Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

sábado, 27 de febrero de 2010

Sexenio y reelección

Comentábamos en el post anterior que la fórmula autoritaria de sexenio más reelección, introducida en la Rusia de Putin, fue ideada por Porfirio Díaz, en México, en los últimos años de su larga dictadura (1876-1910). Díaz y sus defensores intelectuales argumentaban que cuatro años era un periodo demasiado corto para llevar adelante políticas públicas eficaces. Lo curioso es que al aumentar en dos años el tiempo de gobierno y agregarle la reelección, que en el caso de Díaz era indefinida, se lograba, en dos periodos, el equivalente de tres cuatrienios, es decir, doce años.
Tal vez sea más que una curiosidad histórica, el hecho de que aquella fórmula ideada hace cien años en México reaparezca en Rusia a principios del siglo XXI. Rusia y México produjeron las dos grandes revoluciones de la primera mitad del siglo XX. La rusa desembocó en un régimen político totalitario, de partido comunista único, ideología marxista-leninista, economía de Estado y control de la sociedad civil. La mexicana, en un régimen autoritario de partido hegemónico, oposición limitada, ideología nacionalista revolucionaria y relativas libertades públicas.
Ambos países comparten, hoy, la modalidad del sexenio presidencial: en México sin reelección y en Rusia con derecho a una reelección consecutiva. La propuesta de reforma política presentada recientemente por el presidente mexicano Felipe Calderón, y respaldada por un grupo importante de intelectuales, empresarios y políticos del país, incluye la introducción de la reelección para alcaldes y legisladores. La no reelección presidencial, sin embargo, creada por la Constitución mexicana de 1917, como antídoto jurídico de la dictadura personal, sigue generando consenso en México.

viernes, 26 de febrero de 2010

¿Forever Putin?

En el último número de The New York Review of Books, Amy Knight reseña dos libros sobre la Rusia actual: Without Putin: Political Dialogues with Yevgeny Kiselev (Moscú, Novaya Gazeta, 2010) de Mijaíl Kasyanov y Soviet Fates and Lost Alternatives: From Stalinism to New Cold War (New York, Columbia University, 2010) de Stefen F. Cohen. Kasyanov, autor del primer libro, fue el Primer Ministro de Vladímir Putin entre 2000 y 2004, y Cohen, autor del segundo, uno de los grandes conocedores de la Rusia postsoviética en el mundo.
De la lectura de ambos volúmenes, Amy Knight desprende la posibilidad, cuando no el vaticinio, de que Putin se reelija como presidente en el 2012, cuando concluya el periodo presidencial de Dimitri Medvedev. Gracias a una reforma constitucional que ha extendido el mandato de los presidentes rusos de cuatro a seis años –el sexenio, invención mexicana o, más específicamente, del antiguo régimen porfirista, adoptada por la Revolución- Putin podría gobernar Rusia entre 2012 y 2018 y reelegirse ese año hasta 2024, cuando dejaría el poder con más de 70 años.
Como Chávez, caudillo que también asciende al poder en el último año del siglo XX, Putin se presenta como el dictador arquetípico del siglo XXI. Un dictador postcomunista, que respeta zonas de la economía de mercado y de los derechos civiles y políticos, que defiende un orden constitucional y una estabilidad social, que combina una diplomacia pragmática y pluralista con una afirmación geopolítica, de hegemonía acotada, y, a cambio, hace de su persona el eje del poder y la garantía del equilibrio nacional.

