Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

miércoles, 21 de diciembre de 2016

Taxonomías del Caribe



Michel Foucault inicia Las palabras y las cosas con un apunte sobre "El idioma analítico de John Wilkins" de Otras inquisiciones de Borges, que ilustra la perversión y el ridículo de la hiperclasificación de las especies en el pensamiento naturalista moderno. En sus últimas novelas, la escritora dominicana Rita indiana trabaja con esa implosión de la diversidad en el espacio caribeño y los discursos taxonómicos que intentan representarla. En Nombres y animales (2013), buena parte de la acción sucede en una clínica veterinaria de Santo Domingo a donde llega toda clase de criatura enferma:

"Desde que empecé a trabajar aquí he visto de todo. Boxers cojos apellidados Windsor, huskys siberianos con dermatitis aguda, papagayos cuyo pico sirvió de almuerzo a una especie de hongos conocida como Tasmania, gatos angora a los que luego de ver El séptimo sello de Bergman les coge con despertar a sus dueños todas las noches a las 3. 33 de la madrugada, terriers anoréxicos, collies maniatura entrenados para marchar al ritmo de la Patética de Beethoven, chihuahuas que se creen minotauros, rottweilers con complejo de culpa y monitos entrados de contrabando por un danés que le cargaba los bultos a Janis Joplin".

En una operación discursiva paralela, la taxonomía funciona como metáfora de la heterogeneidad de los personajes: haitianos e italianos, dominicanos y cubanos, budistas y católicos, rockeros y boleristas. Si en esa novela se enfrenta el dilema de nombrar un gato, ante una larga lista de opciones, en La mucama de Omicunlé (2015), asistimos a la reproducción de la heterogeneidad de sujetos del Caribe en un espacio intemporal. En ambos casos nos exponemos a la realidad y la ficción de las taxonomías o a la resistencia que la diversidad y el multiculturalismo hacen al espíritu de clasificación de la ciencia y la política.


martes, 20 de diciembre de 2016

Ciento y una revoluciones calladas, subterráneas

Así ha descrito la crítica Carolina León el efecto que producen en el lector las novelas de Rita Indiana (Santo Domingo, 1977). En Papi (2011) y en Nombres y animales (2013), las dos publicadas por Periférica, esas revoluciones estallan en la mente de una adolescente en el Caribe de fines del siglo XX. Casi todas las tramas caribeñas están ahí -racismos, sexualidades, diásporas, fronteras, religiones, ritmos, drogas, miserias, corrupciones, dictaduras...- y, sin embargo, no hay riesgo de exotización. Si hay un antecedente de esta prosa en la literatura del Caribe tal vez haya que encontrarlo en El barranco de Nivaria Tejera, donde la mirada de una niña se abre al drama de la guerra.
Como otros escritores de la misma generación, en Cuba, Jorge Enrique Lage, Legna Rodríguez Iglesias, Jamila Medina Ríos u Osdany Morales, Rita Indiana dialoga constantemente con el inglés. En Nombres y animales cada capítulo está precedido por un exergo en inglés que funciona como sumario de la trama. Esa ruptura con el monolingüismo es indicio de una aproximación a los dilemas de República Dominicana y del Caribe sin deuda, ya, con los ideologemas del nacionalismo. La música que escuchan los personajes de la novela (The Doors, los Beatles, Black Crows, Bob Marley, Danny Rivera, Silvio Rodríguez, Jovanoty...), entre las pestilencias de una clínica veterinaria y las azoteas bajo la noche estrellada, es una cifra de ese Caribe fronterizo.
También como otros escritores de la misma generación, en Cuba, especialmente Lage, Rita Indiana recurre a la distopía en su última novela, La mucama de Omicunlé (2015). Aquí el riesgo de la captura de los estereotipos es mayor, pero la novelista lo sortea con la misma destreza que en sus novelas anteriores. Una soltura que echa mano de la farsa o del retrato de lo grotesco caribeño, desde una dislocación temporal, en la que coexisten bucaneros, transgéneros y santeras con yonquis, tecnoadictos y ecologistas. Una mezcla de Orlando de Virginia Woolf con El reino de este mundo de Alejo Carpentier o con El mundo alucinante de Reinaldo Arenas, que coloca a Rita Indiana en el centro de la narrativa caribeña contemporánea.

lunes, 19 de diciembre de 2016

Bolaño y los poetas salvajes del DF

Se llama ahora Ciudad de México y si el nombre hace la cosa deberíamos vivir en los orígenes de una nueva historia. Pero cuando se escriba la memoria cultural del DF difícilmente podrá prescindirse de la imagen construida por Roberto Bolaño: un inmigrante chileno que anduvo por aquí, en los mismos años que Carlos Monsiváis perfeccionaba la escritura de sus crónicas sobre esta urbe abigarrada e insólita. Cada gran ciudad tiene a un exiliado que la narra y Roberto Bolaño -exagerando un poco-, podría ser al DF de fines del siglo XX lo que José Martí al Nueva York de fines del XIX.
No se trata de un mero efecto de Los detectives salvajes (1998) sino de un procesamiento literario sostenido de la experiencia de Bolaño en esta ciudad, que ahora se confirma con su novela póstuma, El espíritu de la ciencia ficción (2016). Christopher Domínguez Michael dice, en el prólogo a la reciente edición de Alfaguara, que fue Bolaño quien captó para la novela ese último momento del DF, en un gesto similar al de Carlos Fuentes en los años 50 y 60. Bolaño vio, como ningún otro escritor, esa mezcla de exquisitez y podredumbre que puede ser esta ciudad: "algo insano, muy triste y muy oscuro..., desde donde se observan amaneceres extraordinarios"
Antes de Los detectives salvajes, Bolaño, instalado Blanes, escribió esta novela que repasa los mismos escenarios mexicanos. Los cafés y cantinas del Centro Histórico, especialmente los de la calle Habana, paralela a Santiago y Valparaíso, por Insurgentes Norte, cerca de la Basílica de Guadalupe, son el perímetro de esta historia. El narrador, un lector empedernido de novelas de ciencia ficción, que escribe desde una azotea de la ciudad cartas obsesivas a clásicos del género en Estados Unidos y Europa (Alice Sheldon, James Hauer, Forrest J,. Ackerman, Robert Silverberg, Fritz Leiber, Ursula K. Le Guin..), es un inmigrante latinoamericano en el DF que percibe los alrededores de la ciudad letrada y sus contactos bochornosos con los bajos fondos urbanos.
Se repite aquí aquella fauna de "poetas salvajes" del infrarrealismo que dio forma a la verdad y la leyenda de Bolaño y su novela más famosa. Poetas y narradores muy jóvenes y marginados del campo intelectual que, sin embargo, contaban exhaustivamente los numerosísimos suplementos culturales, librerías de viejo, talleres literarios y revistas poéticas del DF y atribuían, en trances de lucidez, aquellas dimensiones a la herencia de la Revolución Mexicana. Escritores que vendrían siendo nietos de la epopeya revolucionaria y que preferían ostentar sus encuentros con otras clases, como las de los dueños de restaurantes chinos o los reparadores y ladrones de motos de la ruidosa urbe.
Por el camino Bolaño intercala tramas deslumbrantes y librescas como la de los apócrifos Historia paradójica de América Latina del chileno Pedro Huachofeo o la de Diez años en África, memorias del sacerdote chiapaneco Sabino Gutiérrez. Y cierra con el excurso erótico del narrador y Laura, titulado "Manifiesto mexicano", en el baño público Gimnasio Moctezuma, donde se atestigua la mejor prosa del chileno. Luego de leer ese relato, que concluye la novela y que fuera incluido en el volumen La universisad desconocida, queda la sensación de que Bolaño decidió abandonar el manuscrito cuando percibió que uno de sus flancos, la relación entre el narrador y Laura, podía tener vida propia.
Pero hay algo más que explica el abandono del texto y que se lee en el material de archivo incluido por los editores de Alfaguara al final del libro. Está claro que Bolaño no incluyó todo lo que quería en una novela originalmente pensada como una reflexión sobre la ciencia ficción como género de la Guerra Fría -en un apunte, no desarrollado, aparece Fidel Castro confundido con el padre de Jan Schrella, el personaje ensimismado en la astronáutica, la pornografía y la física espacial, que, eventualmente, se involucra en una guerrilla latinoamericana. Lo que excluyó o desechó tuvo que ver con el fin de su conexión afectiva con México, como se lee en el terrible apunte en que confiesa que a "Mario Santiago (Papasquiaro) y a la primavera azteca los ha perdido para siempre".

sábado, 10 de diciembre de 2016

Revolucionario y tirano: la disputa por el legado fidelista

Dos semanas, más o menos, ha durado este tramo -que no el último- de la discusión global sobre el legado de Fidel Castro. Cada quien hace sus cuentas y es revelador constatar que, a pesar de la enorme visibilidad mediática que ha tenido la muerte del político cubano y que, de cierta manera, continúa su astuto e incansable cortejo, en vida, de la gran prensa liberal occidental, algunos de sus mejores amigos, como Ignacio Ramonet, resumen lo que ha sucedido como "difusión de cantidad de infamias contra el Comandante cubano" y "uniformidad mediática que aplasta toda diversidad".
No es cierto: en los grandes medios impresos, audiovisuales y electrónicos de Estados Unidos, Europa y América Latina -no hablemos de los rusos o los chinos-, y en las redes sociales globales, han aparecido obituarios muy críticos, pero también muchas semblanzas apologéticas y ennoblecedoras y, en la minoría de los casos, análisis equilibrados de la larga trayectoria de Fidel Castro como jefe de Estado en Cuba durante 47 años y como figura protagónica de la política mundial en la Guerra Fría y el periodo post-soviético.
En los funerales que le rindieron en La Habana y Santiago de Cuba, en la prensa oficial de la isla y en sus plataformas aliadas en América Latina, que no son pocas aunque no hegemónicas, se habló naturalmente de Fidel Castro como héroe y genio, guía y santo del progreso mundial. Se destacaron su esfuerzo por hacer de Cuba -pobre "colonia" o "prostíbulo" yanqui, según la historia oficial- un país soberano e igualitario, su aporte a la independencia de Angola y Namibia y al fin del apartheid en Sudáfrica y su solidaridad con las naciones del Tercer Mundo.
Nadie mencionó ahí, por supuesto, el fracaso de la industria, la ganadería, la agricultura, el azúcar, la minería, la vivienda y los servicios en Cuba. Ni los rebrotes de racismo, homofobia y machismo, el deterioro del sistema de salud y educación desde los 90 o la dogmatización de la cultura, sobre todo, a partir de los años 70, pero de la que, por lo visto, todavía no se sale en la isla. Mucho menos se habló de las purgas cíclicas, los fusilamientos, la cárcel, el exilio, la represión de opositores y disidentes o el abandono de las reglas elementales del gobierno representativo y el estado de derecho. De todo eso se habló fuera de Cuba porque en la isla, como dice Ramonet, esas "infamias" están prohibidas.
Ni por asomo, alguien se refirió en esos medios a la subsistencia en Cuba de un régimen de partido comunista único y a su permanencia en el poder por casi medio siglo como algo anómalo o negativo. La ausencia de democracia es, para muchos en la izquierda autoritaria, parte del legado defendible de Fidel Castro, ya sea porque creen que en la isla existe un sistema político "diferente", que hay que respetar como parte de su soberanía, o porque, como dijo Rafael Correa en la Plaza de la Revolución, citando a San Ignacio de Loyola, todo en Cuba, hasta la falta de libertades, se justifica por el "bloqueo", ya que "en una plaza sitiada la disidencia es traición".
La pregunta recurrente de los medios,"¿fue Fidel un héroe o un tirano, un revolucionario o un dictador?", adquiere todo su sentido frente a esa polaridad. Como bien han señalado Vanni Pettinà y Patrick Iber, dos jóvenes historiadores no cubanos, uno italiano y el otro norteamericano, pero grandes conocedores de la Guerra Fría en América Latina, la dificultad para responder a esa pregunta reside en que Fidel Castro fue ambas cosas. Fue el líder de una Revolución y, a la vez, el jefe de un Estado construido a partir del modelo totalitario comunista del siglo XX.  No se trata de una rareza: es de lo más frecuente en la historia universal que las figuras del revolucionario y el tirano se junten en la misma persona.
Admitir algo tan elemental no es ambivalencia sino comprensión de ciertas dualidades de la historia universal. Negar que en Cuba se produjo una revolución contra un régimen autoritario de derecha, típico de la primera fase de la Guerra Fría en América Latina, y que Fidel Castro la encabezó, cambiando radicalmente la estructura social, económica y política de Cuba, y sus relaciones con el mundo, es tan equivocado como negar que, en efecto, el nuevo Estado que se derivó de aquel proceso pertenece a la familia de los totalitarismos de izquierda del siglo XX. Creo que, en los próximos años, ese discernimiento conceptual crecerá en la academia de las ciencias sociales y en los medios de comunicación globales, y que la mayor resistencia a esa forma de entender el legado fidelista provendrá, precisamente, de las comunidades cubanas aferradas a un duelo o el otro, en la isla o en el exilio.

