Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

miércoles, 31 de marzo de 2010

Roland Barthes, novelista




Alain Robbe-Grillet (1922-2008) y Roland Barthes (1915-1980) sostuvieron un coloquio en el Centro Cultural de Cerisy, en junio de 1977, durante un homenaje que se rindió a Barthes en esa institución. La intervención de Robbe-Grillet en el mismo y otros textos suyos sobre Barthes han sido recogidos ahora por Paidós en el volumen Por qué me gusta Barthes (2009). Si alguien está interesado en saber cómo se sobrellevaba una amistad literaria, incluso una definida como “turbia o sospechosa”, en el París de los años 50, 60 y 70, debería leer este volumen.
Barthes, como es sabido, se interesó mucho en la narrativa de Robbe-Grillet, sobre todo, en los primeros libros, Las gomas (1953), El mirón (1955), La celosía (1970), a los que dedicó estudios recogidos en los Ensayos críticos. Lo que desconocíamos era el envés de aquella lectura: la que hizo Robbe-Grillet de los textos críticos de Barthes. Confiesa el novelista haber aprendido de memoria pasajes enteros de los primeros ensayos de Barthes, El grado cero de la escritura (1953) y el Michelet (1954), por ejemplo, y más tarde de Fragmentos de un discurso amoroso (1977). 
Robbe-Grillet leyó estos libros, sobre todo el segundo, como novelas, y al propio Barthes, no como pensador, crítico o ensayista, sino como novelista. Para Robbe-Grillet, era la novela, y no cualquier novela, sino aquella que exploraba los límites de la ficción, el género literario supremo. Barthes, a su juicio, llegaba al mismo lugar del Nouveau Roman por la vía del ensayo. Así definía Robbe-Grillet al Barthes novelista:

“Su texto y él forman una especie de pareja de torsión, lo cual me parece, al nivel de mi lectura, una característica del tipo de relación que yo mantengo no con un pensador sino con un novelista. En el ¿por qué me gusta Barthes?, Barthes adopta la figura de un novelista. Forma ese personaje muy próximo, para mí, por ejemplo, a Flaubert: no puedo separar la figura de Flaubert de sus textos. Consigo separar al autor de su texto cuando se trata de un pensador, es decir, de alguien cuya producción sería puramente conceptual, pero no cuando se trata de un novelista”.

Barthes, naturalmente, no aceptó el elogio y confesó sus tres “resistencias” a la novela:

“Me apetece mucho escribir una novela, y cada vez que leo una novela que me gusta, tengo ganas de escribir una, pero me parece que hasta ahora me he resistido a ciertas operaciones supuestamente de la novela. Por ejemplo, la capa, lo continuo. Me pregunto si se podría hacer una novela mediante aforismos, con fragmentos. La segunda resistencia sería la relación con los nombres, con los nombres propios; no sé, no me veo capaz de inventar nombres propios, y creo en serio que toda la novela está en los nombres propios. He pensado por mucho tiempo que habría una tercera resistencia: emplear el “él”, ese “él” de la novela, el personaje en tercera persona; pero he empezado a aclimatar ese problema mezclando el “yo” con el “él” en Barthes por sí mismo. En cuanto a la relación entre la figura del pensador y la figura del novelista, habría que recordar aquí el caso de Sartre, cuya figura se impone ineluctablemente como la de un “pensador”, y que, sin embargo, escribió novelas; pero no se impuso como novelista.

martes, 30 de marzo de 2010

¿Suicidio de un imperio?


Es impresionante la convergencia intelectual que pueden alcanzar poderes políticos, supuestamente ubicados en polos ideológicos contrapuestos. En medios académicos oficiales de Washington, La Habana y Moscú, por ejemplo, predomina una visión histórica muy parecida sobre la caída del Muro de Berlín en 1989 y la descomposición de la URSS entre 1991 y 1992.
Vladislav M. Zubok dio forma a esa visión en su libro Un imperio fallido. La Unión Soviética durante la Guerra Fría (Barcelona, Crítica, 2008). El libro de Zubok está sofisticadamente documentado, pero su tesis es simple: la Unión Soviética cayó porque sus líderes, especialmente Mijaíl Gorbachov, se encandilaron con Occidente y, sin querer, desmantelaron el sistema comunista:

“Por equivocado que estuviera, el “nuevo pensamiento” de Gorbachov garantizó un final pacífico a una de las rivalidades más peligrosas y prolongadas de la historia contemporánea. El colosal poder militar de la Unión Soviética, amasado a lo largo de décadas y décadas, no supo y no pudo compensar sus graves defectos, la erosión de la fe ideológica y la voluntad política del Kremlin y de sectores influyentes de las élites soviéticas. Gorbachov y los que lo apoyaron no estaban dispuestos a derramar sangre por una causa en la que no creían y por un imperio del que no sacaban provecho alguno. En lugar de responder combatiendo, el imperio socialista de la URSS, tal vez el más curioso y singular de la historia moderna, prefirió suicidarse”.

Zubok, profesor de historia en Temple University, lleva años estudiando la URSS y sus dos libros anteriores, Antiamericanism in Russia: From Stalin to Putin e Inside the Kremlin´s Cold War: From Stalin to Krushchev, son textos de referencia para la comprensión del fenómeno soviético. Sin embargo, su último libro tiende a la simplificación historiográfica por medio de una concentración del análisis en las élites del poder.
Zubok le resta importancia a la crisis económica e ideológica del comunismo entre los años 60 y 80 y a la movilización de las sociedades civiles y las disidencias en Europa del Este y la URSS. El cambio, a su juicio, vino de afuera, casi, como recepción afirmativa por parte de las nomenclaturas de la famosa sugerencia de Ronald Reagan: “Mr. Gorbachov, open this gate. Mr. Gorbachov, tear dawn this wall”.
La mejor refutación de esa tesis que he leído no proviene de un historiador sino de un periodista: el reportero de Newsweek en Berlín Oriental, durante los años 80, Michael R. Meyer. El libro El año que cambió el mundo (Norma, 2009) de Meyer sostiene que la caída del socialismo real se debió a las contradicciones de ese sistema, a los excesos de la estatalización económica y del control de la sociedad civil y al choque entre nuevas generaciones cambiantes y una burocracia aferrada al poder.
Los protagonistas del libro de Meyer no son Reagan, Thatcher, Gorbachov o el Papa, sino Havel y Walesa, Pozsgay y Patocka, Solidaridad y Carta 77, la juventud berlinesa y los disidentes soviéticos, los pueblos checos y polacos, húngaros y alemanes que se lanzaron a las calles a demandar la apertura. Fue esa presión social, que Meyer no duda en llamar “revolución”, la que llevó al colapso la prolongada crisis del antiguo régimen comunista.

