Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

martes, 26 de abril de 2016

Pollock antes de Pollock


 


Vemos en el Moma la muestra de Jackson Pollock y nos impresiona, en la obra del joven maestro americano, hasta 1945 o 1946, cuando se entrega plenamente al abstraccionismo y tiende los lienzos en el suelo y gotea o sacude sus pinceles sobre la tela, un figurativismo que mucho debe a José Clemente Orozco y el arte del muralismo mexicano.
Desde principios de los 30, con poco más de veinte años, Pollock pintó máscaras, fuegos, lobas y toros, que recuerdan un poco a Picasso pero, sobre todo, a los muralistas mexicanos. Varios críticos y biógrafos han atribuido el peso de esas imágenes juveniles al interés de Pollock en el psicoanálisis jungiano y en la teoría de los arquetipos simbólicos y el arte alegórico universal. Es evidente que esa fuente tuvo que ver en la integración de aquella poética juvenil, pero la fascinación con Orozco es demasiado visible. La estancia de Orozco en Pomona College, en California, es conocida, pero menos lo es su paso por la New School for Social Research de Nueva York a principios de los 30, donde tal vez pudo conocerlo el joven Pollock.
La marca de Orozco es evidente en los fuegos o "flamas" que pintó Pollock en aquellos años y probablemente tenga que ver también con su formación en la Art Students League of New York, donde tomó clases con el pintor Thomas Hart Benton, amigo de Diego Rivera y los muralistas mexicanos desde su estancia en París. Benton fue, él mismo, muralista, formado en la izquierda obrera de los años 20 y 30, pero derivó en la madurez hacia un realismo regionalista en Estados Unidos. Pollock, en cambio, revolucionó el arte plástico en este país por medio de una fuga radical hacia el abstraccionismo.

domingo, 17 de abril de 2016

Martí, Blackmar y la teoría política del municipio hispano




En un congreso académico reciente en la Universidad de Tampa, dedicado a estudiar la experiencia de José Martí en esta ciudad del sur de la Florida, que el poeta y político cubano visitó unas veinte veces entre 1891 y 1894, mientras preparaba la última guerra de la independencia de Cuba, la profesora Laura Lomas presentó un estudio sobre la lectura martiana del libro del historiador Frank W. Blackmar, Spanish Institutions of the Southwest (1891), en el que se destacaba la importancia del municipio en la tradición política española.
Martí, que había estudiado el constitucionalismo gaditano en la Universidad de Zaragoza y luego se había familiarizado con la historia constitucional norteamericana, leyendo a George Bancroft, confirmó en el libro de Blackmar la importancia de los cabildos o los ayuntamientos para la construcción de la democracia, especialmente, de aquellas democracias que además de derechos civiles y políticos de los individuos reconocían la autonomía de las entidades locales o provinciales. Blackmar, como es sabido, fue el precursor de estudios posteriores sobre el papel de esas comunidades regionales en el nacimiento del México moderno, como el clásico de Nettie Lee Benson, La diputación provincial y el federalismo mexicano, editado por El Colegio de México en 1955.
Para Martí debió haber sido reveladora la lectura de Blackmar en 1891, justo cuando entraba en contacto con la comunidad de españoles y cubanos de Tampa, que en esos mismos años estaban inmersos en la creación de Ybor City, gracias a los esfuerzos del empresario valenciano Vicente Martínez Ybor. Al observar cómo se fundaba un pueblo en Estados Unidos, Martí debió fundir sus nociones de constitucionalismo hispano y norteamericano, en la víspera de la construcción de una república en Cuba. Es muy probable que Martí, a partir de esa experiencia, vislumbrara una democracia cubana con una fuerte afirmación de la autonomía de los ayuntamientos.

