Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

miércoles, 30 de septiembre de 2009

Anatomía de un mito



Un par de libros más, comprados a menos 150 pesos –unos diez dólares- en librerías de viejo de la ciudad de México: Regreso de la URSS de André Gide y El mito soviético ante la realidad de Arthur Koestler. Ambos, pertenecientes a esa era en que los pequeños editores mexicanos (México Actual y Ediciones Estela) se ahorraban el trabajo de publicar el año de edición.
La fecha de publicación podría calcularse por el tiempo que le tomó a los dos magníficos traductores, Marcelo Rouvere y Odon Duran D’Ocon, poner en castellano las ediciones del libro de Gide en francés (1936) y del de Koestler en inglés, bajo el título The Yogi and the Commissar (1945). Sería interesante reconstruir, en la línea abierta por Alberto Ruy Sánchez, el impacto de aquellos libros en el México cardenista y postcardenista, cuando el comunismo mexicano logró su mejor entendimiento con Los Pinos.
Veinte años después de la caída del Muro de Berlín, estos libros suenan moderados en su crítica a la Unión Soviética. Gide criticaba el culto a la personalidad de Stalin, el realismo socialista, la unanimidad de la prensa, la persecución de trotskistas y de todo “espíritu de contrarrevolución” y afirmaba que “suprimir la oposición a un Estado, o simplemente impedir que se pronuncie, es algo extremadamente grave; es una invitación al terrorismo”.
Sin embargo, Gide, que había declarado su “amor” a la URSS en los funerales de Gorki, en la Plaza Roja, apenas un año atrás, insistía en que su crítica era amistosa: “por mi admiración misma hacia la URSS, por los prodigios que ya ha realizado, se van a elevar mis críticas; a causa, también, de lo que aún esperamos de ella; a causa, sobre todo, de lo que ella nos permite esperar”.
Koestler, que escribió diez años después, cuando el estalinismo se había consolidado –pero, también, cuando gozaba de su mayor legitimidad en Occidente, por su papel en la derrota del nazismo- fue más contundente. Su “anatomía del mito” era implacable con las falacias soviéticas: “el disfraz sobre los hechos” (negar la hambruna de 1932-33 y la represión que acompañó a los procesos de Moscú), la “doctrina de la verdad esotérica” o “causalidad diabólica”, como la llamaba León Poliakov (Zinoviev era agente del Servicio de Inteligencia Británico), “distinción entre la estrategia y la táctica” (la pena de muerte contra huelguistas es un “expediente transitorio”), “el fin justifica los medios” (el pacto Molotov-Ribbentrop era necesario para vencer al nazismo), “la doctrina de los cimientos intactos”: se pueden admitir errores burocráticos, pero nunca negar la infalibilidad del líder ni la perfección del sistema.
Aún así Koestler hablaba desde una izquierda antifascista y “progresista”, que apelaba a citas de Marx y Engels para cuestionar que una economía “planeada y dirigida por el Estado” fuera verdaderamente socialista. La “argumentación –concluye- de que la economía soviética (es decir, la nacionalización) es socialismo resulta tan improcedente como la argumentación derechista de que la intervención y el planeamiento del Estado son fascismo”. Koestler respaldaba el control del Estado sobre algunos recursos estratégicos y servicios públicos.
La reacción de los comunistas occidentales contra Gide y Koestler fue fanática. Ambos fueron atacados ferozmente dentro y fuera de Francia, dentro y fuera de Estados Unidos, por no hablar de la estigmatización de Koestler que promovió el comunismo húngaro. La caída de la Unión Soviética fue provocada, entre otras cosas, por esa intolerancia a la crítica. Si los liberales hubieran reaccionado de manera similar a cada crítica a la democracia que se publicó en el siglo XX hoy casi todos los países del mundo serían fascistas.

martes, 29 de septiembre de 2009

Faulkner y el miedo

En la ciudad de México hay muchas y bien surtidas librerías de libros viejos. En la avenida Álvaro Obregón de la Colonia Roma, por ejemplo, o en la calle Donceles del Centro Histórico, es posible encontrar ediciones mexicanas e hispanoamericanas de la primera mitad del siglo XX e, incluso, de la segunda mitad del siglo XIX, en buen estado.
En una de esas librerías compré hace poco la edición en español de la novela A Fable (Una fábula) que William Faulkner escribió en Princeton en 1953, traducida por Antonio Ribera y publicada en Buenos Aires por la Editorial Jackson de Ediciones Selectas. A diferencia de El sonido y la furia (1929), Mientras agonizo (1930), Las palmeras salvajes (1939) y otras novelas ambientadas en el mundo sureño de Estados Unidos o en Yoknapatawpha County, esta trata sobre la Primera Guerra Mundial y el miedo físico –al dolor, a la herida, a la muerte- que sentían los soldados en la lucha cuerpo a cuerpo entre trincheras y alambradas.
La edición argentina de Una fábula apareció con un conmovedor prólogo de Agustí Bartra, el poeta y prosista catalán, un republicano que vivió exiliado en México hasta su regreso a España en 1970, padre del antropólogo Roger Bartra. En dicho prólogo Bartra cita un pasaje del discurso de Faulkner, en Estocolmo, cuando recibió el Premio Nobel, en 1950, en el que se refleja aquella certidumbre del miedo como sentimiento vital: “la tragedia de nuestro tiempo consiste en un general y universal miedo físico durante tan largo tiempo sufrido que ya no podemos soportarlo. Ya no existen problemas del espíritu. La pregunta es ésta: ¿cuándo volaré hecho pedazos?”.
Bartra establece una relación entre este Faulkner y Albert Camus que a algunos parecerá insostenible. La criatura aterrada, descrita por Faulkner, le parece otra versión de ese “hombre nadie y hombre todos. Ese hombre que puede imaginarse como Sísifo: rojo de fango y de alba, abrazado a la roca absurda que ha arrancado de la noche sin dioses y va empujando hacia la cumbre”. Bartra ve al último Faulkner como un narrador pacifista, en la tradición de Barbusse o Remarque, pero con una tendencia a la mística y a la moral, legada por Melville, que lo aproximaba a Camus.

