Libros del crepúsculo
viernes, 10 de febrero de 2017
Gabriel Orozco interviene el mercado
La última muestra del artista mexicano Gabriel Orozco, en la galería Kurimanzutto de la Ciudad de México, consiste en la intervención de trescientos productos que se venden en la cadena de tiendas Oxxo, y en la reproducción, a escala natural, de una de esas tiendas, en la que el espectador compra la mercancía intervenida con un billete creado por el propio artista. Se trata, por tanto, de uno de los intentos más sintomáticos de domesticación del mercado desde las artes visuales, que hemos visto en las últimas décadas. Otro intento más de hacer de la práctica artística un acto de desmitificación de la ontología del mercado.
Lo que escenifica esta obra es la vieja lid entre arte y mercado. Una lid que parte de la certidumbre apuntada por Marx en sus Cuadernos del 44, a partir de un comentario sobre Timón de Atenas de Shakespeare, de que el dinero y mercado son el "poder enajenado de la humanidad", es decir, los mecanismos que han acaparado ontológicamente las relaciones sociales o las "ligas entre los hombres". Decía Marx que el intercambio monetario-mercantil había creado una fuerza "galvanoquímica en la sociedad", que se convertía, a la vez, en lo que unía y lo que separaba a la comunidad, en la "divinidad visible que hermanaba las imposibilidades", pero también en la "puta universal", en el "alcahuete de todos los hombres y todos los pueblos".
En su obra, Orozco regresa al ideal prometeico del artista-demiurgo, que cree posible someter la omnipotencia del mercado y la moneda. Su intervención es eso, un acto de poder que fantasea con la dominación estética del capitalismo. Pero, en resumidas cuentas, no rebasa esa fantasía, ya que la propia obra de Orozco está constituida por su alta cotización en el mercado global del arte, aunque también por su reconocimiento crítico. Aún así, no habría que escamotearle el saldo antropológico de su experimento, esto es, la enésima advertencia sobre la crisis de la funcionalidad del arte, bajo la hipermercantilización cultural del siglo XXI.
lunes, 6 de febrero de 2017
José Martí y el republicanismo
En los últimos meses he leído dos artículos que definen a José Martí como "republicano". Uno es "El modernismo republicano de José Martí" (2012), del español Fernando Aguiar, y el otro, "El republicanismo en el pensamiento de José Martí" (2016), de la cubana Johanna González Quevedo. Para sostener esa definición ambos se apoyan en el ensayo de Pedro Pablo Rodríguez, "Alcance y trascendencia del concepto de República en José Martí" (2005). Aguiar y González citan a Rodríguez, como fuente original de la identificación de Martí con la tradición republicana de gobierno. Aguiar, a quien por cierto no cita González, a pesar de que su trabajo es cuatro años posterior, dice que "quien más se ha acercado a ese enfoque" es Rodríguez.
Además de falsa, esa atribución de paternidad intelectual en torno al republicanismo martiano carece de conexiones con las ideas de república y de tradición republicana, trabajadas en la historia y la teoría política, por lo menos, en las últimas tres décadas. Voy a demostrar por qué no es cierto que quien más se ha acercado al enfoque de José Martí como pensador republicano es Rodríguez, en el ensayo citado, y luego voy a probar por qué ninguno de esos tres ensayos logra definir el republicanismo de José Martí. Adelanto que no lo logran porque los tres desconocen la más contemporánea historización de los conceptos de república y republicanismo en la obra de J. G. A. Pocock, Quentin Skinner y la Escuela de Cambridge, así como la recepción de esa corriente teórica en América Latina.
Tanto en el ensayo de Rodríguez como en el más reciente de Ibrahim Hidalgo, "El concepto de república de José Martí" (2015), se define el republicanismo martiano a partir de los textos del propio Martí sobre la que llamaba "república nueva". El contenido de ese republicanismo tiene que ver con el ideal de una nación plenamente soberana, frente a España o frente a Estados Unidos, y de un orden constitucional adecuadamente balanceado entre derechos sociales, civiles y políticos, que Martí resumió en aquella "ley primera de la República", que sería el "culto a la dignidad plena del hombre".