miércoles, 7 de diciembre de 2016

Otro caso de mutilación editorial: el Lenin de Zizek

Ya lo mencionamos en un algún pasaje de El estante vacío (Anagrama, 2009), pero vale la pena desarrollarlo más. En el año 2007, la editorial de Ciencias Sociales del Estado cubano publicó el libro Recordando a Lenin del conocido neomarxista esloveno Slavoj Zizek. Aunque apareció sin prólogo o nota de los editores -en la contraportada se lee esta frase incoherente: "Slavoj Zizek retoma a Lenin para pensar nuevas formas políticas que permitan con un orden global más justo, democrático e igualitario y eludir así los tristes presagios que el poder nos quiere imponer en el fascinante nuevo desierto de lo real"-, era evidente que se trataba de una versión mutilada de Repetir Lenin. Trece tentativas sobre Lenin (Akal, 2004) -en el Copyright habanero se alteraba la palabra "tentativas" con la de "alternativas"-, el prólogo y el epílogo que Zizek escribió para la antología de escritos de Lenin, Revolution at the Gates (Verso, 2002).
De trece tentativas, la versión cubana escogía sólo dos: "El derecho a la verdad" y "Capitalismo cultural". En la primera, Zizek proponía una vuelta a la "política de la verdad" de Lenin contra tres paradigmas, la democracia liberal, el multiculturalismo postmoderno y el totalitarismo estalinista, aunque éste último sólo se mencionaba de pasada, ya que era un tema tratado en otros capítulos del mismo libro. En la segunda, ya el foco estaba puesto centralmente en la dimensión cultural del capitalismo global de fines del siglo XX y principios del XXI. En las grandes marcas de la moda, en Hollywood y en los íconos de la industria cultural del Occidente desarrollado, especialmente de Estados Unidos, veía Zizek avanzar un nuevo totalitarismo que, sin embargo, no hacía menos terribles los grandes experimentos totalitarios del siglo XX.
Hace una década, un lector habanero del libro de Zizek, sin contacto con la edición de Verso o la de Akal, podía concluir que el neomarxista estaba reivindicando a Lenin, fundamentalmente, contra el capitalismo y la democracia contemporáneas. Pero en Repetir Lenin había varias tentativas que llamaban a movilizar el legado bolchevique para enfrentar el totalitarismo de izquierda o de derecha, estalinista o fascista. Por ejemplo, en "El materialismo reconsiderado", además de una crítica a la "teoría del reflejo" del propio Lenin -por lo visto, todavía inadmisible en Cuba hoy-, se lee un cuestionamiento del Partido único como "objeto transferencial" o "sujeto del supuesto saber", equivalente al de la teología medieval.
En el irónicamente llamado "La grandeza interna del estalinismo", junto a un homenaje a Brecht, hay una impugnación radical de los regímenes estalinistas del socialismo real. Otros capítulos borrados de la edición cubana como "Lenin escucha a Schubert" o "¿Amaba Lenin a su prójimo?", entraban en una refutación paralela del antintelectualismo ideológico y de la demagogia populista, tan característicos de las políticas culturales que el sistema soviético heredó al cubano. Y otros como "La violencia redentora", "Contra la política pura" o "Porque no saben lo que creen" entraban de lleno en la polémica de Zizek con Derrida y el deconstruccionismo, por un lado, y con la teoría política del neomarxismo francés, a la manera de Badiou, Rancière, Balibar o Mouffe, que, a su juicio, "reducían la esfera de la economía (de la producción material) a una esfera óntica carente de dignidad ontológica".
Todas las censuras o exclusiones, bajo un régimen totalitario comunista, como el cubano, son sintomáticas, es decir, comunican mucho más de lo que ocultan. Al mutilar el texto de Zizek, los editores de Ciencias Sociales hacían evidente su deseo de obstruir el contacto de la juventud cubana con las teorías no sólo del neomarxista esloveno sino de los pensadores de la izquierda francesa con los que él polemizaba. Pero el síntoma se volvía escándalo cuando se constataba que entre las muchas páginas mutiladas de Zizek sobre Lenin había una dedicada a Cuba. Lo que se editaba y lo que se mutilaba adquiría todo su sentido al tropezar con el pasaje de Repetir Lenin donde se incluía la película Buenavista Social Club (1999) de Wim Wenders y Ry Cooder dentro del fenómeno de la "ostalgie" del extinto campo socialista:

"¿Cómo es posible que The Buenavista Social Club (1999), ese redescubrimiento y celebración de la música cubana prerrevolucionaria, de la tradición ocultada durante muchos años por la imagen fascinante de la Revolución, fuera recibida, no obstante, como un gesto de apertura hacia la Cuba de hoy, hacia la Cuba de Castro? ¿No sería mucho más lógico ver en esta película el gesto nostálgico-reaccionario par excellence, el del redescubrimiento y la rehabilitación de las huellas del pasado prerrevolucionario largo tiempo olvidado (músicos entre los setenta y los ochenta años, las viejas calles desvencijadas de La Habana, como si el tiempo se hubiera detenido allí durante décadas)? Sin embargo, cabe situar el logro paradójico de la película precisamente en en este plano: interpreta esta nostalgia misma del pasado prerrevolucionario de los night clubs como parte del presente posrevolucionario cubano (como queda de manifiesto ya en la primerísima escena de la película, en la que el viejo músico hace comentarios de viejas fotos de Fidel y el Che). Esto es lo que hace de esta película "apolítica" un modelo de intervención política: mediante la demostración de que el pasado musical prerrevolucionario fue incorporado a la Cuba posrevolucionaria, socava la percepción habitual de la realidad cubana. Por supuesto, el precio que ha de pagar esta intervención es que la imagen que recibimos de Cuba es la de un país en el que el tiempo se ha detenido: no pasa nada, no hay ninguna industriosidad, vemos coches viejos, ferrocarriles abandonados y gente que se limita a pasear y, de vez en cuando, cantan e interpretan música. De esa suerte, la Cuba de Wenders es la versión latinoamericana de la imagen nostálgica de Europa del Este: un espacio fuera de la historia, fuera de la dinámica de la segunda modernización de nuestros días. La paradoja (y tal vez, el mensaje final de la película) es que en ello residía la principal función de la Revolución: no en acelerar el desarrollo social sino, por el contrario, en despejar un espacio en el que el tiempo se detuviera".  

martes, 22 de noviembre de 2016

Un caso de mutilación editorial: la Historia Contemporánea de América Latina de Tulio Halperin Donghi