lunes, 28 de septiembre de 2009

Benjamin en Ibiza






Walter Benjamin pasó dos temporadas en Ibiza, la isla de las Baleares: la primavera de 1932 y el verano de 1933. Allí, en casa de sus amigos, los Noeggerath, a Benjamin se le iba el día leyendo, paseando por los bosques de la isla, bañándose y asoleándose en sus playas.
Las cartas a Gershom Scholem, Siegfried Kracauer y otros amigos suyos, editadas el año pasado por la editorial valenciana Pre-Textos, trasmiten el redescubrimiento que hizo entonces Benjamin del Mediterráneo, a cuyas orillas pasó algunas de las horas más felices de su corta y atormentada vida. Muy diferente ese Mediterráneo verde y claro al amarillento y sombrío que encontrará siete años después en Portbou.
La voracidad y, al mismo tiempo, la disciplina del Benjamin lector se hacen notar en esas cartas. Benjamin lee entonces a Stendhal, Flaubert, Proust, Gide, Green, Wilder y acompaña la lectura de estos novelistas con el estudio de textos ensayísticos como la Simbología de Mohler, la historia de Erbkam sobre las sectas cristianas, el Lenin y la filosofía de Luppol, la Historia del bolchevismo de Arthur Rosenberg y dos tratados clásicos del pensamiento español: el Oráculo manual y El arte de la prudencia de Gracián.
Es en esas vacaciones en Ibiza cuando Benjamin lee seriamente a Trotsky, especialmente, la autobiografía Mi vida y el primer volumen de la Historia de la revolución rusa, dedicado a la revolución de febrero. Las lecturas de Trotsky y Rosenberg llevaron a Benjamin a rechazar el calificativo “contrarrevolucionario” que los estalinistas aplicaban a todo aquel que no aceptara el liderazgo de Stalin. Según Benjamin, se trataba de una “expresión”, cuando menos, “confusa”.

domingo, 27 de septiembre de 2009

De "el tiempo" a los tiempos

Casi un siglo después de su aparición, en 1915, la editorial Trotta, en su colección “mínima”, ha reeditado el ensayito de Martin Heidegger “El concepto de tiempo en la ciencia histórica”. Allí Heidegger hacía una diferenciación entre la noción de tiempo en la física y en la historia, entendiendo ésta última como una “ciencia” con igual positividad que las ciencias naturales.
A pesar del lastre positivista del ensayo y de que fue escrito antes de la publicación de la teoría de la relatividad de Einstein, que se daría a conocer en el mismo año 1915, Heidegger apunta ideas sugerentes en sus comentarios sobre historiadores académicos como Troeltsch y Ranke y en su crítica a la historia oficial de los “documentos cancillerescos”. En esta última forma del saber Heidegger encontraba una “voluntad de poder”, no equivalente al “poder en el sentido de la violencia intelectual que ejerce la concepción del mundo de la ciencia natural”.
Aunque no es explícito sobre el asunto, es probable que Heidegger pensara entonces que la voluntad de poder de las historias oficiales era más dañina que la de las ciencias naturales, porque tenía a su disposición la fuerza represiva del Estado. Con los años y su observación crítica de los elementos destructivos de la revolución tecnológica del siglo XX esa percepción fue matizándose. La propia idea de la historia y del tiempo de Heidegger, como es sabido, cambió, y una buena muestra es el ensayo sobre Wilhelm Dilthey y la “lucha por la concepción histórica del mundo” (1925), que los editores de Trotta tuvieron a bien insertar en este volumen.
La principal diferencia entre ambos ensayos reside en que en el primero Heidegger entiende el pasado como “no presente”, mientras que en el segundo dirá que “el pasado está inmediatamente ahí como un presente que ha pasado”. Al introducir el argumento de la relatividad del tiempo, Heidegger critica la morfología civilizatoria de Spengler porque considera que la misma parte de la existencia de identidades o “almas culturales” predeterminadas e inmutables. Spengler, dice Heidegger, hace “botánica disfrazada de historia”.
La relatividad del tiempo produce, según Heidegger, una diversificación de los pasados y los presentes de la historia y una cada vez mayor interrelación entre esas dimensiones temporales. “El propio presente –como el pasado- es uno entre otros”. Las conexiones entre pasado, presente y futuro no hacen más que incrementarse a medida que la comprensión de la relatividad pasa de la física a las humanidades. Unas líneas del ensayo sobre Dilthey nos devuelven aquella lucidez heideggeriana, tan mal asimilada por los historiadores contemporáneos, y que quedará plenamente expuesta, dos años después, en la teoría del Dasein de Ser y tiempo (1927):

“El adelantarse a la posibilidad más extrema que me es propia, que todavía no soy, pero que seré, es ser-futuro. Yo mismo soy mi futuro a través del adelantarse. Yo no soy en el futuro, sino el futuro de mí mismo. Llegar a ser culpable no es otra cosa que llevar consigo el pasado. Llegar a ser culpable es ser pasado. El pasado se mantiene y es visible en el ser culpable”.

sábado, 26 de septiembre de 2009

Monarquismo cultural

Son pocos pero no inexistentes los historiadores que escriben bien y que entienden la historia como un arte literario. La historiografía académica establece, con frecuencia, la historia como una ciencia social en la que la escritura farragosa y conceptualizada forma parte del método de exposición de ideas.
El peruano Fernando Iwasaki es un caso de historiador que sabe escribir. Su ensayo Nación peruana: entelequia o utopía (1988) es un buen ejemplo de historia intelectual bien escrita, donde se defiende la pluralidad ideológica del pasado. En aquel libro Iwasaki dedicaba igual atención al pensamiento del anarquista Manuel González Prada y del liberal Francisco García Calderón, del marxista José Carlos Mariátegui y del indigenista José María Arguedas.
Esa visión republicana de la historia intelectual peruana, en la que no hay príncipes o emperadores rigiendo la ciudad letrada desde algún Olimpo, se traslada ahora a toda Hispanoamérica en su libro rePublicanos. Cuando dejamos de ser realistas (Madrid, Algaba Ediciones, 2008), que le mereció el Premio Algaba de Biografías, Autobiografías, Memorias e Investigaciones Históricas.
Iwasaki no escribe republicanos con mayúscula porque observa y explora la paradoja de que, siendo Hispanoamérica una región que adoptó la forma republicana de gobierno antes que Francia, Alemania o Italia y que ha vivido los dos últimos siglos –exceptuando el Brasil de don Pedro y el México de Iturbide o Maximiliano- sin reinos o imperios, posee muchos elementos monárquicos en su cultura política. El último rey que gobernó esta parte del mundo fue Fernando VII.
Iwasaki no sólo relaciona ese monarquismo con la proliferación de caudillos y dictadores sino con una visión estratificada y jerárquica de los panteones heroicos que se manifiesta lo mismo en la política que en la literatura. El presidente en algunas repúblicas hispanoamericanas se asume y es asumido, con frecuencia, como un rey. Los héroes nacionales son monarcas que ejercen su soberanía sobre una comunidad de muertos célebres. Los escritores aspiran a ser “el escritor” de su país.
El monarquismo cultural hispanoamericano tiene como trasfondo una frágil concepción del individuo y el ciudadano. “Ni España ni las nuevas repúblicas hispanoamericanas –escribe Iwasaki- asimilaron el individualismo más allá de la retórica política y de la sintaxis constitucional…, en lugar de una soberanía individual que propiciara la libertad y fomentara sociedades abiertas, preferimos una soberanía tribal, corporativa y estamental, que en nombre de la igualdad nos condenó al narcisismo botarate de las sociedades cerradas”.

