Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

miércoles, 21 de diciembre de 2022

La política del desconocimiento



Daniel Innerarity es un pensador vasco que en los últimos años ha dedicado ensayos espléndidos a temas de acuciante actualidad como la indignación popular, la crisis de la democracia liberal y los efectos de la pandemia del coronavirus. Su último libro, La sociedad del desconocimiento (2022), capta otro síntoma global que, como los anteriores, no respeta banderas políticas, disparidades de desarrollo o latitudes hemisféricas. 
 El estancamiento y la regresión que vivimos es global, no de un mundo, de dos o de tres. No es cierto que la crisis del liberalismo democrático afecte únicamente a las democracias constitucionales consolidadas. Aquellos sistemas políticos que, convencionalmente, se sitúan sus antípodas, como lo fue el soviético o lo es el chino, preservaron y acentuaron muchos dispositivos del Estado moderno heredado del siglo XIX, cuyo paradigma jurídico fue el liberalismo. 
 La desestabilización normativa de hoy remueve las propias bases del proyecto ilustrado, como unos pocos advirtieron desde hace cuatro décadas, frente a la reacción fideísta de los más ortodoxos de todas las ideologías. Lo que se está poniendo en duda, en dimensiones inéditas, son los criterios de verdad, verosimilitud y certidumbre que provienen de la ciencia y el conocimiento avanzado en todas sus ramas.
  Es lo que Innerarity llama “desconocimiento”: una epidemia de desconfianza frente al saber especializado que invade no sólo el comportamiento social sino las políticas públicas a distintos niveles. En parte, sólo en parte, se trata de una reacción contra el abuso del formulismo de los expertos, en el periodo más reciente de las estrategias desreguladoras y monetaristas en la economía. 
 Pero no es menos cierto que en el largo periodo anterior, cercano a los modelos intervencionistas y keynesianos, de mediados del siglo XX, también hubo monopolios y despotismos de expertos. La reacción actual, que se observa en los máximos liderazgos de muchos gobiernos del planeta, en Estados Unidos, Europa, Asia, África o América Latina, llega, intelectualmente hablando, a extremos no vistos desde el periodo de las monarquías absolutas del periodo neoclásico. 
 Innerarity, como otros pensadores del fenómeno populista, no piensa desde una perspectiva dicotómica la relación entre la mentira y la verdad o entre el despotismo y la democracia. En periodos de mutación, como el nuestro, la hibridez es una alternativa a la mano. Las falsas noticias, los embustes mediáticos, las burdas revisiones de la historia se lanzan desde las redes sociales, las organizaciones de la sociedad civil o los aparatos del Estado. 
  Pero lo más grave es, sin duda, la naturalización de premisas anti-ilustradas, no en las ciudadanías, sino en los gobiernos. Algunos de los encargados de diseñar políticas en beneficio de las mayorías, en sus países y en el mundo, descreen del saber científico. Si se ha llegado a ese extremo, pregunta Innerarity, qué esperar de las políticas urgentes en materia de ingresos, educación, salud, medio ambiente y derechos humanos -en todas sus variantes-, que demanda el mundo y cada una de sus naciones. 
  Un informe reciente de la Cepal advierte que en América Latina, para no ir más lejos, más del 31% de la población se encuentra en situación de pobreza y más del 13% en extrema pobreza. Otro dato gravísimo señala que un 36% de los jóvenes, entre 15 y 25 años, ni estudia ni trabaja. Se trata de indicadores que corren a cuenta tanto de los gobiernos neoliberales como de los anti-neoliberales, que no han sido pocos en las dos últimas décadas. 
   La política del desconocimiento surge de las entrañas excluyentes y cínicas del propio proyecto ilustrado, pero justificarla por su origen es, en buena medida, incurrir en su legitimación. Es preciso restablecer la autoridad del conocimiento, en todas las esferas de la vida humana, pero, sobre todo, en la práctica del gobierno.

miércoles, 23 de noviembre de 2022

La última estación de Luis Villoro





La historia de las ideas en México es uno de los campos más disputados dentro de las ciencias sociales latinoamericanas y caribeñas. No sólo por ser vastamente nutrido y variado, desde los tiempos de José Gaos y Leopoldo Zea, sino por haber acompañado la transformación histórica del país desde los años del cardenismo y el postcardernismo hasta los de la más reciente transición democrática. 

 El filósofo e historiador Luis Villoro, cuyo centenario se cumple en estos días, es uno de los casos más representativos de lo arriesgado y cambiante que puede y debe ser la vocación de pensar México. Sus orígenes, como los de todos los filósofos del Grupo Hiperión (Uranga, Zea, Guerra, Macgregor, Vega, Portillo, Reyes Narváez) se confunden con la recepción del existencialismo y la indagación sobre el “ser de México”. 

Pero aquella temprana localización en el nacionalismo muy pronto daría giros reveladores de un largo proceso de auto-revisión. En libros iniciales como Los grandes momentos del indigenismo en México (1950) y El proceso ideológico de la revolución de independencia (1953), Villoro destacó por su gran capacidad de historización. El centro de su argumentación, en ambos textos, era el alcance de un estadio nacional del desarrollo cultural, en México, entre la Independencia y la Revolución, en que, tanto con la superación del dominio colonial como con la plena inclusión del indio, la nación ya no se afirmaba frente al otro metropolitano o subalterno, sino frente a sus propias exclusiones. 

 Había en aquel empeño dos rasgos que distinguirían a Villoro dentro de su generación: una mayor atención a la diversidad de fuentes ideológicas del proceso emancipatorio mexicano –algunas provenientes de la propia tradición peninsular, que generalmente se subvaloraban bajo el peso de la Ilustración francesa- y un distanciamiento de la mestizofilia hegemónica en el periodo postrevolucionario, especialmente cuando se refería a “lo indígena como presente y futuro propios”. 

 Podría sostenerse que, en los años 80, cuando publica sus estudios sobre el “concepto de ideología” y el ensayo Estado plural, pluralidad de culturas (1988), Villoro había adelantado, por la vía de la investigación histórica, muchas de sus orientaciones teóricas. A diferencia de varios de sus colegas, fue de la historia a la teoría, para luego, al final de su trayectoria, volver a desandar el camino y poner en tela de juicio su propia plataforma intelectual. 

 Es sabido el enorme impacto que causó en la vida y la obra de Luis Villoro la rebelión del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en Chiapas, en 1994. El radical autonomismo de aquel proyecto, expuesto en los comunicados del movimiento y en los escritos del Subcomandante Marcos, era una confirmación de las tesis de Villoro, pero también un desafío a cualquier modalidad de “Estado plural” dentro de democracias liberales canónicas, como las que se reproducían a fines del siglo XX. 

 Fue aleccionador ver al octogenario filósofo poner al día sus ideas, en los primeros años de este siglo, con lecturas de Michael Walzer, John Rawls, Will Kymlicka, Roberto Gargarella y otros autores, que lo acercaron a visiones comunitarias, multiculturales y republicanas de la democracia. Los ensayos de su libro, Los retos de la sociedad por venir (2007), se asomaron a una manera de entender la justicia, que rebasaba su propio indigenismo juvenil. 

 Otra idea de la justicia que, sin embargo, tampoco renegó de un liberalismo que llamaba “radical” ni de una democracia, que entendió como articulación de principios representativos y participativos, comunitarios y republicanos. México, decía Villoro, “no era ajeno a un giro” global y en “nuestra América”, que aspiraba a dejar atrás “regímenes totalitarios, sanguinarias dictaduras militares, la corrupción de gobiernos autoritarios y el Estado asistencial populista”.

viernes, 11 de noviembre de 2022

Mujeres intelectuales en América Latina





A pesar de que la disciplina académica de la “historia intelectual”, que renueva desde hace décadas la vieja historia de las ideas, se desenvuelve en contextos de avance de los derechos de las mujeres y difusión del feminismo, su objeto de estudio siguen siendo, en lo fundamental, los intelectuales hombres. Un libro reciente, coordinado por la historiadora argentina Silvina Cormick, busca desplazar el enfoque a las mujeres intelectuales, aunque preservando la misma metodología. 

 El libro, justamente titulado Mujeres intelectuales en América Latina y que edita en Buenos Aires la editorial Sb, incluye estudios sobre algunas figuras conocidas de las artes, la literatura y el pensamiento, en el siglo pasado, como la chilena Gabriela Mistral, la argentina Victoria Ocampo, la mexicana Nahui Olin, la cubana Mirta Aguirre o la brasileña Gilda de Mello e Souza. Otras mujeres estudiadas, como la doctora en medicina, maestra y feminista argentina Cecilia Grierson, la también doctora, higienista y activista por los derechos de las mujeres Paulina Luisi o la política mexicana Amalia de Castillo Ledón, raras veces aparecen dentro de las historias del pensamiento femenino en América Latina, que excluyen, por lo general, a las científicas y las políticas profesionales. 

El volumen restablece y amplía la respuesta a la pregunta de quiénes fueron los intelectuales del siglo XX. También se estudian escritoras con una posición lateral en el canon de las propias letras femeninas, como la narradora de literatura infantil costarricense Carmen Lyra, la poeta y periodista uruguaya Blanca Luz Brum, pareja de David Alfaro Siqueiros, y la también poeta, traductora y feminista argentina Nydia Lamarque. El libro es un cuestionamiento paralelo de la historia intelectual predominante, centrada en los “hombres de letras”, y de la historia literaria de las mujeres en América Latina. 