Entre los años 2010 y 2011 coincidí con el gran historiador argentino Tulio Halperin Donghi un par de veces: en el Instituto Ravignani de la Universidad de Buenos Aires, donde comentó mi libro Las repúblicas de aire (2010), y luego en la Universidad de la Coruña, donde participamos en un evento sobre el bicentenario de las independencias hispanoamericanas. En ambas ocasiones, don Tulio me comentó el malestar que le había causado la edición cubana de su Historia contemporánea de América Latina (1969), por el Instituto Cubano del Libro, en 1990.
La primera edición de aquel libro se produjo en 1969, cuando Halperin Donghi, desde posiciones cercanas a la Teoría de la Dependencia y el socialismo cepalino, sostenía que América Latina, en la Guerra Fría, vivía una "crisis del orden neocolonial", en la que la Revolución Cubana jugaba un papel importantísimo, aunque no necesariamente hegemónico dentro de la izquierda regional. Me consta que el libro de Halperin Dongui fue leído en Cuba, aunque no publicado. La decisión de no editar aquel clásico, entre 1969 y 1990, podría sumarse a los tantos casos de exclusión de la obra intelectual de la izquierda heterodoxa latinoamericana en las décadas más soviéticas de la política cultural de la isla.
En 1990, mientras caía el Muro Berlín y avanzaban la perestroika y la glasnost en la URSS, el volumen fue publicado por la Editorial de Ciencias Sociales del Ministerio de Cultura, en su colección "Edición Revolucionaria" del Instituto Cubano del Libro. En la contratapa de la versión cubana se lee: "la presente edición se realiza en virtud de la Licencia Especial No. 53 del 7 de agosto de 1990, otorgada por el Centro Nacional de Derecho de Autor de conformidad con lo dispuesto en el artículo 37 de la ley No. 14 del Derecho de Autor, de 28 de febrero de 1978".
Según don Tulio, él había cedido los derechos de su obra a las editoriales cubanas. Pero esos derechos, a su entender, no correspondían a la edición española original del volumen, en 1969, tomada de la italiana de 1967, sino a la reedición de 1988 en Alianza Editorial, en la que el historiador argentino hizo importantes actualizaciones y modificaciones relacionadas con la Revolución Cubana y las tres décadas siguientes de la Guerra Fría en América Latina. En esas modificaciones se expresaban las reservas críticas de Halperin Donghi con el proceso de institucionalización filo-soviética del socialismo cubano entre los años 70 y 80.
La última parte de la nueva versión contenía dos capítulos, "La búsqueda de un nuevo equilibrio (1930-1960)" y "Una encrucijada decisiva y su herencia: Latinoamérica desde 1960". El primero fue reescrito para la edición de 1988 y el segundo era completamente nuevo. En la edición cubana se eliminó el segundo y se purgaron muchos pasajes del primero. Para empezar, los editores de la isla alteraron los títulos de los capítulos. La periodización de "La búsqueda de un nuevo equilibrio" ya no era "1930-1960" sino "1929-1959" y el segundo capítulo pasaría a llamarse "Deterioro económico-social y acentuación de los equilibrios".
La versión de 1988 apareció con un prólogo en el que don Tulio reconocía que su libro, escrito a mediados de los 60, pertenecía al "Zeitgeist" revolucionario de aquel momento. Y agregaba: "estas dos décadas, en efecto, han disipado el optimismo reinante durante la más avasalladora era de prosperidad conocida por el mundo desarrollado y han hecho en parte inactual la impaciencia que no poder participar de ella despertaba en su periferia". Este prólogo, firmado en Berkeley en junio de 1988, fue también eliminado de la edición cubana, dos años después.
¿Qué decidió la mutilación del texto de Halperin Donghi en la Cuba de 1990? En primer lugar, los pasajes claramente desfavorables a la política económica y cultural del régimen cubano en los años 60 y 70. Según el historiador argentino los "resultados" de la Ofensiva Revolucionaria "no fueron halagüeños" y la conducción económica del "Jefe Máximo..., acumulaba fracasos". Por si fuera poco, Halperin Donghi reseñaba el apoyo del gobierno cubano a la invasión soviética de Checoslovaquia en 1968 y el arresto del poeta Heberto Padilla por "la policía política" como episodios que habían "consumado la ruptura entre la revolución y la mayor parte de los admiradores que había ganado en la intelligentsia europea y latinoamericana".
Por muy cuidadosas que nos parezcan, esas frases eran inadmisibles entonces y, en los medios editoriales más oficialistas de las ciencias sociales de la isla, lo siguen siendo hoy, a 25 años de la desaparición de la URSS. No hay filósofo o historiador, sociólogo o politólogo de la izquierda latinoamericana que, luego de criticar abiertamente la política económica o cultural del socialismo cubano -ya no digamos la estructura institucional de ese régimen- haya logrado publicar íntegramente su obra intelectual dentro de Cuba.


jueves, 17 de noviembre de 2016

Morir soñando




Cuando Leonard Cohen era joven y tocaba la guitarra, en la época de "Suzanne" y otras de sus canciones de los 60 y 70, cantaba únicamente con su voz, y también con aquellos órganos y coros femeninos que, desde el fondo oscuro del escenario, creaban una atmósfera angélica. En la vejez y la gloria, sin embargo, cuando se hacía acompañar por un grupo en cada escenario, comenzó a cantar, además de con la voz, con las manos. De mayor, Cohen aprendió a ocultar la mitad de su rostro bajo un sombrero negro, a balancearse sobre sus rodillas y a colocar la mano izquierda, semicerrada, al lado de su rostro, mientras la derecha sostenía el micrófono.

Cómo no ver algo humildemente enternecedor en ese aprendizaje. En el escenario, cuando sonaban "Take This Waltz" o "I'm Your Man", la mano izquierda se acercaba pero nunca tocaba la cara de Cohen. A punto de sostener su cabeza, se apartaba, amasando el cable del micrófono. Como si cantara tomando una siesta o apoyando el mentón sobre esa misma mano izquierda que, en su juventud, sólo tocaba unos cuantos acordes, suficientes para armonizar las palabras. Ahora sabemos por su familia, que el poeta y trovador canadiense murió dormido. Al parecer, tuvo una leve caída nocturna que lo despertó fuera de hora. Luego volvió a dormirse y, por su semblante relajado, aseguran que murió "tranquilamente". Como "si soñara", dijo su hijo, Adam Cohen, quien lo ha enterrado en una "caja de pino sin adorno, junto a su padre y su madre, como él pidió", bajo la tierra de Montreal.

domingo, 13 de noviembre de 2016

Traductores de la utopía (2016). Introducción

En abril de 1959, durante su primer viaje a los Estados Unidos luego del triunfo de la Revolución Cubana, Fidel Castro pasó unos días en la Universidad de Princeton. Enterados de la visita que haría el entonces Primer Ministro a Washington y Nueva York, auspiciada por la American Society of Newspapers Editors, la American Whig-Cliosophic Society y el Special Program in American Civilization de la Woodrow Wilson School de esa universidad, instados por el profesor Roland T. Ely, estudioso de la historia de la industria azucarera cubana, extendieron a Castro una invitación para que impartiera una conferencia magistral, el 20 de abril de 1959, en el seminario “The United States and the Revolutionary Spirit”.[1] Una de las célebres ponentes en ese seminario, quien probablemente escuchó a Fidel Castro aquella noche, fue Hannah Arendt, profesora por entonces en Princeton.[2
Castro comenzó su conferencia disculpándose por no ser un teórico o un historiador de las revoluciones. Su sabiduría se originaba en la práctica de una revolución que había tenido lugar en un pequeño país del Caribe, muy cercano a Estados Unidos. Esa revolución, a su juicio, había derribado dos mitos de la derecha latinoamericana: que una revolución era imposible si el pueblo estaba hambriento –tesis que hubiera implicado un reconocimiento del relativo bienestar económico y social de Cuba antes de 1959-, y que nunca triunfaría contra un ejército profesional, poseedor de armas modernas. A tono con la perspectiva predominante en aquel seminario, Fidel Castro se declaraba más heredero de la Revolución americana de 1776 que de la francesa de 1789 o la rusa de 1917, que habían sido encabezadas por la “fuerza” y el “terror” de “minorías”.[3]
 “Those groups which took power used force and terror to form a new terror”, agregaba el líder cubano, colocando su ideología dentro de un humanismo democrático americano que compartían Estados Unidos y América Latina, dos regiones que, a pesar de sus especificidades culturales, no constituían “pueblos diferentes”.[4] Las elecciones y la formación de los partidos políticos –aseguraba el líder cubano- tendrían lugar pronto, pero antes era necesario implementar una transformación social, que erradicara el desempleo y el analfabetismo y construyera escuelas y hospitales. Estados Unidos podía ayudar a ese desarrollo social de Cuba con una política amistosa, desechando cualquier miedo al comunismo, ya que una auténtica revolución social, en Cuba, haría de la democracia un proceso “real”, que conjuraría el peligro comunista. “When our goals are won, Communism will be dead”.[5]
         Fidel Castro invitaba a los jóvenes norteamericanos a visitar Cuba y a involucrarse en ese “espíritu revolucionario”, que estaba impulsando el cambio social en una isla, primero intervenida y, luego, neocolonizada y modernizada por Estados Unidos durante la primera mitad del siglo XX. Su mensaje encontró recepción entusiasta en aquella juventud universitaria, que comenzaba a ganar conciencia del rol imperial que Estados Unidos asumía en el mundo –especialmente en el Tercer Mundo-, con la naciente Guerra Fría, y de la propia disparidad de derechos civiles que atravesaba la sociedad norteamericana. Pero así como la Revolución Cubana se incorporaba naturalmente al imaginario social de aquella juventud pacifista y libertaria, anticolonial y desprejuiciada, también generaba feroces disputas por los giros ideológicos y geopolíticos que dio entre 1959 y 1971.    
Los debates en torno a la Revolución Cubana en la esfera pública y el campo intelectual de Nueva York durante los años 60 son el tema de este libro. Aquella década y aquella ciudad conformaron un microcosmos de fuerte resonancia para la cultura global del pasado siglo. El momento y el lugar de las vanguardias artísticas, la emancipación femenina, la liberación sexual, el movimiento negro y la oposición a la guerra de Viet Nam fueron, también, escenarios privilegiados del debate sobre la identidad ideológica del socialismo cubano, sus aciertos y errores, sus coincidencias y divergencias con el modelo soviético, sus lecciones para la izquierda occidental y la crítica de la política del gobierno de Estados Unidos hacia Cuba.
         La relevancia que el debate sobre la Revolución Cubana alcanzó en la esfera pública de Nueva York se explica, en parte, por los antecedentes históricos de la conexión económica, política y cultural entre esa isla del Caribe y Estados Unidos. Ese proceso, narrado por Louis A. Pérez Jr. y otros historiadores, aseguró que al momento del estallido de la Revolución, medios newyorkinos como The New York Times o NBC tuvieran redacciones y corresponsalías en La Habana y hubieran hecho de la isla uno de los tópicos centrales de sus  coberturas latinoamericanas.[6] Sobre todo en Nueva York, una ciudad con fuertes tradiciones liberales y socialistas, la Revolución Cubana fue comentada y discutida, como antes lo habían sido la Revolución Mexicana o la República Española.
         Este libro recorre personalidades de intelectuales que adoptaron posiciones públicas sobre Cuba y escribieron libros o ensayos sobre la experiencia cubana, como Waldo Frank, Carleton Beals, Charles Wright Mills, Allen Ginsberg, Amiri Baraka, Susan Sontag, Norman Mailer, Irving Howe, Paul Sweezy, Leo Huberman, Paul Baran, Eldridge Cleaver, Stokely Carmichael, José Yglesias o Elizabeth Sutherland Martínez. Pero también se releerán, aquí, publicaciones como Monthly Review, Kulchur y Pa´Lante y movimientos culturales o políticos como los de la Beat Generation o los Black Panthers. A través de ese recorrido por diversos actores sociales y políticos y distintas ideologías y estéticas, es posible reconstruir el mapa de representaciones sobre Cuba en la izquierda newyorkina.
         La pluralidad es un rasgo distintivo del mapa intelectual de Nueva York. Una pluralidad no únicamente ideológica o política sino asegurada por las disímiles identidades de los sujetos que intervinieron en aquel debate: beats y hippies; judíos, negros e hispanos; académicos, escritores y activistas.[7] Veteranos de la izquierda roosveltiana, como Frank y Beals, no podían ver la Revolución Cubana de la misma manera que jóvenes liberales como Wright Mills y Mailer o que jóvenes socialistas como Sweezy y Baran. Aún dentro del mismo flujo de simpatía y solidaridad con el proyecto cubano, es posible discernir acentos y prioridades entre la izquierda hispana de Sutherland Martínez e Yglesias y la izquierda afro-americana de Cleaver y Carmichael.
         En pocas ciudades del planeta se produjo tal pluralización de los discursos sobre el socialismo cubano. Ecos débiles de aquellas polémicas se escucharon en La Habana. Pensamiento Crítico, por ejemplo, la publicación cubana más claramente inscrita en el marxismo crítico y opuesta al hegemónico marxismo-leninismo de inspiración soviética dedicó un número a los intelectuales negros, agrupados en los Black Panthers. Aquella identificación crítica con la Revolución Cubana tuvo, naturalmente, un efecto nulo y hasta agravante sobre la política de Washington hacia el Caribe y América Latina. Una vez más, Nueva York funcionó como una isla, en medio de las corrientes atlánticas de la Guerra Fría. La riqueza intelectual y moral de aquellas polémicas fue desaprovechada por los poderes involucrados en el conflicto cubano.
         El tema que nos ocupa ha sido estudiado desde múltiples perspectivas: varios protagonistas de aquellas décadas dejaron memorias y testimonios de su involucramiento en los debates sobre Cuba en Nueva York y algunos intelectuales y académicos han intentado una reconstrucción general del fenómeno. La propia polarización generada por el evento revolucionario, en el contexto de la Guerra Fría, se ha transferido a dichos análisis. Dos casos emblemáticos de esa polarización serían el capítulo cubano del clásico Political Pilgrims (1981) de Paul Hollander y el más reciente Cuba and the Western Intellectuals since 1959 (2009) de Kepa Artaraz. Mientras el primero presenta a los intelectuales de la izquierda de Nueva York como “peregrinos” hechizados por la fe en una Revolución exótica, el segundo, desde el otro polo ideológico, insiste en la consonancia política entre el socialismo cubano y la Nueva Izquierda occidental.[8]
         Estudios clásicos sobre la izquierda marxista en Estados Unidos, como Marxism in the United States (1987), no dan mayor importancia a los debates sobre la Revolución Cubana en los 60, a pesar de admitir, siguiendo a Fredric Jameson, que una de las primeras intuiciones de la Nueva Izquierda fue la certeza de que el capitalismo amenazaba con absorber dos regiones que, hasta entonces, le eran ajenas: el subconsciente y el Tercer Mundo.[9] La relevancia que Buhle concede a la izquierda afroamericana difícilmente podría constatarse sin advertir el respaldo que los líderes negros dieron a la Revolución Cubana, en tanto hito de a descolonización del Tercer Mundo.[10] Análisis más contemporáneos, como The Left Hemisphere (2013) de Razmig Keucheyan, lejos de desestimar los debates sobre el socialismo cubano, los inscriben en una relación más amplia o transnacional de la Nueva Izquierda con el Tercer Mundo que incluye la descolonización norafricana, China, Viet Nam, Egipto, la India y, desde luego, las guerrillas latinoamericanas.[11]áisis﷽﷽﷽﷽﷽242.undo.hito de a descolonizaci los lnegra diLeftquierda fue la certeza de que el capitalismo amenazaba con absorber
         Sin desestimar los indudables aportes de esas investigaciones, este libro intenta explorar, junto a las sintonías, las tensiones que se produjeron entre la Revolución Cubana y la Nueva Izquierda. Es evidente que todos aquellos intelectuales se sumaron al entusiasmo que despertó el triunfo de la Revolución, en enero de 1959, en la opinión pública de Nueva York, pero no todos acompañaron de la misma manera la radicalización socialista del proceso a lo largo de los 60. De hecho, muchos de quienes defendieron el tránsito socialista a principios de aquella década, tomarían distancia luego, cuando constataron los efectos que sobre la economía, la política y la cultura de la isla tuvo la alianza con la URSS y la reproducción de instituciones e estilos del socialismo real de Europa del Este.       

