Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

lunes, 31 de octubre de 2011

Weber feminista



He buscado sin fortuna un buen estudio sobre Marianne Weber (1870-1954), la esposa del importante sociólogo alemán Max Weber. Esta interesante filósofa, socióloga e historiadora –en la época en que vivió y escribió esas tres ramas del saber estaban mucho más entrelazadas que ahora- es conocida, sobre todo, por la extraordinaria biografía de su marido, Max Weber: Ein Lebensbild (1926), que ha sido leída, en buena medida, como complemento de Economía y sociedad, La ética protestante y el espíritu del capitalismo, El político y el científico y otras obras de Weber.
Para no ir más lejos, Andre Gunder Frank, el pertinaz teórico de la dependencia latinoamericana, en una ingeniosa contraposición entre Smith y Marx, por un lado, y Weber y Parsons, por el otro, -que favorecía a los primeros, desde luego-, desarrollada en su libro Acumulación dependiente y subdesarrollo (1979), utilizaba a Marianne Weber como fuente para demostrar que el “objetivo principal” de la obra del autor de Economía y sociedad era “reemplazar al materialismo histórico como interpretación”. Sin embargo, hay un par de obras de Marianne Weber, poco conocidas y no traducidas al español –de hecho, poco conocidas fuera de la lengua alemana- que reflejan su pensamiento con mayor fidelidad que la biografía de su esposo.
Me refiero a Fichtes Sozialismus und sein Verhältnis zur Marxschen Doktrin (1900), un estudio sobre la influencia de las ideas de Fichte en la creación de la teoría comunista de Marx, que me encantaría leer. En sus páginas, escritas durante sus primeros años de matrimonio con Weber, tal vez podamos enterarnos mejor de lo que aquella pareja pensó sobre Marx y el marxismo. Pero la obra que más claramente la identifica es, por lo visto, Ehefrau und Mutter in der Rechtsentwicklung (1907), un tratado de derecho feminista, que resumió las ideas de Marianne Weber sobre un tema en el que estuvo involucrada toda su vida.

Arte y certidumbre



A propósito de la performancera Lauren Hartke, protagonista de su novela Body Art, editada en 2010 por Seix Barral, escribe Don DeLillo:


“Hartke es una artista del cuerpo que intenta desembarazarse del cuerpo… del suyo, al menos. Está el hombre que se pone de pie en una galería de arte y deja que uno de sus colegas le dispare balas al brazo. Eso es arte. Está el hombre esplendorosamente tatuado que se ha enfundado una corona de espinas. Eso es arte. La obra de Hartke no es ni automutilante ni autodestructiva. Está actuando, siempre ocupada en convertirse en otra persona o en explorar quién sabe que raíces de identidad. Está la mujer que pinta cuadros con la vagina. Eso es arte. Están el hombre y la mujer desnudos que se embisten repetidamente cada vez con más fuerza. Eso es arte, sexo y agresión. Está el hombre ataviado con ropa interior femenina ensangrentada que finge el coito con una montaña de carne picada. Eso es arte, sexo, agresión, crítica cultural y certidumbre. Está el hombre que se clava clavos en el pene. Eso es simplemente certidumbre” (p. 121). 