 En el prólogo, el historiador Claudio Lomnitz habla de un efecto revelador: las biografías de mujeres que se incluyen muestran a sus protagonistas bajo una nueva luz. Incluso las más famosas, como Gabriela Mistral, Premio Nobel de Literatura, “nos es en el fondo desconocida”, dice Lomnitz, ya que en el estudio que le dedica Silvina Cormick la poeta chilena aparece autogestionando su condición de “voz y conciencia de América Latina”, en un gesto de autorización que repite y reta al de sus colegas latinoamericanistas hombres: Vasconcelos, Reyes o Henríquez Ureña. 

 Las doce autoras y autores convocados por Cormick en el volumen tienen larga experiencia acumulada en la historia intelectual y la trasladan al estudio de aquellas mujeres. En algunos casos, cuentan con archivos personales, en otros, se adentran en la vasta información hemerográfica, todavía inexplorada, sobre esas escritoras, traductoras, editoras, artistas, científicas y políticas del siglo XX latinoamericano. 

 El libro es apenas una muestra de lo que podría lograr un proyecto más abarcador y exhaustivo sobre mujeres intelectuales del siglo XX. Serían incontables los nombres y apellidos que, desde cada tradición cultural nacional, podrían postularse para reproducir a mayor escala: Juana de Ibarbourou en Uruguay, María Luisa Bombal en Chile, Alfonsina Storni en Argentina, Rosario Castellanos y Nellie Campobello en México, Magda Portal en Perú, Lydia Cabrera y Dulce María Loynaz en Cuba. 

 Tema que recorre el volumen, y al que las autoras y autores reunidos dan diversas respuestas, es la relación de aquellas mujeres con los feminismos. Por lo general, se observa una apuesta clarísima por el sufragio femenino, pero también una subordinación de la causa de las mujeres a proyectos ideológicos provenientes de los nacionalismos y comunismos de la primera mitad del siglo XX y la Guerra Fría. Habría que esperar a las últimas décadas del siglo XX para que el feminismo latinoamericano adquiriese una dimensión autorreferencial.

miércoles, 12 de octubre de 2022

El país de las fosas





Hace poco murió el poeta David Huerta. En un homenaje en vida que le rindió la revista Rialta, que editan en Querétaro los escritores Carlos Aníbal Alonso e Ibrahím Hernández, críticos como Rafael Olea Franco, Sergio Ugalde Quintana y Fernando Fernández reconstruyeron la trayectoria poética del escritor. Unas semanas antes de su fallecimiento, exactamente el 13 de septiembre, el autor de El desprendimiento (2021), nos envió este mensaje colectivo a quienes participamos en el homenaje: 

 “Queridos amigos: Les escribo en grupo a reserva de escribirle a cada uno poco más adelante. Carta colectiva, pues. No el mejor género; casi una "circular": pero, siquiera, un círculo como un anillo en el que en el principio de los tiempos fueron depositados el poder de la amistad y los dones de la conversación. Me apena que hayan puesto sus esfuerzos en ese dossier con un tema tan desbaratado y desabrido como yours truly (captatio benevolentiae); pero qué bueno, qué maravilla que encontraron no sé cuántas virtudes en donde no hay más que amor a la poesía y a los libros. Ya qué. Ya me hicieron feliz y ustedes han regresado a sus altas tareas humanísticas. Los abrazo uno por uno y a todos. No saben ustedes el bien que me ha hecho el dossier: un bien diría yo curativo durante días muy difíciles. Suyo… David” 

 No puedo recordar a David Huerta en estos días sin dejar de sentir la resonancia de nuestros últimos temas de conversación: Eliseo Diego y José Lezama Lima, el american modernism (Eliot, Pound, Stevens), al que rindió homenaje en su poemario After Auden (2018), y la violencia en México. Al cabo de ocho años, su poema “Ayotzinapa” (2014) deja de ser la reacción lírica, incidental, a una masacre específica, para irrumpir como un aldabonazo contra la impunidad reinante. 

 Comenzaba el poema haciendo un llamado a descorrer el velo de las apariencias con el acto insólito de “morder la sombra”. Apenas traspasar la neblina aparecían los muertos “como luces y frutos/ como vasos de sangre/ como piedras de abismo/ como ramas y sombras”. Huerta retrataba a los muertos de la violencia mexicana de cuerpo entero, como si esa corporeidad precisa intentara revificarlos en el poema. 

 Luego la escritura de David Huerta convertía la masacre en una cruda metáfora de la nación. México, decía, es “el país de las fosas/ el país de los aullidos/ el país de los niños en llamas/ el país de las mujeres martirizadas/ el país que ayer apenas existía/ y ahora no se sabe dónde quedó”. Muy lejos estábamos de imaginar que aquella metáfora acabaría reemplazando la realidad misma y desafiando cualquier poetización de la barbarie. 

 El propio Huerta lo vislumbraba al advertir que la incapacidad del Estado y sus instituciones de seguridad y justicia para hacer frente a la generalización de la violencia, significaba, en lo más profundo, alejar a los muertos, anular cualquier posibilidad de convivir con ellos a través de la memoria, el duelo y la reparación. Los muertos, decía Huerta, no desaparecen, pero se ausentan sin una cultura de reconciliación y la paz que los convoque. 

 Lo que el poema “Ayotzinapa” recomendaba a los vivos era entregar a los muertos “el pan del cielo y la espiga de las aguas, el esplendor de toda tristeza y la blancura de nuestra condena, el olvido del mundo y la memoria quebrantada”. Sólo así podría tantearse la oportunidad de “abrir las manos y la mente/ para poder recoger del suelo maldito/ el corazón de todos los que son/ y de todos los que han sido”. Hoy esa oportunidad se ve cada vez más remota. 

El poeta David Huerta lo vio y nos deja su testimonio como compañía para el tiempo que nos queda. Mucho habrá que leer, en los años que siguen, al autor de El desprendimiento. Mucho hay ahí de guía para sobrevivir en un país donde no sólo matan a las autoridades -diputadas y alcaldes, policías y funcionarios- sino a verdaderos símbolos de la nobleza y el sacrificio como las madres buscadoras de hijos desaparecidos.

miércoles, 5 de octubre de 2022

No hay que persuadir al Secretario de la Luna

 


Alguna vez comentamos aquí "Secretaries of the Moon", el libro en que Beverly Coyle reunió las cartas entre Wallace Stevens y el crítico cubano José Rodríguez Feo. Así se identificaban aquellos pensadores de la poesía, el de Pennsylvania y el de La Habana.

 No hace mucho, en los días que conmemoramos el centenario de Eliseo Diego en El Colegio de México, volví a constatar el gusto del poeta mexicano David Huerta, recientemente fallecido, por la obra de Stevens. Lo anoté aquí, a propósito de su cuaderno After Auden (2018), que cierra justamente con el magnífico "Hacia Wallace Stevens".

 Ahora, como adiós al poeta admirado, vuelvo a darle la razón: no hacen falta "secretarios de la luna" para seguir conversando con quien escribió "Canciones de la vida común":


Para comunicarse con un muerto

no hace falta persuadir al Secretario de la Luna.

Hélo ahí. Duérmete. Una voz

se desprende, con lento paso de luciérnaga,

desde el techo insomne

de tu cuarto en la sombra.

Él te toca los labios. Tienes hambre.

Come de esas palabras.




martes, 30 de agosto de 2022

Coronel Urtecho y los nuevos dictadores




Un rasgo característico de aquellos dictadores latinoamericanos, que fueron revolucionarios en la Guerra Fría, es envolver actos represivos (encarcelamientos, deportaciones, acosos mediáticos y judiciales, confiscaciones) en un discurso de reafirmación ideológica. Esos dictadores, colocados en la cima de nuevas oligarquías económicas y políticas, caricaturizan a sus opositores, cada más desprovistos de derechos y recursos, como viejas burguesías redivivas. 

 El último acto represivo del gobierno de Daniel Ortega y Rosario Murillo, en Nicaragua, expone todos los ardides simbólicos de los ex revolucionarios despóticos. La sede del memorable diario La Prensa, dirigido por Pedro Joaquín Chamorro, tan importante en la lucha contra la dinastía somocista, luego de ser confiscada, ha sido convertida en un Centro Cultural, que lleva por nombre José Coronel Urtecho (1906-1994), en honor al gran poeta y traductor nicaragüense del siglo XX. 

 Coronel Urtecho, junto a Pablo Antonio Cuadra, Joaquín Pasos y otros escritores de la primera generación intelectual nicaragüense del siglo XX, fue una figura central del vanguardismo latinoamericano. No sólo por su propia poesía sino por su gran proyecto de traducción al español de los grandes autores del “american modernism” (T. S. Eliot, Ezra Pound, Wiliam Carlos Williams, Wallace Stevens, Robert Frost), que se adentró también en poetas del siglo XIX, como Edgar Allan Poe y Walt Whitman, y en posteriores como los de la Beat Generation: Ginsberg, Ferlinghetti, Corso, Snyder, Frankl… 

 Ernesto Cardenal, sobrino y discípulo de Coronel Urtecho, que firmó con él una segunda antología de la poesía estadounidense en 1963 –la primera se editó en 1948-, aseguraba que, después de Rubén Darío, probablemente no exista otro referente más poderoso en la poesía nicaragüense. Tanto la visión de la literatura como la de la historia de Nicaragua de Coronel Urtecho, reflejada en ensayos como Reflexiones sobre la historia de Nicaragua. De Gaínza a Somoza (1962) o La familia Zavala y la política del comercio en Centroamérica (1971), se inscribía en un liberalismo social, reñido con los regímenes dictatoriales tan frecuentes en la región centroamericana y caribeña. 