Traducción y utopía, imperio y frontera
El estudio de los debates que suscitó la Revolución Cubana en Nueva York, en los años 60, obliga a pensar las políticas de traducción de la experiencia latinoamericana que se emprenden desde la esfera pública de una metrópoli cultural de Occidente. La traducción ha sido un práctica cultural constitutiva de la historia intelectual atlántica, desde el siglo XVI. Historiadores, antropólogos y estudiosos de la literatura, especialmente desde la perspectiva postcolonial, como Mary Louise Pratt, Douglas Robinson, Robert Stam y Ella Shohat, han colocado la traducción en el centro del choque y el contacto entre las culturas de Europa, Estados Unidos y América Latina y han destacado la importancia de ese cruce de representaciones mutuas, entre distintas lenguas y culturas, para el proceso de la modernidad.[12]
         En el caso de la Revolución Cubana, lo que se somete a traducción es, desde luego, una cultura, pero también un proyecto político, en medio de la tensión ideológica de la Guerra Fría. Al igual que la Revolución Mexicana, unas décadas antes, estudiada por Claudio Lomnitz y otros autores como un fenómeno que impacta cultural y políticamente la frontera con Estados Unidos, el socialismo cubano, con la conexión soviética en el Caribe que lo acompaña, desafía la esfera pública de Estados Unidos como un dilema doméstico.[13] Tomar posición frente al comunismo cubano se vuelve un imperativo para los intelectuales y políticos de Nueva York, en la medida que lo que está en juego es la propia identidad de Estados Unidos en el mundo bipolar.
         Como México, las islas del Caribe siempre han formado parte de una zona fronteriza determinada por las dinámicas imperiales del Atlántico. Desde 1898, cuando se consolida la hegemonía hemisférica de Estados Unidos, el Caribe hispano queda plenamente integrado a la frontera sur de la nueva potencia mundial. En la propia tradición intelectual cubana, ese carácter fronterizo alcanzó célebres intelecciones, en la obra de José Martí, Enrique José Varona, Fernando Ortiz y, sobre todo, Jorge Mañach, quien intentó condensarlo en su Teoría de la frontera (1961).[14] La Revolución Cubana y su acelerada radicalización comunista reforzaron esa dimensión de la isla como enclave fronterizo de Estados Unidos.
         La traducción de esa experiencia desde la esfera pública y el campo intelectual de Nueva York rebajó, de hecho, el perfil periférico de Cuba, en tanto comunidad fronteriza. Quienes rechazaron o defendieron un comunismo en el Caribe lo hicieron, en buena medida, como si se tratara de un drama que tenía lugar dentro de los Estados Unidos. Un drama mundial, transnacional, por antonomasia, en el que se dirimía la esencia del mundo posterior a la construcción del Muro de Berlín. El choque entre unos y otros reflejó la pugna entre dos universalismos, el de la democracia y la filosofía de los derechos humanos, estudiado por Lynn Hunt y Samuel Moyn, y el del comunismo y el “internacionalismo proletario”, estudiado por David Priestland y Archie Brown.[15]
         La representación utópica de la isla, en el campo intelectual de Nueva York, con todos los estereotipos que le son inherentes, se produjo lo mismo entre quienes celebraban el giro comunista de la Revolución como entre quienes llamaban a construir una democracia modelo en el Caribe. Desde la izquierda, aquellas traducciones de la utopía no sólo aspiraban a acompañar políticas concretas del gobierno revolucionario o a respaldar movimientos latinoamericanos y caribeños, inspirados en el experimento cubano, sino a catalizar corrientes reformistas o antisistema dentro de la juventud intelectual de Nueva York. Como referente de aquellas izquierdas, la Revolución Cubana simbolizaba algo muy distinto a la Unión Soviética o a cualquier comunismo de Europa del Este.
Algunos movimientos que se estudian en este libro, como los Black Panthers o The League of Militant Poets, se apropiaron del ejemplo cubano como un referente genuino de la revolución que las izquierdas afroamericanas e hispanas intentaron promover dentro de Estados Unidos. Sin embargo, esas apropiaciones, al igual que las múltiples críticas al comunismo insular que leemos entre marxistas, socialdemócratas y liberales de Nueva York, no carecían de un distanciamiento ideológico, que enfatizaba la diferencia de contextos entre Estados Unidos y Cuba. La perspectiva imperial e, incluso, colonial, que entendía el radicalismo y la violencia como componentes de la cultura caribeña, aparecía, con frecuencia, dentro del propio discurso de la solidaridad con la Revolución, articulado por la izquierda de Nueva York.
Aunque las polémicas sobre Cuba, en Nueva York, reflejaron, como decíamos, la polarización ideológica de la Guerra Fría, el espectro intelectual que describieron estuvo muy lejos de cualquier fractura binaria. No fueron dos sino muchas las posiciones ante el fenómeno cubano que se perfilaron en la izquierda de Nueva York. Esta pluralidad tenía que ver con la propia heterogeneidad del campo intelectual newyorkino, pero también con la naturaleza cambiante y, por momentos, experimental del socialismo cubano en su primera década. Son varias las revoluciones cubanas que se ven interpeladas en la esfera pública de Nueva York porque eran varias, de hecho, las revoluciones cubanas que tenían lugar en la isla.
La revolución humanista de Waldo Frank era distinta a la revolución marxista de C. Wright Mills y a la revolución populista de Carleton Beals. El socialismo pro-soviético, maoísta y guevarista, que debaten el Village Voice y Monthly Review, era diferente, bajo cada una de sus modalidades. Una cosa era una economía planificada y un régimen burocrático de partido único, perfectamente inmersos en el campo del “socialismo real” de la Unión Soviética y Europa del Este, como el que criticaba Hannah Arendt, y otra, diametralmente opuesta, una revolución anticolonial y nacionalista, en sintonía con la descolonización africana o el antimperialismo latinoamericano, como la que celebraba Frantz Fanon.[16] La pluralidad de la esfera pública de Nueva York reproducía la propia diversidad y el carácter experimental del socialismo cubano, antes de la institucionalización soviética de los años 70.
Nueva York –y, en menor medida, otras capitales culturales de Occidente como París o Madrid, la Ciudad de México o Buenos Aires- ofreció el debate teórico y el choque público de ideas y opiniones que faltaron a la propia Revolución Cubana. En aquellos años la esfera pública de la isla estuvo más abierta y viva que en las décadas siguientes, pero desde 1961 el debate ideológico y el campo intelectual fueron sometidos al control y la centralización del Estado. Como fenómeno transnacional, la Revolución Cubana sólo puede ser plenamente comprendida por medio de su resonancia en esas capitales, en las que se pensaban y decidían las políticas de la Guerra Fría.  
                 