miércoles, 24 de febrero de 2010

El antimarxismo de Marx

El antintelectualismo, provenga de Burke o de Marx, de la derecha o de la izquierda, se vuelve con frecuencia contra algunos de sus principales defensores. Como advertía Richard Hofstadter, en su clásico estudio Anti-Intellectualism in American Life (1963), las protestas contra académicos, escritores, artistas o periodistas, que atribuyen a la “esencia ideológica” de esas actividades autoría de crímenes políticos o complicidad con los mismos, provienen, por lo general, de “otros” intelectuales, muchos de ellos exprofesores o literatos fracasados, que estigmatizan su antigua profesión.
Uno de los peores hábitos del antintelectualismo es la demanda de “perfecta coherencia” en el intelectual al que se critica. Dicha demanda está asociada con la creación de rígidos arquetipos doctrinales en torno a la obra de algún pensador importante. Edmund Burke y Karl Marx, dos intelectuales que se quejaron del abstraccionismo y de la cobardía de la intelectualidad de sus épocas, han terminado siendo víctimas de su propio antintelectualismo.
Es frecuente que el tópico de Burke como “padre del conservadurismo” transfiera al autor de Reflexiones sobre la Revolución Francesa (1790) un carácter contrailustrado y reaccionario que el mismo no tuvo. Burke criticó algunos aspectos de la Revolución Francesa y aborreció a Rousseau, pero, como el whig irlandés que era, siempre defendió la tradición ilustrada de Locke y Montesquieu, el gobierno representativo y hasta la autonomía de los colonos americanos.
En el otro polo del espectro ideológico, esta fabricación de coherencia sin fisuras se aplica también a Karl Marx. El autor de El Capital fue un escritor y, como todo escritor, recurrió a figuras literarias que relativizaban o contrariaban algunos principios de su teoría. Son conocidos los pasajes de los Manuscritos económicos filosóficos (1844) en que Marx utiliza obras de Goethe y Shakespeare para hablar del dinero como “Dios visible”, que logra el “milagro” de que las “contradicciones se besen” y las “imposibilidades se hermanen”.
La típica objeción althusseriana sería que ese joven Marx no había descubierto aún la “ciencia”, pero, como ha visto Francis Wheen, también en El Capital aparece, en más de una ocasión, una idea mística del capitalismo. Cuando Marx mezcla referencias de las literaturas antigua y moderna para ilustrar los poderes milagrosos del dinero pasa por alto, deliberadamente, su propia teoría de los modos de producción históricos.
Más conocido es el abandono de algunas premisas del “materialismo histórico” en ensayos como los que dedicó a la Revolución Francesa de 1848, a Rusia o a América Latina. El 18 Brumario comenzaba con una conocida cita de Hegel que negaba una de las ideas centrales de El Manifiesto Comunista y La lucha de clases en Francia, esto es, que cada revolución es única e irrepetible porque responde a los conflictos de clases de una sociedad en un momento concreto. Y en los textos sobre Rusia y América Latina, Marx sugiere que esas regiones son incapaces de producir el capitalismo por sí mismas.
Los guardianes de la “coherencia”, desde la izquierda o desde la derecha, dirán que muchos de los pasajes antimarxistas de Marx no eran “ciencia” sino “ideología”, es decir, historia, literatura, periodismo, propaganda ¿Realmente es así? En sus estudios sobre El Capital, Francis Wheen ha demostrado que las ideas no marxistas e, incluso, antimarxistas de Marx recorren los momentos más cercanos a la economía política y más distantes de la literatura o la historia.

martes, 23 de febrero de 2010

¿Cabe un reportaje en un blog?