sábado, 27 de marzo de 2010

El último Trotski y John Dewey

El historiador francés Jean-Jacques Marie escribió hace algunos años una biografía de León Trotski, titulada Trotski. Revolucionario sin fronteras (2009), que acaba de aparecer, por vez primera, en español, bajo el sello del Fondo de Cultura Económica. Además de historiador, Marie ha sido durante años militante trotskista, por lo que en momentos su estudio es una defensa de sí, además de una defensa de Trotski.
Los eventos fundamentales de esta biografía ya los hemos leído en libros de Isaac Deutscher, Pierre Broué y otros autores trotskistas, aunque aquí el énfasis vindicativo y hasta apologético –cuando trata la vida sexual y sentimental del personaje, por ejemplo- se acentúa. Frente a más de un pasaje de este libro, el lector tiene la impresión de que Trotski acaba convertido en una estatua de bronce, como las que edificaban las biografías decimonónicas, a lo Carlyle o Emerson.
El marxismo-leninismo siempre tuvo una relación ambigua con esa tradición biográfica. Por un lado, la rechazaba, sobre todo en sus representantes del siglo XX –Ludwig, Zweig…-, pero, por el otro, la reciclaba en sus propias monumentalizaciones de Marx, Engels, Lenin, Stalin, Mao, Guevara o Castro. Al tiempo en que rebajaba el “papel del individuo en la historia”, el marxismo-leninismo construía el culto a la personalidad de los jefes comunistas.
A diferencia de la mayoría de los estudios sobre Trotski que conocemos, hay en esta biografía de Marie un trabajo minucioso con la correspondencia del líder ucraniano, un rastreo en las principales fuentes bibliográficas rusas, europeas, norteamericanas y mexicanas y una revisión de la prensa trotskista y sobre Trotski que ayuda a comprender, sobre todo, el último tramo de la vida de este importante político e intelectual de la primera mitad del siglo XX.
El periodo, a mi juicio, mejor trabajado por Marie, y el que más elementos novedosos aporta, es el que tiene que ver con los tres últimos años, los del exilio mexicano. Esos son los años (1937-40) en que Trotski tiene que defenderse de las acusaciones que se le hacen en los procesos de Moscú –fascista, agente de Hitler, asesino de Kirov, enemigo de la URSS- y, además, consolidar la red socialista de opositores al stalinismo, sobre todo en Europa y Estados Unidos, que daría lugar a la IV Internacional.
No es tanto en la descripción de la vida de Trotski en México –narrada cabalmente por Olivia Gall-, sino en su actividad intelectual y política desde México, donde se encuentran los mayores aciertos de la biografía de Marie. La cercanía de Estados Unidos le permitió a Trotski armar una red de partidarios de la “oposición de izquierda” –así llamaba él a su movimiento desde los años 20, ya que el término “trotskismo” le parecía demasiado personalizado- que llegó a crecer considerablemente en Estados Unidos.
Casi todas las biografías reivindicativas intentan dotar a los biografiados de una coherencia inverosímil. Marie no escapa a esa manía y trata de presentar al último Trotski como la prolongación, en otro contexto, del primer Trotski: el líder bolchevique y leninista del periodo 1917-23. Sin embargo, esta biografía aporta elementos suficientes para afirmar no sólo algunas continuidades sino también ciertas rupturas, que resultan incómodas a quienes prefieren entender a Trotski como sucedáneo de Lenin.
Ante el ascenso del fascismo y el nazismo en Europa y la creciente certidumbre de una próxima guerra, Trotski propuso a sus partidarios una actitud diferente a la de los bolcheviques durante la Primera Guerra Mundial. A su juicio, la estrategia socialista no debía ser la misma en todas las naciones capitalistas, ya que en algunas la democracia era más sólida que en otras. En Alemania y en Japón, Trotski recomendaba el rechazo a la guerra y la oposición violenta para derrocar militarmente a los regímenes fascistas. Pero en Gran Bretaña, Estados Unidos y Francia, los socialistas, a su entender, debían ser más cuidadosos e intentar siempre una “oposición política”, lo que implicaba la aceptación de métodos de la socialdemocracia, que él mismo había combatido veinte años atrás.
Esta mezcla de flexibilidad y pragmatismo del último Trotski aparece en un debate con trotskistas belgas y austriacos. “Supongamos –escribe- que mañana se desencadena un levantamiento en la colonia francesa de Argelia bajo la bandera de la independencia nacional y que el gobierno italiano, movido por sus propios intereses imperialistas, se dispone a enviar armas a los insurrectos argelinos” ¿Cuál debe ser la actitud de los socialistas italianos? Según Trotski, los socialistas italianos, en ese caso, deberían tratar de que las armas italianas llegaran a manos argelinas.
No se trata, a su juicio, de una transacción con el fascismo, como la de Stalin en el Tratado Molotov-Ribbentrop -para Trotski el combate al fascismo y el apoyo a la descolonización eran las dos grandes prioridades de la izquierda a mediados del siglo XX- pero sí de una evaluación precisa de cada coyuntura y de un claro discernimiento entre democracia y fascismo, que ciertas izquierdas todavía no han alcanzado.
Aunque nunca llegó a suscribirla, Trotski estuvo más cerca de una comprensión de las virtudes de la democracia moderna que Lenin y, por supuesto, que Stalin. Esto último no sólo se percibe en su pertinaz defensa de una “oposición” bajo el socialismo o en su clara apuesta por la autonomía intelectual –en aquellos años finales, en México, Trotski escribió con André Breton y Diego Rivera el famoso Manifiesto por un arte revolucionario independiente- sino en su diálogo con pensadores liberales norteamericanos.
Luego de los procesos de Moscú, en Estados Unidos fue creado el American Committee for Defense of Leon Trotsky, al que pertenecieron Edmund Wilson, Suzanne La Follette, Louis Hacker, Norman Thomas, John Dos Passos, Reinhold Niebuhr, George Novack, Franz Boas, John Chamberlain, Sidney Hook y otros intelectuales liberales y socialistas norteamericanos. El presidente de esa comisión, que realizó una investigación independiente sobre los supuestos “crímenes” de Trotski, imputados por Stalin, fue nada menos que John Dewey, uno de los grandes pensadores de la democracia, en Estados Unidos, en la primera mitad del siglo XX.
Desde México, Trotski colaboró resueltamente con dicha comisión. En las dos primeras semanas de abril de 1937, Dewey visitó varias veces a Trotski en Coyoacán y le tomó testimonio para su investigación. En la comitiva que acompañaba al filósofo y pedagogo norteamericano llegó el socialista norteamericano Carleton Beals, quien, según Marie, era agente de Stalin. Pero a pesar del acoso stalinista, la Comisión Dewey terminó su investigación y a fines de ese año absolvió a Trotski de todos los cargos. Según Marie, Trotski agradeció el veredicto de la comisión, pero rechazó la conclusión de Dewey de que el “estalinismo era el producto lógico del bolchevismo y por lo tanto del marxismo revolucionario”.
Asegura Marie que el famoso ensayo de Trotski, “Su moral y la nuestra”, es, esencialmente, una réplica cortés a Dewey. No estoy tan seguro y volveré sobre el tema en un próximo post. Baste tan sólo el recuerdo del diálogo entre Trotski y Dewey para ilustrar, una vez más, que hubo una época en que liberales y marxistas eran capaces de debatir civilizadamente sus diferencias y ponerse de acuerdo en temas vitales como la libertad de expresión y asociación.