Microcosmos de la izquierda
La intensidad de la vida intelectual de Nueva York tiene, desde fines del siglo XIX, causas demográficas e institucionales evidentes, relacionadas con la heterogeneidad étnica de su población cosmopolita y la concentración de universidades, teatros, museos, periódicos, revistas y toda clase de asociaciones culturales. Ese formidable entramado de tránsito y movilidad convirtió a la urbe en una de las capitales de la vanguardia occidental desde los años 20. Al cosmopolitismo intelectual y la diversidad cultural de la ciudad se sumó el auge del movimiento obrero, especialmente notable en Boston, Filadelfia y otras ciudades del norte de la Coste Este.
         La prensa newyorkina, que desde los años de la guerra contra España por el dominio de Cuba, Puerto Rico y Filipinas era una caja de resonancia de la opinión pública nacional, se hizo eco de las campañas socialistas del líder sindical ferroviario Eugene V. Debs en el Chicago de las primeras décadas del siglo XX.[17] En periódicos y universidades de la ciudad comenzó a debatirse desde entonces la pertinencia del partido social demócrata fundado por Debs en un país como Estados Unidos. Un aporte sustancial a dicho debate fue el del economista y sociólogo alemán Werner Sombart en su ensayo Why is There no Socialism in the United States (1906).
         Publicado inicialmente en alemán, en una revista de ciencias sociales, el ensayo de Sombart fue rápidamente traducido al inglés, generando todo tipo de recepciones. A partir de los datos sobre el pobre desempeño del Partido Socialista en las elecciones presidenciales de 1900 y 1904 y en las contiendas por las gubernaturas de Alabama, Colorado, Massachussets, Pennsylvania, Texas, Chicago y Nueva York, Sombart concluía que el socialismo en Estados Unidos no era una opción política competitiv.[18] La socialdemocracia norteamericana, en los primeros años del siglo XX, no rebasaba el volumen demográfico de la socialdemocracia alemana en la década de 1870.
         Luego del triunfo de la Revolución de Octubre en Rusia y la escisión, en Estados Unidos como en el resto de Occidente, entre una izquierda socialdemócrata y otra comunista, la tesis de Sombart comenzaría a ser crecientemente cuestionada. Durante los años 20, el comunismo en Estados Unidos creció, por medio de una radicalización de la socialdemocracia, en la que jugaron un papel fundamental líderes como John Reed, Charles Ruthenberg y James P. Cannon. La desbordante movilización pública a favor de los anarquistas Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti, dos inmigrantes italianos acusados de robo y asesinato en Boston, estudiada por Moshik Temkin, es una buena prueba de la influencia del socialismo en Estados Unidos.[19]
Como en la mayoría de las capitales culturales de Occidente, esa propagación de ideas socialistas, en Nueva York, vivió una ramificación entre corrientes estalinistas y antiestalinistas luego de la muerte de Lenin. Para mediados de los años 30, ante los “procesos de Moscú” y la consolidación del poder de Stalin, los socialistas de Nueva York se dividieron. En una ciudad donde pululaban modernistas radicales, judíos internacionalistas, marxistas ortodoxos y disidentes del comunismo, era natural que surgieran publicaciones como The New Masses y Partisan Review, que polarizaron el campo ideológico de la izquierda.[20] Una izquierda intelectual que desbordaba ampliamente los partidos y asociaciones estalinistas y trotskistas, como puede constatarse en la relación que establecieron figuras como Ernest Hemingway, John Dos Passos, Eugene O’ Neill o William Carlos Williams con la primera revista y Hannah Arendt, George Orwell, T. S. Eliot o Lionel Trilling con la segunda.
Partisan Review se convirtió en el medio fundamental del flanco antiestalinista de la izquierda de Nueva York. Como han señalado Alexander Bloom, Neil Jumonville y Terry A. Cooney, esa revista, fundada por William Phillips, Philip Rahv y Sender Garlin, se convirtió en los años previos y posteriores a la Segunda Guerra Mundial en la plataforma primordial de un socialismo crítico que muy pronto comenzaría a desplazarse hacia un anticomunismo liberal.[21] La evolución de intelectuales como Sidney Hook, Dwight Macdonald, Harold Rosenberg o Norman Podhoretz es sumamente reveladora de los desplazamientos ideológicos provocados por el macarthysmo y la Guerra Fría.[22]
Aún cuando una parte importante de aquellos intelectuales evolucionaron hacia un liberalismo anticomunista que, al calentarse la Guerra Fría en los 60, derivaría en un franco conservadurismo, otra zona de la izquierda newyorkina preservó lo que Cooney ha llamado el “appeal del marxismo” y se abrió al lenguaje y los valores de los beats, los hippies y la contracultura.[23] La bifurcación de aquella izquierda, en la Guerra Fría, podría ilustrarse por medio de los casos de Irving Kristol y Norman Podhoretz, quienes siguieron la deriva conservadora, y de Harvey Swados e Irving Howe, dos de los principales defensores de una posible socialdemocracia en Estados Unidos.[24]
Howe y Swados son figuras ideales para reconstruir la radicalización del liberalismo norteamericano en la Guerra Fría y, a la vez, las tensiones del mismo con la Nueva Izquierda. Ambos formaron parte de la generación que a mediados de los 50, preservando el legado de Partisan Review, fundó la revista Dissent y que en la década siguiente intentó mantener la orientación socialista de esta publicación, en contra del giro anticomunista que daban Commentary, bajo la dirección de Podhoretz, y otras publicaciones newyorkinas. El peso de la literatura en la obra de Howe, quien siempre se interesó en la crítica literaria, y de Swados, autor de varias novelas y libros de relatos, fue una clara señal del magisterio de Lionel Trilling, como referente fundamental de la articulación entre literatura y política defendida por Partisan Review.
En ensayos cardinales, como Politics and the Novel (1957) o A World More Attractive. A View of Modern Literature (1963), Howe proponía leer la política allí donde parecía ocultarse: en la trama y los personajes de grandes novelas modernas. Política era la “sobrevivencia” en Stendhal, la “salvación” en Dostoeivski, el “orden” y la “anarquía” en Conrad, la “duda” en Turgueniev o la “vocación” en James.[25] Ya en aquellos libros, Howe se quejaba del excepcionalismo y el aislamiento de la gran tradición literaria norteamericana (Hawthorne, James, Chancellor, Ramson…) y demandaba de los escritores norteamericanos un mayor involucramiento en los debates ideológicos de la Postguerra, liderados por autores europeos como Malraux, Silone, Koestler u Orwell.[26]
Howe y Swados eran partidarios de que los escritores norteamericanos intervinieran en la opinión pública como intelectuales y discutieran los dilemas de la democracia, el comunismo y el fascismo.[27] En su The Decline of the New (1970), un volumen en el que recogió ensayos publicados en los 60 en diversas publicaciones newyorkinas, Howe caracterizaba el campo intelectual de Nueva York como un microcosmos de judíos, inmigrantes europeos, afroamericanos e hispanos, que debatían los grandes temas del comunismo y el fascismo, la colonización y el racismo, desde una predominante afinidad con la crítica del totalitarismo y la lectura de ficciones antiutópicas como las de Zamiatin, Orwell y Huxley.[28] Así como el ejemplo de Trilling inspiraba su defensa del crítico que lee literatura y, a la vez, opina sobre política, la silueta de Edmund Wilson le servía para reclamar la preservación del referente marxista y socialista, en medio de la oposición al totalitarismo.
Harvey Swados también desandó los caminos paralelos de la literatura y la política. A la par de sus textos de ficción, las novelas False Coin (1959) y The Will (1963) y la más lograda colección de cuentos, Nigths in the Gardens of Brooklyn (1960), que recreaba el título de una pieza famosa de Manuel de Falla, Swados escribió una serie de artículos y ensayos, reunidos en sus volúmenes A Radical’s America (1963) y A Radical at Large (1968), en los que se inscribía en el horizonte de la nueva izquierda, aunque sin abandonar una perspectiva socialdemócrata. Swados, como Howe, reclamaba para sí el término de “radicalismo”, pero cuestionaba abiertamente, en contra de su amigo Charles Wright Mills, el alineamiento con la Unión Soviética de movimientos nacionalistas del Tercer Mundo, como la Revolución Cubana. 
En los 60, Howe compiló varias antologías colectivas de ensayos aparecidos, fundamentalmente, en Dissent, como The Radical Papers (1966), The Radical Imagination (1967), A Dissenter’s Guide to Foreign Policy (1968) y Poverty: Views from the Left (1968), en los que intentaba condensar la visión global y doméstica de la socialdemocracia norteamericana. En ellos, autores como Michael Harringon, Daniel Bell, Michael Walzer, Harvey Swados y el propio Howe analizaban críticamente fenómenos como la pobreza en el Sur, el movimiento negro, la corporativización del capitalismo, el intervencionismo mundial de Estados Unidos en la Guerra Fría, la China de Mao, la Indonesia de Sukarno, la Argelia de Ben Bella, el Egipto de Nasser, los procesos de descolonización en el Tercer Mundo y, por supuesto, la Guerra de Viet  Nam.[29]
A pesar de lo intenso que fue el debate sobre Cuba, en la esfera pública newyorkina de los 60, en estas antologías la cuestión del socialismo insular era tratada de manera lateral. Walter Laqueur hablaba del “Castro’s type of socialism”, como un régimen político diferente a los nacionalismos descolonizadores africanos y asiáticos, Richard Lowenthal veía a La Habana aproximándose al modelo chino luego de la Crisis de los Misiles y Robert L. Heilbroner criticaba el embargo comercial de Estados Unidos contra la isla, reconocía la política social de la Revolución, aunque cuestionaba la diferencia ideológica entre el Fidel martiano de 1959 y el Castro prosoviético de 1962.[30]
La cuestión cubana, aunque poco reflejada en algunas de esas antologías, fue central para el posicionamiento público de aquellos intelectuales. En The Radical Imagination (1967), por ejemplo, Howe y Swados se acercaron a la misma de un modo emblemático dentro de la izquierda newyorkina de los 60. La nueva izquierda que le interesaba defender a Dissent, como señalaba Michael Harrington en el texto preliminar, se había formado en el ciclo histórico que va de la oposición al macarthysmo en los 50 a los movimientos por los derechos civiles y la paz en Viet Nam en los 60. Pero esa nueva izquierda se identificaba también con la denuncia de los totalitarismos del siglo XX, el fascista y el comunista, por Albert Camus, con la crítica del “realismo socialista” como canon estético del socialismo real y con la defensa de los escritores y políticos disidentes de la Unión Soviética y Europa del Este.[31]
Howe observaba diversos “estilos” dentro de la nueva izquierda. Algunos colindantes, como la oposición a la guerra de Viet Nam, el movimiento negro y el respaldo a las descolonización africana y asiática –Marshall Sahlins y Joseph Buttinger se encargaban elocuentemente de esta zona en The Radical Imagination.[32] Sin embargo, a su juicio, el rechazo a la guerra no debía implicar una posición acrítica ante la adopción de regímenes totalitarios en Viet Nam o Cuba. Esa argumentación delicada era introducida por Lewis Coser en un ensayo en el que distinguía tres alternativas para las nuevas naciones, descolonizadas del Tercer Mundo, el totalitarismo, el autoritarismo y la democracia, y se inclinaba, naturalmente, por esta última.[33]
Howe era aún más explícito en esta distinción de “estilos” de la Nueva Izquierda, al elogiar, por un lado el nacionalismo norafricano de Frantz Fanon, expuesto en The Wretched of the Earth (1961), y cuestionar el giro comunista de la Revolución Cubana.[34] Howe observaba curiosas conexiones entre Fanon y Trotsky, que localizaban al primero dentro de la heterodoxia y el revisionismo que admiraba en marxistas polacos como Leszek Kolakowski y yugoslavos como Milovan Djilas.[35] La política de Estados Unidos hacia la Revolución Cubana era “injustificadamente hostil”, pero la “supresión de derechos democráticos –incluidos y especialmente, los de las tendencias de la izquierda”, por parte del gobierno cubano, no podía ser avalada.[36]