jueves, 24 de septiembre de 2009

El continente olvidado


A medio camino entre el cuaderno de viaje, el análisis político y la crítica literaria, El insomnio de Bolívar, libro de ensayos del novelista mexicano Jorge Volpi, que ganó la más reciente edición del II Premio Iberoamericano Debate Casa de América (2009), es una valiosa introducción a la América Latina de inicios del siglo XXI. Es difícil no suscribir la idea central de Volpi: esta nueva Latinoamérica, donde han desaparecido las revoluciones y las dictaduras, donde se han desvanecido, finalmente, las utopías comunistas y las panaceas neoliberales, comienza a ser una región más normal, más aburrida, menos épica y, por tanto, más olvidable.
Volpi toma buena parte de su enfoque del inquietante ensayo Forgotten Continent. The Battle for Latin America’s Soul (2007) de Michael Reid y enfrenta, con razón, ese tipo de análisis, centrado en los dilemas institucionales y culturales de la política regional, a una larga tradición de la izquierda marxista, cuyo emblema sería Las venas abiertas de América Latina de Eduardo Galeano, que ha entendido los problemas sociales y económicos de esta parte del mundo como meras consecuencias de la hegemonía atlántica de las potencias coloniales, en el pasado, y de la hegemonía mundial de Estados Unidos en la actualidad.
Como un Tocqueville al revés, Volpi constata la melancolía y el tedio que invade las nuevas democracias latinoamericanas. Los nuevos caudillos carecen de la aureola redentora de un Cárdenas, un Perón o un Vargas y los nuevos revolucionarios, que no han hecho revolución alguna, invocan epopeyas cada vez más alejadas de los discursos y las prácticas del presente, como la independencia bolivariana o las guerrillas guevaristas. “La súbita desaparición del típico dictador latinoamericano –dice Volpi- tiene como consecuencia la jubilación momentánea del típico guerrillero latinoamericano”.
Por su propio papel en ese fenómeno, vale la pena leer las páginas que Volpi dedica al cambio estético y político producido en la literatura regional en las dos últimas décadas. Con la caída del Muro de Berlín no sólo se vino abajo la poca influencia que le quedaba al realismo socialista sino que el “realismo mágico”, lo “real maravilloso” y otras estrategias “barrocas” y “neobarrocas” de escritura se vieron severamente cuestionadas como sublimaciones literarias de tradiciones y costumbres autoritarias. El dictador y el guerrillero se habían vuelto tan exóticos y, a la vez, tan “latinoamericanos” como Remedios la Bella o los bebés con cola de cerdo.
Los estereotipos narrativos, construidos en torno al boom, además de empobrecer una literatura heterogénea –“de la noche a la mañana, Vargas Llosa, Fuentes y Cortázar fueron asimilados al credo mágicorrealista. Autores tan diversos y excéntricos como Rulfo, Onetti, Cabrera Infante, Donoso e incluso Borges -¡Borges!- fueron leídos con los mismos lentes”- dejaron de ser una “categoría artística” y se convirtieron en una “etiqueta sociopolítica”: algo así como una variante sustituta del realismo socialista. Esas estéticas y esas políticas, sostiene el autor de El insomnio de Bolívar, tienen poco que ver con la América Latina que entra al siglo XXI.

miércoles, 23 de septiembre de 2009

El socialismo de Guiteras


El escritor mexicano Paco Ignacio Taibo II ha escrito una notable biografía del revolucionario cubano Antonio Guiteras Holmes (Filadelfia, 1906-Cuba, 1935). Los libros de José Tabares del Real y Olga Cabrera, escritos a principios de los 70, siguen siendo útiles, pero están marcados por la acrítica asimilación de Guiteras al panteón heroico del socialismo cubano. La nueva historiografía crítica, interesada en eludir o diversificar ese panteón, no ha producido, hasta ahora, una nueva visión de Guiteras.
El libro de Taibo II, como cualquier otro del género biográfico o historiográfico, no escapa de la construcción de genealogías ideológicas. Pero a Taibo II no le interesa tanto vincular a Guiteras con el socialismo cubano como colocarlo, junto a Pancho Villa y el Che Guevara, en una tradición de la izquierda latinoamericana, no estalinista o prosoviética, en la que socialismo no es sinónimo de partido único, economía estatalizada, ideología marxista-leninista o ausencia de libertades públicas.
El Guiteras de Taibo II es un hombre de la Revolución del 33, con más contactos ideológicos y políticos con la Revolución Mexicana o el cardenismo que con el sistema político adoptado en la isla desde 1961. Esta aproximación libra su biografía de los clichés y estereotipos recurrentes en la historia oficial cubana. Aquí, por ejemplo, se habla de machadistas, auténticos y abecedarios, de Orestes Ferrara y Jorge Mañach, Carlos Hevia y Joaquín Martínez Saenz, Ramón Grau San Martín y hasta Fulgencio Batista, sin las caricaturas al uso que simplifican a esos actores del pasado con calificativos como “reaccionarios”, “burgueses” o “conservadores”.
La naturalidad en el trato con los sujetos del pasado es una ventaja de este libro, en comparación con los que se escriben desde el discurso afirmativo del régimen insular. Taibo II cita a decenas de autores exiliados y llega, incluso, a afirmar que “desde la historiografía en el exilio cubano, Guiteras ha sido apreciado por socialdemócratas, anarquistas y auténticos”, con lo cual reconoce la diversidad ideológica de ese exilio. Tampoco soslaya Taibo II las profundas diferencias entre Guiteras y el comunismo cubano de entonces y ahora, sus afinidades con el trotskismo y su resuelto antiestalinismo.
Es cierto que Guiteras, en el célebre Programa de la Joven Cuba y otros documentos, habló de una “ordenación orgánica de Cuba en Nación” –él, como Mañach, pensaba que Cuba no era una nación moderna- y de una “estructuración socialista del Estado”. Pero, ¿qué entendía Guiteras por socialismo? La respuesta se halla en el proyecto de “reforma económica, financiera y fiscal” que Guiteras trató de impulsar, primero, desde la UR y la Secretaría de Gobernación, y luego a través del Bloque Septembrista, la TNT y la Joven Cuba.
Ese proyecto consistía en una reforma agraria moderada, la nacionalización del subsuelo, el control estatal o municipal sobre algunos recursos estratégicos y servicios públicos, estimulación y fomento de la pequeña y mediana empresa privada de capital nacional, formas cooperativas de producción, legislación laboral avanzada y un Estado con verdadera capacidad de recaudación fiscal y gasto público en educación y sanidad. En ningún momento el “antimperialismo” de Guiteras se traduce en partido único y apuesta siempre por una “descentralización administrativa” en el ámbito doméstico y una “diplomacia americana” en el externo.
El aspecto más frágil del libro de Taibo II, y que apenas se insinúa en las primeras y las últimas páginas del libro, es aquel en que intenta identificar ideológicamente a Antonio Guiteras con el Che Guevara, que sí fue comunista. Pero aún en esos pasajes, Taibo II no suscribe los tópicos habituales del discurso oficial cubano. Guiteras aparece en este libro como lo que fue: un nacionalista revolucionario, enemigo de dictaduras y dependencias, crítico del estalinismo y el imperialismo, de la injerencia norteamericana y de la soviética.