martes, 23 de marzo de 2010

El olvidado bien común

Tony Judt, el entrañable historiador londinense que tanto hemos leído en The New York Review of Books, se está muriendo de una esclerosis lateral amiotrófica, conocida como enfermedad de Lou Gehrig. Ese Judt moribundo, que uno pensaría ajeno a las condiciones que se requieren para producir libros como su monumental Postwar: A History of Europe since 1945 o su más reciente Reappraisals. Reflections on the Forgotten Twentieth Century, ha sacado fuerzas para pensar su enfermedad, como puede leerse en el estremecedor texto “Noche”, reproducido en El País (17/ 01/ 10).
En medio de la convalecencia, Judt ha tenido la generosidad y el coraje intelectual de dedicar un ensayo a uno de los conceptos fundamentales de la tradición republicana –el bien común- que algunos liberales, desde Constant hasta Rawls, pasando por Keynes, han compartido, aunque otros, sobre todo en las tres últimas décadas del siglo XX, lo colocaron en un segundo o tercer plano del pensamiento político moderno.
A pesar de la poderosa influencia que, en años recientes, ha ejercido la teoría de la justicia social de John Rawls, la alienación del Estado y, en general, de las políticas públicas, como instancias constitutivas de sujetos modernos, a partir de la mayor satisfacción posible de derechos sociales básicos, generada por la equivocada identificación entre liberalismo y anticomunismo, que cobijó la Guerra Fría, todavía persiste en la mayor parte del mundo.
El libro se titula Ill Fares the Land (New York, Penguin Press, 2010) y en el mismo Judt retoma, por un atajo muy seductor, la crítica a la desocialización del liberalismo que generó la baja Guerra Fría, sobre todo, en el periodo del triunfalismo anticomunista, previo y posterior a la caída del Muro de Berlín. Judt nunca ha ocultado sus simpatías por la socialdemocracia europea, aunque esta última tampoco se libra de sus críticas al narcisismo ideológico de las izquierdas de los 60: “what united the 60’s generation was not the interest of all, but the needs and rights of each”.
En todo caso, el mayor acento de la crítica de Judt está puesto, no en los “malcriados baby-boomers”, sino en el, a su juicio, desastroso saldo de las políticas privatizadoras, desreguladoras y monetaristas de la “Reagan-Thatcher Era”: “the increasing and uncritical adulation of wealth for its own sake. What matters is not how afluent a country is but how unequal it is. The word public was not always a term of opprobrium in the national lexicon”.

lunes, 22 de marzo de 2010

Los tristes pueblos del mar



Al morir, en 2005, el novelista y crítico cubano Antonio Benítez Rojo trabajaba en un volumen de ensayos donde reuniría los escritos sobre plantación, sociedad y cultura en Cuba y el Caribe, que no fueron incluidos en las dos ediciones de La isla que se repite. El Caribe y la perspectiva postmoderna (1989). La estudiosa cubana Rita Molinero, exiliada en Puerto Rico, se encargó de reunir esos textos que aparecen ahora, en la imprescindible editorial puertorriqueña Callejón, bajo el atinado título de Archivo de los pueblos del mar (2010).
Hay algo de cajón de sastre en este volumen: textos inconclusos, bocetos de ensayos, notas de estudio, aunque también se incluyen piezas acabadas como “Paraísos perdidos”, “Azúcar/ poder/ texto” o “Cómo narrar la nación. La novela de la fundación”, sobre el proyecto de literatura nacional difundido por el círculo delmontino, que Benítez publicó, si mal no recuerdo, en la revista mexicana Cuadernos americanos.
El tono fragmentario, que a unos parecerá virtud y a otros, defecto, no desdibuja la fisonomía de Benítez Rojo como ensayista. Aquí están sus grandes temas: el azúcar, las literaturas “nacionales”, las maquinarias “coloniales”, “republicanas” o “socialistas” de producción cultural, la música y la poesía, la utopía y el naufragio, el exilio y el mar, el carnaval y el barroco. En una palabra, el Caribe. Un Caribe que Benítez intentó reconstruir en su inasible multiplicidad: desde los ritmos afroantillanos hasta el silbido de la trompeta china.
Repetimos lo sabido: Antonio Benítez Rojo es, entre los grandes escritores cubanos de la segunda mitad del siglo XX, el que con mayor decisión recolocó a Cuba en su entorno antillano, desafiando, así, una vieja saga de nacionalismos que alienó la gran antilla del archipiélago que la rodea y la constituye. Si en la Colonia y en la República muchos cubanos creyeron estar más cerca de España o Estados Unidos, que del Caribe, en la Revolución no pocos han creído pertenecer a un segundo mundo socialista, que dejó atrás la cultura antillana.
Benítez veía Caribe en todo, donde lo había -la gran poesía, por ejemplo, de Luis Palés Matos, opacada por la no menos grande pero más visible, de su contemporáneo Nicolás Guillén- y donde no lo había: en la novela virreinal, o más específicamente novohispana, El Periquillo Sarniento de José Joaquín Fernández de Lizardi. Benítez cubanizaba aquella novela de Lizardi, de manera similar a como Reinaldo Arenas cubanizó a Fray Servando Teresa de Mier en El mundo alucinante.
Hay, sin embargo, en este libro, como bien advierte Rita Molinero, una familiaridad con el tema del Caribe que otorga a la prosa de Benítez un acento íntimo, confesional. Como si al escribir sobre el Caribe, una vez más, al final de su vida, Benítez hablara con el Caribe mismo, erigido en personaje marítimo. Esto último se percibe en el hermoso pasaje sobre la tristeza de las alegres Antillas, también referida, en algún lugar, por Arcadio Díaz Quiñones. Un pasaje donde, afortunadamente, volvemos a leer a ese maestro de la novela y el ensayo que fue Antonio Benítez Rojo:


“El eterno paisaje del mar nos ha hecho mirar hacia afuera, hacia el horizonte, es decir, ser un pueblo extrovertido, sonriente y generoso con el forastero. Esto no es nada nuevo, pues millares de ingleses, franceses y alemanes lo han reconocido en sus libros de viaje. Pero hay algo más difícil de observar que también es muy nuestro. Una tristeza secreta, que rara vez compartimos, producto de nuestro aislamiento microcósmico, de nuestra soledad en medio de tanto turista. Es esta inconformidad de náufrago la que siempre nos ha empujado a abandonar las islas en busca de otras tierras más amplias, más pobladas, más ricas; capitales científicas y tecnológicas donde se nos ocurre que pasan cosas de importancia mayúscula. Con el tiempo nos desencantamos y viene la nostalgia del mar y de la brisa, de las modestas catedrales, de las fachadas barrocas y los cañones herrumbrosos, de las palmeras, el malecón y el carnaval. A veces morimos sin regresar, y eso es triste. Y es que, para no exiliarnos, necesitamos la idea de que pertenecemos a una gran patria, de que no navegamos solos; necesitamos la certidumbre de que individualmente hemos hecho parte de una gran historia y cultura colectivas; necesitamos, en fin, saber más de nosotros mismos, los Pueblos del Mar”