Pero, ¿qué es lo específicamente republicano de esta idea? Lo que hace a Martí, ahora, republicano, según esos autores, es exactamente lo mismo que antes lo hacía "revolucionario", "demócrata" o, incluso, "socialista". Si el republicanismo de Martí se define por la búsqueda de la soberanía plena y por una concepción integral de los derechos naturales del hombre no habría mayor diferencia entre Martí y cualquier otro prócer separatista de las Américas, Washington o San Martín, Bolívar o Morelos, Sucre o Jefferson. Si por lo menos, el republicanismo martiano se definiera por contraposición a un otro, el monarquismo o el liberalismo, por ejemplo, alcanzaría mayor positividad.
La falta de discernimiento de esa definición se debe, como decíamos, a una ignorancia de la teoría de la república y el republicanismo en el pensamiento político contemporáneo. Desde mediados de los años 1970, el historiador británico J. G. A. Pocock, en su clásico The Machiavellian Moment (1975), comenzó a insistir en la especificidad de una "tradición republicana atlántica", en buena medida surgida tras la creativa recepción de Maquiavelo por James Harrington y los padres fundadores de Estados Unidos. Las tesis de Pocock fueron rápidamente adoptadas por otros historiadores como Isaiah Berlin, Quentin Skinner y, en América Latina, por el argentino Natalio Botana, quien escribió un libro precisamente titulado La tradición republicana (1984).
¿Cuándo se aplicó, por primera vez, ese enfoque al estudio de las ideas martianas? A falta de otra evidencia, que en caso de existir agradecería, diría que el primer texto que asocia a Martí con el republicanismo, tal y como lo entiende la Escuela de Cambridge, es mi ensayo "La república escrita" (1995), publicado en la revista Unión, sin mi consentimiento -yo envié el ensayo a Cintio Vitier y él decidió publicarlo, con una respuesta suya, en la que uno de los argumentos principales era que José Martí no era "republicano" sino "revolucionario"- y luego incorporado a mi libro José Martí: la invención de Cuba (2000). En aquel ensayo, a partir de Berlin y Botana, digo:
"En la cultura política moderna, la tradición republicana se inspira en el modelo cívico de la Roma antigua, formulado por Cicerón, Tito Livio y los estoicos latinos. De esta referencia proviene una racionalidad neoclásica, que se refuerza, durante el Renacimiento, con el modelo florentino de Maquiavelo, y, más tarde, en la Ilustración, con el republicanismo contractual de Rousseau. Isaiah Berlin advierte que, a diferencia de las tradiciones liberales y democráticas, el modelo cívico de la República presupone la articulación de un espacio público, donde una comunidad de ciudadanos virtuosos sacrifica sus intereses privados en aras del bien común".
Hay atisbos de esa genealogía intelectual en ensayos de Roberto Agramonte, Humberto Piñera Llera, Ezequiel Martínez Estrada y, sobre todo, Jorge Mañach, en El espíritu de Martí (1972), cuyo capítulo segundo, "Sangre y tierra", conecta el pensamiento martiano con el ideal republicano del "pro patria mori", que Maurizio Viroli, a partir de Skinner, trasladó al estudio de la tradición republicana atlántica. Pero todos esos autores escribieron antes del giro maquiavélico que Pocock dio a la comprensión de las ideas políticas en los siglos XVII y XVIII. Ese giro llega hasta nuestros días en la obra de autores de Philip Petit, Joyce Appleby o John W. Maynor, pero nadie, en esa corriente historiográfica, pone en duda el carácter pionero del estudio de Pocock.
Más allá de aplicaciones casuísticas de ese enfoque al análisis de las ideas del siglo XIX latinoamericano, como la de Botana en Argentina, el primer intento de traslado de esa perspectiva a Hispanoamérica fue el volumen colectivo que coordinamos José Antonio Aguilar y yo en el Fondo de Cultura Económica, titulado justamente El republicanismo en Hispanoamérica (2002). Allí se incluyó un ensayo mío titulado "Otro gallo cantaría", luego recogido en el libro Motivos de Anteo. Patria y nación en la historia intelectual de Cuba (2008). Tras citar a Pocock, Skinner y Viroli y a historiadores latinoamericanos, como Elías José Palti, José Antonio Aguilar y Roberto Gargarella, que han trabajado con las tesis de la Escuela de Cambridge, escribo:
"Si colocamos la obra política de José Martí frente a estas dos tradiciones: la liberal, que surge con las teorías contractualistas de Hobbes, Locke y desemboca en los modelos de representación notabiliaria, defendidos por Constant y Tocqueville en el siglo XIX, y la republicana, que nace en la Roma antigua, con Cicerón y Tito Livio, se consolida en las repúblicas veneciana y florentina del Renacimiento y alcanza su formulación moderna, a fines del siglo XVIII, con Harrington, Rousseau y las constituciones norteamericana y francesa de 1787 y 1791; si leemos, insisto, a Martí, desde este doble acervo, encontramos que su mayor deuda fue con la tradición republicana".