martes, 22 de septiembre de 2009

Crimen sobre crimen



El año pasado apareció en Anagrama la versión en castellano de la novela The Divine Husband del escritor guatemalteco-norteamericano Francisco Goldman. Se trata de una ficción centrada en el año que pasó José Martí en Guatemala, entre la primavera de 1877 y el verano de 1878, cuando, invitado por su amigo José María Izaguirre, intelectual y político vinculado a la revolución liberal encabezada por el presidente Justo Rufino Barrios, el joven poeta cubano trabajó como profesor de la Escuela Normal, la Universidad de Guatemala y la Academia de Niñas de Centroamérica.
En esta última institución Martí tuvo como alumna a María García Granados, hija del general Miguel García Granados, otra figura importante del liberalismo guatemalteco. Goldman transforma esa María en el personaje María de las Nieves, que se enamora perdidamente de Martí y muere en mayo de 1878, pocos meses después del regreso del cubano de un breve viaje a México, donde casó con Carmen Zayas Bazán. El relato de Goldman es bastante fiel a las narraciones de Izaguirre, Carlos Ripoll, José Miguel Oviedo y otros biógrafos de Martí, pero le agrega un conocimiento envidiable sobre la sociedad y la política guatemaltecas de fines del siglo XIX.
Ahora Goldman ha publicado un nuevo libro, también en Anagrama, titulado El arte del asesinato político, un largo e intrigante reportaje sobre el asesinato, en 1998, del obispo de Guatemala, Juan Gerardi Conedera. Siendo Vicario General de la Arquidiócesis, Gerardi fundó, en 1989, la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado que redactó el copioso Informe para la Recuperación de la Memoria Histórica, titulado Guatemala: nunca más, sobre el terrible saldo de muertes que dejó la guerra civil guatemalteca. El asesinato del obispo, en el que intervinieron miembros de la institución más perjudicada por el informe, el ejército, fue un crimen que trataba de ocultar otros crímenes.

lunes, 21 de septiembre de 2009

Filósofos de la violencia


Slavoj Zizek comienza su último libro editado en español, Sobre la violencia (Barcelona, Paidós, 2009), con una válida reflexión a propósito de la diferenciada espectacularidad que los medios globales otorgan a episodios violentos en el mundo. Recuerda Zizek el escaso impacto que tuvo la revelación que hizo la revista Time, en junio de 2006, de los cuatro millones de personas que hasta entonces habían muerto en la guerra civil del Congo. Esos muertos, a pesar de ser muchos más, eran menos mediáticos que los de las Torres Gemelas.
A partir de esta observación, Zizek se adentra en una serie de equivalencias cuestionables –los crímenes de Stalin en Rusia, los de Hernán Cortés en México y los de Leopoldo II en el Congo belga; las ideas de George Soros, Bill Gates y Toni Negri…- con el propósito de criticar la tolerancia y el pacifismo que se han propagado, a la vez, entre liberales y comunistas, entre izquierdas y derechas democráticas. Por ese camino, la impostura de Zizek gana en atractivo pero pierde en persuasión.
Zizek toma como guía teórica de su indagación el gran ensayo de Benjamin “Hacia una crítica de la violencia”. Pero, por momentos, se tiene la impresión de que Zizek reivindica sólo un sentido de aquella crítica: la de la violencia de Estado, a la cual se contrapondría una violencia revolucionaria legítima, que Benjamin también critica. El pasaje del acápite “Violencia divina”, en que asimila la defensa de la violencia del Che Guevara a la crítica benjaminiana es revelador de esta lectura unilateral.
Al final se tiene la impresión de que Zizek, a pesar de sus distanciamientos explícitos, en éste y otros libros, del marxismo-leninismo, todavía opera, a veces, con nociones que provienen de esa tradición y no del marxismo crítico. Zizek sigue creyendo en una suerte de “dialéctica” histórica, según la cual, el Estado, al reprimir la violencia destructora de derecho, genera un tipo más perfecto de violencia. Según Zizek, cuando Lenin expulsó a los filósofos rusos, en 1922, la dictadura del proletariado ejercía una violencia más depurada que la del zarismo decimonónico. Cuando Putin amordaza la prensa coloca, a su vez, la capacidad represiva del Estado en un nivel de mayor sofisticación que el del estalinismo.
Las mayores limitaciones de esta crítica, sin desconocer su agilidad, su eficacia y su inconstante lucidez, habría que encontrarlas en un precario entendimiento de los regímenes políticos modernos y en cierta opacidad de otras formas de violencia bajo el énfasis en el viejo conflicto Revolución-Estado ¿Cómo entender, por ejemplo, otras violencias contemporáneas como las masacres interétnicas, los abusos domésticos, el narcoterrorismo o las pandillas urbanas que no se inscriben en esa tipología binaria? Para estudiar estas violencias, en tanto voluntad de dañar o aniquilar al otro, el ensayo “Sobre la violencia” de Arendt, que Zizek no quiere leer, sigue siendo útil.