martes, 16 de marzo de 2010

Paz, Sarduy, la humildad y el compromiso

Los escritores Octavio Paz (1914-1998) y Severo Sarduy (1937-1993) eran muy diferentes pero fueron grandes amigos. Paz publicó a Sarduy en sus revistas Plural y, sobre todo, Vuelta –hay unas cuarenta colaboraciones de Sarduy en esta publicación mexicana, entre 1977 y 1994- y admiró la poesía del cubano, especialmente los sonetos y las décimas, un género sarduyano menos reverenciado por la crítica que sus novelas.
Sarduy, por su parte, confesó su “devoción” por el mexicano, que era tal que en sus viajes a la India, aun sabiendo que Paz no estaba en su casa de Nueva Delhi, visitaba su jardín y le cuidaba las rosas. Cuenta Sarduy que cuando un monzón destruyó el jardín de Paz en la India, escribió al poeta y a su esposa, Marie Jo, con detallado parte de daños. Sarduy admitía entonces que su “India no tenía nada que ver con la que había descrito Paz”.
En algún momento de sus vidas, Paz y Sarduy, como casi todas las personas, echaron un vistazo al pasado y se recriminaron cosas. Pero lo que uno lamentaba era lo opuesto a lo que lamentaba el otro. Paz escribió el gran poema “Nocturno de San Ildefonso”, incluido en un cuaderno sintomáticamente titulado Pasado en claro, a mediados de los 70. Unos conocidos versos de aquel poema decían:


El bien, quisimos el bien:
enderezar al mundo.
No nos faltó entereza:
nos faltó humildad.
Lo que quisimos no lo quisimos con inocencia.
Preceptos y conceptos,
soberbia de teólogos:
golpear con la cruz,
fundar con sangre,
levantar la casa con ladrillos de crimen,
decretar la comunión
obligatoria.
Algunos
se convirtieron en secretarios de los secretarios
del Secretario General del Infierno.
La rabia
se volvió filosofía,
su baba ha cubierto al planeta.
La razón descendió a la tierra,
tomó
la forma del patíbulo
- y la adoran millones.

Era la valiente confesión de un revolucionario que siente sobre sus hombros el peso de una responsabilidad histórica: la responsabilidad de haber alimentado utopías que luego se convirtieron pesadillas colectivas. En 1990, en unas breves memorias tituladas “Para una biografía pulverizada en el número –que espero no póstumo- de Quimera”, Severo Sarduy, muriéndose de SIDA, rememoraba su exilio en París en los primeros años de la Revolución. A diferencia de Paz, sentía que lo que le faltó no fue “humildad” sino “compromiso”.

“Me dieron una beca para estudiar pintura en Europa y me quedé. Pero no es que decidiera quedarme: me fui quedando. Hoy en día, soy muy autocrítico: creo que debía haber vuelto, que debía haberme comprometido en un sentido o en el otro. Asumir mi karma, hundirme en la contingencia, en la realidad. En definitiva, adopté la solución de facilidad: instalarme en una casa de campo, en las afueras de París, y ponerme a escribir y a pintar. Han pasado treinta años y hoy en día el balance es paupérrimo. No tengo nada y los que debían leerme, que son los cubanos, no me conocen ni me pueden leer. No creo que ya me quede tiempo para terminar mi obra allá. Otra vez será”.

domingo, 14 de marzo de 2010

Tu historia sin ti


La película I’m Not There (2007) de Todd Haynes sobre la vida de Bob Dylan utiliza un recurso narrativo que muchos biógrafos y novelistas han utilizado en los últimos siglos. Seis actores, con nombres diferentes al de Dylan, representan diversas facetas de la vida del músico. Cate Blanchet, por ejemplo, interpreta al Dylan libérrimo y fanfarrón de los 60, el del documental Don’t Look Back, que espanta las buenas conciencias británicas. Heath Ledger, en cambio, interpreta al Dylan aburguesado de los 70, con casa en los suburbios y fracturas familiares.
El film produce un juego de presencias y ausencias muy curioso, en el que Dylan está y no está o, más bien, está, pero siempre incompleto. Son demasiados los elementos que informan al espectador que se trata, en efecto, de la vida de Bob Dylan. Sólo que el relato biográfico es lo suficientemente elusivo como para que la trama sea, de algún modo, la historia de Dylan sin Dylan, su historia sin él.
En la literatura y en la biografía se ha utilizado el mismo recurso. Pienso, por ejemplo, en los intentos de biografías fragmentarias que aparecen en Momentos estelares de la humanidad de Stefan Zweig o en las biografías anónimas, desidentificadas, de Marcel Schwob en Vidas imaginarias. Hay un protagonismo rebajado en esos textos, una reducción del héroe a un pasaje o una anécdota, que despoja la historia de su personaje central.
Otra variable posible del mismo desalojo, sería la recreación ficticia de un momento de la vida de algún personaje célebre. El general en su laberinto de Gabriel García Márquez, por ejemplo, o El alma de Napoleón de León Bloy, un tratado teológico sobre el bonapartismo, centrado en los últimos días del emperador en Santa Helena. Aunque más evanescente, La muerte en Venecia de Thomas Mann, donde el protagonista no se llama Gustav Mahler o Thomas Mann sino Gustav von Aschenbach. Los libros de García Márquez, Bloy y Mann son biografías sin biografiados.
Más cerca, por ejemplo, de la técnica de Haynes -o de Zweig- estaría el maravilloso relato Los últimos días de Emmanuel Kant de Thomas De Quincey. El Kant que aparece ahí, retratado por el clérigo Wasianski es, en buena medida, un antiKant: bebedor de café, mundano, dado a la conversación ligera y a la elusión de toda controversia intelectual. Un Kant ligeramente parecido al Nietzsche del popularísimo libro de Irvin D. Yalom, también llevado al cine, pero muy lejos del magisterio de De Quincey o Haynes.