En un libro posterior, Las repúblicas de aire (2009), aunque Martí no formaba parte de los casos a estudiar, volvemos a inscribir al poeta y político cubano en esa tradición, que es la de Bolívar y Mier -no la de cualquier otro prócer, como San Martín, O'Higgins o Hidalgo o cualquier otro estadista liberal, como Sarmiento, Juárez o Barrios-, e intentamos dotar de contenidos ese republicanismo hispanoamericano. Contenidos que incluyen la apuesta por la forma republicana representativa de gobierno -con su consabido antimonarquismo y antiabsolutismo, más que evidentes en Martí-, pero también la contraposición entre virtud y comercio, la crítica al modelo plebiscitario del sufragio universal y a los sistemas oligárquicos de partido, y el énfasis en una comunidad de ciudadanos virtuosos que sacrifica el interés individual por el bien común.
Por supuesto que esa manera de entender el republicanismo no es la única, pero quienes hoy mismo, desde la historia intelectual hispanoamericana, intentan reformular el concepto están obligados a lidiar, por ética elemental, con la teorización e historización propuesta por la Escuela de Cambridge. Y si ese es el camino para redefinir la república y el republicanismo en Hispanoamérica, también, por ética elemental, deben citarse y debatirse los trabajos de quienes desde hace dos décadas ubican a José Martí en esa tradición.
Tanto en el ensayo de Rodríguez como en el más reciente de Ibrahim Hidalgo, "El concepto de república de José Martí" (2015), se define el republicanismo martiano a partir de los textos del propio Martí sobre la que llamaba "república nueva". El contenido de ese republicanismo tiene que ver con el ideal de una nación plenamente soberana, frente a España o frente a Estados Unidos, y de un orden constitucional adecuadamente balanceado entre derechos sociales, civiles y políticos, que Martí resumió en aquella "ley primera de la República", que sería el "culto a la dignidad plena del hombre".
Pero, ¿qué es lo específicamente republicano de esta idea? Lo que hace a Martí, ahora, republicano, según esos autores, es exactamente lo mismo que antes lo hacía "revolucionario", "demócrata" o, incluso, "socialista". Si el republicanismo de Martí se define por la búsqueda de la soberanía plena y por una concepción integral de los derechos naturales del hombre no habría mayor diferencia entre Martí y cualquier otro prócer separatista de las Américas, Washington o San Martín, Bolívar o Morelos, Sucre o Jefferson. Si por lo menos, el republicanismo martiano se definiera por contraposición a un otro, el monarquismo o el liberalismo, por ejemplo, alcanzaría mayor positividad.
La falta de discernimiento de esa definición se debe, como decíamos, a una ignorancia de la teoría de la república y el republicanismo en el pensamiento político contemporáneo. Desde mediados de los años 1970, el historiador británico J. G. A. Pocock, en su clásico The Machiavellian Moment (1975), comenzó a insistir en la especificidad de una "tradición republicana atlántica", en buena medida surgida tras la creativa recepción de Maquiavelo por James Harrington y los padres fundadores de Estados Unidos. Las tesis de Pocock fueron rápidamente adoptadas por otros historiadores como Isaiah Berlin, Quentin Skinner y, en América Latina, por el argentino Natalio Botana, quien escribió un libro precisamente titulado La tradición republicana (1984).
