más

alta: motón) pantalón

beige, recia camisa roja

remangada, cheche

ladeando desde su

altura a un lado y otro

la cabeza, a mi paso volutas,

a mi paso estelas de alguna

narración que la cabeza

jamás interrumpida

suscitaba, ¿adónde iba?

Prendía la mariquita a la

tela de mi camisa, daba

otro paso el Cheche de

aquel reparto, desde mi

altura la contemplaba,

Oh Israel, le perdonaba

al insecto (Yo, Señor de

los insectos) la vida.



Iba camino de aquel impertérrito espejo al que me

parecía, equis por ciento la

madre, equis por ciento el

padre con toda su parentela

de panes redondos, gigantesco

holocausto el pan de mi

parentela (kimmel broit,

allá quedaron amasados) tres

pelirrojos, ni una sola hembra,

uno ya calvo pese a ser tan joven

(a la hora del hueso ya era anciano)

a todos me parezco en aquel espejo

primero de La Habana: los rezumo;

me astillo, vuelvo el rostro en todos

ellos renovado, se inscriben las

cicatrices, se inscribe el estigma

vuelto ideograma, y el rostro

vuelto hacia el Rostro hecho

lamento y muro, Oh Jerusalén,

se inclina y se inclina rozando

casi la piedra, rostro ancestral:

un por ciento equis la muerta

retahíla de mi parentela, ya

pronto migro cual pájara

desvencijada hacia poniente,

en su osamenta iré a reclinarme

(despojarme: no por propia

voluntad) veré mi renovado

rostro unos instantes antes

de incendiarse: alfa pelirroja

mi cabellera, delta la camisa

recién abotonada (no quiero

que se me vea la rala pelambrera

cana del pecho) verdinegro fulgor

el liquen de una palabra que traigo

en mente (ofrenda) para presentarme

(un juicio, auguro) Señor: mucho

me parezco en la imagen, apenas

soy (ya) en la semejanza.



No puedo más con las palabras. Alzo los ojos (Señor)

hoz viva la ceniza, parturienta

guadaña en verdad esta situación:

échate, perro. Rasca, moscardón.

Tritura, aspa, que llegan el papel

y el pan redondo de mis ancestros

rodeados (renovados) por dulces

panes de migración, un largo pan

de flauta en el espejo, perfecta

división de su infinito de harinas,

la yagua que lo atraviesa (aleluya):

ya mucho me parezco. A éste. Por

la falla. A la salida. El frío del

madrugón (¿estaba en verdad

preparado?). De atrás para

adelante me cogió descalzo

sobre las baldosas del cuarto

de baño y justo (pues es lo

justo) al alzar los ojos al espejo

del botiquín Oh Padre Jacob

éramos diez soy uno.



Tepoztlán, 1998.