viernes, 12 de marzo de 2010

Regreso póstumo a La Habana


La colección Órbita de la editorial de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba ha dedicado un merecido volumen a Manuel Moreno Fraginals (La Habana, 1920-Miami, 2001), uno de los grandes historiadores e intelectuales cubanos de la segunda mitad del siglo XX. La selección y el prólogo han corrido a cargo de Oscar Zanetti Lecuona, investigador riguroso, discípulo de Moreno, con una nutrida e importante bibliografía sobre la historia económica de la isla, sobre todo, en el periodo que va de 1898 a 1958.
El volumen reproduce textos pertenecientes a los más conocidos libros de Moreno: José Antonio Saco. Estudio y bibliografía (1960), El Ingenio. Complejo económico social cubano del azúcar (1978), La historia como arma y otros estudios sobre esclavos, ingenios y plantaciones (1983), Guerra, migración y muerte: el ejército español en Cuba como vía migratoria (1993), que escribió a cuatro manos con su hijo José J. Moreno Masó. Se incluye también un capítulo de Cuba/ España. España/ Cuba: historia común (1995), el libro que Moreno publicó luego de su exilio en Miami y que, hasta ahora, no ha sido editado en la isla.
Este volumen rescata editorialmente algunos ensayos que Moreno publicó en La Habana entre los años 70 y 90 y que nunca habían sido antologados, como el prólogo a Oppiano Licario de Lezama (1977), “El conde Alarcos y la crisis de la oligarquía criolla” (1981, Revolución y cultura), “Hacia una historia de la cultura cubana” (1986, revista Universidad de la Habana) o “Hacia una filosofía, un lenguaje y un arte imperial” (1989, Unión). También se incluye el valioso inédito “Reflexión sobre el espejo: un análisis sociológico sobre el poema de Silvestre de Balboa”, donde Moreno transcribió ideas que constantemente sostenía en clases y conversaciones.
No están ahí, lamentablemente, todos los textos inéditos o no recogidos en libro de Moreno, que no son muchos. Es difícil entender por qué no se compilaron todos los ensayos publicados por el historiador en revistas cubanas de los años 80 y principios de los 90 –no aparecen, por ejemplo, sus textos en Albur y Credo, las revistas impulsadas por Iván González Cruz en el ISA, especialmente el ensayito “El tiempo en la historia de Cuba” (1994). Más comprensible es la exclusión de algunos ensayos que Moreno publicó durante su breve exilio, como “El anexionismo”, en el volumen Cien años de historia de Cuba (Madrid, Verbum, 2000).
En una entrevista que le hicieron Olga Cabrera e Isabel Ibarra a Moreno, para el homenaje que le rindió la revista Encuentro (Número 10, otoño 1998) –que naturalmente no aparece en la bibliografía-, el historiador mencionaba que, de hacerse una antología de sus ensayos no recogidos en libro, deberían incluirse el estudio sobre Anselmo Suárez y Romero y “Veinte puntos sobre la historia de Cuba” –ambos recogidos en esta Órbita- y un texto por el que Moreno sentía especial cariño, “Agustín de Iturbide, caudillo”, un trabajo escolar que escribió cuando cursaba el Doctorado en Historia en El Colegio de México y que será reeditado próximamente en una revista mexicana.
En todo caso, esta antología es un escalón más en la ascendente e inevitable recomposición del país intelectual cubano. Que la selección y el prólogo hayan corrido a cargo de un historiador serio como Zanetti asegura no sólo el tono académico predominante en el volumen sino la inclusión de breves valoraciones sobre la obra de Moreno de algunos intelectuales y profesores del exilio como Carmelo Mesa Lago, Alejandro de la Fuente o Iván de la Nuez. En esa sección de “Opiniones” se echa en falta, sin embargo, la de Josep Fontana, quien escribió los prólogos a Cuba/ España. España/ Cuba, también reproducido en el homenaje incitable de Encuentro, y al Ingenio en su última reedición de Crítica (Barcelona, 2001)
No puedo terminar esta nota sin referirme a la manera en que Zanetti y los editores de la UNEAC decidieron enfrentar el problema del exilio de Moreno. Aunque la redacción del pasaje del prólogo que se refiere a esa decisión está más cuidada que otras conocidas intervenciones oficialistas sobre la misma, sigue persistiendo la idea de que la calidad intelectual de la obra del autor de El ingenio decayó con su “abierto desacuerdo con la Revolución”. El desacuerdo de Moreno, como sabemos, no fue con la Revolución sino con un gobierno concreto y, como bien dice Zanetti, la “mudanza en las apreciaciones históricas constituye un acto legítimo, como también puede serlo el cambio de conducta política”.

miércoles, 10 de marzo de 2010

¿Iras electrónicas?

Hay escritores que sólo pueden escribir en estado de ira o, como decían los viejos latinistas, ab irato. Ahora que cada vez más personas se expresan y se comunican por medio de la escritura, a través de los medios electrónicos o de las redes sociales, comprobamos que se trata de una inclinación humana y no, únicamente, de una preferencia estilística. Escribir con rabia, con enojo o con amargura es uno de los actos más comunes de la era digital: un acto que hace apenas medio siglo era documentable en algún periódico, un libro o una carta.
Una observación de las formas de escritura que adopta la comunicación electrónica nos llevaría a cuestionar el tópico de que la expresión predigital, por no estar tan personalizada, se veía más mediada por la esfera pública, que atempera retóricas agresivas. A pesar de la cada vez mayor propagación de la escritura personalizada, en la era digital, la esfera pública sigue ejerciendo su función moderadora. Es la esfera pública, con su moralidad contractual, la que sigue apaciguando los lenguajes más iracundos.
He pensado en el tema luego de la lectura de Enemigos públicos (Barcelona, Anagrama, 2010), el libro que reúne la larga polémica electrónica que sostuvieron Michel Houellebecq y Bernard-Henri Lévy en el primer semestre de 2008. Tal vez esa correspondencia haya sido moderada con el propósito de ser editada, pero aún así, permite constatar la persistencia de un código de decencia en dos autores interesados en explorar los límites afectivos de la rivalidad intelectual.
El intercambio comienza con un mensaje de Houellebecq en el que el autor de Las partículas elementales y Plataforma le estampa a Lévy sus diferencias: “todo, como se suele decir, nos separa, excepto un punto fundamental: tanto usted como yo somos individuos bastante despreciables”. Pero ya en la primera respuesta de Lévy, que es quien más atempera el debate, los humos han bajado y la despedida es un “saludo cordial”.
Los dos escritores recorren múltiples temas de discordia: Sartre, la literatura de confesión, la familia, Céline y Proust, el compromiso, el holocausto, la celebridad, la novela y la poesía, el amor, los libros… Hay momentos, como cuando debaten el “deseo de agradar” de los escritores o cuando confrontan sus memorias familiares, que distienden la crispación generada por cuestiones morales o políticas que los llevan a un contradictorio posicionamiento público.
Por ejemplo, cuando debaten la Rusia de Putin. Houellebecq confiesa que al regresar a Occidente, luego de un viaje reciente a Rusia, sintió que “regresaba a la casa de los muertos”. “La vida en Rusia es dura, muy dura, por supuesto, es una vida violenta pero viven, tienen unas ganas desbordantes de vivir que nosotros hemos perdido. Y tuve ganas de ser ruso, ruso e irresponsable en el ámbito ecológico”.
A Lévy le parece horrenda esa nueva exotización de Rusia en Occidente, que hereda de las anteriores, la del zarismo y la del stalinismo, el gusto por un otro autoritario: “a diferencia de usted, no tengo ninguna, pero ninguna gana de ser ruso ni de volver a Rusia. Amé una idea de Rusia. Defendí y amé esta idea de la cultura rusa que, en los años 70 y 80, invocaban, revueltos, Solzhenitsyn y Sájarov, los eslavófilos y los europeístas, los discípulos de Pushkin y los de Dostoievski, los disidentes de derecha, los de izquierda y los que, como decía el matemático Leonid Pliuchit, no pertenecían ni a un campo ni al otro, sino al campo de concentración”.
“Pero lo que ha llegado a ser Rusia –concluye Lévy-, lo que se ha visto de Rusia cuando se desmoronó el comunismo, su debacle, su deshielo o su derretimiento, han revelado, a ella misma y al mundo, la Rusia de Putin, la de la guerra de Chechenia, la Rusia que asesina a Anna Politkóvskaya en la escalera de su casa, y la que la propia Politkóvskaya, justo antes de que la asesinaran, describe en ese hermoso libro que es Diario ruso, la Rusia de las bandas racistas que persiguen, en pleno Moscú, a los rusos no étnicos, la Rusia que da caza a los chinos en Irkutsk, a los daguestanos en Rostov…”
La respuesta de Houellebecq parecerá a unos, cínica, a otros, realista, y a otros, superficial: esa Rusia es la que prefiere la mayoría de los rusos, la que “vota masivamente a Putin y a Medvedev, que considera que no hay otra alternativa creíble; que piensa, de acuerdo con sus gobernantes que las reprimendas de Occidente (sobre Chechenia, u otras cuestiones) son injerencias inaceptables. Hay que reconocerlo: el gobierno ruso está en absoluta sintonía con su población en estos asuntos”.
La correspondencia se crispa también cuando Houellebecq confiesa, para decepción de Lévy, no saber distinguir entre una guerra justa y otra injusta. Pero unos días después, los rivales vuelven a la tensa cordialidad que han construido desde las dos primeras cartas: compartir lecturas (desde Kant o Comte hasta Spinoza o Althusser), incluso lecturas discordantes, es un modo de volver a la calma. Hay un tomarse en serio, un respeto mutuo, un haberse leído y una complicidad de grandes lectores, en estos polemistas, que permite que, en los momentos de mayor divergencia, no desaparezca del todo la cortesía.