¿Cuándo se aplicó, por primera vez, ese enfoque al estudio de las ideas martianas? A falta de otra evidencia, que en caso de existir agradecería, diría que el primer texto que asocia a Martí con el republicanismo, tal y como lo entiende la Escuela de Cambridge, es mi ensayo "La república escrita" (1995), publicado en la revista Unión, sin mi consentimiento -yo envié el ensayo a Cintio Vitier y él decidió publicarlo, con una respuesta suya, en la que uno de los argumentos principales era que José Martí no era "republicano" sino "revolucionario"- y luego incorporado a mi libro José Martí: la invención de Cuba (2000). En aquel ensayo, a partir de Berlin y Botana, digo:
"En la cultura política moderna, la tradición republicana se inspira en el modelo cívico de la Roma antigua, formulado por Cicerón, Tito Livio y los estoicos latinos. De esta referencia proviene una racionalidad neoclásica, que se refuerza, durante el Renacimiento, con el modelo florentino de Maquiavelo, y, más tarde, en la Ilustración, con el republicanismo contractual de Rousseau. Isaiah Berlin advierte que, a diferencia de las tradiciones liberales y democráticas, el modelo cívico de la República presupone la articulación de un espacio público, donde una comunidad de ciudadanos virtuosos sacrifica sus intereses privados en aras del bien común".
Hay atisbos de esa genealogía intelectual en ensayos de Roberto Agramonte, Humberto Piñera Llera, Ezequiel Martínez Estrada y, sobre todo, Jorge Mañach, en El espíritu de Martí (1972), cuyo capítulo segundo, "Sangre y tierra", conecta el pensamiento martiano con el ideal republicano del "pro patria mori", que Maurizio Viroli, a partir de Skinner, trasladó al estudio de la tradición republicana atlántica. Pero todos esos autores escribieron antes del giro maquiavélico que Pocock dio a la comprensión de las ideas políticas en los siglos XVII y XVIII. Ese giro llega hasta nuestros días en la obra de autores de Philip Petit, Joyce Appleby o John W. Maynor, pero nadie, en esa corriente historiográfica, pone en duda el carácter pionero del estudio de Pocock.
Más allá de aplicaciones casuísticas de ese enfoque al análisis de las ideas del siglo XIX latinoamericano, como la de Botana en Argentina, el primer intento de traslado de esa perspectiva a Hispanoamérica fue el volumen colectivo que coordinamos José Antonio Aguilar y yo en el Fondo de Cultura Económica, titulado justamente El republicanismo en Hispanoamérica (2002). Allí se incluyó un ensayo mío titulado "Otro gallo cantaría", luego recogido en el libro Motivos de Anteo. Patria y nación en la historia intelectual de Cuba (2008). Tras citar a Pocock, Skinner y Viroli y a historiadores latinoamericanos, como Elías José Palti, José Antonio Aguilar y Roberto Gargarella, que han trabajado con las tesis de la Escuela de Cambridge, escribo:
"Si colocamos la obra política de José Martí frente a estas dos tradiciones: la liberal, que surge con las teorías contractualistas de Hobbes, Locke y desemboca en los modelos de representación notabiliaria, defendidos por Constant y Tocqueville en el siglo XIX, y la republicana, que nace en la Roma antigua, con Cicerón y Tito Livio, se consolida en las repúblicas veneciana y florentina del Renacimiento y alcanza su formulación moderna, a fines del siglo XVIII, con Harrington, Rousseau y las constituciones norteamericana y francesa de 1787 y 1791; si leemos, insisto, a Martí, desde este doble acervo, encontramos que su mayor deuda fue con la tradición republicana".
En un libro posterior, Las repúblicas de aire (2009), aunque Martí no formaba parte de los casos a estudiar, volvemos a inscribir al poeta y político cubano en esa tradición, que es la de Bolívar y Mier -no la de cualquier otro prócer, como San Martín, O'Higgins o Hidalgo o cualquier otro estadista liberal, como Sarmiento, Juárez o Barrios-, e intentamos dotar de contenidos ese republicanismo hispanoamericano. Contenidos que incluyen la apuesta por la forma republicana representativa de gobierno -con su consabido antimonarquismo y antiabsolutismo, más que evidentes en Martí-, pero también la contraposición entre virtud y comercio, la crítica al modelo plebiscitario del sufragio universal y a los sistemas oligárquicos de partido, y el énfasis en una comunidad de ciudadanos virtuosos que sacrifica el interés individual por el bien común.
Por supuesto que esa manera de entender el republicanismo no es la única, pero quienes hoy mismo, desde la historia intelectual hispanoamericana, intentan reformular el concepto están obligados a lidiar, por ética elemental, con la teorización e historización propuesta por la Escuela de Cambridge. Y si ese es el camino para redefinir la república y el republicanismo en Hispanoamérica, también, por ética elemental, deben citarse y debatirse los trabajos de quienes desde hace dos décadas ubican a José Martí en esa tradición.
domingo, 5 de febrero de 2017
Arte y política: la transición "no planificada"
He leído Fuera de revoluciones. Dos décadas de arte en Cuba (Almenara, 2016), de Mailyn Machado, como lo que es, un conjunto de glosas sobre las artes visuales de la isla en el siglo XXI, pero también como un manifiesto sobre la crítica del arte contemporáneo. Un manifiesto cuya tesis es vieja, como casi todo en nuestra época, pero defendida con la suficiente vehemencia como para producir un efecto de novedad.