domingo, 30 de octubre de 2011

Nahuel Moreno y la crítica trotskista al socialismo cubano



El marxista argentino Hugo Miguel Bressano Capacete (1929-87), que utilizó el alias de Nahuel Moreno, fue, tal vez, el trotskista latinoamericano de mayor rango dentro de la IV Internacional Comunista, fundada por León Trotski antes de su asesinato en México. Como tantos otros dirigentes de la izquierda argentina, Moreno, afiliado desde los años 40 al trotskismo, inició su carrera política por medio de una relación ambivalente con el peronismo. Luego de rivalizar con los peronistas por el apoyo de las bases obreras, Moreno defendió una política autodenominada “entrista”, basada en la alianza con Juan Domingo Perón.
Cuando el golpe militar contra Perón, en 1955, Moreno pasa a la oposición y es en esa coyuntura que se produce el triunfo de la Revolución Cubana. La primera lectura de Moreno de este fenómeno fue muy similar a la del comunismo estalinista: a su juicio, no se tratada de una verdadera revolución sino de un golpe de Estado promovido por una pequeña burguesía populista. Cuando comienza la radicalización socialista de La Habana, a principios de los 60, Moreno cambia su percepción e involucra a su asociación, el Partido Revolucionario de los Trabajadores, en la creación de la OLAS (Organización Latinoamericana de Solidaridad), una alianza regional de izquierdas comunistas, populistas y guevaristas.
En los 70 ya Moreno es el latinoamericano mejor posicionado dentro de la IV Internacional, donde comparte el liderazgo y algunos debates con Ernest Mandel, Pierre Franck, Joseph Hansen y James Cannon. A fines de esa década, Moreno se involucra en el proyecto de creación de un contingente armado, latinoamericano, la brigada “Simón Bolívar”, que participaría en la insurrección sandinista contra la dictadura de Anastasio Somoza en Nicaragua. En aquellos años, por lo visto, la posición de Moreno sobre el socialismo cubano dio un nuevo giro y en el mismo tal vez tuvieron algún peso las diferencias con nicaragüenses y cubanos en torno a la Revolución Sandinista, así como su rechazo a ciertos entendimientos entre el gobierno cubano y la dictadura militar argentina.
A principios de los 80, Moreno se involucra en el proceso de transición argentino por medio del MAS (Movimiento al Socialismo), organización de la cual sería uno de los principales líderes. De aquella época data el borrador de un largo ensayo histórico y teórico, titulado Las revoluciones del siglo XX (1984), en el que este trotskista argentino hace algunas de las críticas más serias que se han hecho a la Revolución Cubana desde la izquierda latinoamericana. Siguiendo las ideas centrales de Trotski, Moreno sostenía que la historia del siglo XX obligaba a considerar una etapa no prevista en la teoría marxista de la historia, que era la de las “revoluciones obreras congeladas”, en la que el capitalismo no era superado por el autogobierno obrero sino por una larga fase de “capitalismo de Estado”, encabezada por una burocracia gubernamental.
En su ensayo, Moreno se refería, fundamentalmente, a tres “revoluciones socialistas congeladas” en el siglo XX, la soviética, la china y la cubana, y a una larga lista de experiencias derivadas de las mismas. En los tres casos observaba un proceso histórico marcado por la toma del poder por parte de un “ejército-partido”, que no destruía sino que reemplazaba la vieja jerarquía social del orden burgués con una nueva jerarquía burocrática autodenominada “socialista”. En el último acápite, titulado “Los regímenes estalinistas y la revolución política”, Moreno aplicaba el concepto de totalitarismo a esos tres sistemas políticos y señalaba tres semejanzas fundamentales en los mismos: unipartidismo, ausencia de libertades públicas y sindicatos estatales.
Moreno no alcanzó a ver la caída del Muro de Berlín y la desintegración de la URSS, un proceso que los trotskistas entendieron como confirmación de las ideas del fundador de la IV Internacional. En el magnífico capítulo que el historiador argentino Elías José Palti dedica a Moreno, en Verdades y saberes del marxismo (2005), se explora el “sentido trágico” de la obra de este marxista latinoamericano. Hoy las críticas al socialismo cubano, desde la izquierda latinoamericana, son cada vez más frecuentes. Antes de 1989, quienes se atrevieron a hacerlas fueron, por general, marxistas obsesionados con la verdad.