sábado, 9 de abril de 2016

La represión civil bajo el comunismo


Una nueva generación de historiadores y estudiosos de Cuba, sobre todo, fuera de la isla (Lillian Guerra, Jennifer Lambe, Abel Sierra Madero, María Antonia Cabrera Arús...), está proponiendo una reconstrucción de los mecanismos represivos del Estado cubano, entre los años 60 y 70. Si algo ilustra esa nueva historiografía es que, como en todos los socialismos reales de Europa del Este, empezando por el soviético, aquella represión no se dirigía únicamente contra los opositores o disidentes políticos e intelectuales, que eran encarcelados o ejecutados.
Había otra represión, más generalizada, que penalizaba usos y costumbres, sociabilidades raciales, sexuales o religiosas, nacionalismos subalternos, discursos y prácticas culturales ajenos a la "identidad". En un libro poco leído hoy, El mito soviético ante la realidad (1947), Arthur Koestler estudió el origen de esa concepción del Estado durante el estalinismo de los años 30. El documento básico donde leer la racionalidad jurídica de esa maquinaria represiva es el Código Legislativo Social de la URSS, redactado en 1935, durante el proceso de elaboración y diseño de la Constitución de 1936.
En ese Código, las conductas "antisociales" eran tipificadas exhaustivamente: la vagancia, el ausentismo, la deserción de organizaciones políticas, los hábitos y gustos pro-occidentales, la religión, el misticismo, la homosexualidad, el vanguardismo, la bohemia, la emigración potencial, el contacto con familiares en el extranjero, el aborto, la drogadicción, el "liberalismo" y un tipo de esquizofrenia que los psiquiatras soviéticos llamaban "locura política" y que era tratada a golpe de electroshocks, lobotomías y punciones lumbares en los "psikhushkas" o clínicas psiquiátricas.
Koestler llamaba la atención sobre la alteración de la lengua del Estado -la variante soviética de La lengua del Tercer Reich de Victor Klemperer-, producida por el Código Penal y el Código Civil soviéticos, consagrados por la Constitución de 1936. En un apunte muy revelador, Koestler, un socialista húngaro partidario de Trotsky, anotaba que esa nueva lengua represiva del Estado hacía imposible una recuperación, en la Unión Soviética y los totalitarismos de Europa del Este, de alguna modalidad de marxismo humanista:

"Se había renunciado ya a toda pretensión de infiltrar en el elemento judicial todo principio verdaderamente socialista. El nuevo texto de la Ley Soviética restableció el término castigo en lugar de la expresión medida de defensa social, y la sanción, la ejemplaridad y la difusión del terror eran sus objetivos reconocidos. Las víctimas de las purgas, altos y bajos, no eran denominados ya infractores sociales sino perros rabiosos, ratas, gusanos, hienas, inmundicia, escoria. Pero si el criminal es un producto del medio ambiente en que vive, como enseña Marx, ¿qué clase de medio ambiente era aquel que convertía a todos los hombres de la vieja guardia bolchevique en traidores y perros rabiosos? Pregunta ésta, muy difícil de responder, pero que surgió en la mente que tuviera verdadera preparación marxista".





viernes, 8 de abril de 2016

¿Alguien dijo "nación fallida"?