En contra de tanta crítica, que aspira a pensar la literatura del siglo XXI con las claves autotélicas del belleletrismo del siglo XIX, Machado, tras los pasos de Walter Benjamin y Boris Groys, nos recuerda que no hay arte sin contexto ni condiciones de posibilidad, sin historia o sin política. El ensayo con que arranca el volumen, "La utopía no es mañana", nos coloca de golpe en una circunstancia, la del periodo post-soviético de la historia de Cuba, que está en el trasfondo de la mutación de las poéticas y las políticas artísticas entre los 90 y los 2010.
No sólo eso. Para llegar a la comprensión de ese presente, Machado rastrea la historia de la institución del arte en el periodo revolucionario, sus acomodos a las distintas fases de la política cultural y su refuncionalización a partir de la apertura al mercado global del arte en las dos últimas décadas. Como Groys, Machado piensa que es imposible pensar el arte del siglo XXI sin una dosis de economía política de la cultura. Persistir en una idea de las artes visuales, incontaminada por el mercado, es imponer a la globalidad los patrones nacionalistas y estadocéntricos del socialismo real.
En la obra de Raúl Cordero y Jorge Luis Marrero, la crítica lee una ironía y un cinismo que desafían la "legislación de la pintura", heredada por viejos "códigos representacionales". En la exposición Patria (2012) de Alejandro Campins, así como en el trabajo plástico de Michel Pérez Pollo, Osvaldo González y Niels Reyes, Machado observa una "burla refinada al sistema artístico", que ilustra las tensiones entre lo nacional y lo transnacional, a la vez que lidia con los retos que el mercado plantea a los discursos artísticos insulares.
Cuando Mailyn Machado habla de "artes visuales" lo hace en serio. De ahí la presencia del video, el cine de ficción, el documental y las nuevas tecnologías de las redes sociales. A través de materiales de Adrián Melis, Javier Castro, Henry Eric Hernández, Iván Rodríguez Basulto, Raychel Carrión, Alina Rodríguez Abreu o Manuel Zayas, la ensayista llega a proponer un panorama del "arte cubano en la era de su reproducción tecnológica". Toda esperanza de remitir la experiencia estética contemporánea al momento plástico pre-digital, del siglo XX, es abandonada aquí.
Lo mismo se advierte en el cuidado con que Machado trabaja la historia del performance. La obra de Tania Bruguera y su Cátedra Arte de Conducta aparece reseñada, pero su significado se enmarca en un itinerario más abarcador, que arranca con algunos experimentos de arte público de fines de los 80, como Arte Calle y Maldito Menéndez y Arte-Derecho de Juan-Sí González y Jorge Crespo. Esa manera de historizar el arte contemporáneo cubano cuestiona, a la vez, una idea demasiado rígida de los cortes generacionales de los 90 y los 2000 y el tópico cada vez menos verosímil de una "despolitización" de la plástica cubana como consecuencia del mayor acceso al mercado global.
En su largo comentario a la poética visual de la historia de Reynier Leyva Novo, Mailyn Machado elude otros lugares comunes. La tradición sacrificial del patriotismo, el ritual constitutivo de la violencia, la reproducción indiscriminada del pantéon heroico, todo ese ceremonial insufrible del republicanismo cubano llegó a la catarsis con la Revolución y sublimó el "deseo de morir por otros" en los aparatos ideológicos y culturales del Estado. Esa ética mortuoria desembocó, como se advierte al final del libro, en un duelo por la emigración que hay que enfrentar de una vez.
El arte cubano contemporáneo no se puede pensar sin el mercado, pero tampoco sin la emigración. Las representaciones del dinero en Wilfredo Prieto o del éxodo en Sandra Ramos, son atisbos de esa subjetividad que comienza a rebasar el duelo y la nostalgia como resortes plásticos de la entrada de la isla al siglo XXI. Lo que se está viviendo en los últimos años, concluye Machado, es una "transición no planificada hacia una nueva configuración social", que se ubica "fuera" de toda lógica revolucionaria. Una "regularización" de la economía informal de las mercancías y los símbolos, que comienza a presentarse como garantía para la subsistencia del propio Estado.