Socialismos cruzados
Alan M. Wald señala que esta doble crítica de intelectuales públicos, adscritos al radicalismo como Iriving Howe y Harvey Swados, condujo al “Cul-de-sac de la socialdemocracia” en Estados Unidos.[37] La polarización de la Guerra Fría en los 60 dejaba muy poco margen para un socialismo antiestalinista en Estados Unidos y una poderosa corriente popular de la izquierda radical tampoco estaba dispuesta a nublar la solidaridad hacia los nacionalismos del Tercer Mundo con reparos a la ausencia de libertades o a la adopción de regímenes autoritarios o totalitarios. Incluso el antiestalinismo parecía languidecer en algunos círculos liberales de la izquierda newyorkina luego del XX Congreso del PCUS y el “deshielo” emprendido por Nikita Kruschev en Moscú.
         El choque entre estas dos ramas del socialismo norteamericano puede reconstruirse por medio de la relación entre Harvey Swados, Irving Howe y C. Wright Mills. Los tres intelectuales habían sido amigos en el Nueva York de los 50 y habían compartido la lucha contra el macarthysmo en diversas publicaciones de la ciudad. Cuando a principios de los 60 se produce la diferenciación de “estilos” de la Nueva Izquierda, antes descrita, Howe, Swados y Wright Mills chocan a propósito de la Unión Soviética y la Revolución Cubana. En la primavera de 1959, Howe publicó una reseña crítica del libro The Causes of World War III de Wright Mills, en Dissent,  porque, su juicio, el enfoque de la bipolaridad de la Guerra Fría aceptaba acríticamente la organización comunista de las sociedades, como alternativa a la democracia occidental.[38]
         El debate entre ambos socialistas se enconó adoptando la estructura binaria de la propia Guerra Fría: Wright Mills acusó a Howe de defender el “socialismo de Washington” y Howe ripostó catalogando a Wright Mills de “estalinista”.[39] La misma crispación se reprodujo al año siguiente, cuando apareció Listen, Yankee!, el libro en que Wright Mills se solidarizaba con la Revolución Cubana. No fue Howe sino Swados quien marcaría distancias con Wright Mills en una  “memoria personal”, escrita después de la muerte del sociólogo, en 1963, en la que reconocía el valor de la obra intelectual del autor de The Power Elite pero lamentaba su excesivo entusiasmo por el régimen cubano.[40]
         Según Howe y Swados, el reconocimiento del derecho a la independencia de Viet Nam, Cuba y demás naciones del Tercer Mundo y las objeciones públicas a la política imperial de Estados Unidos y otras potencias europeas no debía impedir la crítica de los autoritarismos políticos en esos países. En esa matización residía la diferencia entre el radicalismo cercano a la socialdemocracia y el radicalismo plenamente inscrito en el espectro de la Nueva Izquierda, que personalizaba Wright Mills. Esa complejidad no determina, como sostuvo Wald, un “legado ambiguo” de la socialdemocracia, ni impide una reconstrucción de las convergencias ideológicas que, a pesar de aquellos desencuentros, hubo entre ambos radicalismos.[41]
         El trasfondo de aquellos desencuentros no tenía que ver, propiamente, con Viet Nam o Cuba, sino con la Unión Soviética y el campo socialista. Wright Mills en Estados Unidos, lo mismo que Jean Paul Sartre en Francia, intentaba abrir una brecha dentro de la opinión pública liberal que partiera del reconocimiento de la realidad de la existencia del bloque soviético. No era Wright Mills, desde luego, un estalinista –Howe mismo lo sabía-, pero se diferenciaba de los socialdemócratas en la defensa de un marxismo y un socialismo que se oponía más resueltamente e la hegemonía mundial de Estados Unidos. Como ha señalado Stanley Aronowitz, esa crítica del rol imperial que cumplía Washington en el mundo –y que lo acercaba a una aceptación del rol equivalente de la Unión Soviética- provenía de un rechazo ostensible a las estructuras sociales del poder en Estados Unidos.[42]
         Los socialdemócratas norteamericanos, en cambio, estaban ligados a una red política mundial que, al tiempo o a consecuencia de demandar un espacio parlamentario y, eventualmente, ejecutivo, en las democracias occidentales, se posicionaba en contra de la URSS y el socialismo real. Una reconstrucción de los debates sobre Cuba en la Internacional Socialista, a la que pertenecían el Socialist Party of America y la Independent Socialist League, encabezada por Max Shachtman, y que incluía a Irving Howe, Michael Harrington, Dwight Macdonald y otros intelectuales públicos de Nueva York, entre 1959 y 1963, permite valorar con mayor fidelidad el posicionamiento de aquella corriente ideológica occidental ante la cuestión cubana.[43]
         Durante todo 1959, la Internacional Socialista apenas se interesó en Cuba –más importante eran para sus miembros China, Argelia, el Congo o los problemas del socialismo real en Europa del Este. La identidad política de la socialdemocracia, en la postguerra, se había formado en la intersección del antifascismo, la oposición al macarthysmo, la simpatía por los movimientos disidentes en Europa del Este y el rechazo de la hegemonía soviética, puesta a prueba en 1956 durante la invasión de Hungría. Hasta los primeros meses de 1961, cuando se precipita la ruptura entre Estados Unidos y Cuba y se produce la invasión de Bahía de Cochinos, la Revolución Cubana era vista por los socialdemócratas como un movimiento nacionalista, no muy diferente al peronismo argentino o al cardenismo mexicano.
         En el Boletín de la Internacional Sociales del 29 de abril de 1961, los principales partidos de Europa se pronuncian contra la radicalización comunista de los revolucionarios cubanos pero, también, contra la política hostil de Estados Unidos contra la isla que, en aquella primavera, ya no descarta una invasión militar.[44] Los socialdemócratas piensan que el combate en foros internacionales a la transformación de Cuba en un satélite soviético es tan popular en Occidente como la desaprobación de un ataque norteamericano contra la isla. “La violencia genera violencia”, dicen, y una intervención de Estados Unidos en el Caribe, justo cuando Nasser ha nacionalizado el canal de Suez y varias colonias de Asia y África se independizan, no favorecerá la causa del “mundo libre”.[45]
         No sólo los socialdemócratas de Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y Alemania, también los austriacos, suizos, noruegos, italianos, holandeses y finlandeses, convergen en esta percepción del problema cubano, desde la primavera de 1961. Un comunicado del National Action Committee del Partido Socialista de Estados Unidos rechaza claramente el apoyo de Washington a la invasión de Bahía de Cochinos, aún cuando reconoce que se trata de una “intervención indirecta” en apoyo a una oposición armada que no es, ya, partidaria del ancien regime, es decir, la dictadura de Fulgencio Batista.[46] La crítica a la política de Washington hacia la isla no era, según ellos, incompatible con la reprobación del giro totalitario de los líderes cubanos:

In saying this, we do not endorse the Castro regime. On the contrary, we have become increasingly alarmed at the anti-democratic acts of the Castro Government, particularly the repression of free speech, the political execution, and the destruction of an independent labour movement. We further note the growing evidence of greater Cuban Communist influence in the government, and we deplore it. One can no longer exclude the possibility that Cuba may become a “people´s democracy”, communist style.[47]

Curiosamente, uno de los pocos pronunciamientos socialdemócratas a favor de la invasión de Bahía de Cochinos provino del socialista indio A. D. Gorwala, quien insistió en que los exiliados cubanos no eran fascistas ni batistianos sino “revolucionarios demócratas” y argumentó que la intervención de Washington estaba justificada por el hecho de que la Unión Soviética estaba avanzando en el control de la economía cubana desde mediados de 1960.[48] Gorwala, crítico de Nehru, repudiaba que la socialdemocracia occidental fuera tan condescendiente con los gobiernos del Tercer Mundo que se aliaban con el bloque soviético.
         Cuando la Internacional Socialista retoma el tema cubano, en el otoño de 1962, la posición del centro-izquierda occidental se ha afianzado en la línea trazada desde los días de Bahía de Cochinos. Como dirá el laborista Hugh Gaitskell, en la Cámara de los Comunes, el 30 de octubre de ese año, ya no hay dudas, en la comunidad internacional, de que Cuba se ha integrado al bloque soviético.[49] Ante una situación límite como la crisis de los misiles, la socialdemocracia aplaude la negociación entre Kennedy y Kruschev, que da como resultado la preservación de la paz mundial y el compromiso de Estados Unidos de no invadir Cuba. Los socialdemócratas sienten, entonces, que su posición ha triunfado, aunque no descartan que, al sentirse traicionada por Moscú, la dirigencia cubana decida acercarse a China.[50]
         Una historia más cuidadosa del tratamiento del tema cubano entre los socialistas de Estados Unidos, a principios de los 60, evidencia que las posturas de la socialdemocracia y de la administración demócrata de Kennedy no son asimilables, como sostuvo en su momento Wrigth Mills y como han repetido, desde entonces, decenas de historiadores. A diferencia de Arthur M. Schlesinger Jr, quien redactó el célebre White Cuban Paper, para justificar una invasión a Cuba en la primavera de 1961, los socialdemócratas siempre se opusieron a la política agresiva de Washington hacia La Habana.[51] Coincidían con Wright Mills y los marxistas de Monthly Review –Paul Sweezy, Leo Huberman, J. P. Morray…- en que una diplomacia cuidadosa evitaría un entendimiento rígido entre los soviéticos y los cubanos, pero divergían en que la crítica pública al comunismo cubano formaba parte del compromiso intelectual de la izquierda.
         Tampoco los socialdemócratas, a pesar de reconocer que la oposición anticastrista no era “fascista” o “batistiana”, se aferraron al tópico de la “revolución traicionada”, argüido por Schlesinger y también legible en otros intelectuales sumados al debate sobre Cuba en Nueva York, como Waldo Frank y Carleton Beals. Shachtman y los socialdemócratas, por su contacto con el trotskismo, estaban más cerca de la tesis de la “segunda revolución” de J. P. Morray, quien sostenía que el abandono de la primera fase “humanista” de la Revolución Cubana aceleraba el proceso de igualdad y justicia social, pero, a la vez, introducía elementos totalitarios como el control de la prensa, la centralización de los sindicatos, la ilegalidad de la oposición y la dependencia del poder judicial.[52]
La invasión de Bahía de Cochinos, a pesar de su escandaloso fracaso, y el acelerado alineamiento de La Habana con la URSS que le sucedió, complicaron la relación con la isla de los propios partidarios de la Revolución Cubana en Estados Unidos. Muchos intelectuales, que habían defendido el carácter “humanista”, no totalitario, del proceso cubano se vieron en dificultades para sostener su discurso en medio de las noticias sobre la creciente colaboración económica, política y militar del gobierno revolucionario con el Kremlin. Hasta a un escritor tan mimado por la dirigencia cubana, como Ernest Hemingway, se le hizo difícil, como recuerda Michael Reynolds, mantener su residencia en la finca Vigía y su amistad con Fidel Castro.[53]