domingo, 20 de septiembre de 2009

El Marx de Arendt


Cuatro generaciones de marxistas, entre Louis Althusser (1918-1990) y Slavoj Zizek (1949), han tenido dificultades para asimilar la obra de la importante filósofa alemana Hannah Arendt (1906-1975). Son varias las razones de esa resistencia, pero dos de fondo serían que muchos marxistas, especialmente leninistas y estalinistas, despreciaron la metafísica y la fenomenología de los maestros de Arendt –Kierkegaard, Jaspers, Husserl, Heidegger…- y descubrieron demasiado tarde la filosofía política. El propio Althusser, con sus estudios sobre Montesquieu y Maquiavelo, fue un precursor de la filosofía política neomarxista que hoy Zizek y otros han convertido, casi, en una teoría mediática.
Otra razón, menos intrincada, de las malas lecturas de Arendt entre marxistas es la definición de totalitarismo que ella aplicó al fascismo, el nazismo y el comunismo en Los orígenes del totalitarismo (1951) y la importancia que dio al valor de la libertad en La condición humana (1958), sus dos libros fundamentales. Sin embargo, la propia Arendt fue una lectora permanente de Marx y una estudiosa de las revoluciones modernas, como se percibe en otros libros suyos como Entre el pasado y el futuro (1961), Sobre la revolución (1963) y Crisis de la República (1969).
La editorial Paidós, que en los últimos años ha estado rescatando algunos títulos de Arendt –en 2007 editó el extraordinario volumen Responsabilidad y juicio, donde se condensa la vigente filosofía de la memoria de Arendt- reúne ahora todos los textos de esta autora sobre Marx, bajo el título de La promesa de la política. Según cuenta Jerome Kohn en la inteligente Introducción, desde la época de Los orígenes del totalitarismo, Arendt pensó que debía reunir en un volumen su visión de Marx, ya que no le satisfacía la lectura que las derechas e izquierdas extremas de la Guerra Fría estaban haciendo de su libro.
Para unos y otros, Arendt responsabilizaba a Marx del saldo político del comunismo en el siglo XX. Sin embargo, aunque Arendt pensaba que “había elementos totalitarios” en la obra de Marx consideraba a éste un autor fundamental de la gran tradición del pensamiento político, que arrancaba con Platón y Aristóteles en la antigüedad. “En opinión de Arendt, dice Kohn, no podía encontrarse en Marx ninguna justificación de los crímenes que los dictadores bolcheviques, esto es, Lenin y, especialmente, Stalin, cometieron en su nombre”.
Arendt que, como Walter Benjamin, había hecho una lectura entusiasta de la Historia del bolchevismo de Arthur Rosenberg –libro que merecería reedición- pensaba que la gran hazaña de Marx era haber hecho una obra crítica en el “centro de la teoría moderna”, donde las dos categorías fundamentales eran “trabajo” y “poder”. Los textos de Arendt sobre Marx, junto a los de otros pensadores liberales del pasado siglo, como Isaiah Berlin o Francois Furet, nos convencen de que desde hace mucho Marx dejó de ser un demonio para el liberalismo.
Y sin embargo, el liberalismo sigue siendo el demonio de buena parte del marxismo contemporáneo. Por eso muchos neomarxistas prefieren leer a Carl Schmitt, el gran pensador fascista de la política, antes que a Hannah Arendt, la gran pensadora liberal de la condición humana. La crítica del despotismo de Arendt aún suena demasiado rotunda a oídos de ciertas izquierdas: “las tiranías están condenadas al desastre porque destruyen el estar juntos de los hombres: al aislarlos entre sí buscan destruir la pluralidad humana”.

sábado, 19 de septiembre de 2009

Esto no es una ficción


Javier Cercas se ha vuelto un escritor tan comprado y tan leído –el cintillo de su último libro, Anatomía de un instante (Barcelona, Mondadori, 2009), asegura que la primera edición ha vendido más de 150 000 ejemplares- que la crítica comienza a tratarlo con fingida reticencia. Digo reticencia fingida porque son pocos los críticos que escapan a los encantos de su literatura.
La seducción que ejerce Cercas no habría que encontrarla, como en Javier Marías, Enrique Vila Matas u otros buenos escritores españoles, en la arquitectura de la prosa sino en la operación intelectual que hay detrás de cada una de sus novelas. Cercas encabeza sus libros con una declaración a lo Magritte, “esto no es una ficción”, para luego narrar un hecho real con todo el andamiaje de una novela moderna.
El hecho real debe ser siempre lo suficientemente próximo, en el pasado, como para que su drama sea sentido como algo vivo en la memoria de los lectores. Las novelas de Cercas no son narraciones históricas, pero tampoco son reportajes periodísticos: son algo intermedio, que debe no pocas de sus técnicas y ardides al “new journalism” de Capote o Wolfe.
Más que un hecho, a Cercas le interesa una escena o un gesto, donde encapsular un drama histórico. En Soldados de Salamina fue el combatiente republicano Antonio Miralles apuntando al intelectual franquista, Rafael Sánchez Mazas, en los bosques de Cataluña, y perdonándole la vida. En Anatomía de un instante es el Congreso de los Diputados, en Madrid, el 23 de febrero de 1981, cuando en medio de la transición entre el gobierno de Adolfo Suárez y el de Leopoldo Calvo Sotelo, el ejército irrumpe en el recinto e intenta darle un golpe militar a la joven democracia española.
Cuando el teniente coronel Antonio Tejero entra al hemiciclo pistola en mano y grita “¡quieto todo el mundo!”, la mayoría de los legisladores se esconde bajo sus escaños. Sólo tres no lo hacen: el general franquista Gutiérrez Mellado, quien intenta detener a Tejero, y dos políticos rivales, Adolfo Suárez, presidente del gobierno, y Santiago Carrillo, Secretario General del Partido Comunista, quienes se mantienen sentados en sus puestos, como si el sistema parlamentario continuase en medio del asalto, como si el gobierno representativo fuera invencible.
Cercas interpreta la actitud de Gutiérrez Mellado, Suárez y Carrillo como emblemática del pacto de la transición española e intenta preguntarse qué tipo de heroicidad le es propia a las democracias. Siguiendo a Hans Magnus Enzensberger, dice que el héroe democrático es aquel capaz de defender con su vida las instituciones, en un “gesto de gracia”, pero también aquel que no teme al retiro. Suárez, dice Cercas, es un “héroe de la retirada”.