En contra de tanta crítica, que aspira a pensar la literatura del siglo XXI con las claves autotélicas del belleletrismo del siglo XIX, Machado, tras los pasos de Walter Benjamin y Boris Groys, nos recuerda que no hay arte sin contexto ni condiciones de posibilidad, sin historia o sin política. El ensayo con que arranca el volumen, "La utopía no es mañana", nos coloca de golpe en una circunstancia, la del periodo post-soviético de la historia de Cuba, que está en el trasfondo de la mutación de las poéticas y las políticas artísticas entre los 90 y los 2010.
No sólo eso. Para llegar a la comprensión de ese presente, Machado rastrea la historia de la institución del arte en el periodo revolucionario, sus acomodos a las distintas fases de la política cultural y su refuncionalización a partir de la apertura al mercado global del arte en las dos últimas décadas. Como Groys, Machado piensa que es imposible pensar el arte del siglo XXI sin una dosis de economía política de la cultura. Persistir en una idea de las artes visuales, incontaminada por el mercado, es imponer a la globalidad los patrones nacionalistas y estadocéntricos del socialismo real.
En la obra de Raúl Cordero y Jorge Luis Marrero, la crítica lee una ironía y un cinismo que desafían la "legislación de la pintura", heredada por viejos "códigos representacionales". En la exposición Patria (2012) de Alejandro Campins, así como en el trabajo plástico de Michel Pérez Pollo, Osvaldo González y Niels Reyes, Machado observa una "burla refinada al sistema artístico", que ilustra las tensiones entre lo nacional y lo transnacional, a la vez que lidia con los retos que el mercado plantea a los discursos artísticos insulares.
Cuando Mailyn Machado habla de "artes visuales" lo hace en serio. De ahí la presencia del video, el cine de ficción, el documental y las nuevas tecnologías de las redes sociales. A través de materiales de Adrián Melis, Javier Castro, Henry Eric Hernández, Iván Rodríguez Basulto, Raychel Carrión, Alina Rodríguez Abreu o Manuel Zayas, la ensayista llega a proponer un panorama del "arte cubano en la era de su reproducción tecnológica". Toda esperanza de remitir la experiencia estética contemporánea al momento plástico pre-digital, del siglo XX, es abandonada aquí.
Lo mismo se advierte en el cuidado con que Machado trabaja la historia del performance. La obra de Tania Bruguera y su Cátedra Arte de Conducta aparece reseñada, pero su significado se enmarca en un itinerario más abarcador, que arranca con algunos experimentos de arte público de fines de los 80, como Arte Calle y Maldito Menéndez y Arte-Derecho de Juan-Sí González y Jorge Crespo. Esa manera de historizar el arte contemporáneo cubano cuestiona, a la vez, una idea demasiado rígida de los cortes generacionales de los 90 y los 2000 y el tópico cada vez menos verosímil de una "despolitización" de la plástica cubana como consecuencia del mayor acceso al mercado global.
En su largo comentario a la poética visual de la historia de Reynier Leyva Novo, Mailyn Machado elude otros lugares comunes. La tradición sacrificial del patriotismo, el ritual constitutivo de la violencia, la reproducción indiscriminada del pantéon heroico, todo ese ceremonial insufrible del republicanismo cubano llegó a la catarsis con la Revolución y sublimó el "deseo de morir por otros" en los aparatos ideológicos y culturales del Estado. Esa ética mortuoria desembocó, como se advierte al final del libro, en un duelo por la emigración que hay que enfrentar de una vez.
El arte cubano contemporáneo no se puede pensar sin el mercado, pero tampoco sin la emigración. Las representaciones del dinero en Wilfredo Prieto o del éxodo en Sandra Ramos, son atisbos de esa subjetividad que comienza a rebasar el duelo y la nostalgia como resortes plásticos de la entrada de la isla al siglo XXI. Lo que se está viviendo en los últimos años, concluye Machado, es una "transición no planificada hacia una nueva configuración social", que se ubica "fuera" de toda lógica revolucionaria. Una "regularización" de la economía informal de las mercancías y los símbolos, que comienza a presentarse como garantía para la subsistencia del propio Estado.
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