Un exilio tan prolongado, como el cubano, que ya se acerca a las seis décadas -una vida promedio, según los estándares de la primera mitad del siglo XX- tiene, a fuerzas, que repetirse intelectualmente. Los fundadores de ese exilio ya murieron, sus hijos ya son ancianos, pero muchos cubanos de las tres últimas generaciones, nacidos después de la Revolución, apenas se instalan en Miami, Nueva York, México, Madrid o París, se identifican con el duelo de sus antepasados, que comienzan a vivir como propio, confundiendo, en la memoria, viejos y nuevos dramas y reproduciendo ideas hechas.
¿Cuántas veces se ha escrito en un periódico de Miami, por ejemplo, que la llegada de Fidel Castro al poder implica un "problema nacional", entendiendo, literalmente, el castrismo como "problema de la nación cubana" o como prueba de su fracaso histórico? ¿Cuántos periodistas y escritores exiliados han formulado alguna vez la cuestión de la isla, no como el dilema de una sociedad controlada por un Estado o un partido único, sino como la crisis o el colapso de una nación? ¿De dónde proviene esa voluntad de interpretar la crisis centralmente política -de instituciones, leyes, valores e ideas- de un país, como patología o decadencia de una "nación"?
Un artículo reciente del joven periodista cubano, Juan Orlando Pérez, suscrito por el veterano periodista exiliado Carlos Alberto Montaner en una entrevista, reitera ese tópico que hemos leído durante décadas en publicaciones del exilio. Cuando llegué al exilio a principios de los 90, leí ideas muy parecidas en columnas de Luis Aguilar León y José Ignacio Rasco en El Nuevo Herald o de Mario Parajón en Diario de las Américas. Intenté fijar una posición sobre el asunto en algunos de los ensayos incluidos en El arte de la espera (1998). Ahora compruebo, en el último libro de José Álvarez Junco, Dioses útiles (2016), que para llegar a la crítica de los nacionalismos o a un "desencantamiento" del concepto de nación no es indispensable pasar por el postmodernismo.
Recordaba en El arte de la espera que antes que cualquier exiliado, Jorge Mañach o Virgilio Piñera se habían quejado de la "falta de nación" en los años 40. Que mucho antes, desde los 20, Fernando Ortiz y Ramiro Guerra percibían la "decadencia" de un proyecto nacional ideado a fines del XIX. O que más atrás, a mediados del siglo XIX, José de la Luz y Caballero y José Antonio Saco, sin ser Cuba todavía un Estado nacional, alertaban sobre las amenazas a una "nacionalidad" en ciernes. Toda esa tradición era rescatable, siempre y cuando se admitiera que el concepto de nación, a fines del siglo XX -y, con más razón, a principios del siglo XXI-, había rebasado su estructura romántica original, que podría condensarse en la tesis de Ernest Renan sobre la "nación espiritual" o "comunidad de destino".
Me parecía en los 90 -y me sigue pareciendo hoy- que el lamento por la falta de nación tenía sentido si se entiende la nación como cuerpo y no como espíritu. Es decir, la nación, como ciudadanía heterogénea con un registro plural de derechos y un conjunto de valores compartidos, y no como una "identidad cultural" o como un sujeto ontologizado, llamado a cumplir una misión histórica. Esta última idea romántica de la nación, heredada del XIX, y que, con tensiones, sobrevivió a la generación de Ortiz y Mañach, era, a mi juicio, la misma que predominaba tanto en el discurso oficial de la isla como en la ideología anticastrista.
Me temo, por lo que leo, que las cosas no han cambiado mucho. Siempre que se hable de "nación fallida" o "decadencia de la nación" se postulará el mito de una edad dorada nacional previa, que los propios actores de cada época refutan. Nunca será ocioso recordar que los mayores intelectuales de la República consideraban aquel periodo lastrado por el autoritarismo, la corrupción o la "ausencia de telos". Por otro lado, quienes ven el fracaso de lo nacional hoy, en 2016, estarían postulando una vigencia o un triunfo de la nación hace diez, veinte o treinta años, cuando nuestra generación sintió de golpe todas las frustraciones posibles, las de la Revolución, el socialismo y la nación misma. Si algo aprendimos por el camino es que lo que entonces fracasaba no era la nación sino el sistema económico y político del país.
El Estado cubano, en efecto, sigue siendo poderoso, pero vive una crisis política aguda desde la caída del Muro de Berlín y la desintegración de la URSS. Crisis y poder no son contradictorios, como demuestran los casos de los Estados Unidos de Nixon o la Unión Soviética de Brezhnev, por no hablar de la Venezuela de Maduro. Es el régimen político de la isla el que está agotado desde 1992 y por razones jurídicas e institucionales muy concretas. No es la nación, que se redefine culturalmente de manera perpetua, a medida que se reproduce la diversidad de sus componentes sociales, como bien pensó Fernando Ortiz en su madurez. Otra cosa es que resulte ajena o no guste esa sociedad, pero es la que existe realmente. No le auguro éxito a aquellos intelectuales y políticos que busquen alentar la democratización de Cuba, ignorando o despreciando a la comunidad que quieren emancipar.
El nihilismo es muy rentable para armar poéticas literarias pero no para pensar con un mínimo de rigor la historia de un país o para producir políticas eficaces a favor de su democratización. En ambos aspectos, el de la historia y el de la política, la lección de José Martí sigue siendo válida. Martí defendía a los grandes historiadores norteamericanos del siglo XIX, como George Bancroft y John Lothrop Motley, porque antes y durante la Guerra Civil habían formulado la idea nacional de Estados Unidos desde un punto de vista cívico, republicano, no como los historiadores románticos alemanes y franceses, que alimentaron los nacionalismos espirituales de Europa. Intuía con lucidez Martí que el nihilismo suele ser una fase superior del nacionalismo.
 