 Eso explica que tras un respaldo juvenil a Anastasio Somoza García evolucionara, en los 70, a una clara oposición a la autocracia de su hijo Anastasio Somoza Debayle. En su poema “No volverá el pasado”, Coronel Urtecho decía que después del triunfo sandinista, en 1979, la “historia cambiaba de nombre”, era “otra historia”, ya que por primera vez “todo era sentido”, “la verdad era la verdad, la mentira mentira, la patria Patria y Nicaragua Nicaragua”. 

 Colaborador de La Prensa, Coronel Urtecho, lo mismo que Ernesto Cardenal o Pablo Antonio Cuadra, suscribía las tesis de Pedro Joaquín Chamorro y lo mejor de la intelectualidad antisomocista, plasmadas en libros como Estirpe sangrienta: los Somoza (1959) y Diario de un preso (1963) del director de aquel periódico, asesinado en 1978 por esbirros de la dictadura en el centro de Managua. Ahora Daniel Ortega, autocoronado como nuevo déspota perpetuo de Nicaragua, bautiza el viejo recinto de La Prensa con el nombre de José Coronel Urtecho. La operación retrata a la perfección el ejercicio despiadado de una tiranía sobre el pasado y el presente de esa nación centroamericana: un intento de control paralelo y perenne del país y su historia. 
 
  La historia ha contrariado aquel poema de Coronel Urtecho: hay una nueva dictadura en el tiempo de Nicaragua y habrá que dotar nuevamente de sentido la trama de ese país. No acabó la historia con el sandinismo en Nicaragua, como tampoco acabó con el castrismo en Cuba o con el chavismo en Venezuela. La vuelta al despotismo, agenciada por aquellos líderes socialistas, en su vejez, delata la costosa falta de aprendizaje en la política latinoamericana.

martes, 23 de agosto de 2022

Zelenski y el dolor de los demás




Las fotos de Volodímir Zelenski y su esposa, Olena Zelenska, para la revista Vogue, captadas por Annie Leibovitz, llevan la explotación del duelo a un nivel de espectacularidad incómoda. Susan Sontag, quien fuera pareja de Leibovitz, habría dicho, de acuerdo con las tesis de Ante el dolor de los demás (2003), que las fotos de la pareja presidencial entre soldados y ruinas de Kiev son obscenas. 

 Vale la pena recordar en estos días que aquel libro, el último que Sontag publicó en vida, fue un desarrollo ulterior de su gran ensayo Sobre la fotografía (1977), en que sostenía una posición ambivalente sobre el poder de la imagen en la sociedad post-industrial. Después de su experiencia cercana en la guerra de los Balcanes, contexto del proyecto “Rostros de la ciudad” (1993), un conjunto de retratos de Leibovitz en las ruinas de Sarajevo, para la revista Vanity Fair, Sontag se movió a una visión más crítica sobre el papel de la fotografía en los conflictos bélicos. 

 Comenzaba Sontag recordando Tres guineas (1938), la famosa carta de Virginia Woolf sobre la guerra, que partía justamente de una reflexión sobre las fotos de los bombardeos franquistas en ciudades españolas gobernadas por la República. A diferencia de Woolf, aunque respaldando su tesis de que la recepción femenina de la imagen era especialmente empática, Sontag pensaba que las fotos de las ruinas y los muertos de la aviación franquista, no necesariamente eran documentos que llamaban a la solidaridad con la España republicana. 

 Había un morbo, un exhibicionismo en la fotografía bélica, que también producía un efecto paralizante, ligado a la presentación de la guerra como espectáculo. Los grandes consumidores de esas fotos eran personas que, resguardados en sitios de relativa paz, disfrutaban visualmente la masacre. La pregunta básica, que hacía Sontag a Woolf, podría repetirse frente a los retratos de Zelenski y su esposa, tomados por el lente de Leibovitz: ¿despiertan esas fotos solidaridad con Ucrania? Sí y no. 

 Las ruinas y los soldados de Kiev, detrás de los rostros iluminados de Volodímir y Olena, son el escenario de una naturalización del presidente ucraniano en la clase política occidental. Más que imágenes de víctimas del imperialismo ruso, las fotos trasmiten seguridad y confort. El gesto de Leibovitz podría ser contraproducente: las fotos no hablan de la destrucción y la muerte en las ciudades ucranianas sino de la legitimidad de Zelenski en Occidente. 

 Ese mensaje, definitivamente, es favorable a Putin y a su proyecto de “borrar a Ucrania del mapa”, como dijo no hace mucho Dmitri Medvedev. Ni la incorporación de Ucrania a la OTAN, ni su ingreso a la Unión Europea eran eventos tangibles antes del 24 de febrero de 2022. Lo que decidió la invasión, desde mucho antes de aquel día, fue el gran obstáculo que interpuso el gobierno de Zelenski al control de esa nación desde el Kremlin, que siempre la ha considerado “suya”, “de Rusia”. 

 Zelenski ha encabezado una resistencia más sólida de la esperada, en buena medida, porque inicialmente combinó la solicitud de ayuda a Occidente con cierta autonomía exterior y una disposición al diálogo para poner fin a la guerra. El respaldo de los países nórdicos, la incorporación de Suecia y Finlandia a la OTAN y la difícil concertación de posiciones en la Unión Europea avanzaron gracias a esa actitud inicial, que concitó apoyos muy diversos. Ahora el caricaturesco pro-occidentalismo del liderazgo ucraniano conspira en su contra. 

 La guerra de desgaste continúa, se intensifica y Putin está apostando, justamente, a que merme el crédito internacional de Zelenski. Algunas señales de concentración del poder en Kiev son utilizadas, cínicamente, desde el Kremlin, para avanzar en ese descrédito. Estas fotos caen en el terreno fértil de la maquinaria propagandística rusa, que precisamente busca que el dolor de los demás no gire a favor de Ucrania.

jueves, 28 de julio de 2022

Benito Juárez, presidente de Francia




Historiadoras como Josefina Zoraida Vázquez, Antonia Pi-Suñer, Patricia Galeana y Erika Pani han insistido en el delicado equilibrio que debió ejercer Benito Juárez en sus últimos años de gobierno, en relación con Europa. Hay en la diplomacia europea de Juárez una lección de mezcla virtuosa entre principios e intereses, doctrina y pragmatismo, de gran utilidad para la práctica de una política exterior moderna en México y América Latina. 

Por un lado, el presidente debía defender su actuación inclaudicable ante la intervención francesa y el imperio de Maximiliano, que lo llevó a ordenar la ejecución del emperador y sus generales, Miguel Miramón y Tomás Mejía, en el Cerro de las Campanas, Querétaro, el 19 de junio de 1867. Por el otro, el jefe de Estado de la República Restaurada tenía el firme propósito de reconectar a México con Europa, especialmente con Francia y España, para que las relaciones internacionales no estuvieran excesivamente centradas en Estados Unidos y Gran Bretaña. 

A pesar del retiro de su apoyo a Maximiliano, al final del imperio, el triunfo de Juárez y los liberales mexicanos en 1867 fue una derrota para Napoleón III. Así lo percibieron importantes políticos e intelectuales republicanos franceses, como Victor Hugo, Léon Gambetta, Jules Favre o Jules Ferry. Sin embargo, esos mismos líderes y casi todos los estadistas europeos, incluyendo al papa Pío IX, eran contrarios a la ejecución de Maximiliano y se lo hicieron saber a Juárez, como se lee en las súplicas de dos titanes del republicanismo decimonónico: Hugo y Garibaldi. 

Hábilmente, Juárez aprovechó la ola de republicanismo en Francia, tras la derrota en la guerra con Prusia y la abdicación de Napoleón III en 1870, para justificar el fusilamiento de Maximiliano. En sus cartas y discursos, el presidente mexicano se refirió tanto a la guerra con Prusia como a la transición republicana en Francia. Era un tema de política internacional que lo apasionaba y que dominaba a la perfección, tal vez, por saberse referente del antibonapartismo francés. 

Tras la capitulación de Sedán y Metz y la reclusión de Napoleón III, Juárez envió un mensaje al Gobierno de Defensa Nacional, que encabezaba Louis Jules Trochu, en el que felicitaba al “infortunado pueblo francés” y reiteraba los “sentimientos fraternales” de los mexicanos hacia esa “noble nación a la que tanto debe la sagrada causa de la libertad y a la que nunca hemos confundido con el infame Bonaparte”. 

En el terreno militar, Juárez se atrevía a dar consejos a los franceses, con esta frase: “si yo tuviese el honor de regir ahora los destinos de Francia, no haría nada diferente a lo que hice en nuestro amado país desde 1862 a 1867, a fin de triunfar sobre el enemigo”. En esencia, proponía no desplazar grandes contingentes militares sino regimientos medianos, de 15 a 30 mil hombres, y prepararse para perder París: “¿acaso París es Francia?”. Si era preciso, había que montar la república en un carruaje o a bordo de un barco, para salvarla. 