En el último número de Babelia, donde la defensa del periodismo clásico llega hasta la vindicación, por Carlos Fuentes, no del Albert Camus novelista o filósofo sino del autor de reportajes y columnas en Combat, Jon Lee Anderson, el gran reportero de The New Yorker, concede entrevista a Guillermo Altares. Asegura el autor de la biografía del Che Guevara y de El dictador, los demonios y otras crónicas (Anagrama, 2010), que los blogs, por su velocidad, no permiten el desarrollo holgado de narrativas y que el medio natural de una crónica es el periódico o, preferiblemente, el semanario.
Sin miedo a ser catalogado como “dinosaurio” de la “estirpe reporteril”, Anderson sostiene que la crónica y el reportaje no desaparecerán, ya que son la fuente primordial de la historia moderna. Antes de que se escribieran los primeros tratados sobre la colonización americana, ya había crónicas y reportajes sobre aquel hito: “los primeros periodistas eran frailes que acompañaban a los expedicionarios, son las crónicas, los diarios ¿Qué sabemos de la conquista de las Américas? Nos fascinan por su instantaneidad, nos llevan a un momento que ya no existe, como las cartas de Roger Casement desde el Congo”.
Confiesa Anderson que intentó reportear el terremoto de Haití por medio de un blog y que nunca llegó a sentirse a sus anchas: “no sé si llegué a adquirir el gusto, pero no conseguí quitarme la impresión de que me estaba serruchando el suelo de la narrativa”. Un suelo que tiene que ver más con el tiempo que con el espacio. Anderson piensa que el reportaje o la crónica requieren tiempo: tiempo para ser escritos, tiempo para ser leídos y tiempo, también, para que la inmediatez de los hechos sea procesada por el periodista y el lector.

sábado, 20 de febrero de 2010

Oficio de tinieblas

En el último número de Letras Libres, el joven historiador mexicano Carlos Bravo Regidor (1977) relee el clásico ensayo de Gabriel Zaid, Adiós al PRI (1995). Uno hubiera esperado que la relectura fuera una confirmación más de la lucidez con que Zaid retrató la crisis del sistema político mexicano durante el sexenio de Carlos Salinas de Gortari (1988-1994). Sin embargo, Bravo Regidor observa que, a pesar de que a la larga el diagnóstico de Zaid fue correcto, la manera en que se produjo la transición mexicana no fue exactamente como la imaginó el autor de El progreso improductivo: el PRI perdió la presidencia en el 2000, pero no todo el poder.
Bravo Regidor no entiende esa imprecisión o esa inexactitud como defecto sino como virtud. El pensamiento, dice, es por naturaleza impreciso o inexacto. Aspirar a la profecía realizada o al vaticinio perfecto tiene muy poco que ver con la práctica intelectual. Lo que hizo acertado el pronóstico de Zaid sobre la caída del autoritarismo del partido hegemónico y el presidente omnímodo, en México, fue, precisamente, su aproximación, no su llegada. Una cita de Cornelius Castoriadis le sirve para entender el acto de pensar como un oficio de tinieblas:
“Pensar no es salir de la caverna, ni reemplazar la incertidumbre de las sombras con el nítido perfil de las cosas mismas, el titubeante resplandor de una llama con la luz del verdadero Sol. Pensar es entrar en el laberinto… Es perderse en galerías que sólo existen porque las cavamos incansablemente, dar vueltas en el fondo de un callejón sin salida cuyo acceso se ha cerrado tras nuestros pasos –hasta que ese girar abre, inexplicablemente, fisuras transitables en el muro que nos rodea”.