Bohemia y descolonización
En su ensayo El puño invisible (2011), el estudioso colombiano Carlos Granés anotaba con extrañeza que la Revolución Cubana fue un referente fundamental de los jóvenes liberales newyorkinos de los 60 que, como Norman Mailer y Susan Sontag, se enfrentaron al conservadurismo norteamericano de aquella década. Se preguntaba Granés cómo era posible que los vanguardistas Mailer y Sontag, defensores de la liberación sexual y críticos de la ortodoxia marxista-leninista, respaldaran un régimen político que, como el cubano desde principios de los 60, demostraba notables coincidencias institucionales e ideológicas con la Unión Soviética y el socialismo real de Europa del Este.[54]
         Las razones de esa paradoja habría que encontrarlas en los propios textos que Mailer y Sontag escribieron sobre la experiencia cubana. En dos escritos que abren y cierran las visiones sobre Cuba en la opinión pública newyorkina de los 60, “Open Letter to JFK and Fidel Castro” (1961) de Mailer para The Village Voice y “Some Thoughts on the Right Way (for us) to Love the Cuban Revolution” (1969) de Sontag para Ramparts, se sintetizan las claves de la compleja relación entre la Nueva Izquierda de Nueva York y el socialismo cubano. Una relación que en el lapso de una década osciló entre la promesa de una izquierda libertaria y el desencanto que generó el alineamiento de La Habana con Moscú.
         Dicha oscilación, habría que decir, expuso todas sus posibilidades desde un inicio. Mailer, por ejemplo, apenas unos días después de la invasión de Bahía de Cochinos, escribía a Castro y a Kennedy desde el convencimiento de que ambos líderes personificaban la llegada al poder de una nueva generación, que podía y debía encontrar nuevas reglas de convivencia para las ideologías opuestas de la Guerra Fría. Ambos anunciaban la proyección histórica de un “nuevo espíritu” en América, que dejaría atrás dictaduras tropicales como la de Fulgencio Batista en Cuba o “tiranías” –es la palabra que usaba Mailer- de la opinión pública, como el macarthysmo en Estados Unidos.[55]
         Como recuerda su biógrafa Hillary Mills, la primera versión de la carta de Mailer a Castro data de noviembre de 1960, cuando aún no se confirmaba la radicalización comunista de la Revolución Cubana.[56] Luego de Bahía de Cochinos, sin embargo, Mailer creía posible un entendimiento entre Kennedy y Castro, basado en esa identidad generacional que el escritor atribuía a ambos políticos. El sociólogo del “white negro”, el hipster y el beatnik, el defensor de la homosexualidad y la liberación femenina, el crítico de la guerra de Viet Nam y del conservadurismo protestante o católico, no se tomaba en serio el comunismo de los revolucionarios cubanos.[57]
         Así como la certeza del involucramiento de la CIA en los planes militares contra la Revolución Cubana, plasmada treinta años después en su novela Harlot’s Ghost (1991), no alteraron la admiración que Mailer sintió por Kennedy y que hizo evidente en An American Dream (1965), los elementos totalitarios del régimen cubano tampoco disminuyeron su admiración por Castro.[58] La explicación de este comportamiento tal vez se encuentre en un pasaje de la crónica que Mailer escribió sobre las convenciones demócrata y republicana, en Chicago y Miami, respectivamente, en 1968. Curiosamente, allí no mencionaba a Cuba a propósito del exilio anticomunista de Miami, involucrado en la campaña de Nixon, sino a propósito de las izquierdas radicales y pacifistas que se manifestaron contra la Convención Nacional Demócrata en Chicago.
         Observaba Mailer que así como aquellos jóvenes, en tanto “mentes modernas”, rechazaban “the anally compulsive oprressions of Russian communism (as much as they detested the anally retentive ideologies of the corporation”), rendían culto al Che Guevara, a Mao, a Tito y a los líderes de la Primavera de Praga, que también eran comunistas.[59] Ese radicalismo de izquierda, pensaba Mailer, rehuía las vías institucionales del liberalismo demócrata o, incluso, socialista, para sumarse a una corriente más amorfa y heterogénea, cuyos espacios de sociabilidad habría que ubicar en la bohemia estudiantil y cultural. La bohemia libertaria practicaba su credo cosmopolita lo mismo en sesiones de yoga que en campañas de solidaridad con las descolonizaciones del Tercer Mundo.
         En el mencionado texto de Susan Sontag para Ramparts, en abril de 1969, escrito luego de una estancia de dos semanas en La Habana, ese enlace entre bohemia y descolonización se hace evidente.[60] A pesar de que Sontag no es inconsciente de la introducción de discursos y prácticas estalinistas en el socialismo cubano –como las relacionadas con los campos de trabajo de las UMAP, la expulsión de Allen Ginsberg, la persecución de los homosexuales o el acoso a escritores disidentes como el poeta Heberto Padilla-, su confianza en que los dirigentes cubanos corregirán esos errores es firme. No puede ser de otra manera, según Sontag, porque la Revolución Cubana está obligada a producir un socialismo diferente al soviético. Un socialismo creado en una nación subdesarrollada y colonial del Caribe tiene que ser, a fuerzas, un socialismo auténtico.
         La bohemia libertaria en Nueva York o París, en Madrid o San Francisco, incorporó a Cuba como un ícono más de la estética de la autenticidad. La liberación sexual y moral, que, como puede leerse en sus diarios juveniles o en ensayos teóricos como Contra la interpretación (1966), constituía en el caso de Sontag tanto una epopeya personal como una premisa hermenéutica, era diáfanamente atribuida a La Habana. Poco importaba que la homofobia, la censura u otras formas de dogmatismo cultural remitieran, desde principios de los 60, a la reconfiguración, en Cuba, de un nuevo código moral, tan o más conservador que el católico o el liberal destruidos por el gobierno revolucionario.
         En sus Diarios de 1960, justo cuando se estrenaba la Revolución Cubana en el poder, Sontag anotaba sus lecturas de la antología From Max Weber de C. Wright Mills y Hans Gerth, especulaba sobre la relación entre la ortografía cirílica de Stalin y Lenin y el totalitarismo y defendía la proporcionalidad entre liberación sexual y democracia política.[61] Ya en Contra la interpretación (1966), esa búsqueda de la autenticidad se perfilaría como un rechazo al “filisteísmo interpretativo” y a una concepción de la vanguardia como abandono de la hermenéutica o la teoría por una “erótica del arte”.[62] Es evidente que esa erótica era lo que buscaba Sontag en Cuba: una refuncionalización intelectual del rol del turista, que la reconciliara con la existencia de un proceso social autóctono.
         La experiencia de Sontag no fue, de hecho, de las más intensas que podrían encontrarse en la relación de la izquierda intelectual newyorkina y la Revolución Cubana. El corresponsal de la CBS Robert Taber, quien llegó a involucrarse a tal grado con la causa revolucionaria que se puso de parte de las milicias cubanas durante la invasión de Bahía de Cochinos; el escritor beat Allen Ginsberg, que fuera expulsado de la isla por su respaldo a los jóvenes escritores libertarios de la editorial El Puente; el líder negro Robert F. Williams, que tras una estancia en La Habana siguió rumbo a la China de Mao, en busca de interlocuciones entre el movimiento de los derechos civiles en Estados Unidos y el nacionalismo descolonizador de Asia y África; la activista y antropóloga hispana, Elizabeth Sutherland Martínez, pasó meses investigando la construcción de la utopía socialista en la Isla de Pinos, a al Sur de La Habana… Todos ellos vivieron una experiencia de radicalización de la bohemia, que los llevó al compromiso con un proceso de descolonización socialista en el Caribe.
         Habría que decir, sin embargo, que casi todas esas aventuras, que comenzaron por la identificación, terminaron en el desencanto o la crítica. Taber, por ejemplo, que realizó para la CBS entusiasta reportaje Rebels of the Sierra Maestra, que escribió una apología de la epopeya revolucionaria, M-26. Biography of a Revolution (1961), y que llegó a afirmar que la “historia registraría las batallas de la Ciénaga de Zapata como el Waterloo del poder imperial de Estados Unidos”, acabó cuestionando el apoyo del gobierno cubano a las guerrillas y las guerras civiles latinoamericanas en los 70 y 80.[63]  
Sutherland Martínez, por su parte, pasó meses investigando las comunidades juveniles instaladas en la Isla de Pinos, con el fin de retratar a la “revolución más joven” de América Latina. Su lectura desafió, sin embargo, la relación acrítica con el socialismo cubano, sostenida por la corriente de solidaridad con La Habana de la izquierda occidental, al describir fenómenos como el racismo, el machismo, la homofobia, las granjas de castigo contra “antisociales” o UMAPs o la censura de obras y autores como la novela Paradiso de José Lezama Lima.[64] Sutherland Martínez era consciente de que el viejo discurso turístico de la etapa neocolonial de la historia de Cuba, determinada por la dependencia de Estados Unidos, estaba siendo reconstruido, desde premisas antagónicas, por el turismo socialista y revolucionario.
El espíritu crítico de la bohemia vanguardista de Nueva York se manifestaba en aquellas experiencias límites de jóvenes intelectuales que viajaban a la isla con el propósito de vivir y documentar la utopía. El gesto de sumarse a esa epopeya del Caribe era una clara suscripción del proyecto descolonizador que la Revolución Cubana y otros nacionalismos del Tercer Mundo impulsaban en los años de la Guerra Fría. El sentido libertario de la bohemia y, en general, de la vida intelectual de la Nueva Izquierda, chocaba, sin embargo, con el traslado de instituciones e ideas del socialismo real de Europa del Este a la experiencia cubana. Era ese el límite que la mayor parte de la izquierda newyorkina no estaba dispuesta a flanquear: la descolonización de Cuba no podía producirse a cambio de la naturalización del dogma marxista-leninista.
Este libro quisiera contar la historia de ese compromiso y ese desencuentro. Tan importante como reconstruir las razones que llevaron a muchos intelectuales de la Nueva Izquierda a identificarse con la Revolución Cubana es localizar el momento en que esa identidad se quiebra por medio de la disidencia y la crítica. En el diálogo y la tensión entre la izquierda newyorkina y el socialismo cubano, durante los años 60, se cifran las posibilidades de un circuito cultural de vanguardia, articulado en torno al eje La Habana-Manhattan, que intentó desafiar la asfixiante polarización de la Guerra Fría.