En un gesto revelador de astucia y orgullo, Juárez recomendó a los franceses que pidieran recomendaciones a su antiguo enemigo, el mariscal Francois Achille Bazaine, ya retirado, para que atestiguara los métodos militares mexicanos que podían ser aprovechados en la resistencia contra Otto von Bismarck. Aquel Benito Juárez final, más que un liberal era un republicano que veía en la tercera oportunidad histórica de esa forma de gobierno, para Francia, una garantía de la paz en Europa y de la contención de los nuevos imperialismos.

miércoles, 20 de julio de 2022

Echeverría, Cuba y el silencio





El pasado 10 de julio, ningún medio oficial cubano publicó una semblanza del ex presidente Luis Echeverría Álvarez, fallecido a sus 100 años en Cuernavaca. Si la muerte -o la vida- de Echeverría terminaron careciendo de relevancia para el gobierno cubano es porque algo cambió en la percepción de su figura en los últimos años.  Algo, por lo visto, inconfesable o inabordable, ni siquiera, desde un artículo de opinión. 

 Echeverría fue fundamental para la reconstrucción de la legitimidad internacional del régimen cubano en los años 70, luego de su pleno alineamiento con el bloque soviético. Desde el inicio del sexenio, el presidente mostró interés en un activismo tercermundista que se plasmó en el respaldo al gobierno de Salvador Allende en Chile y la propuesta a la ONU de una Carta de Derechos y Deberes Económicos.  

En 1973, Echeverría viajó a la Unión Soviética y China, proyectando una voluntad de “autonomía” en política exterior, que continuó con la extensión de lazos diplomáticos con Alemania del Este, Rumanía, Yugoslavia y 64 países de Asia, África y el Caribe. El viaje a La Habana, en agosto de 1975, un año después de que México defendiera en la OEA el derecho de gobiernos del hemisferio a sostener relaciones con Cuba, formó parte de aquella política. 

La delegación presidencial, como reportó exhaustivamente el periódico Granma desde el 16 de agosto, incluyó más de veinte funcionarios, entre los que figuraban el canciller Emilio Rabasa, el Jefe del Estado Mayor Presidencial Jesús Castañeda Gutiérrez y el Subsecretario de Gobernación Fernando Gutiérrez Barrios, viejo conocido de Fidel y Raúl Castro. 

 A Echeverría, y a su hijo Adolfo, los pasearon en un auto descapotable por las calles de La Habana, acompañado de Fidel y el presidente Osvaldo Dorticós. Recibió la Orden José Martí, puso una ofrenda floral en el busto de Benito Juárez y visitó puertos pesqueros, las ciudades de Cienfuegos y Pinar del Río y el plan ganadero del Valle de Picadura. En todas sus intervenciones, hizo una defensa del socialismo cubano en términos estrictos del nacionalismo revolucionario, como si la Revolución cubana fuera la hija de la mexicana, a pesar de adoptar la ideología marxista-leninista y el modelo de partido único. 

 El comunicado conjunto de Echeverría y Castro, el 22 de agosto, era una declaración de principios tercermundistas y a favor de la Carta de Derechos y Deberes promovida por México. Pero también inscribía el relanzamiento de relaciones entre México y Cuba en el protocolo de entendimiento comercial firmado por Echeverría con el CAME, el mercado común soviético. Lo sustancial estuvo relacionado con un ambicioso proyecto de colaboración técnica en la industria azucarera, cooperación en turismo, pesca y medios de comunicación, además de venta de níquel a México. 

 Más allá del limitado rendimiento de aquel proyecto bilateral, la visita de Echeverría y su cobertura mediática, en la isla y en México, se convirtieron en el modelo de diplomacia presidencial que Cuba demandaba al PRI. Un modelo que se repitió casi al pie de la letra con José López Portillo en 1980 y que, a su manera, sobrevivió con Miguel de la Madrid y Carlos Salinas de Gortari. Fue con Ernesto Zedillo que aquel modelo entró en crisis. 

 Es fácil advertir que aquel viaje de Echeverría marcó un hito en la relación de Cuba con los mandatarios del PRI, revisando la cobertura de la estancia en la isla de José López Portillo, cinco años después, en agosto de 1980. Con López Portillo hubo concentración masiva en la Plaza de la Revolución, con gran retrato del presidente colgado en la fachada de la Biblioteca Nacional. En su discurso, en aquel "Acto de solidaridad y amistad entre México y Cuba", Fidel Castro sostuvo:"López Portillo pasará a la historia como uno de los grandes estadistas de México", mientras el presidente mexicano dijo: "todos los cubanos son también un solo hombre: Fidel Castro". 

 Tanto la posición de México frente a la Revolución sandinista en 1979 como la nacionalización de la banca en 1982 fueron aplaudidas en el periódico Granma y correspondidas con sendos mensajes de apoyo de Fidel Castro. En aquellos años, la profundización de la cooperación comercial y científica entre los dos países siempre tuvo una importante dimensión militar y de inteligencia. A un mes del viaje de Echeverría, en septiembre de 1975, Raúl Castro viajó a México, donde fue recibido por Fernando Gutiérrez Barrios y fue entrevistado para importantes medios mexicanos. Poco antes del viaje de López Portillo, en abril de 1980, visitó la isla el General de División Félix Galván, Secretario de Defensa de México, quien recibió la medalla por el XX Aniversario de las FAR y firmó varios acuerdos de colaboración con Raúl Castro. 

 Si Echeverría fue tan importante, tan referencial para Cuba, ¿cómo entender el silencio sobre su muerte en La Habana? Difícilmente ese silencio está desconectado del hecho de que el saldo represivo de las masacres del 68 y el Jueves de Corpus del 71, de la guerra sucia y la hostilización de las guerrillas de Genaro Vázquez y Lucio Cabañas, en las que Echeverría intervino de manera protagónica, es reconocido públicamente en México, aunque no en Cuba. Ante el dilema de exponer el doble juego de Echeverría, que llegó al intercambio de información con la CIA y los gobiernos de Nixon y Ford, y la calculada connivencia de La Habana, los medios oficiales cubanos prefieren callar.

miércoles, 29 de junio de 2022

Retrato de Fina




A punto de cumplir un siglo, ha fallecido en La Habana la poeta y ensayista Fina García Marruz (1923-2022). Premio Pablo Neruda en 2007 y Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana en 2011, la poeta era la última sobreviviente del grupo Orígenes, como acabara conociéndose a la generación de brillantes escritores que acompañó a José Lezama Lima en la revista del mismo nombre a partir de 1944. 

 García Marruz, junto a su esposo Cintio Vitier y su cuñado Eliseo Diego, casado con su hermana Bella, llegaron a Orígenes desde la revista Clavileño (1942-43), publicación en la que no intervino Lezama y que tenía como figura rectora a Gastón Baquero, otro gran poeta cubano, nacido en 1914. Amigo cercano de Lezama, Baquero se distinguió por una poesía poderosamente visual y fluidamente conversacional, como se lee en “Testamento del pez” (1941), su inmortal homenaje a La Habana, aparecido en el cuarto número de Clavileño

 La poesía de García Marruz, como la de Diego, surge, en los años 40, más endeudada con Baquero que con Lezama. Sus primeros cuadernos, Poemas (1942), Transfiguración de Jesús en el Monte (1947) y Las miradas perdidas (1951), registran una serie entrañable de figuras y escenas, sello personal de su producción lírica posterior: el niño en el parque, la demente en la puerta de la iglesia, el incandescente mediodía habanero. 

 Fueron constantes aquellos retratos de personajes en la poesía de García Marruz: la muchacha de paseo, las damas decrépitas, las campesinas, los millonarios, Laurita regañando a las flores o Marta de compras. Están también los héroes: Antonio Maceo, Antonio Guiteras, Roque Dalton, el Che Guevara, en una intimidad muy parecida, otra vez, a la de la poesía antiépica de Diego.

En la lista de los héroes que rescataron a Maceo, la poesía de García Marruz se interesó en los anónimos y los pseudónimos, los sin historia, uno que llamaban "Cayuco", otro que llamaban "El Loco". A Guiteras lo imaginó en La Habana de "dril cien" de los 20 y 30 con Capablanca y Kid Chocolate, Abela y Massager. En su poema "Historia" glosaba el himno protestante "Un nítido rayo", que ponía en boca de Frank y Josué País.

Su libro Nociones elementales y algunas elegías, como El diario que a diario de Nicolás Guillén o Muestrario del mundo o libro de las maravillas de Boloña de Eliseo Diego, fue un ejercicio de trabajo poético con el arte de la edición y la hemerografía. A partir de la revista El Educador Popular, que editaba el anexionista Néstor Ponce de León, amigo de José Martí, en Nueva York, García Marruz convirtió lecciones de gramática inglesa, de física y anatomía del siglo XIX en indicios de escritura poética.  

 Tan visual llegó a ser la poesía de García Marruz que se volvió cinematográfica, como se observa en sus poemas a Josephine Baker, Isadora Duncan y Lilian Harvey o en su experimental libro Créditos de Charlot, dedicado a Charles Chaplin. Retratos son también Los Rembrandt de L’ Hermitage o sus “versos amigos” o poemas de amistad, como aquel dedicado a Virgilio Piñera, como un “niño-viejo, sentado solito, en el muro del Malecón”. 
 
La ensayística de García Marruz también está hecha de escenas y retratos, para los cuales se requería una especial concentración de la mirada. Ahí están sus grandes estudios sobre Sor Juana Inés de la Cruz, Alicia Alonso y María Zambrano, que parecen escritos por una pintora. O sus más sesudas lecturas de Cervantes, Góngora y Quevedo; Gracián y Bécquer; Martí, Juan Ramón Jiménez y Lezama. 