viernes, 19 de febrero de 2010

Los nuevos ingleses

En pocas narrativas del mundo se produjo una renovación generacional como la que protagonizaron los escritores británicos, nacidos en la segunda postguerra, entre mediados de los 80 y toda la década del 90 del pasado siglo. Un puñado de novelas, que podrían enmarcarse entre Money (1984) de Martin Amis y Atonement (2001) de Ian McEwan, revolucionó las formas de narrar en la Gran Bretaña y se volvió referencial para buena parte de la literatura de fines del siglo XX.
Esas novelas se tradujeron a la mayoría de los idiomas del mundo y fueron leídas como ficciones paradigmáticas por escritores de las más remotas latitudes. Algunas de ellas fueron llevadas exitosamente al cine, con lo cual esa generación ganó ventaja frente a sus contemporáneas en Europa continental, Estados Unidos y América Latina. A pesar de las diferencias entre sus escrituras, había un aire de semejanza entre aquellos novelistas que, primero, Jonathan Cape y Faber and Faber, los editores londinenses, y luego Jorge Herralde, que los incorporó al catálogo de Anagrama, supieron detectar.
El mismo año de Money apareció Flaubert’s Parrot (1984) de Julian Barnes; en 1989, The Remains of the Day de Kazuo Ishiguro, London Fields de Amis y Sexing the Cherry de Jeannette Winterson; en 1990, El buda de los suburbios de Hanif Kureishi; en 1992, Arcadia de Jim Crace y Escrito en el cuerpo de Winterson; en 1995, Los inconsolables de Ishiguro; en 1998, England, England de Barnes… Para cuando acababa la década, aquella generación había acumulado algunas de las mejores novelas de fines del siglo XX.
Nacidos entre mediados de los 40 y fines de los 50 –Barnes y Crace nacieron en el 46, Amis y McEwan en el 49, Ishiguro y Kureishi en el 54, Winterson en el 59- estos escritores vivieron en su juventud el 68 y en su adultez el 89, con el vértigo de los 70 por el medio. Ese sello biográfico, de sujetos que vivieron cambios culturales profundos o experiencias límites, es legible en sus ficciones. Todos son escritores anticuados y, a la vez, modernos, muy ingleses y, a la vez, cosmopolitas, eruditos y frívolos, capaces de moverse, con una facilidad sorprendente, entre una novela de época y un relato punk.
Hay personajes de esas novelas –pienso, por ejemplo, en Jamal, el psicoanalista de Algo que contarte (2009) de Kureishi o en los sombríos protagonistas de Yellow Dog (2003) de Amis- que son arquetipos generacionales. Hombres y mujeres de clase media alta europea, exhippies que bordean los 60, que abusaron del alcohol y las drogas en los 70, que se volvieron yuppies o escritores o ambas cosas en los 80, que se psicoanalizaron o se normalizaron y, finalmente, desembarcaron en el fin de siglo con nihilismo y lucidez.

miércoles, 17 de febrero de 2010

La vieja novela y la nueva historia


Son cada vez más los escritores que buscan tender un puente entre ensayo y narración. El mutuo acercamiento desde los bordes de uno y otro género tiene que ver, naturalmente, con el agotamiento de formas tradicionales de narrar y ensayar. Pero también con las posibilidades que la novela ofrece como género literario mediático. No necesariamente quienes se acercan a las ficciones ensayísticas son autores que pagan tributo a la tradición de alta literatura como Claudio Magris, Javier Marías o Enrique Vila Matas.
Entre las nuevas generaciones de escritores occidentales, hay algunos, como Jorge Volpi (1968), en México, o Daniel Kehlmann (1975), en Alemania, que han incorporado elementos de no ficción en sus relatos. Dichos elementos no provienen del ensayo, la filosofía, la crítica o la memoria, como en Magris, Marías y Vila Matas, sino de la historia. Pero tampoco de la historia que resulta de la historiografía clásica del siglo XIX y la primera mitad del XX, sino de la historia y la ciencia divulgativas de las últimas décadas, especialmente, de las narradas por la televisión y el cine.
En busca de Klingsor (1999) de Volpi y La medición del mundo (2005) de Kehlmann no son novelas históricas en el sentido descrito por Gyorgy Lukács en su célebre estudio sobre un género, como tantas otras cosas, también en crisis a principios del siglo XXI. Esas son novelas que procesan el material que la historia divulgativa y mediática de las últimas décadas dedicó a fenómenos como la relación entre el nazismo y la ciencia, en el caso de Volpi, o como las vidas paralelas de dos ilustrados alemanes del siglo XVIII, el naturalista Alexander von Humboldt y el matemático Carl F. Gauss.
Volpi y Kehlmann escribieron sus respectivas novelas y fueron internacionalmente reconocidos por ellas, siendo muy jóvenes. Si sus escrituras se comparan con las de otros novelistas de la misma generación se observará que ninguno de los dos corresponde al tipo de narrador hipervanguardista, que trastoca el formato de la novela moderna, o de narrador erudito, que incorpora elementos del ensayo clásico. Lo que distingue a ambos es una mezcla eficaz de novela tradicional e historia mediática, vieja novela y nueva historia. Mezcla de estos tiempos.