Libros del crepúsculo
jueves, 25 de junio de 2020
lunes, 15 de junio de 2020
El principio de humildad
Aprendimos, en la magnífica serie de historia de la filosofía, coordinada por Yvon Belaval y editada en Siglo XXI, que, entre otros orígenes, el humanismo renacentista surgió de la reacción cultural a la peste negra de los siglos XIV y XV. La vuelta al hombre y el impulso utópico de pensadores como Cusa, Campanella, Erasmo y tantos otros, nacieron de la devastación y la muerte de cientos de millones de personas en Europa.
En su gran estudio sobre la cultura del Renacimiento italiano, Jacob Burckhardt sostenía que aquella revolución espiritual partió de un descubrimiento doble: del mundo y del hombre. Frente a la sujeción del individuo en la sociedad teocrática, el Renacimiento impulsó la doctrina del libre albedrío. Pero acotaba Burckhardt que la libertad renacentista encontraba límites varios, en la moral, la religión o la astrología, que luego la modernidad quebró.
El miedo a Dios fue reemplazado por un enaltecimiento de la naturaleza o, más específicamente, de las estrellas, que afianzó la humildad del hombre. Burckhardt lo ilustraba con las palabras que el Dante hacía decir a Marco Lombardo sobre la “contienda entre las estrellas y los actos”. Aquel individuo renacentista estaba muy lejos del Prometeo moderno, que domina la técnica y avasalla la naturaleza.
Ante la gran plaga del siglo XXI, la respuesta de la mayoría de los gobiernos ha carecido de la humildad que postulaban los filósofos renacentistas. La pandemia ha demostrado la ignorancia de la sociedad contemporánea, pero también su incapacidad para hacer frente a la sucesión de catástrofes (colapso financiero, crisis económica, empobrecimiento, racismo, desigualdad, estallidos sociales), largamente incubadas, que el virus activa.
Ese abandono del principio de humildad es lo que reprochaba no hace mucho Aaron Ben-Zeev a Martha Nussbaum, en LA Review of Books, a propósito del más reciente libro de la filósofa norteamericana, The Cosmopolitan Tradition (2019). Recordaba el reseñista que en éste, lo mismo que en libros anteriores de Nussbaum como Anger and Forgiveness (2016) y The Monarchy of Fear (2018), el concepto básico es la “dignidad humana”.
La filosofía moral de Nussbaum, claramente deudora de Kant, gira mayormente en torno a la necesidad de crear un sistema de satisfacción de garantías universales, sin los desequilibrios comunes entre derechos económicos y políticos, civiles y sociales. Sólo a través de esa articulación podría crearse un orden cívico que coloque la dignidad de la persona en el centro de las políticas públicas.
Ben-Zeev cuestiona que Nussbaum, en su elocuente y necesario alegato por la dignidad, deje a un lado otro valor indispensable en el caos contemporáneo: la humildad. ¿Es menos importante la humildad que la dignidad?, se pregunta con razón. En la escalada de desigualdad que se nos viene encima, la dignidad sin humildad puede ser contraproducente, ya que no todos alcanzarán la síntesis de derechos propuesta por Nussbaum.
El reseñista apunta un hecho fundamental, también señalado por Amartya Sen, Thomas Piketty y otros pensadores contemporáneos: el disparejo acceso a derechos y oportunidades crece en el mundo y en cada nación. Puede reducirse la pobreza, como sucedió en América Latina en la primera década de este siglo, sin que la desigualdad deje de crecer. Ser humildes es, en buena medida, ser conscientes de esa inequidad constitutiva.
El imperativo de la humildad vale para la política social y económica de cualquier gobierno, pero también para el funcionamiento interno de las democracias y las relaciones internacionales. La arrogancia del unilateralismo hegemónico o de las alternativas que se le enfrentan desde otros intereses geopolíticos son negaciones de la humildad. El aplastamiento de las oposiciones legítimas desde poderes supuestamente democráticos, que admiten la norma de la alternancia, también lo es.
jueves, 11 de junio de 2020
Norman Mailer y el 2020
Estos son días de releer las crónicas de Norman Mailer, en Harper’s Magazine y otros medios, sobre las convenciones republicanas y demócratas de 1968 y 1972. Miami y el sitio de Chicago (1968) y St. George and the Godfather (1972) parecen libros de la mayor actualidad, ya que el personaje central de aquellos textos es Richard Nixon, presidente de la “ley y el orden” que Donald Trump está asumiendo como modelo en su campaña de reelección.
Mailer era un escritor astuto y perspicaz que, a pesar de no ocultar su apoyo al partido demócrata, podía escribir retratos amables de algún republicano, como Nelson Rockefeller, el gobernador de Nueva York, candidato en las primarias de 1968. Su adhesión a Robert Kennedy, asesinado en junio de aquel año, era conocida, pero no le impidió hacer semblanzas favorables de George McGovern, tanto en las primarias de 1968 como en las elecciones de 1972, en las que ese senador de Dakota del Sur ganó la nominación.
En la convención republicana de Miami, en 1968, Mailer advirtió la fuerza que podía alcanzar un discurso autoritario y conservador en medio de la fractura de la sociedad norteamericana frente a la guerra de Viet Nam, la lucha por los derechos civiles y la emergencia de una juventud libertaria, nucleada en torno a las comunidades hippies o a las bases del Youth International Party: los yippies de Paul Krassner, Tom Hayden y Abbie Hoffman, que cercaron la convención demócrata de Chicago en 1968.