sábado, 29 de octubre de 2011

El relámpago hegeliano de Natasha Mella



Si se hiciera una historia de la recepción de Hegel en Cuba sorprendería encontrar en ese país caribeño a no pocos lectores del gran filósofo alemán del siglo XIX. Recepción que en el caso cubano, además de seguir casi todas las vías de asimilación de la filosofía hispanoamericana, entre el positivismo y el existencialismo, se refuerza por la amplia difusión que tuvo el marxismo-leninismo soviético dentro de la isla, para el cual Hegel era referencia obligada. No había filósofo soviético que no recordara que Lenin, al final de su vida, releía la Ciencia de la lógica de Hegel para descifrar el método dialéctico de Marx.
En esa historia hipotética habría, por lo menos, dos momentos ineludibles. El primero, señalado por Humberto Piñera Llera en un ensayo clásico (www.filosofia.org/hem/dep/rcf/n10p027.htm) sería la lectura de Hegel que hizo Rafael Montoro, a fines del siglo XIX, con el propósito, entre otras cosas, de fundamentar teóricamente su evolucionismo político y de desmarcarse del positivismo predominante en los círculos filosóficos cubanos e hispanoamericanos. El segundo debería ubicarse entre los años 70 y 80 del siglo XX, que fueron las décadas de auge y decadencia del marxismo soviético en la isla.
De la resonancia de Hegel en aquellas dos décadas existen algunas evidencias, comentadas por Alexis Jardines, tal vez el mayor conocedor del pensamiento hegeliano en Cuba, en su libro La filosofía cubana in nuce (2005). Muchos graduados en las escuelas filosóficas de Moscú y Leningrado, como el propio Jardines, llegaron entonces a la isla con una fuerte formación hegeliana que provenía, fundamentalmente, de la corriente de la “lógica dialéctica”, entendida como rearticulación materialista de la “ciencia de la lógica” hegeliana, y defendida, entre otros, por Evald Vasilievich Ilienkov (1924-79).
Ilienkov había sido condenado al ostracismo luego de la aparición de su libro La dialéctica de lo abstracto y lo concreto en El Capital de Marx (1955), pero en los años 70 fue rehabilitado gracias al respaldo intelectual e ideológico que recibió su libro Lógica dialéctica (1974), editado en español por la Editorial Progreso de Moscú en 1977 y reeditado por Ciencias Sociales, en La Habana, en 1984, poco antes de que arrancaran la perestroika y la glasnost. En Cuba, Ilienkov fue leído como un filósofo a medio camino entre el sovietismo tardío y la nueva filosofía post-soviética, por la fuerte referencialidad hegeliana que poseía su obra.
Dentro de ese segundo momento hegeliano de las ideas en Cuba habría que incluir también la experiencia menos conocida de Natasha Mella en Miami, a quien el periodista Wilfredo Cancio hiciera una memorable entrevista, en 2009, con motivo de sus 80 años (www.elnuevoherald.com/2009/01/11/v-fullstory/355759/hija-de-julio-antonio-mella-tras.html). Esta filósofa y diplomática cubana, hija del fundador del Partido Comunista de Cuba, Julio Antonio Mella, escribió entre los años 70 y 80 un par de ensayitos, el primero titulado Dialéctica idealista (1972) y el segundo, Un relámpago hegeliano (1987). En ambos, Mella proponía aprovechar el “monismo” de la dialéctica hegeliana y su filosofía de la historia, basada en la marcha ascendente de la razón y la libertad, para abandonar el “dualismo” entre comunismo y democracia impuesto por la Guerra Fría.
Ese dualismo, que Mella consideraba ficticio y a la vez autoritario, para ambos polos, tenía en Cuba uno de sus capítulos fundamentales. A diferencia de Ilienkov y los filósofos soviéticos o de algunos de sus compatriotas en la isla, Mella no leía, fundamentalmente, la Ciencia de la lógica de Hegel sino la Fenomenología del espíritu  y las Lecciones de filosofía de la historia universal. Al final del segundo de aquellos ensayos, escrito ya en plenas perestroika y glasnost y apenas dos años antes de la caída del Muro de Berlín, la hija de Mella relacionaba el proceso de la unificación alemana con una eventual transición a la democracia en Cuba:

“Para romper el hilo de la contradicción con que por tan largo tiempo ha estado estrangulada la causa de Cuba, hay que elevarla al plano del monismo idealista que equivale a legítimo espíritu de la libertad. No hay que mirar más a las contradicciones sino encontrar identidades. La condición histórica del pueblo de Cuba es idéntica a la condición histórica del pueblo alemán. Ambos representan un espíritu escindido dentro del conflicto que sostienen los dos poderes mundiales y que bajo el nombre político de Guerra Fría es la superviviente de la Segunda Guerra Mundial. Declaro aquí que la libertad de Cuba y la reunificación de Alemania representan una y la misma síntesis o resolución del proceso histórico universal de Occidente. Que hay que universalizar el concepto de libertad. Y que de esta universalización depende por entero el destino de Occidente”.
   