 En dos textos ineludibles, “Lo exterior en la poesía” (1947) y “Hablar de la poesía” (1986), dijo su verdad sobre la escritura: rechazó la pretensión de alcanzar una “poética”, sostuvo que no había realidad sin sueño y cuestionó que “señalar fines a la poesía, no importa su bondad intrínseca, era pretender conocer de antemano los límites y contenidos de un impulso necesariamente oscuro en su raíz”. 

 En esos ensayos, García Marruz criticó también varias formulaciones exaltadas de políticas literarias, como las de poesía retórica o "palabrera", "pura" o "maldita", "moralista" o "comprometida". Sostuvo que la mejor poesía "vive de silencios" y que, en su caso, sería impensable sin la dimensión católica de la revelación. Una revelación, sin embargo, que como Cristo frente a los discípulos de Emaús, "sólo es reconocible a precio de desaparecer".

viernes, 17 de junio de 2022

José Martí y la cumbre de Los Ángeles





La novena Cumbre de las Américas de Los Ángeles ofrecía a los presidentes latinoamericanos la oportunidad de entrelazar dos realidades cada vez más imbricadas en sus vínculos con Estados Unidos: la de los propios países de la región y la de la creciente comunidad latina en la nación norteamericana 

 Mucho se han debatido, en años recientes, los encuentros y desencuentros entre la tradición intelectual latinoamericana, que se remonta al siglo XIX, y las identidades culturales desarrolladas por esa población mal llamada “hispana”, que incluye a brasileños y antillanos de diversa ascendencia étnica y demográfica en Europa y África y que sobrepasa los 60 millones de habitantes. La cita de Los Ángeles, ciudad donde el 45% de la población forma parte de esa comunidad, parecía ser el lugar ideal para establecer puentes entre las dos realidades.
   
  Esas identidades “latino-americanas” en Estados Unidos, en el siglo XXI, refutan día con día la representación de las dos Américas como universos radicalmente contrapuestos, incomunicados o enemistados. Ciertas lecturas ontológicas o identitarias de la tradición intelectual latinoamericanista, especialmente inspiradas en ensayos como Ariel (1900) del uruguayo José Enrique Rodó o La raza cósmica (1925) del mexicano José Vasconcelos, y refundidas por el antimperialismo de la Guerra Fría, nutrieron esa visión falsamente antinómica. 

  Para avanzar en una comprensión de la posibilidades de diálogo que culturalmente ofrece la vecindad continental entre Estados Unidos y América Latina valdría la pena regresar a algunas lecturas del poeta y político cubano, José Martí, quien residió 15 años en Nueva York. A fines del siglo XIX, Martí fue uno de los grandes conocedores y, en buena medida, traductores de la realidad norteamericana al lenguaje de América Latina y el Caribe. 

  No sólo leyó, glosó y tradujo a poetas, narradores y filósofos como Walt Whitman, Nathaniel Hawthorne y Ralph Waldo Emerson. También narró la construcción del puente Brooklyn, las ferias de Coney Island y cada una de las cinco elecciones presidenciales que tuvieron lugar en Estados Unidos, entre la de Rutherford Hayes en 1881 y la de Benjamin Harrison en 1893. 

  No siempre se recuerda que, entre los muchos trabajos que desempeñó Martí en Estados Unidos, mayormente dentro del periodismo y la conspiración política a favor de la independencia de Cuba, estuvieron sus misiones como cónsul, en Nueva York, de algunas naciones latinoamericanas: Uruguay a partir de 1887, Paraguay en 1890 y Argentina desde este mismo año. 

  A la vez de su labor diplomática a favor de aquellas naciones latinoamericanas en Nueva York, Martí se convirtió en el principal corresponsal de temas estadounidenses para importantes periódicos de la región como La Nación de Buenos Aires, La Opinión Pública de Montevideo y El Partido Liberal de México. En estos diarios, contó con lujo de detalles los debates de la primera Conferencia Internacional Americana, que tuvo lugar entre octubre de 1889 y abril de 1890, en Washington. 

  Antecedente lejana de las cumbres interamericanas de hoy, a aquella conferencia, diseñada desde la perspectiva panamericanista imperial que le imprimió el Secretario de Estado, James G. Blaine, fueron invitados representantes de Brasil, México, Centroamérica, Suramérica, Haití y Santo Domingo, aunque los de estos últimos países no llegaron por conflictos con Estados Unidos. 

  En vez de regodearse en las ausencias, Martí se centró en las demandas de los representantes “juiciosos” Alberto Nin de Uruguay, Amaral Valente de Brasil, Emilio C. Varas de Chile, Matías Romero, José Yves Limantour y Juan Navarro de México y Manuel Quintana y Roque Sáenz Peña de Argentina. El poeta cubano celebró con elocuencia, sobre todo en intervenciones de mexicanos, chilenos, uruguayos y argentinos, el rechazo al hegemonismo de Blaine, quien intentaba monopolizar un “concierto de naciones soberanas”.

  Al final, la cumbre de Los Ángeles sirvió de poco para avanzar en ese diálogo cultural que recorre la obra escrita de José Martí sobre Estados Unidos. Un diálogo que, en la tercera década del siglo XXI, no puede eludir el crecimiento demográfico de la inmigración latinoamericana en territorio norteamericano. La migración es y seguirá siendo en los próximos años la gran tarea común de todos los estados americanos.

viernes, 20 de mayo de 2022

Cien años de Trilce





Se cumplen cien años de la publicación, en Talleres Tipográficos de la Penitenciaría de Lima, del poemario Trilce de César Vallejo. El libro, escrito durante la prisión del poeta en la cárcel de Trujillo, entre 1920 y 1921, por una falsa acusación de saqueo de una casa, fue financiado por el propio poeta peruano e impreso por reclusos del panóptico de Lima. 

 Con expresiones similares a las de José Martí sobre Versos libres, Vallejo se hizo “responsable” por aquel cuaderno, que sabía herético, lleno de frases coloquiales, neologismos, faltas deliberadas de ortografía, giros escatológicos e imágenes delirantes. Tanto sus palabras sobre Trilce como el prólogo de Antenor Orrego parecían confesiones y disculpas por un pecado de libertad. 

 Orrego, brillante pensador y político peruano, que luego formaría parte del núcleo intelectual del APRA, decía que Vallejo había “destripado los muñecos de la retórica” y había “hecho pedazos todos los alambritos convencionales y mecánicos” de la poética modernista. Con su poesía más “veraz y leal, caliente y cercana de la vida”, Vallejo representaba un caso de “virginidad poética” equivalente al de Walt Whitman en Estados Unidos. 

 El poeta hablaba de cosas de otro mundo como las “calabrinas tesóreas”, las “hialóideas grupadas”, los “mantillos líquidos” y los “bromurados declives”. Sus poemas insertaban frases coloquiales, como “quién hace tanta bulla”, “un poco más de consideración” o “he almorzado solo”, que traspasaban la frontera letrada de la poesía tradicional. 

 Orrego, Luis Alberto Sánchez, José Carlos Mariátegui y otros ensayistas que celebraron el poemario de Vallejo, contra un contingente de críticos escandalizados, estaban convencidos de que con Trilce la vanguardia se instalaba en la poesía latinoamericana, dejando atrás el canon modernista presidido por Rubén Darío. 

 El propio Vallejo sugirió esa ruptura, aunque no aludiendo a Darío sino al poeta simbolista y parnasiano francés Albert Samain. El arranque del poema LV de Trilce decía: “Samain diría el aire es quieto y de una contenida tristeza/ Vallejo dice hoy la Muerte está soldando cada lindero a cada hebra de cabello perdido”. La muerte, el sexo, la locura y el cuerpo alcanzaban, en aquel cuaderno, una presencia inusitada para la poesía latinoamericana. 

 Era aquella una poesía en la que se encontraban las metáforas más inventivas con retratos de su propia familia o personajes populares de Santiago de Chuco, como Aguedita, Nativa, Miguel o su propia madre, fallecida en 1918, a quien dedica versos entrañables, que hablan del duelo en la memoria de un preso. 

 Poeta de un catolicismo de carne y hueso, revelado en Los heraldos negros (1918), no alcanzaría reconocimiento con el vanguardismo sino con su poesía a favor de la República española en los años 30, y después de su muerte en 1938, con España, aparta de mí este cáliz y Poemas humanos. Trilce no será su cuaderno más leído, pero sí el más estudiado.

sábado, 23 de abril de 2022

La revista Plural y la Nueva Izquierda





Las asociaciones fáciles llevan, a veces, a identificar la revista Plural con Octavio Paz y a Paz mismo, únicamente, con la crítica a los socialismos reales de Europa del Este en la Guerra Fría. El desplazamiento de Paz hacia el liberalismo, entre los años 70 y 90, fue progresivo y zigzagueante. Cuando ese desplazamiento comenzó, justo en los años de Plural, el poeta y la revista estaban más cerca de las tesis de Postdata (1970) que de las de El ogro filantrópico (1979). 

 En muchos sentidos, Plural fue una revista de la Nueva Izquierda. Uno de sus focos iniciales fue la crítica a las tecnocracias capitalistas, tema que aparece en varias de las primeras mesas redondas. La resistencia a la racionalidad instrumental de las sociedades industriales había sido, durante los años 60, una de las obsesiones del hippismo y la contracultura, tal y como expuso Theodore Roszak en The Making of a Counter Culture (1968). 