sábado, 2 de abril de 2016

El testigo total

Ha muerto el escritor húngaro Imre Kertész (1929-2016) y parece inevitable la sensación de que el mundo se va quedando sin testigos cabales del horror del siglo XX, como Primo Levi o Jorge Semprún. En Sin destino (1975), Kertész narró su sobrevivencia al universo concentracionario de Auschwitz y su traslado a Budapest, su ciudad natal, tras la liberación del campo por los soviéticos. Muy pronto, aquel regreso a casa se convertiría en la experiencia de un nuevo horror: la expansión del estalinismo por Europa del Este.
      El tipo de testigo que fue Kertész estaría cerca de una memoria completa del totalitarismo del siglo XX por haber sido víctima del nazismo y del comunismo. A diferencia de muchos otros escritores de su generación, en aquella zona de Europa, que asumieron el proyecto comunista como superación del fascismo, él advirtió la medula del totalitarismo en el nuevo régimen.  La publicación de Sin destino (1975), luego de doce años de escritura, bajo el gobierno de Janos Kádar, le ganó la antipatía de la burocracia prosoviética de Hungría, llegando a ser uno de los más de 20 000 presos políticos que produjo aquel socialismo real.
      La experiencia del totalitarismo en Kertész llegó a ser tan íntima que sus obras fundamentales giran en torno al mismo trauma. En Kaddish por el hijo no nacido la paternidad imposible o trunca es presentada como una cancelación de la vida futura que remite al abismo del holocausto. En Liquidación, el suicidio de un escritor tiene como clave su nacimiento en un campo de concentración, que lleva marcado con un tatuaje azuloso en el muslo. La literatura fue para Kertész una inscripción permanente de la barbarie del totalitarismo.
     Era natural que ese doble sobreviviente celebrara la caída del Muro de Berlín en 1989 y la descomposición de la URSS en 1991. Así como nunca llegó a ver el comunismo como redención del fascismo, tampoco se dejó llevar por la nostalgia del socialismo real después de la Guerra Fría. No hubo ostalgie en Kertész y en una entrevista con The New York Times, a fines de los 90, celebró la vuelta de la democracia en Hungría, para asombro de cierta zona de la intelectualidad liberal de Estados Unidos, que esperaba de él un posicionamiento más crítico frente al avance del mercado en Europa del Este.
       En Diario de la galera, un cuaderno de apuntes que llevó a principios de los años 60, cuando comenzaba a redactar Sin destino, anotó: “aun cuando hable de otra cosa, hablo de Auschwitz. Soy un médium del espíritu de Auschwitz. Auschwitz habla a través de mí”. El testimonio adquirió tanta corporeidad en la literatura de Kertész que lo llevaba a reaccionar contra las representaciones de la shoah que consideraba frívolas, como La lista de Schindler, el film de Steven Spielberg.  Para referirse a la película de Spielberg, Kertész echó mano de un término muy caro a Milan Kundera: “kitsch”.
       Según Kertész, el kitsch del holocausto era un tipo de representación del totalitarismo que se desentendía de la posibilidad de que el horror pudiera volver a suceder. El testimonio total tenía que ver con el sufrimiento bajo los dos totalitarismos del siglo XX, pero también con una filosofía vigilante, siempre abierta a la repetición del holocausto, heredada, en buena medida, de Elias Canetti. No es extraño que en sus últimos años, el escritor viera con inquietud el ascenso de un nacionalismo autoritario en Hungría que, bajo el gobierno de Viktor Orbán, llegaría a practicar una de las políticas más xenófobas de Europa.