viernes, 18 de septiembre de 2009

Cuando la vanguardia se vuelve clásica


En las dos últimas décadas, la narrativa latinoamericana ha comenzado a vivir un ajuste de cuentas con su tradición más reciente. Si hace medio siglo, los escritores del boom afirmaban sus poéticas frente a las “ficciones fundacionales” del XIX y las novelas de la tierra de la primera mitad del XX, hoy muchos narradores de la región tratan de asumir una actitud de ruptura frente a las estrategias estéticas y políticas del boom. Los casos del chileno Roberto Bolaño, el argentino César Aira o el cubano José Manuel Prieto serían sólo tres, entre los muchos proyectos narrativos que abandonan la ancha estela del boom.
Los grandes escritores latinoamericanos de los años 50 y 60, sin embargo, siguen ejerciendo una presencia tutelar sobre buena parte de la literatura latinoamericana contemporánea. No es raro encontrar a escritores de las más recientes generaciones que, a pesar de inscribirse en un repertorio de ideas, modelos y políticas ajeno al de esos autores canónicos, insisten en pagar un tributo al boom, más retórico que poético. También hay escritores de generaciones intermedias, como los que comenzaron a escribir en los años 70 y 80, que intentan salvar la ruptura a través de una codificación clásica del legado del boom.
Los ensayos que Gonzalo Celorio ha dedicado a cuatro autores cardinales del medio siglo XX –Alejo Carpentier, Gabriel García Márquez, Julio Cortázar y Carlos Fuentes-, en su libro Cánones subversivos (Tusquets, 2009), van por esta última vía. A Celorio le interesa la canonización de aquellas vanguardias como gesto de heredero y, también, como campo referencial de su propia literatura. De los cuatro ensayos, prefiero el titulado “Julio Cortázar, lector”, donde Celorio nos guía por el laberinto de la biblioteca personal que el escritor argentino armó en su apartamento parisino de Rue Martel, número 10, y nos enteramos, por ejemplo, de la fervorosa lectura que hizo Cortázar de César Vallejo.

¿Un misterio revelado?


El escritor español Miguel Barroso, autor de una novela negra de tema cubano, Amanecer con hormigas en la boca, ha escrito un libro fascinante sobre el caso de Marcos Armando Rodríguez (“Marquitos”), delator de cuatro jóvenes asaltantes de Palacio Presidencial, miembros del Directorio Revolucionario (Fructuoso Rodríguez, Joe Westbrook, Juan Pedro Carbó Serviá y José Machado Rodríguez), muertos en combate con la policía de Batista el 20 de abril de 1957 en un edificio habanero.
Tras los sucesos de Humbodlt 7, Marquitos se refugió en la embajada de Brasil en la Habana y luego se exilió en México, durante todo el año 58. Al triunfo de la Revolución, regresó a la Habana y entre febrero y marzo fue detenido e investigado por la Seguridad del Estado, a propósito de la delación, pero puesto en libertad, marchando con una beca de estudios a Praga, donde también trabajó como agregado cultural.
Bajo la presión de importantes líderes del Directorio, como Faure Chomón y Guillermo Jiménez, el gobierno revolucionario, con apoyo de la policía checa, detuvo a Marquitos a principios de 1961. Al cabo de tres años de reclusión, en marzo de 1964, Marquitos fue sometido a juicio y, un mes después, fusilado por un crimen de traición cometido en el pasado. La ejecución del traidor fue un acto de justicia retroactiva en el contexto de la formación del partido único, entonces llamado Partido Unido de la Revolución Socialista (PURS), y las fuertes rivalidades entre los viejos comunistas, el Directorio y el Movimiento 26 de Julio.
Pero el caso Marquitos no es el tema central del libro de Barroso, publicado por Mondadori: su mayor interés reside en la reconstrucción del “caso Ordoqui”, derivado de aquel. Marquitos era miembro de la Juventud Socialista y los líderes del Directorio, conscientes de que los comunistas reprobaban sus métodos y habían pactado con Batista en el pasado, atribuían a la dirección del Partido Socialista Popular (PSP) responsabilidad en la delación de Marquitos y a dos de sus principales dirigentes, Joaquín Ordoqui y Edith García Buchaca, la protección y encubrimiento del delator.
Barroso demuestra que la acusación de Marquitos a propósito de que García Buchaca conocía la delación era falsa -de hecho, fue invalidada durante el juicio- aunque no descarta que los viejos comunistas intentaran proteger al joven. Demuestra también que, durante el juicio a Marquitos -¡marzo de 1964!- la embajada cubana en México comenzó a recibir información de la CIA relativa a que, mientras vivió exiliado en ese país, a fines de los 50, Joaquín Ordoqui, un comunista ortodoxo y leal a Moscú, intercambió información con los servicios de inteligencia norteamericanos.
A partir de esa documentación, elaborada en Langley, el gobierno revolucionario decidió, en otro acto de justicia retroactiva, condenar a Ordoqui a reclusión domiciliaria, bajo el cargo de “agente de la CIA”. El viejo comunista murió en 1973, preso en su casa, y hasta ahora la Habana no ha corregido públicamente aquella acusación. Barroso logró entrevistar a Philip Agee, el agente norteamericano que, tras desertar en 1968, recibió asilo en la Habana, donde murió en 2008, y cotejar las contradicciones de las dos primeras ediciones de su libro Inside the Company (1975), llegando a la conclusión de que el cargo de Ordoqui como agente fue fabricado por la propia CIA para dividir a la dirigencia revolucionaria.
Los líderes máximos de la isla decidieron aprovechar los casos de Marquitos y Ordoqui para golpear las cúpulas de dos de las tres principales organizaciones revolucionarias: el Directorio y el PSP. Desde octubre de 1962, las relaciones con la URSS se habían resentido por el pacto Kennedy-Jruchov y el sacrificio de Ordoqui podía servir para afirmar cierta autonomía frente a Moscú y, a la vez, limitar la influencia de la ortodoxia cultural que personificaba García Buchaca: dos demandas de las corrientes más liberales del liderazgo revolucionario.
Un asunto sensible es un libro apasionante, escrito como una ficción real, cuando su historia entraña una realidad ficticia. Sólo podría señalársele algún desequilibrio en las entrevistas y testimonios, ya que la versión de los hechos de personalidades del Directorio y el 26 de Julio no está tan bien plasmada como la de Ordoqui, García Buchaca y sus familiares ¿Por qué no entrevistó –o no pudo entrevistar- Barroso a Faure Chomón, Guillermo Jiménez o Alfredo Guevara, tres protagonistas vivos de aquella historia de crímenes y traiciones? El misterio parece revelado, pero faltan algunos detalles.