Esa resistencia tuvo ecos en Plural desde el número cuarto, de enero de 1972, con el dossier sobre “la crisis de las sociedades industriales”. Ahí intervinieron el socialista francés Michel Rocard, que todavía militaba en el Parti Socialiste Unifié (PSU), el marxista Roger Garaudy, que acababa de abandonar el Partido Comunista tras la invasión soviética a Checoslovaquia, y los economistas John Kenneth Galbraith y Michel Albert. Galbraith, canadiense, autor de los famosos ensayos La sociedad opulenta (1958) y El nuevo Estado industrial (1967,) se opuso a la guerra de Viet Nam y a la política exterior de Richard Nixon. 

 El tono de aquella mesa redonda giró alrededor del rechazo al instrumentalismo de las economías capitalistas avanzadas. La política económica tecnocrática relegaba derechos sociales y acentuaba la disparidad en el ingreso, dentro de las naciones y en la comunidad internacional. A ese número siguieron otros, como el de abril de 1971, sobre “la sobrevivencia de la especie humana”, con Luis Villoro, Tomás Segovia, Edmundo Flores y Margarita Chávez de Caso, o el de septiembre de 1972, sobre cuestiones demográficas, coordinado por Víctor L. Urquidi, que adoptaron la misma línea crítica. 

 No sólo Urquidi o Galbraith, también autores como el economista brasileño Celso Furtado, figura central de la CEPAL y la Teoría de la Dependencia, estuvo presente en Plural. Su defensa de “economías con responsabilidad social” apareció en un artículo de julio de 1974 donde cuestionaba tanto el “objetivismo” como el “ilusionismo” de la ciencia económica. Una perspectiva parecida se lee en el ensayo “El economista ante el poder” (1973) de Galbraith, que cuestionaba la creciente intervención de los intereses empresariales en la política. 

 Paul Goodman, gurú de la New Left neoyorkina, partidario de la liberación sexual y la despenalización de las drogas, llegó a publicar en Plural, antes de su muerte en 1972. En el segundo número de la publicación, Goodman alegó a favor del “desorden” y la “confusión” en la esfera pública. En el número 17 de 1973, Susan Sontag le dedicó a Goodman un obituario vehemente, en el que celebraba el aliento emancipador de pensadores como Marcuse o McLuhan, y en el 40 de 1975 Noam Chomsky defendió la "política anarco-marxista" como alternativa al corporativismo capitalista.

 El interés de Paz en las utopías se reflejó en uno de los primeros números de la revista, dedicado a Charles Fourier. Las tesis de Fourier sobre el “mundo industrial y societario”, que tanto llamaron la atención de escritores admirados por Paz, como André Breton y Michel Butor, renovaron su atractivo en los años en que despegaba la Nueva Izquierda estadounidense y europea. 

 Breton mismo y Antonin Artaud estuvieron muy presentes en Plural como herederos del vanguardismo cultural del siglo XX. Cuando muchas revistas culturales de la izquierda latinoamericana derivaban hacia un realismo social, cobijado por el marxismo soviético, Plural mantuvo una valoración positiva de la vanguardia y la experimentación, tanto en la literatura como en el arte.

domingo, 17 de abril de 2022

Pablo Lafargue contra el patriarcado





En enero pasado se cumplieron 180 años del natalicio de Pablo Lafargue, brillante pensador y líder político, nacido en Santiago de Cuba a mediados del siglo XIX, en una familia de franceses, judíos y antillanos. Graduado de medicina en París y cercano a las ideas de Pierre-Joseph Proudhon, Lafargue se convirtió en uno de los principales líderes franceses de la Primera Internacional a mediados de la década de 1860. Por esa vía conoció a Karl Marx y se casó con su segunda hija, Laura, en 1868. 

 A pesar de ser uno de los grandes divulgadores del pensamiento de Marx y Engels, su formación anarquista, sensibilidad estética, actividad periodística y experiencia parlamentaria acercaron a Lafargue a temas de menos centralidad en la obra de sus maestros, como el racismo, el feminismo, los intelectuales y la democracia. Muestras de esto último son dos ensayos suyos recientemente rescatados: El matriarcado (1886) y La cuestión de la mujer (1905). 

 En estos textos, Lafargue repasó la visión antropológica sobre el origen del patriarcado, predominante a fines del siglo XIX: Bachofen, Spencer, Morgan, Engels… Sus conclusiones reproducían la tesis central marxista de que el patriarcado había surgido con la propiedad privada al descomponerse las comunidades primitivas. Sin embargo, el estilo erudito y ensayístico de Lafargue escapaba al evolucionismo y presentaba el matriarcado como una estructura familiar y social superior al patriarcado. 

 Distante del positivismo rudo de Comte o del más sutil de Spencer y, también, del darwinismo social a la manera de Morgan y Engels, Lafargue compartía con los fundadores del marxismo la expectativa de que la ciencia moderna debía conducir a una revolución de las costumbres, simultánea y no sucedánea, de la revolución social que implosionaría el orden del capital y la propiedad privada. A su juicio, esa revolución haría evidente que el “axioma social de que el padre es el cabeza natural de familia…, se desmoronaría ante el empuje de la ciencia” 

 “El axioma social de que el padre es el cabeza natural de familia, ya sea ésta monógama o polígama, que se considera más inamovible que una roca, se desmorona ante el empuje implacable de la ciencia del mismo modo que se han desmoronado otras verdades tenidas por incuestionables desde épocas remotas”. 

 Otros modelos parentales como el de las “familias naire” de Malabar, en el suroeste de India, a la llegada del conquistador portugués Vasco de Gama, eran más funcionales y justos: la madre o la hija mayor eran las cabezas de familia y las mujeres poseían varios maridos que eran, fundamentalmente, proveedores y residían fuera de la casa familiar: 

 “El hermano mayor, nombrado proveedor, se ocupaba de gestionar los bienes. El marido era un huésped, no entraba en la casa más que en días contados y no se sentaba a la mesa al lado de su mujer y sus hijos. Los naires respetan extraordinariamente a su madre, de quien reciben bienes y honores. Honran del mismo modo a su hermana mayor, que sucederá a la madre y asumirá la dirección de la familia”. 

 La comunidad de bienes y el matriarcado estaban entrelazados en las estructuras parentales de los naires y también de los tuaregs del Norte de África y los “hovas de Madagascar”, las otras dos comunidades que proponía como alternativas al patriarcado. Según Lafargue, que aquellas estructuras desaparecieran bajo el peso del capitalismo y el cristianismo occidentales, en la época moderna, no las hacía antinaturales o salvajes. 

 “Podríamos plantearnos la pregunta: si la familia naire se basa en la comunidad de bienes en el seno del clan, en la poligamia de los dos sexos, en la supremacía de la madre –dueña y señora de la casa al ser su hermano mayor únicamente una especie de mayordomo- y se basa también en la filiación materna, en la madre como única trasmisora a sus hijos de su nombre, rango y bienes, ¿constituiría este uno de esos hechos anormales, una de esas monstruosidades generadas por unas circunstancias tan excepcionales que no han podido reproducirse en otra parte?” 

 Esas familias antiguas en las que el “padre era un personaje secundario y no trasmitía a sus hijos ni su nombre, ni sus bienes ni su rango”, y en las que “la madre era el elemento central”, “sagrada e inviolable” puesto que lo filial “era la prolongación, de mujer a mujer, del cordón umbilical como signo material de la maternidad”, eran, al decir de Lafargue, más igualitarias que las familias monoparentales clásicas y modernas. En muchas de aquellas comunidades las mujeres no sólo eran “soberanas en el hogar” sino que también jugaban un papel decisivo en los asuntos públicos por medio de los consejos de la tribu donde con frecuencia asumían la función del árbitro. 

 Concluía el autor de El derecho a la pereza (1883) que la imposición del patriarcado fue tan cruel como la esclavitud: “la familia patriarcal hizo su entrada en el mundo escoltada por la discordia, el crimen y la farsa degradante”. Era evidente que su narración de aquella “farsa después de la tragedia”, siguiendo a Hegel y a Marx, no era únicamente arqueológica. El pensador y político socialista dirigía su historia crítica del patriarcado contra el machismo y la mojigatería de la era victoriana y la belle epoque francesa. Su ridiculización del “pudor timorato”, el “recato de caballeros” y las “ideas estereotipadas” de Alexandre Dumas hijo, autor de La dama de las camelias, era explícita y ejemplarizante. 

 En los ambiciosos estudios de Leslie Derfler, Paul Lafargue and the Founding of Frech Marxism (1991) y Paul Lafargue and the Flowering of French Socialism (1998), se asocia la obra de este original ensayista con figuras del marxismo occidental del siglo XX, como Antonio Gramsci o Raymond Wiiliams, que privilegiaron los temas de la cultura y la política. La feminista argentina Dora Barrancos, en su estudio introductorio a El matriarcado (Altamarea, 2021), sostiene que Lafargue también podría leerse como antecedente de pensadoras contemporáneas como Gerda Lerner y Celia Amorós, que han profundizado en la crítica de los orígenes y evolución del poder patriarcal.

lunes, 28 de marzo de 2022

El mal de la rusofobia



Uno de los mensajes más estremecedores de la obra de Svetlana Alexiévich, especialmente en libros ambientados en conflictos bélicos, como la Segunda Guerra Mundial (La guerra no tiene rostro de mujer) o la invasión soviética de Afganistán (Los muchachos de zinc), es la fuerza de la cultura rusa, tradicional y moderna, en la mentalidad de los soldados que intervinieron en esas contiendas. ¿Qué tan diferentes son a aquellos soldados los de hoy? 