lunes, 8 de marzo de 2010

Hijo de la luz y de la sombra

Este es el año del centenario de Miguel Hernández (1910-1942) y ya comienzan los suplementos literarios iberoamericanos a glosar la vida y la obra del gran poeta de Orihuela (Alicante). Una vida y una obra breves, envueltas, como las de su contemporáneo Federico García Lorca, en el misterio de la fugacidad y en el mito del sacrificio.
El País Semanal se ha adelantado con un dossier sobre el poeta de Perito en lunas (1933) y El rayo que no cesa (1936), en el que intervienen, entre otros, Antonio Muñoz Molina, Alfonso Guerra, Luis García Montero, Benjamín Prado, Eutimio Martín y Joan Manuel Serrat, quien ha lanzado una nueva musicalización de poemas de Hernández, con motivo del centenario.
Muñoz Molina hace una semblanza de la breve vida infeliz del autor de Viento del pueblo (1937), a partir de los hallazgos de los tres últimos biógrafos: Agustín Sánchez Vidal, José Luis Ferris y Eutimio Martín. Aseguran estos que Hernández fue un poeta contradictorio –cuál no lo es, Whitman dixit-, que cantó a la Virgen María y a Stalin, que exploró con versos neogongorinos a la vez que escribía algunos de los peores poemas de su generación.
Muñoz Molina habla de Hernández como un “nacido para el luto” y se deja seducir, nuevamente, como Serrat, por el “romancero de ausencias”. Pero el biógrafo Martín va contra el mito: el fracaso de los amores con Josefina Manresa, la influencia católica, nacionalista y protofranquista del sacerdote Luis Armancha y del “amigo” Ramón Sijé, “con quien tanto quería”, pero de quien se había apartado radicalmente mucho antes de que escribiera la célebre “Elegía”, las exageraciones sobre su infancia pobre y su triste pastoreo.
Martín ve en la poesía neogongorina y católica del primer Hernández, previa a la afiliación al Partido Comunista, a la entrada en el Quinto Regimiento, a la amistad con Bergamín y Neruda y al viaje a Moscú, una suerte de pasaporte a la canonización franquista del poeta, insinuada por las élites alicantinas, fieles –hasta hoy- a la memoria del caudillo, y por biógrafos oficiales de la dictadura como Juan Guerrero Zamora.
Con Hernández sucedió como con Lorca: dos víctimas republicanas del franquismo –Hernández murió de tuberculosis en una prisión alicantina, en 1942, condenado a treinta años de cárcel- que debieron sufrir amagos de extremaunción nacionalista y católica en el antiguo régimen. En ambos, pero sobre todo en Hernández, había una condición escindida, una conciencia de ser “hijo de la luz y de la sombra”, que facilitó aquel intento de apropiación política de un legado literario.





I

(Hijo de la sombra)


Eres la noche, esposa: la noche en el instante
mayor de su potencia lunar y femenina.
Eres la medianoche: la sombra culminante
donde culmina el sueño, donde el amor culmina.


Forjado por el día, mi corazón que quema
lleva su gran pisada del sol adonde quieres,
con un sólido impulso, con una luz suprema,
cumbre de las montañas y los atardeceres.


Daré sobre tu cuerpo cuando la noche arroje
su avaricioso anhelo de imán y poderío.
Un astral sentimiento febril me sobrecoge,
incendia mi osamenta con un escalofrío.


El aire de la noche desordena tus pechos,
y desordena y vuelca los cuerpos con su choque.
Como una tempestad de enloquecidos lechos,
eclipsa las parejas, las hace un solo bloque.


La noche se ha encendido como una sorda hoguera
de llamas minerales y oscuras embestidas.
Y alrededor la sombra late como si fuera
las almas de los pozos y el vino difundidas.


Ya la sombra es el nido cerrado, incandescente,
la visible ceguera puesta sobre quien ama;
ya provoca el abrazo cerrado, ciegamente,
ya recoge en sus cuevas cuanto la luz derrama.


La sombra pide, exige seres que se entrelacen,
besos que la constelen de relámpagos largos,
bocas embravecidas, batidas, que atenacen,
arrullos que hagan música de sus mudos letargos.


Pide que nos echemos tú y yo sobre la manta,
tú y yo sobre la luna, tú y yo sobre la vida.
Pide que tú y yo ardamos fundiendo en la garganta,
con todo el firmamento, la tierra estremecida.


El hijo está en la sombra que acumula luceros,
amor, tuétano, luna, claras oscuridades.
Brota de sus perezas y de sus agujeros,
y de sus solitarias y apagadas ciudades.


El hijo está en la sombra: de la sombra ha surtido,
y a su origen infunden los astros una siembra,
un zumo lácteo, un flujo de cálido latido,
que ha de obligar sus huesos al sueño y a la hembra.


Moviendo está la sombra sus fuerzas siderales,
tendiendo está la sombra su constelada umbría,
volcando las parejas y haciéndolas nupciales.
Tú eres la noche, esposa. Yo soy el mediodía.


II

(Hijo de la luz)

Tú eres el alba, esposa: la principal penumbra,
recibes entornadas las horas de tu frente.
Decidido al fulgor, pero entornado, alumbra
tu cuerpo. Tus entrañas forjan el sol naciente.


Centro de claridades, la gran hora te espera
en el umbral de un fuego que al fuego mismo abrasa:
te espero yo, inclinado como el trigo a la era,
colocando en el centro de la luz nuestra casa.


La noche desprendida de los pozos oscuros,
se sumerge en los pozos donde ha echado raíces.
Y tú te abres al parto luminoso, entre muros
que se rasgan contigo como pétreas matrices.


La gran hora del parto, la más rotunda hora:
estallan los relojes sintiendo tu alarido,
se abren todas las puertas del mundo, de la aurora,
y el sol nace en tu vientre, donde encontró su nido.