Mailer no escondía su desprecio por Reagan (“su aspecto era el de alguien que teme por su esternón, como si su plexo solar fuera frágil y un golpe pudiera derribarlo como a un pescado en el suelo”) y se burlaba de la falta de simpatía de Nixon, quien semejaba un “misionero repartiendo biblias entre los urdu”. Pero no subestimaba la persuasión de la religiosidad política de la derecha en un momento en que, al decir de John Updike, Estados Unidos era “abandonado por Dios”.
Los asesinatos de Martin Luther King, Malcolm X y Bobby Kennedy, la guerra de Viet Nam y la represión de los movimientos negro y hippie, habían propiciado un imaginario apocalíptico. Los republicanos, a juicio de Mailer, podían vender una recuperación de la “fe en América”. El vendedor de biblias podía vencer en la contienda, sobre todo, si se reparaba en la profunda división que fragmentaba a las izquierdas.
En la convención demócrata de Chicago, Mailer constató que Hubert Humphrey, ex vicepresidente y candidato presidencial, era una marioneta de Lyndon B. Johnson, quien se veía más interesado en perder que en ganar. En su primera intervención dijo, a propósito de la guerra de Viet Nam, que no “venía a repudiar al presidente de Estados Unidos” y que el “gran obstáculo para la paz no estaba en Washington sino en Hanoi”. Eugene McCarthy y George McGovern eran mucho más claros en su oposición a la guerra, pero el establishment ya había endosado a Humphrey.
A aquella división contribuían también los hippies y los yippies. Mailer simpatizaba con el Manifiesto de Lincoln Park, típico de la Nueva Izquierda, donde se demandaba, además del fin de la guerra y la liberación del black panther Huey Newton, la legalización de la marihuana y todas las drogas psicodélicas, el desarme generalizado, la abolición del dinero, el fin de la contaminación y el amor libre. Pero concluía que los yippies no se percataban de que su “entrada a toda máquina en la utopía”, sonaba como “locura al buen americano medio”.
El fracaso de los demócratas se reeditó en 1972, a pesar de contar con la candidatura más sólida de McGovern. El padrino de la mafia conservadora venció al San Jorge de la Capadocia liberal. Medio siglo después, puede repetirse la historia. La pesadilla de una reelección de Donald Trump desvela el sueño americano. Que no suceda depende de la unidad de los demócratas, la cual sólo sería posible si el programa de Joe Biden logra reconstruir una alianza electoral parecida a la de Barack Obama. No será fácil porque Biden y los demócratas parecen reticentes a abrirse a las demandas más radicales de quienes pueden decidir la contienda en noviembre.
viernes, 5 de junio de 2020
El vicio de contar muertos
Una de las peores prácticas, en la opinión pública y las redes sociales, en estos días de pandemia, es comparar el desempeño de cada gobierno y cada nación por el número de muertos. En esos ejercicios se produce, de entrada, una confusión entre el país y el Estado, que Elías Canetti, en Masa y poder (1960), vio como una de las perversiones afines a las guerras y las epidemias.
Canetti observaba que desde la Primera Guerra Mundial la prensa europea incurrió en ese equívoco fatal, cuando los periódicos alemanes y franceses contaban muertos para dirimir quién iba ganando la contienda. La guerra y las epidemias eran vistas como variantes atroces de las olimpiadas. Quien más sobrevivientes acumulaba se coronaba con laureles.
Hoy, en los medios y las redes, abundan esas comparaciones obscenas, puestas en función de las pequeñas o grandes batallas geopolíticas del siglo XXI. Ahí están los influencers que contraponen los cuatro mil y tantos decesos en China a los más de 30 000 en Italia. O los que, casi diariamente, muestran las bajísimas estadísticas de Venezuela y Cuba, frente a los números desorbitados de Estados Unidos, como señal de la superioridad de esos gobiernos “bolivarianos” o de la decadencia -el “abismo”, Chomsky dixit- del imperio.
Celebrar las muertes del rival, en tiempos de guerra, era, según Canetti, una de las mayores perversiones de la moral nacionalista en el siglo XX. Se daba por hecho, entonces, que el que más bajas causaba al contrario era el más patriota, el más valiente, cuando no el de “raza suprema”. Pero muchas veces, anotaba el escritor búlgaro, la cantidad de bajas tenía que ver con el volumen demográfico o la tecnología bélica.
Hoy sucede más o menos lo mismo. Como admite la OMS, todos los gobiernos se enfrentaron a una plaga desconocida y debieron actuar a tientas. La epidemia se propagó inicialmente en las zonas altamente globalizadas del planeta. De ahí el débil impacto inicial de la Covid 19 en algunas de las naciones más pobres y aisladas de América Latina o África.
En el área latinoamericana, estados como Argentina y Perú decretaron rígidas cuarentenas y obtuvieron resultados diferentes. Perú, al igual que Chile y Colombia, aplicó pruebas masivas y con ello se multiplicaron los casos de contagio pero se controlaron las muertes. Brasil también ha aplicado cientos de miles de pruebas, a diferencia de México, pero en ambos países el confinamiento ha sido más laxo. Hoy son esos dos países, junto a Estados Unidos, donde avanza más rápidamente el virus.
Los usos políticos de la plaga han permitido constatar lo lejos que estamos de haber trascendido aquella perversión nacionalista de que hablaba Canetti. Nada más hay que abrir los principales diarios de la región para leer, cada vez con menos inhibición, un conteo de muertos que hace de las víctimas de Covid 19 meros peones de las reyertas de gobiernos y oposiciones o de viejos conflictos bilaterales, de los que sólo se sale negociando.
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