 Narraba Alexiévich que, a pesar de la represión y la censura estalinista, del realismo socialista de Zhdanov y Suslov, las mujeres soldados de la Gran Guerra Patria y los invasores de Afganistán estaban íntegramente hechos de cultura rusa. Habían crecido escuchando a Tchaikovsky, Rachmaninov y Prokofiev, leyendo a Tolstoi, Dostoievski y Chéjov y viendo cuadros de Repin, Chagall y Deyneka. 

 En Los muchachos de zinc (2016), la cronista preguntaba a los jóvenes tiznados del polvo de Kabul, qué habían leído en la paz y qué leían en la guerra. Las respuestas eran muy disímiles y atestiguaban tanto el arraigado hábito de leer entre los jóvenes soviéticos –cualquiera que haya viajado a Moscú o a Leningrado en aquella época, recordará el metro, el tranvía o el trolebús repletos de lectores-, como sus diversas aproximaciones a la literatura rusa. 

 Una muchacha bibliotecaria, que sirvió como enfermera en la guerra de Afganistán, contó a Alexiévich que en su casa se leía tanto que su hijo sabía de memoria pasajes enteros de Así se templó el acero de Nicolai Ostrovski, novela que contaba la entrega de un joven a la causa comunista durante la guerra civil que siguió a la Revolución bolchevique. Ahora la madre, en los desiertos de Afganistán, prefería leer a Pushkin o a Lérmontov. 

 A un consejero militar, que se llevaba sus libros a todas partes, le sucedía algo parecido. Adoraba a escritores como Turguénev o Dostoievski, pero éste último le parecía demasiado “lúgubre” para la guerra. Prefería a Ray Bradbury y las novelas de ciencia ficción porque “¿quién quiere vivir eternamente? Nadie”. La ciencia ficción, muy leída en la URSS, reforzaba el culto al saber en el socialismo y rescataba una tradición utópica, negada, en buena medida, por la ideología oficial. 

 Otros soldados eran aficionados a escritores norteamericanos como Mark Twain y Ernest Hemingway. Y algunos habían adaptado, como rusa, la novela El tábano, que escribió la escritora irlandesa Ethel Voynich, que fascinó a los soviéticos durante buena parte del siglo XX, al punto de lograr 122 ediciones en la URSS. La novela de Voynich, que como Así se templó el acero de Ostrovski contaba la vida de un joven revolucionario, pero en la Italia de principios del siglo XIX, llegó a ser más conocida por los jóvenes soviéticos que por los irlandeses o los ingleses. 

 En otro de sus libros entrañables, El fin del homo sovieticus (2015), Alexiévich recuerda la “Leyenda del Gran Inquisidor”, conocido pasaje de la novela Los hermanos Karamasov, donde se habla de la pesaba carga del camino de la libertad y la mayoritaria elección de la ruta cómoda de la seguridad. La escritora bielorrusa releía a Dostoievski como profeta, tanto del totalitarismo del siglo XX como de su reflujo en el siglo XXI. Los rusos, en el siglo XXI, parecían personajes de Chéjov, divorciados de su pasado y abiertos a una nueva experiencia despótica. 

 Lo que ha sucedido en esta semana da la razón a Alexiévich. La opción autoritaria, que en Rusia siempre va de la mano de la forma imperial, está a la vista del mundo. Pero esa deriva, como advertía la escritora, arrastra también una generosa y sofisticada cultura, que hoy sufre la dañina indistinción entre un régimen y un pueblo por medio de vetos, censuras, boicots y cancelaciones absurdas. Evitar el mal de la rusofobia es prueba de salud en nuestros días, si se quiere construir un mundo verdaderamente multipolar, que asegure el lugar que Rusia merece por su historia.

viernes, 11 de marzo de 2022

El joven González Casanova






Pablo González Casanova cumplió cien años y algunos medios, no muchos, lo destacaron. Los que lo hicieron enfatizan el perfil más ideológico del importante pensador mexicano. Recuerdan su admiración por Fidel Castro y Hugo Chávez o su respaldo consistente al EZLN en Chiapas. Ese González Casanova, referente de un sector de la izquierda latinoamericana, corresponde a las últimas décadas del historiador y sociólogo y se circunscribe al mundo de sus compromisos y lealtades políticas.
 
Pero hay un González Casanova anterior: el de su producción académica e intelectual de mayor rigor. Entre los años 40 y 60, el joven académico escribió los libros fundamentales de su carrera. Tras culminar sus estudios en la segunda generación de la Maestría en Historia del Centro de Estudios Históricos del Colmex, en 1946, publicó un ensayo sobre el obispo Juan de Palafox y Mendoza en la Revista de Historia de América y tres brillantes libros de historia de las ideas, rescatados no hace mucho por Andrés Lira. 

 El primero fue El misoneísmo y la modernidad cristiana en el siglo XVIII (1948), el segundo Una utopía de América (1953) y el tercero La literatura perseguida en la crisis de la colonia (1958). En los tres, editados por El Colegio de México, González Casanova reinterpretó temas de sus maestros Silvio Zavala y José Gaos, como la aversión a lo nuevo en el imperio borbónico, la literatura censurada por la Inquisición en la Nueva España y la biografía intelectual del utopista mexicano del siglo XIX, Juan Nepomuceno Adorno. 

 Como algunos de sus compañeros de generación, el mexicano Gonzalo Obregón, la costarricense Sol Arguedas, la puertorriqueña Monelisa Pérez Marchán y los cubanos Julio Le Riverend y Manuel Moreno Fraginals, González Casanova tuvo una óptima formación tanto en historia económica como en historia de las ideas. Sin embargo, luego de su paso por la investigación histórica, optó por doctorarse en sociología en La Sorbona. La reorientación hacia la sociología y su experiencia al frente de la escuela de Ciencias Sociales y Políticas, en años de la Revolución Cubana y el MLN cardenista, decidieron la nueva fase de la obra intelectual de González Casanova que se plasma en el clásico La democracia en México (1965), editado por Era. 

El autor parecía una persona diferente al de los ensayos históricos de los 50, pero algunas preocupaciones eran las mismas. Antes de Dependencia y desarrollo en América Latina (1967) de Cardoso y Faletto, el libro de González Casanova vislumbró el enfoque estructuralista que divulgaría la Teoría de la Dependencia. El sociólogo sostenía que la democracia en México no podía entenderse únicamente a través de sus instituciones ejecutivas y legislativas, federales y estatales, sino por medio de la reconstrucción de la “estructura del poder” (caciques y caudillos regionales y locales, Iglesia, Ejército, hacendados y empresarios) y la “estructura social” (estratificación, movilidad, analfabetismo, pobreza, desigualdad, marginalidad y colonialismo interno). 

 En un enfoque que mezclaba el marxismo y la sociología, donde convivían Tocqueville, Marx y Weber, Lipset, Dahrendorf y Germani, González Casanova reiteraba la tesis central del MLN cardenista: en México no había condiciones para una revolución socialista, por lo que era preciso llegar al socialismo por medio de una estrategia económica en función del desarrollo y una apertura democrática. No sin ironía, Rafael Segovia lo reseñó elogiosamente en la revista Foro Internacional

Reconoció el legendario profesor del Colmex que La democracia en México era el primer ejercicio de teoría política, después de los ensayos ineludibles de Daniel Cosío Villegas. Pero observaba que su autor no proponía una “liberalización” o democratización del sistema sino una reforma interna del PRI: una suerte de “despotismo ilustrado”, como el que González Casanova había cuestionado en sus estudios sobre la Nueva España borbónica.

No era del todo preciso Rafael Segovia sobre la influyente obra de González Casanova. Aquel libro proponía algo más que una reforma interna del sistema político mexicano. La apuesta de La democracia en México era tanto alentar políticas públicas encaminadas a fomentar el desarrollo y la igualdad como a instalar en el debate público del país una idea de democracia no divorciada de la esfera de los derechos sociales. No era ajeno, aquel González Casanova, a la democracia propiamente política, pero era claramente partidario de que sin derechos económicos y sociales amplios eran inconcebibles las libertades públicas.