El hijo fue primero sombra y ropa cosida
por tu corazón hondo desde tus hondas manos.
Con sombras y con ropas anticipó su vida,
con sombras y con ropas de gérmenes humanos.


Las sombras y las ropas sin población, desiertas,
se han poblado de un niño sonoro, un movimiento,
que en nuestra casa pone de par en par las puertas,
Y ocupa en ella a gritos el luminoso asiento.


¡Ay, la vida: qué hermoso penar tan moribundo!
Sombras y ropas trajo la del hijo que nombras.
Sombras y ropas llevan los hombres por el mundo.
Y todos dejan siempre sombras: ropas y sombras.


Hijo del alba eres, hijo del mediodía.
Y ha de quedar de ti luces en todo impuestas,
mientras tu madre y yo vamos a la agonía,
dormidos y despiertos con el amor a cuestas.


Hablo, y el corazón me sale en el aliento.
Si no hablara lo mucho que quiero me ahogaría.
Con espliego y resinas perfumo tu aposento.
Tú eres el alba, esposa. Yo soy el mediodía.



III

(Hijo de la luz y la sombra)

Tejidos en el alba, grabados, dos panales
no pueden detener la miel en los pezones.
Tus pechos en el alba: maternos manantiales,
luchan y se atropellan con blancas efusiones.


Se han desbordado, esposa, lunarmente tus venas,
hasta inundar la casa que tu sabor rezuma.
Y es como si brotaras de un pueblo de colmenas,
tú toda una colmena de leche con espuma.


Es como si tu sangre fuera dulzura toda,
laboriosas abejas filtradas por tus poros.
Oigo un clamor de leche, de inundación, de boda
junto a ti, recorrida por caudales sonoros.


Caudalosa mujer: en tu vientre me entierro.
Tu caudaloso vientre será mi sepultura.
Si quemaran mis huesos con la llama del hierro,
verían que grabada llevo allí tu figura.


Para siempre fundidos en el hijo quedamos:
fundidos como anhelan nuestras ansias voraces:
en un ramo de tiempo, de sangre, los dos ramos,
en un haz de caricias, de pelo, los dos haces.


Los muertos, con un fuego congelado que abrasa,
laten junto a los vivos de una manera terca.
Viene a ocupar el hijo los campos y la casa
que tú y yo abandonamos quedándonos muy cerca.


Haremos de este hijo generador sustento,
y hará de nuestra carne materia decisiva
donde asienten su alma, las manos y el aliento,
las hélices circulen, la agricultura viva.


Él hará que esta vida no caiga derribada,
pedazo desprendido de nuestros dos pedazos,
que de nuestras dos bocas hará una sola espada
y dos brazos eternos de nuestros cuatro brazos.


No te quiero en ti sola: te quiero en tu ascendencia
y en cuanto de tu vientre descenderá mañana.
Porque la especie humana me han dado por herencia,
la familia del hijo será la especie humana.


Con el amor a cuestas, dormidos y despiertos,
seguiremos besándonos en el hijo profundo.
Besándonos tú y yo se besan nuestros muertos,
se besan los primeros pobladores del mundo.

viernes, 5 de marzo de 2010

El académico como héroe


A pesar de las constantes invectivas antiacadémicas de los escritores no son pocas las novelas que en la última década convierten a profesores universitarios en héroes o, al menos, en personajes enternecedores. Se me ocurre, para circunscribirme a los últimos diez años, empezar por Disgrace (1999) de J. M. Coetzee, en la que a David Lurie, profesor de la Universidad de Ciudad del Cabo, se le viene el mundo abajo cuando una alumna lo acusa de acoso sexual y poco después su hija es violada. A pesar de que Lurie tiene rasgos despreciables, su desgracia, su gusto por los animales y su melomanía lo ennoblecen.
La mancha humana (2000) de Philip Roth es otra novela sobre universidades, que reproduce esa visión ambivalente de la academia como un mundo jerárquico y, a la vez, sublime. Coleman Silk es un profesor acusado de racismo, que en realidad ha sido víctima del racismo, al grado de ocultar su propio origen étnico, y que es expulsado de la universidad. Aunque la novela presenta la ruptura con la academia como vía de liberación sexual y moral, la amistad de Silk con el profesor Nathan Zuckerman –alter ego de Roth- restablece un culto al saber y a la conversación que no deja de ser universitario.
Académico es también Salomón Rulfo, el protagonista de La dama número trece (2003) de Juan Carlos Somoza. Un personaje que sueña un asesinato y, luego de saber que el crimen sucedió en la realidad, decide investigarlo, mientras le vienen a la memoria pasajes enteros de Homero y Shakespeare, enseñados en sus clases de literatura. Las universidades reaparecen en la trilogía Tu rostro mañana (2002-2007) de Javier Marías, quien antes les había dedicado una de las grandes novelas sobre el tema: Todas las almas (1989). El protagonista de esas novelas, Jaime Deza, es un ex profesor español de la universidad de Oxford.
Haber sido profesor, y no serlo en el momento en que se escribe una novela, es una situación recurrente en la narrativa contemporánea. Puede aparecer lo mismo en Soldados de Salamina (2001) de Javier Cercas que en El testigo (2004) de Juan Villoro. Julio Valdivieso, el héroe de esta última, fue profesor por mucho tiempo en universidades francesas y regresa a México, con el propósito de escribir la biografía definitiva del poeta Ramón López Velarde y colaborar en una telenovela sobre la guerra cristera. Inmerso en el cinismo del mundo mediático y político de la ciudad de México, Valdivieso siente nostalgia de sus años académicos.
Las universidades, esos sitios medievales que se asocian con la rigidez y el autoritarismo, son también lugares propicios para la ficción por su mezcla de adultez, juventud y saber, de represiones, perversiones y rivalidades. Lo advirtió Nabokov en su época y hoy Tom Wolfe lo ha llevado al paroxismo, en su novela Soy Charlotte Simmons (2005), una historia sobre las orgías alcohólicas y sexuales que suceden en los campus universitarios de Estados Unidos. Pero aún como miserable o desgraciado, como dogmático o pedófilo, el académico termina siendo el héroe de todas esas novelas.