viernes, 28 de octubre de 2011

En busca de Calixta Guiteras









Hace unos diez meses, en enero de 2011, publicamos aquí el post “Guiteras en Chiapas”. El mismo estuvo motivado por la lectura que alguna vez hice de Los peligros del alma (1965) y otros ensayos antropológicos de Calixta Guiteras Holmes, la hermana del líder socialista cubano Antonio Guiteras, escritos y publicados durante su largo exilio en México, entre 1935 y 1961. Había leído esos textos alrededor del año 2006, justo cuando mi amiga, la cineasta mexicana Guita Schyfter, realizaba su documental Los laberintos de la memoria (2007), inspirado también en la obra de aquella otra Guiteras, para el cual me entrevistó. De esa misma lectura salió un artículo para El Nuevo Herald, titulado “Calixta y Natasha”, sobre la hermana de Antonio Guiteras y la hija del dirigente comunista cubano Julio Antonio Mella, exiliada en Miami.
Hace algunas semanas leí en el portal Cubarte, del Ministerio de Cultura cubano, un artículo de Graziella Pogolotti (www.cubarte.cult.cu/periodico/letra-con-filo/calixta-en-chiapas/19455.html), con el familiar título de “Calixta en Chiapas”, en el que se anunciaba la aparición en la isla de un próximo volumen de ensayos de esta importante etnóloga y antropóloga. Ayer recibí la grata carta de un discípulo y amigo de Calixta Guiteras en La Habana, Frank Pérez Álvarez, con algunos detalles sobre dicho volumen, que reproduzco a continuación. Se trata de la antología México indígena. Ensayos etnográficos (2011), compilada por el antropólogo chiapaneco Víctor Manuel Esponda Jimeno. Agradezco al profesor Pérez Álvarez su amable y respetuosa carta, que responde a varias de las preguntas que hacía en “Guiteras en Chiapas”, y la autorización que me ha dado para reproducir la misma.









CARTA A RAFAEL ROJAS

La Habana, 27 de Octubre de 2011


Sr. Rafael Rojas,
México, D.F.
Email: librosdelcrepusculo@gmail.com


Compatriota Rojas:

He leído su documentado artículo Guiteras en Chiapas, aparecido en el blog Libros del Crepúsculo, con fecha 10 de enero del presente año, dedicado a la ilustre Maestra Calixta Guiteras Holmes. Como cubano, editor, discípulo y sobre todo, amigo personal que fui de la insigne antropóloga, me resulta grata la lectura de esas páginas escritas por usted que contribuyen al conocimiento de Cali, entre las nuevas generaciones, y para aquellos que se interesan por las ciencias sociales, y en especial por los estudios antropológicos en América Latina y el Caribe.

Usted hace un apretado recorrido por la vida y la obra de Calixta, interesantes reflexiones, y escribe los siguientes comentarios: "Es frustrante no saber más sobre Calixta Guiteras Holmes(…)" o "El lugar de Calixta Guiteras Holmes en la antropología mexicana está muy bien establecido. Pero, ¿por qué parecen tan débiles sus conexiones con la antropología cubana, si Guiteras regresó a Cuba a principios de los 60 y allí murió en 1988? ¿Sólo porque su objeto de estudio fueron las comunidades del Sudeste mexicano y no la cultura afrocubana? Es lógico que para su trabajo fuera más importante la referencia de Manuel Gamio que la de Fernando Ortiz. ¿Pero no es acaso su ejercicio con Arias Sojom un antecedente bastante inmediato de Biografía de un cimarrón (1968) de Miguel Barnet?"

En tal sentido me he permitido hacerle llegar algunas consideraciones a título personal y también datos que de alguna manera, creo que pueden ayudar a responder a sus preguntas, y llenar ese vacío informativo o "débiles conexiones con la antropología cubana" como usted afirma, acerca de la vida académica, de Guiteras en Cuba, estancia que, a mi parecer, resultó muy fructífera.