viernes, 18 de febrero de 2022

Victor Serge y la izquierda antitotalitaria




La aparición en español de los Carnets (1936-1947) de Victor Serge, editados por Claudio Albertani primero en italiano y luego en francés, viene a consolidar el creciente interés en la obra de este importante líder, escritor y pensador socialista, nacido en Bruselas en 1890 y fallecido en la Ciudad de México en 1947. Los diarios, editados por la UACM y la BUAP, ayudan a perfilar mejor la trayectoria intelectual y política de esta figura influyente del trotskismo y la izquierda antitotalitaria. 
 Estos apuntes de Serge abarcan desde su llegada a París, tras su liberación de una cárcel estalinista en 1936, hasta sus últimos años en México, pasando por la huida de Francia tras la ocupación nazi, en 1941, vía Marsella, Barcelona, Valencia y Casablanca. Se trata de una muestra viva de la escritura de un intelectual con múltiples pasiones, la filosofía, el arte, la literatura, la política, pero con un estilo reconocible lo mismo en la narrativa que en el ensayo. 
 En los Diarios, ese estilo inconfundible de Serge, que apela constantemente al retrato y al paisaje, desnuda su esqueleto. Desde sus encuentros con André Gide, a quien agradece su Retour de l’URRS (1936), por su valiente denuncia de los procesos de Moscú, a la vez que rechaza su desdén por el trotskismo y la lucha del POUM en España, los Carnets son una sucesión de escenas y siluetas, que emprenden la radiografía del ascenso paralelo del fascismo y el estalinismo. 
 En la prosa de Serge reviven personalidades muy diversas: Bujarin, Zinoviev y Kamenev, los brillantes líderes bolcheviques ejecutados por Stalin; comunistas franceses o compañeros de viaje como Romain Rolland y André Malraux; surrealistas como Breton, Péret o Aragon; el pintor cubano Wifredo Lam y su compañera Helena Holzer, captados en el éxodo desde la Francia ocupada; Frida y Diego, Orozco y Siqueiros, con perfiles muy disparejos. Y, desde luego, sus grandes mentores y cómplices, Trotski y Gorkin. 
 Del “Viejo”, los Diarios reiteran la profunda admiración intelectual y política que siempre le deparó Serge, aunque sin ocultar las diferencias que lo distanciaron de la IV Internacional en los últimos años de la vida de Trotski. La razón principal del distanciamiento fue la falta de solidaridad con el POUM en España, que advirtió Serge en la cúpula trotskista, y la intransigencia con que Trotski enfocaba su relación con las izquierdas europeas. 
 La muerte del “Viejo”, sin embargo, consternó a Serge y afinó en su percepción la certeza de las purgas y ejecuciones de Stalin. Los Carnets son, en buena medida, una bitácora de las víctimas de Stalin, en cualquier lugar mundo: Pilniak o Mandelshtam, asesinados o desahuciados en el gulag; Klement, decapitado en el Sena; Sedov, probablemente envenenado, o Andreu Nin, secuestrado, torturado y ultimado por la policía secreta soviética en Barcelona, en plena guerra civil. 
 Los Diarios de Serge ofrecen, además de un directorio bastante exhaustivo de la izquierda trotskista y anarquista occidental, entre los años 30 y 40, un recorrido por el marxismo heterodoxo, que incluye al primer Gyorgy Luckács, el de Historia y conciencia de clase, Antonio Gramsci o Walter Benjamin. Las alusiones a Gramsci, a quien Serge conoció antes de su arresto en 1926, abren una ruta para repensar la relación del marxista italiano con el trotskismo, más allá de sus ataques juveniles a Trotski. 
 Por último, vale reparar en que los Carnets muestran una asimilación de la realidad mexicana y latinoamericana mucho más profunda, en Serge, que en otros europeos de su generación. En la apertura de esa mirada incidió, seguramente, su relación con la antropóloga Laurette Séjourné. Pero también la búsqueda de complicidades con las izquierdas antitotalitarias latinoamericanas, que se constata en sus notas elogiosas sobre líderes como los cubanos Julio Antonio Mella, Antonio Guiteras y Sandalio Junco.

lunes, 31 de enero de 2022

Cuba a debate





El periodista mexicano Gerardo Arreola vivió dieciséis años consecutivos en Cuba, donde fue primero jefe de la oficina de Notimex y luego corresponsal del diario La Jornada. El periodo que comprendió su trabajo periodístico en la isla abarcó desde el llamado “periodo especial” que siguió al derrumbe del campo socialista, en los 90, al lanzamiento de la reforma económica impulsada por Raúl Castro entre 2011 y 2013. 
 En los últimos años, desde México, Arreola ha seguido siendo un observador preciso e informado de la realidad de la isla. Su visión resulta inusual dentro de medios ideológicamente volcados a la legitimación internacional del sistema cubano, por el espacio que dedica a señalar las tensiones entre la sociedad y el Estado en la isla y a localizar los debates y demandas de múltiples actores, tan diversos como la Iglesia católica, los intelectuales, los académicos y los opositores. 
 Su reciente libro, Cuba: el futuro a debate. La era de Raúl Castro y los retos de la transición (Debate/ La Jornada, 2021) es una guía para adentrarse en la Cuba del siglo XXI pero también un autorretrato del tipo de periodismo que practica Arreola. En este volumen se narran los principales eventos que van de la convalecencia de Fidel Castro en 2006 y la primera sucesión, a favor de su hermano Raúl, hasta la más reciente aprobación de la nueva Constitución de 2019 y el relevo de Miguel Díaz-Canel en la presidencia de la república y el máximo liderazgo del Partido Comunista. 
 La narración, siempre atenta a las complejidades del proceso de cambio que experimenta Cuba en el siglo XXI, que no duda en definir como “transición”, es rica en detalles. El periodista se detiene en el papel de Hugo Chávez como vocero de la convalecencia de Fidel Castro, en el choque de visiones sobre la reforma entre los hermanos Castro, en la purga de los jóvenes dirigentes fidelistas en 2009, en la reorganización de la cúpula política tras los tres últimos congresos del Partido Comunista, en el restablecimiento de relaciones con Estados Unidos durante la presidencia de Barack Obama, en la recuperación del vínculo bilateral con México desde el sexenio de Felipe Calderón y en la más reciente agudización del diferendo con Washington tras las sanciones de Donald Trump, preservadas por Joe Biden. 
 A diferencia de tantas representaciones periodísticas de Cuba, en la izquierda latinoamericana, este libro no describe las reformas económicas y el reajuste del sistema político, luego del proceso constituyente y la última sucesión, como iniciativas de una dirigencia histórica, seguida unánimemente por la población. Arreola da especial importancia a los disensos que han acompañado la nueva Constitución, antes y después de su entrada en vigor en 2019. 
 En medio del ascendente anti-intelectualismo que se observa tanto en la derecha como en la izquierda latinoamericanas, este libro da relevancia al papel de los académicos y los periodistas en el debate cubano. En sus páginas hay protagonistas del debate como Carmelo Mesa-Lago y Aurelio Alonso, Yoani Sánchez y Julio César Guanche, Pavel Vidal y Elaine Díaz, Roberto Veiga y Milena Recio, Cuba Posible y Temas, Rialta y El Estado como tal, que, en su pluralidad, hoy serían inconcebibles en publicaciones oficiales cubanas como Granma, Juventud Rebelde y Cubadebate, pero también en periódicos latinoamericanos como La Jornada o Página 12. 
 El libro cierra con un recuento de los dos últimos años, tras el traspaso definitivo de poderes a Miguel Díaz-Canel, en el que destacan la agudización de la crisis económica y sanitaria y el impacto real de las sanciones de Estados Unidos en la isla. En ese recuento, sin embargo, Arreola no escamotea el itinerario de la represión y la censura, que siguieron a la aprobación del decreto 349, el estallido social del 11 de julio, ni las reiteradas y arbitrarias limitaciones a la libertad de expresión y asociación que se aplican en Cuba.

lunes, 24 de enero de 2022

Errante Monterroso




Se cumplen cien años del nacimiento del escritor Augusto Monterroso, maestro de la narración latinoamericana. Por efectos de la popularidad fácil o las genuinas preferencias lectoras, a Monterroso se le asocia automáticamente con el cuento corto o la microficción. Lo cierto es que también destacó en el relato largo, la novela y la memoria, como se lee en clásicos como La oveja negra, Lo demás es silencio y Los buscadores de oro
 A Monterroso se le conoce como escritor guatemalteco, sin embargo nació en Honduras, de padre guatemalteco y madre hondureña. Como él mismo diría, quien nace en algún país de la región al norte de Panamá y al sur de México, que se independizó con la idea de formar una confederación, difícilmente se siente otra cosa que centroamericano. Como Luis Cardoza y Aragón y lo mejor de la intelectualidad guatemalteca, Monterroso se opuso a la dictadura de Jorge Ubico y debió exiliarse en México desde los años 40. 
  Luego, en los 50, respaldó la Revolución de Juan José Arévalo y Jacobo Arbenz y fue nombrado cónsul de Guatemala en La Paz, Bolivia, país que vivía su propia Revolución, la de Víctor Paz Estenssoro y el MNR. El golpe de Estado de Carlos Castillo Armas y la CIA lo obligó a un nuevo y definitivo exilio, primero en Chile y luego en México. Cuando en 1959 aparece en la editorial Era su primer volumen de cuentos, irónicamente titulado Obras completas, que incluye el archiconocido relato “El dinosaurio”, Monterroso había vivido en Honduras, Guatemala, Bolivia, Chile y México. 
  Como tantos otros intelectuales latinoamericanos, exiliados en México, era un ciudadano de la gran ciudad letrada errante, que dio lugar al boom de la nueva narrativa regional. A partir de los 60, aquel Monterroso juvenil y peregrino sería sucedido por el viajero avispado que recorre grandes capitales europeas. Su narrativa breve se acomoda entonces a la cadencia y el tono de la fábula, como se plasmará de manera ejemplar en La oveja negra
  En aquel Esopo latinoamericano, Carlos Fuentes encontró ecos de Jonathan Swift, Mark Twain, Lewis Carroll y Jorge Luis Borges. El bestiario de Monterroso fue inclinándose a la entomología en los años posteriores, como se lee en Movimiento perpetuo. Pero el escritor no asociaba su fascinación por las moscas, los abejorros, las pulgas y los insectos con Kafka o con Nabokov sino con la gran tradición de literatura teológica norteamericana del siglo XIX, personificada en Melville o Poe. 
   Monterroso insistió siempre en definirse, indistintamente, como centroamericano, mexicano o latinoamericano. Sin embargo, nunca dejó de atender el llamado de la patria chica, Guatemala, donde vivió su adolescencia y su juventud y donde alcanzó la madurez en la política y en la literatura. Por fortuna, a partir de 1993, pudo volver varias veces a su país, donde fue editado y reconocido como miembro de la Academia de la Lengua, Premio Nacional de Literatura y Doctor Honoris Causa de la Universidad de San Carlos.