miércoles, 3 de marzo de 2010

Más sobre “cubanos” en la guerra civil

Existe un buen artículo sobre la participación de cubanos en la guerra civil española (Fernando Vera Jiménez, “Cubanos en la guerra civil española”, Revista Complutense de Historia de América. No. 25, 1999) que permitiría avanzar en un tema, hasta ahora, secuestrado por guiones ideologizantes de la historia española y cubana. Con frecuencia, los estudios sobre el tema buscan la afirmación de una “esencia solidaria cubana”, cuestionable en más de un sentido.
En dicho artículo se mencionan unos veintiocho cubanos, enrolados en la famosa “Centuria Guiteras”, entre los que aparecen Rolando Masferrer (en la foto) y Aquilino Navarro Cornejo, uno de los personajes de Tres meses con las fuerzas de choque de Carlos Montenegro. Otro personaje de este libro, que, como decíamos, podría ser el soldado negro retratado por Agustí Centelles, sería Cueria, un apellido que no aparece en la lista de Vera Jiménez, a no ser que haya un error paleográfico en el nombre de Basilio Cucira.
No aparecen en esos listados Bofill, amigo de Pablo de la Torriente Brau y a quien Carlos Montenegro llevaba una carta de éste, Policarpo Candón, Lino Novás Calvo o el propio Montenegro. La lista de los cubanos que intervinieron en aquel conflicto aún no está completa, ya que en varios casos, como los anteriores, se trataba de cubanos no nacidos en la isla. Algunos de ellos como Candón, Novás y Montenegro nacieron en España y como decenas de miles de sus compatriotas emigraron a la isla en las primeras décadas del siglo XX.
Quienes cuentan estas historias con el fin de bautizar a los insulares que participaron en las Brigadas Internacionales o en el Ejército Popular de la República como los “primeros internacionalistas cubanos” o como los precursores de quienes, décadas después, irían a pelear a Angola o Etiopía, olvidan con frecuencia que en 1936 no todos los habitantes de las isla eran “constitucionalmente” cubanos.
Los límites de esas afirmaciones anacrónicas del nacionalismo se perfilan aún más cuando se pondera que muchos inmigrantes europeos, norteamericanos y antillanos se nacionalizaban a mucha velocidad, pero nunca abandonaban plenamente sus antiguas identidades ¿No se sentía también “puertorriqueño” Pablo de la Torriente Brau o “gallego” Carlos Montenegro? ¿Cuánto de esas identidades no se movilizaba, también, en su respaldo a la República?

martes, 2 de marzo de 2010

Negros cubanos en la guerra civil española

Ahora que en la prensa española ha resurgido el tema de la participación de cubanos en la Guerra Civil, valdría la pena releer Tres meses con las fuerzas de choque (División campesina), de Carlos Montenegro, editado hace algunos años por la sevillana Espuela de Plata, con prólogo del estudioso del exilio español en Cuba, Jorge Domingo Cuadriello (La Habana, 1954).
Montenegro, hijo de gallego y cubana y autor de la clásica novela Hombres sin mujer (1938), fue uno de los redactores de la revista comunista Mediodía. Esta publicación, como muchas de las editadas por comunistas en América Latina, se involucró en el bando republicano de la Guerra Civil.
Montenegro escribió para Mediodía varios artículos antifranquistas y en 1937 apareció su folleto Aviones sobre España. Relato de la guerra en España –también incluido en este volumen-, que le valió el interés del movimiento de solidaridad con la República. En ese mismo año, Montenegro viajó a Nueva York, donde colaboró con los editores republicanos de La Voz y desde ese puerto se embarcó a la península, donde se uniría a las tropas comandadas por el coronel Valentín González.
Siempre que se piensa en cubanos en la Guerra Civil, el primer nombre que viene a la mente es el de Pablo de la Torriente Brau, nacido, por cierto, en San Juan, Puerto Rico, y muerto en combate en Majadahonda, defendiendo Madrid de la ofensiva nacionalista. No por menos conocida, la participación de Montenegro en aquel conflicto, narrado en Tres meses con las fuerzas de choque, deja de ser valiosa.
Uno de los capítulos del libro de Montenegro, el titulado “Cubanos”, habla precisamente de soldados negros de la isla, incorporados a las Brigadas Internacionales que apoyaron a la República. Uno de esos soldados, Cueria o Aquilino, pudo haber sido el que aparece en la foto, cuya imagen fue erróneamente atribuida a un combatiente afroamericano, del batallón "Abraham Lincoln".



“Aquel mismo día me llevó a ver a Candón (Policarpo Candón, brigadista gaditano-habanero que murió en los combates de Altos de Celada) que estaba enfermo de la vista. Por las luces veladas, apenas pude entrever a aquel hombre al lado del cual habría de vivir las emociones más intensas de la guerra. Por el momento no le di mayor importancia. No hablaba de la guerra sino de Cuba, pero sencillamente, popularmente: del barrio donde se había criado, en La Habana; de los negros que él quería y admiraba, pero no desde afuera, como un motivo folklórico, sino desde un plano humano. No obstante en sus palabras no parecía haber un contenido político sino más bien de regocijada simpatía. Me habló, ese primer día, más de Aquilino que de Cueria: dos negros que han nacido en Cuba y que ahora están en Madrid. Uno, Cueria, como he dicho, capitán de ametralladora de Candón, el más distinguido, terriblemente efectivo en su arma, lleno de inventiva, de “trucos”. (De madrugada se levanta y en lugar avanzado del frente, simula el emplazamiento de una ametralladora: unas ramas, un latón negro y unas tablas húmedas en las que prende un fuego ahogado. Después, en ángulo emplaza las ametralladoras efectivas; cuando rompe el alba, hace fuego breve y espera; los fascistas se preparan. Ven el emplazamiento simulado y descubren algo para Cueria, que los tiene cogidos de flanco. Así ha matado a muchos). Si en España se condecorase la eficacia y el valor, el pecho de Cueria estaría cubierto de medallas. Aquilino es saxofonista y trabaja en un teatro de Madrid. Candón se ríe al hablar de Aquilino. Este dice:

- Soy un antifascista, pero no hombre de guerra.

Un día Candón lo invitó a ir al cuartel “Pablo de la Torriente Brau”, a darle una función a los soldados. Candón le había dicho:

-Después te daremos una función a ti.

Aquilino tocó el saxofón como sólo él sabe hacerlo. Primero asuntos cubanos; después, caracterizado de baturro, de andaluz, de gitano. Terminó vestido de torero –pues también es estrella del ruedo- con un motivo taurino en el que acosaba a un toro imaginario, que mugía en el saxofón donde también mugía el público”.

lunes, 1 de marzo de 2010

La dictadura de la indecencia

El terremoto de Chile aplazó el V Congreso de la Lengua Española, que debía comenzar mañana en Valparaíso. Por fortuna, Babelia adelantó algo de lo que presentaría Emilio Lledó (Sevilla, 1927) en el mismo, junto a Mario Vargas Llosa y Jorge Edwards. El autor de Filosofía y lenguaje sigue creyendo en los poderes redentores del idioma bien hablado y bien escrito. La lengua, dice Lledó, nos defiende de la corrupción intelectual generada por la política, especialmente, por aquellas políticas de la exclusión que conducen quienes se creen dueños de las naciones y sus literaturas.
“Ese vocabulario congelado e inerte que se ha metido en el alma, ni siquiera puede responder a la exigencia socrática de “diga lo que piensa”, o incluso “piense de verdad lo que dice”, porque la degeneración ha llegado al extremo de que no sabemos ya pensar. Los residuos de las palabras desactivadas dormitan siempre en el fondo de nuestro ser, y lo peor de ellos es que aparecen de pronto como formas incurables de irracionalidad”.
“El lenguaje, que se funda en la verdad, en la honradez personal y política, abre las puertas a la razón y a la vida. Suena utópico que los seres humanos lleguen a liberarse del dominio que ejerzan, desde las peores formas de oligarquías, los perturbados de la corrupción mental; pero no hay que renunciar a esa utopía. La vida democrática jamás podrá realizarse mientras una ciudadanía, desconcertada y engañada con la codicia de otros, se resigne, por la miserable ideología de la pragmacia, a soportar la dictadura de la indecencia”.