lunes, 11 de octubre de 2010

Historia de un renacimiento

En estos días será difícil resistir la tentación de volver sobre el eterno paralelo entre Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, los dos Nobeles vivos de la literatura latinoamericana. Nacidos como autores en pleno boom, uno y otro han tenido evoluciones literarias y políticas distintas, como si se repartieran las dos mitades del mundo. Mientras existió la Guerra Fría, esa partición pudo ser pensada en términos ideológicos, pero en las dos últimas décadas debe ser repensada en términos intelectuales.
Desde el inicio de sus carreras, Vargas Llosa y García Márquez tuvieron estilos, poéticas e ideologías diferentes. La aproximación de Vargas Llosa al socialismo, en los años 50 y 60, fue más racional y ponderada que la de García Márquez, y, tal vez por eso, su ruptura con todos los totalitarismos de izquierda en los 70 fue tajante, sin inercias, pero tampoco asociable a una “conversión” o al reemplazo de una ortodoxia por otra, como aseguran sus detractores obsesivos.
Hacia 1982, García Márquez y Vargas Llosa parecían haber producido lo fundamental de sus obras. Cuando le otorgan el Nobel a García Márquez, ese año, ya habían sido publicadas las novelas fundamentales del escritor colombiano: La hojarasca, El coronel no tiene quien le escriba, La mala hora, Cien años de soledad, Los funerales de Mamá Grande, El otoño del patriarca y hasta Crónica de una muerte anunciada, que se publicó en 1981.
El Nobel de García Márquez fue otorgado al cuerpo de una obra que, en 1982, ya marcaba la historia de la literatura latinoamericana con una seña inconfundible de identidad. Frente a la prosa viva, profusa, exuberante, épica y metafórica a la vez, de García Márquez, el realismo de Vargas Llosa sonaba frío y convencional, aunque su extraordinaria capacidad para reconstruir atmósferas opresivas y autoritarias o descifrar códigos de la cultura popular andina colocaba, de lleno, sus primeras ficciones en el universo del boom latinoamericano.
También en 1982 la obra de Vargas Llosa parecía haber dado todo de sí. Ya se habían publicado La ciudad y los perros (1962), La casa verde (1965), Los cachorros (1967), Conversación en la catedral (1969), Pantaleón y las visitadoras (1973), La tía Julia y el escribidor (1977) y La guerra del fin del mundo (1981). A principios de aquella década, Vargas Llosa había demostrado que además de un novelista profesional era un pensador de la literatura y un intelectual público de primer nivel en América Latina. Sus ensayos, Historia de un deicidio (1971), precisamente sobre la narrativa de García Márquez, y La orgía perpetua (1975), sobre Gustave Flaubert, confirmaban un perfil letrado del que carecía el autor de Cien años de soledad.
Los 80 fueron la década de entrada en política de Vargas Llosa y, también, los años en que la calidad de su literatura se resintió más. Historia de Mayta o Lituma en los Andes fueron novelas que ilustraban ese momento en que un novelista comienza a remedarse a sí mismo, a parodiarse involuntariamente, sin conciencia de la parodia y, por tanto, sin aquellos detectores de la repetición y el tedio que aseguraban el rigor de sus primeras obras. Ni el Perú policíaco de ¿Quien mató a Palomino Molero? o la erótica de Elogio de la madrastra se acercaron a las estampas caleidoscópicas de ciudades andinas o brasileiras, a esa mezcla de intensa sexualidad y modernidad incompleta que trasmitían sus novelas de los 60 y 70.
La frustración que siguió a su derrota en las elecciones presidenciales del Perú, en 1990, tal vez fue el punto de partida de la reinvención de Mario Vargas Llosa como escritor. Una reinvención que comenzó, acaso, con ese magnífico ensayo sobre José María Arguedas, La utopía arcaica (1996), en el que propuso una de las mejores genealogías que se han hecho de los nacionalismos y comunitarismos autoritarios en América Latina. Es en esos imaginarios, y no precisamente en el marxismo-leninismo acartonado de los viejos partidos prosoviéticos, donde habría que encontrar las raíces mentales de las fuertes izquierdas populistas latinoamericanas.
No sería desencaminado emprender una lectura paralela de La utopía arcaica y La fiesta del chivo (2000), la gran novela sobre Rafael Leónidas Trujillo, que renovó el género de la narrativa de dictadores cuando parecía declinar irremediablemente. Concluida la última década del siglo XX, Vargas Llosa parecía desplazarse sutilmente de aquella ortodoxia liberal de fines de los 80 o, por lo menos, de sus acentos más macarthystas. Sólo un intelecto crítico y, a la vez, abierto, era capaz de reconstruir las utopías indígenas de Arguedas o explorar el socialismo feminista de Flora Tristán en la Francia de mediados del siglo XIX, como se lee en El paraíso en la otra esquina (2003). No deja de ser sintomático –o representativo de los orígenes socialistas de Vargas Llosa- que la crítica de las utopías comunitarias latinoamericanas se convierta en glosa entusiasta cuando analiza las utopías libertarias europeas.
El estereotipo de Vargas Llosa como intelectual de la “derecha neoliberal” vuelve tambalearse con su última novela, El sueño del celta (2010). Lo poco que hemos leído de la misma es suficiente para afirmar que se trata de una historia y, a la vez, una denuncia del régimen colonial y genocida de Leopoldo de Bélgica en el Congo, de la mano de Roger Casement, el diplomático y viajero irlandés que elaboró el informe crítico sobre aquel imperio comercial y racista, que explotó el marfil y el caucho congolés, dejando un saldo de varios millones de muertos. El propio Vargas Llosa no ha vacilado en catalogar el Congo leopoldino como el primer holocausto moderno.
Sería forzar el argumento si afirmáramos que Vargas Llosa está volviendo a su formación en la izquierda anticolonial latinoamericana de los años 50 y 60. No hay dudas de que Vargas Llosa es un liberal, pero su liberalismo es, como en los mejores liberales, una herencia del pensamiento romántico del siglo XIX que, como se observa en su admirable ensayo La tentación de lo imposible (2004), sobre Víctor Hugo y Los miserables, es capaz de admitir la nobleza de las primeras utopías socialistas.
El premio Nobel concedido a Mario Vargas Llosa es de naturaleza muy distinta al que mereciera Gabriel García Márquez hace casi treinta años. No sólo se trata del reconocimiento a un escritor talentoso, capaz de escribir algunas obras maestras. Se trata también de un premio a un intelectual latinoamericano, a un hombre de ideas y valores democráticos que, a diferencia de tantos autodenominados “de izquierdas” o “socialistas”, no teme a la reivindicación del “compromiso” sartreano, en pleno siglo XXI, y a la defensa del realismo decimonónico como plataforma giratoria de la literatura moderna.
Cuando la mayoría de sus contemporáneos se dedica a administrar las glorias pasadas, Mario Vargas Llosa se encuentra en plena actividad literaria e intelectual. Dos de sus últimas novelas, El paraíso en la otra esquina y El sueño del celta, dibujan a un narrador cosmopolita, que ha trascendido los mitos y las herencias de las estéticas identitarias latinoamericanas. Con esas novelas y algunos ensayos recientes, Mario Vargas Llosa ha renacido como escritor del post-boom y ha plantado el banderín de su oficio y su imaginación en la literatura del siglo XXI.