jueves, 17 de septiembre de 2009

Pensar el bicentenario



Un charro kitsch, como los que pinta el artista mexicano Julio Galán, sirve de portada al libro Historia y celebración de Mauricio Tenorio Trillo, editado por Tusquets. La elección no podría ser más atinada, ya que para Tenorio, autor del ya clásico estudio Mexico at the World’s Fairs (1996), la historia de México es, en buena medida, la historia de la idea de México, construida dentro y fuera del país en los dos últimos siglos.
El libro de Tenorio, antes que celebrar, intenta pensar la celebración, replanteando la pregunta por el qué se celebra. Conocedor del Porfiriato, este historiador advierte que en México no sólo se celebra el bicentenario de la Independencia o el centenario de la Revolución, sino los cien años de la primera celebración histórica de Estado: la organizada por Porfirio Díaz en 1910. El paralelo entre la celebración actual y la de hace un siglo le permite a Tenorio constatar los cambios operados en la idea de la nación y el Estado mexicanos.
Por el camino Historia y celebración, además de una reflexión sobre el oficio del historiador, vuelve sobre algunos de los grandes temas de los estudios mexicanos contemporáneos: los héroes y traidores de la historia oficial, los avatares de la modernidad y la tradición, la realidad y el mito del mestizaje, el contraste entre las dos fronteras del país: Estados Unidos, al Norte, y Guatemala, al Sur. Todo un universo temático, recorrido por una prosa que gusta de la ironía y el ingenio, a la manera de Edmundo 0’Gorman, Luis González y algunos otros pocos historiadores mexicanos.

miércoles, 16 de septiembre de 2009

¿Quién le teme al Estado-Nación?


Así han titulado Gayatri Chakravorty Spivak y Judith Butler un diálogo, traducido y publicado este año por Paidós Argentina. La primera edición en inglés del libro corrió a cargo de Seagull Books, en Calcuta, India, lugar de nacimiento de la Spivak. Los lugares de edición nos persuaden de la importancia que ambas autoras dan a la recepción de sus obras en países “postcoloniales” y “subalternos”, como los de Asia, África y América Latina.
Butler proviene de los estudios feminista y queer y Spivak de los subalternos y postcoloniales, pero ambas comparten un repertorio filosófico bastante afín: Hegel, Marx, Nietzsche, Sorel, Benjamin, Freud, Lacan, Fanon, Derrida. Como se verifica en Precarious Life (2004), el ensayo sobre el duelo y la violencia que Butler escribió a partir del trauma de las Torres Gemelas, estas autoras personifican el tránsito, tan frecuente en la academia norteamericana, de los estudios literarios a la crítica política.
Para la izquierda académica latinoamericana, todavía atada al viejo marxismo, el contacto con estas autoras puede ser muy útil. La lectura ambivalente que ha hecho Butler de Hannah Arendt, autora despreciada por la izquierda antiliberal, es ejemplar. El cuestionamiento de Spivak de la noción de soberanía de Agamben, su advertencia sobre los abusos del concepto de “soberanía nacional” y su crítica a todos los nacionalismos estatales, los “hegemónicos” y los “subalternos”, también.

lunes, 14 de septiembre de 2009

Cómo leer a un reaccionario


Leyendo Exégesis de los lugares comunes de León Bloy, editado hace un par de años por Acantilado, en traducción de Manuel Arranz, se entiende por qué Kafka, Benjamin y Borges admiraron tanto al autor de Le Désespéré (1886). Bloy tenía la pasión de los católicos conversos, pero, también, la lucidez de los grandes moralistas franceses. El padre masón y voltaireano y la madre católica y nacionalista crearon esa mixtura que leemos en sus Diarios.
Es fácil imaginar lo que Kafka, Benjamin y Borges admiraron en aquella prosa: concisión, agilidad, transparencia, porfía, vituperio, resolución. Bloy inventarió 361 lugares comunes en el habla francesa de fines del siglo XIX y principios del XX y les aplicó una exégesis fragmentaria, organizada en forma de viñetas, que recuerdan el tono sentencioso de los manuales de costumbres y, a la vez, la mordacidad y el ingenio de buena parte de la literatura mediterránea.
Kafka, Borges y Benjamin debieron admirar algo más en aquella prosa: la crítica despiadada de la burguesía. Bloy era un conservador antiburgués, por lo que la aristocracia de Borges, la estatofobia de Kafka y el marxismo de Benjamin encontraban sintonías en frases como esta: “el sublime destino del Burgués –Bloy escribía la palabra siempre con mayúscula, para enfatizar el arquetipo- es exactamente la contraposición, o lo contrario, de la redención tal y como la conciben los cristianos. Si el género humano debe ser crucificado, es sólo por él”.

domingo, 13 de septiembre de 2009

Fracturas saludables


Varios de los últimos libros del antropólogo mexicano Roger Bartra –Fango sobre la democracia (Planeta, 2007), La fractura mexicana (Debate, 2009) y otro más reciente sobre los dos últimos gobiernos del PAN- están dedicados a la crítica de la izquierda y la derecha en México. Bartra cuestiona el populismo y el autoritarismo de la primera y el lastre integrista, católico y tecnocrático de la segunda.
Ninguno de los tres grandes partidos mexicanos (PRI, PAN y PRD) sale ileso de la crítica de Bartra. Para el autor de La jaula de la melancolía el problema no está en la falta de moderación o en la polarización entre izquierda y derecha, ya que dentro del PRI, el partido que estaría al centro, se manifiestan los mismos legados antidemocráticos que Bartra observa en el PRD y el PAN.
La reflexión de Bartra está enmarcada en el debate sobre la cultura política de las izquierdas y las derechas latinoamericanas de hoy. En una formulación bastante parecida a la del venezolano Teodoro Petkoff, a propósito de una izquierda “borbónica” y otra “moderna”, Bartra apuesta por una modernización de ambos polos, suscribiendo, con ello, la tesis de que la fractura entre izquierdas y derechas, a fin de cuentas, es saludable para la democracia.