[1] Christa Cleeton, “Fidel Castro Visits Princeton University”, Mudd Manuscript Library Blog, Princeton University, October 5, 2012,
[2] Hannah Arendt, On Revolution, New York, The Viking Press, 1963, p. 12.
[3] Ibid.
[4] Ibid.
[5] Ibid.
[6] Louis A. Pérez Jr., On Becoming Cuban. Identity, Nationality, and Culture, Chapel Hill, The University of North Carolina Press, 2007; Louis A. Pérez Jr., Cuba in the American Imagination. Metaphor and the Imperial Ethos, Chapel Hill, The University of North Carolina Press, 2011. Ver también Christine Skwiot, The Purposes of Paradise. US Tourism and Empire in Cuba and Hawai, Philadelphia, University of Pennsylvania Press, 2010, pp. 189-202.
[7] Russel Jacoby, The Last Intellectuals. American Culture in the Age of Academe, New York, Basic Books, 2000, pp. 3-26.
[8] Paul Hollander, Political Pilgrims. Western Intellectuals in Search of the Good Society, New Brunswick, Transaction Publishers, 1998, pp. 223-267; Kepa Artaraz, Cuba and the Western Intellectuals since 1959, New York, Palgrave, 2009, pp. 3-18.
[9] Paul Buhle, Marxism in the United States. A History of the American Left, New York, Verso, 2013, p. 226.
[10] Ibid, pp. 223-242.
[11] Razmig Keucheyan, The Left Hemisphere. Mapping Critical Theory Today, New York, Verso, pp. 8-9, 18, 39, 71 y 94.
[12] Mary Louise Pratt, Imperial Eyes. Travel Writing and Transculturation, London, Routldege, 1992, pp. 1-12; Douglas Robinson, Translation and Empire. Postcolonial Theories Explained, New York, Routledge, 2011, pp. 8-30; Robert Stam, Ella Shohat, Race in Translation. Culture Wars around the Postcolonial Atlantic, New York, New York University Press, 2012, pp. 1-25.
[13] Claudio Lomnitz, The Return of Comrade Ricardo Flores Magón, New York, Zone Books, 2014, pp. 165-178.
[14] Jorge Mañach, Teoría de la frontera, San Juan, Puerto Rico, Editorial Universitaria de Puerto Rico, 1970, pp. 21-48.
[15] Lynn Hunt, Inventing Human Rights. A History, New York, W. W. Norton and Company, 2007, pp. 27-32; Samuel Moyn, The Last Utopia. Human Rights in History, Harvard, Harbard University Press, 2012, pp. 176-211; David Priestland, The Red Flag. A History of Communism, New York, Grove Press, 2009, pp. 273-314; Archie Brown, The Rise and Fall of Communism, New York, Harper Collins, 2009, pp. 9-25
[16] Hannah Arendt, On Revolution, New York, The Viking Press, 1963, pp. 247-248; Frantz Fanon, Por la revolución africana, México D.F., FCE, 1964, pp. 89-106.
[17] Nick Salvatore, Eugene V. Debs. Citizen and Socialist, Chicago, University of Illinois Press, 2007, pp. 129-131.
[18] Werner Sombart, Why is There no Socialism in the United States?, New York, M. E. Sharpe, 1976, pp. 15-24.
[19] Moshik Temkin, The Sacco-Vanzetti Affair. America on Trial, New Haven, Yale University Press, 2009, pp. 9-57.
[20] Alan M. Wald, The New York Intellectuals. The Rise and Decline of the Anti-Stalinist Left from 1930 to 1980s, Chapel Hill, The University of North Carolina Press, 1987, pp. 27-30, 46-49 y 74-81.
[21] Alexander Bloom, Prodigal Sons. The New York Intellectuals and Their World, Oxford, Oxford University Press, 1986, pp. 209-273; Terry A. Cooney, The Rise of the New York Intellectuals. Partisan Review and Its Circle. 1934-1945, Madison, The University of Wisconsin Press, 1986, pp. 120-145.
[22] Neil Jumonville, Critical Crossings. The New York Intellectuals in Postwar America, Berkeley, University of California Press, 1991, pp. 17-34, 134-143, 194-202.
[23] Terry A. Cooney, The Rise of the New York Intellectuals. Partisan Review and its Circle, 1934-1945, Madison, The UNiversity of Wisconsin Press, 1986, pp. 38-66; Neil Jumonville, Critical Crossings. The New York Intellectuals in Postwar America, Berkeley, University of California Press, 1991, pp. 186-193 y 221-226.  
[24] Alan M. Wald, The New York Intellectuals. The Rise and Decline of the Anti-Stalinist Left from the 1930s to the 1980s, Chapel Hill, The UNiversity of North Carolina Press, 1987, pp. 311-320 y 334-337.
[25] Irving Howe, Politics and the Novel, New York, Horizon Press Books, 1957, pp. 15-24.
[26] Ibid, pp. 159-200.
[27] Ibid, pp. 235-250.
[28] Irving Howe, The Decline of the New, New York, Hartcourt, Brace, and World Inc., 1970, pp. 66-74 y 211-268.
[29] Irving Howe, ed., The Radical Papers, New York, Anchor Books, Doubleday and Company, 1966, pp. 13-33, 57-74, 148-189, 307-326; Irving Howe, ed., A Dissenter’s Guide to Foreign Policy, New York, Frederick A. Praeger, 1968, pp. 173-194, 208-223, 241-259 y 303-313; Jeremy Larner and Irving Howe, Poverty: Views from the Left, New York, William Morrow and Company, 1968, pp. 13-38.
[30] Walter Laqueur, “Reflections on the Third World”, Irving Howe, ed., A Dissenter’s Guide to Foreign Policy, New York, Frederick A. Praeger, 1968, pp. 173-194; Richard Lowenthal, “The Prospect for a Maoist International”, Irving Howe, ed., A Dissenter’s Guide to Foreign Policy, New York, Frederick A. Praeger, 1968, pp. 208-223; Robert L. Heilbroner, “Counter-Revolutionary America”, Irving Howe, ed., A Dissenter’s Guide to Foreign Policy, New York, Frederick A. Praeger, 1968, pp. 241-259.
[31] Irving Howe, ed., The Radical Imagination, New York, The New American Library, 1967, pp. 1-6, 921, 20-63.
[32] Ibid, pp. 247-286.
[33] Ibid, pp. 287-303.
[34] Ibid, pp. 87-88.
[35] Ibid, p. 89.
[36] Ibid, p. 86.
[37] Alan M. Wald, The New York Intellectuals. The Rise and Decline of the Anti-Stalinist Left from the 1930s to the 1980s, Chapel Hill, The University of North Carolina, 1987, pp. 338-343.
[38] Ibid, p. 326.
[39] Ibid.
[40] Harvey Swados, “C. Wright Mills: A Personal Memoir”, en Irviing Howe, ed., The Radical Imagination, New York, The New American Library, 1967, pp. 408-416.
[41] Alan M. Wald, The New York Intellectuals. The Rise and Decline of the Anti-Stalinist Left from the 1930s to the 1980s, Chapel Hill, The University of North Carolina, 1987, pp. 338-343.
[42] Stanley Aronowitz, Taking it Big. C. Wright Mills and the Making of Political Intellectuals, New York, Columbia University Press, 2012, pp. 167-186.
[43] Para un retrato de Max Shachtman ver Alan M. Wald, The New York Intellectuals. The Rise and Decline of the Anti-Stalinist Left from the 1930s to the 1980s, Chapel Hill, The University of North Carolina Press, 1987, pp. 172-175.  
[44] Socialist International Information, Firestone Library. Princeton University, Vol. XI, No. 17, 29 de abril de 1961, p. 256.
[45] Ibid, pp. 258-259.
[46] Ibid, Vol. XI, No. 19, p. 302.
[47] Ibid, p. 302.
[48] Ibid, Vol. XI, No. 22, pp. 329-331.
[49] Ibid, Vol. XII, No. 45, pp. 640-642.
[50] Ibid, Vol. XII, No. 46, pp. 658-660.
[51] Arthur M. Schlesinger, Journals. 1952-2000, New York, Penguin Books, 2000, pp. 106-118.
[52] J. P. Morray, The Second Revolution in Cuba, New York, Monthly Review, 1962, pp. 117-132.
[53] Michael Reynolds,  Hemingway: The 1930 Trough the Final Years, New York, Norton, W. W. W., & Company, 2012, p. 636.
[54] Carlos Granés, El puño invisible, Madrid, Tarus, 2011. Sobre la decadencia de esa bohemia newyorkina, ver Rusell Jacoby, The Last Intellectuals. American Culture in the Age of Academe, New York, Basic Books, 2000, pp. 27-53.
[55] Norman Mailer, “Open Letter to JFK and Fidel Castro”, The Village Voice, 27 de abril de 1961, p. 14.
[56] Hillary Mills, Mailer. A Biography, New York, Empire Books, 1982, pp. 219, 235 y 239.
[57] Norman Mailer, Adverrisements for Myself, New York, G. P. Putman’s Sons, 1959, pp. 337-358, 372-403 y 423-430; Norman Mailer, The Armies of the Night. History as a Novel. The Novel as History, New York, The New American Library, 1968, pp. 28-42 y 219-236; Norman Mailer, Why we are in Viet Nam, New York, G. P. Putnam’s Son, 1967, pp. 15-18.
[58] Norman Mailer, Harlot’s Ghost, New York, Random House, 1991, pp. 929-980; Norman Mailer, An American Dream, New York, The Dial Press, 1965, pp. 20-32; Carl Rollyson, The Lives of Norman Mailer. A Biography, New York, Paragon House, 1991, pp. 150-152; Robert Merril, Norman Mailer, Boston, Twayne Publishers, 1978, pp. 92, 97 y 125.
[59] Norman Mailer, Miami and the Siege of Chicago. An Informal History of the Republican and Democratic Conventions of the 1968, New York, The World Publishing Company, 1968, p. 133.
[60] Susan Sontag, “Some Thoughts on the Right Way (for us) to Love the Cuban Revolution”, Ramparts, april, 1969, p. 10. Ver la presentación de este texto por Duanel Díaz en la publicación electrónica La Habana Elegante, http://www.habanaelegante.com/Archivo_Revolucion/Revolucion_Sontag.html
[61] Susan Sontag, Renacida. Diarios tempranos, 1947-64, Barcelona, Mondadori, 2011, pp. 226 y 307.
[62] Susan Sontag, Contra la interpretación y otros ensayos, Barcelona, Seix Barral, 1984, pp. 31, 35 y 39.
[63] Robert Taber, “Playa Girón. Réquien al imperialismo”, en Playa Girón. Derrota del imperialismo, La Habana, Ediciones R, 1962, t. I, pp. 305-316; Robert Taber, War of Flea. The Classic Study of Guerrilla Warfare, Washungton D.C., Brassey’s Inc, 2002, pp. 25-38
[64] Elizabeth Sutherland, The Youngest Revolution. A Personal Reporto n Cuba, New York, The Dial Press Inc., 1969, pp. 169-190.