La familia, la patria y el infierno



En literaturas tan patrióticas como las americanas, desde Estados Unidos hasta Argentina, pasando, naturalmente, por México y Cuba, la lectura de un autor como Thomas Bernhard debe resultar, por momentos, desconcertante. Los relatos autobiográficos reunidos por la editorial Anagrama, El origen, El sótano, El aliento, El frío y Un niño, exponen la memoria de un escritor que nunca perdonó a su familia la educación católica y provinciana que le impusieron padres, tutores y maestros.
En el opresivo mundo burgués del Salzburgo nazi y la segunda postguerra, Bernhard encontró refugio en tres aficiones: la música, la literatura y el suicidio. Niño y adolescente enfermizo, la vida y la formación intelectual de Bernhard resintieron los olores de los hospitales y los cuchicheos de los colegios católicos de Austria. Un cuarto lleno de zapatos, donde practicar el violín o el canto, un sótano en la casa familiar, donde el abuelo inventaba artefactos, eran remansos contra la asfixia de aquellos pueblos mozartianos.
Bernhard describe su infancia como una “antesala del infierno”. La sinceridad con que están escritas esas memorias es, por momentos, aterradora. Pero Bernhard insiste en que lo importante en literatura no es la verdad misma sino el deseo de escribirla: “durante toda mi vida he querido siempre decir la verdad, aunque ahora sé que estaba mintiendo. En fin de cuentas, lo que importa es sólo el contenido de verdad de la mentira. Sin duda podemos exigir la verdad, pero la sinceridad nos prueba que la verdad no existe”.

Orwell lector de Hayek



Cuando las izquierdas iberoamericanas más radicales persisten en identificar “liberalismo” y “neoliberalismo” –como si Keynes no hubiera sido, también, un liberal- es inevitable pensar en el empobrecimiento intelectual de estos nuevos “socialistas”, en comparación con los de hace, todavía, medio siglo. Eric Blair, más conocido como George Orwell, quien se unió a los trotskistas del POUM en la Guerra Civil española, es un caso ejemplar de socialista que no estigmatiza el liberalismo.
La extraordinaria colección Noema, del Fondo de Cultura Económica y Turner, donde han aparecido clásicos del ensayo del siglo pasado como Faulkner, Mississippi de Édouard Glissant, En la raíz de América de William Carlos Williams y Los jacobinos negros de C.L.R. James, rescata ahora una serie de textos de George Orwell, prologados por Arcadi Espada. El volumen toma el título de “Matar un elefante”, el ensayo autobiográfico donde Orwell contó su persecución de un elefante en un bazar de Birmania, cuando era joven policía del Imperio Británico.
Pero el volumen incluye otros textos de madurez, como “Recuerdos de la guerra civil española” (1942), “La política y la lengua inglesa” (1946) y “Hacia la unidad de Europa” (1947), en los que Orwell aparece como un intelectual con “sentimientos de izquierdas”, pero que nunca abandona el concepto y el valor de la libertad. Las notas de Orwell sobre Camino de servidumbre de Hayek y Su mejor hora de Churchill nos retratan a un socialista crítico del Estado y capaz de leer con respeto a dos liberales. Orwell no concuerda con Hayek cuando afirma que el “capitalismo libre no desemboca en el monopolio”, pero coincide con él en que “el colectivismo conduce a los campos de concentración, a la adoración de los líderes, a la guerra”.

Gramsci y la censura


Entre 1915 y 1918, Antonio Gramsci escribió una columna en el periódico Avanti de la ciudad de Turín. El marxista italiano tituló su columna “Bajo la mole”, en alusión a la Mole Antonelliana que, como un panóptico, divisa toda la ciudad desde las alturas. El periódico, órgano del Partido Socialista Italiano, y que había sido dirigido hasta 1914 por Benito Mussolini, debió posicionarse ante los dilemas del nacionalismo y el internacionalismo en el contexto de la Primera Guerra Mundial y la Revolución de Octubre.
Recogidos ahora por la madrileña editorial Sequitur, aquellos artículos muestran a un Gramsci muy diferente al de los Cuadernos de la cárcel y sus textos más conocidos sobre la sociedad civil, el Estado y los intelectuales. Este es un Gramsci cronista urbano, más cerca de Benjamin que de Lenin, cuya prosa se mueve ágil entre librerías, bares, colegios, oficinas y fábricas de la urbe piamontesa.
Gramsci escribe sobre fútbol y teatro, sobre tabaco y cocaína, sobre música y Navidades. Los principales blancos de su crítica son el catolicismo, la “idea territorial” del nacionalismo, el Estado y la censura. Como el joven Marx, Gramsci escribió algunas de las denuncias más elocuentes de la censura que conoce la tradición marxista. Aunque se disfrace de “moral” o de “religión” la censura de Estado es siempre una penalización de ideas: “el censor de costumbres no existe. Sí existe el de las ideas. Único bien que deba ser limitado: las ideas. Única riqueza que deba ser secuestrada: las ideas”.

sábado, 12 de septiembre de 2009

La invención de Morell


Qué pasará con los libros en la era digital es pregunta que ronda los medios editoriales y literarios a principios del siglo XXI. Como los ídolos de Nietzsche, los libros parecen vivir un crepúsculo que, seguramente, no será definitivo. La literatura y el periodismo no desaparecerán, pero sí se reacomodarán a la velocidad y el desplazamiento que caracterizan al mundo cibernético.


Escritura y lectura, compra y venta de libros ya no serán como han sido desde Gutenberg. En los últimos siglos la relación con los libros ha sido sedentaria y profunda. En el siglo XXI el nomadismo y la movilidad de la informática pasan a la cultura letrada, no destruyéndola, como auguran nostálgicos y antintelectuales, sino transformándola y democratizándola.


A partir de ahora escribiremos y leeremos bajo otra luz y bajo otra sombra. La Ilustración se volverá crepuscular, como el claroscuro que alumbra los libros que fotografía el artista cubano Abelardo Morell. La literatura perderá visibilidad y concentración, pero tal vez gane lectores que ya no leerán como bibliotecarios sino como ciudadanos.