1. Calixta regresó definitivamente a Cuba en 1961, tenía ya 56 años, y un rico y prestigioso aval científico e investigativo en los campos de la Etnología y la Antropología Social y Cultural desarrollados en México y los Estados Unidos sobre todo en la zona de Chiapas donde realizó trabajo de campo etnográfico y participó en excavaciones arqueológicas en Palenque en compañía del destacado arqueólogo Alberto Ruz Lhuillier, de origen cubano-francés y mexicano por adopción. En Cuba ha triunfado la revolución en 1959, y Calixta decide regresar definitivamente a su país y participar en la nueva etapa que se iniciaba. Es el momento en que nacen organismos e instituciones de todo tipo, entre ellos aquellos de carácter cultural, como el Instituto de Etnología y Folklore de la igualmente recién creada Academia de Ciencias de Cuba. Establecida en la Isla, Calixta es nombrada miembro del Consejo Asesor de dicho Instituto y desarrolla una intensa labor en el plano científico, sobre todo en la docencia, aportando sus conocimientos teóricos y sobre todo metodológicos de la antropología mexicana y norteamericana. Mi amigo entrañable de muchos años y condiscípulo, el antropólogo, novelista y poeta Miguel Barnet, me ha referido, en más de una ocasión, y lo ha hecho público, cómo Calixta Guiteras fue la primera persona que leyó el manuscrito de Biografía de un Cimarrón, aportándole valiosos consejos y sugerencias, al igual que hizo con otros jóvenes que se formaban como investigadores de aquel Instituto. En 1970, dicho Instituto crea la Escuela de Etnología, para preparar con más rigor y calificación a los nuevos científicos. Calixta fue la directora general y profesora de Antropología General de aquella Escuela, cuyos cursos duraron hasta 1973.

2. En esta nueva etapa cubana, Calixta contribuye también a enriquecer el conocimiento entre los jóvenes historiadores del país, acerca de la personalidad, trayectoria y detalles de la vida de su hermano Tony, y sobre todo, de su ideario y quehacer político. Continúa viajando con frecuencia a México, donde mantiene contacto con sus colegas antropólogos y numerosos amigos y discípulos, todos destacadas personalidades del mundo cultural mexicano, sin dejar de visitar Chiapas. También participa, en 1964, como delegada representando a Cuba, en el VII Congreso Internacional de Ciencias Antropológicas y Etnológicas efectuado en Moscú, y ese mismo año pasa a formar parte de la Unión Internacional de Ciencias Antropológicas y Etnológicas. Hay que decir, que Cali comienza a padecer de severos trastornos cardiorrespiratorios, jubilándose en 1975. Sin embargo, sus dolencias no le impedirán mantenerse activa, asesorando metodológicamente sobre el terreno, dos investigaciones de campo etnográficas y sociológicas en dos comunidades campesinas en las antípodas del archipiélago cubano: en la provincia de Pinar del Río, región de San Andrés, y en la antigua provincia de Oriente, región de Guantánamo.

3. Colaboró en diversas publicaciones cubanas: Revista de Etnología y Folklore (en su primer número publicó un texto, inédito hasta entonces, acerca del sistema de parentesco de los tzotziles de Chiapas); Gaceta de Cuba, Cuba Internacional; Alma Mater y Trabajadores, entre otras. También recibió, entre otras distinciones, la Orden "Carlos Juan Finlay", que otorga el Consejo de Estado de la República de Cuba. Escribió una sentida nota acerca de Don Fernando Ortiz, a modo de homenaje, en la Gaceta de Cuba, de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba en el número especial dedicado a Don Fernando, en ocasión de su fallecimiento.

4. Como editor, tuve el privilegio de realizar la edición para la Editorial de Ciencias Sociales, del Instituto Cubano del Libro, de dos títulos de Calixta, y la reedición de uno de ellos, lo que hizo posible la más amplia difusión y acceso a su obra, entre los estudiosos y lectores cubanos. En 1972 apareció Los Peligros del Alma, con una Nota de la Autora a la Primera Edición Cubana, cuyo manuscrito conservo, escrita en octubre de 1971, y en 1988 –año de su deceso- vio la luz la segunda edición de ese título, esta vez con un prólogo del antropólogo mexicano Félix Báez-Jorge. En abril de 1973, Cali escribió un extenso prólogo a la edición cubana de una obra considerada un clásico de la literatura etnológica norteamericana: La Pequeña Comunidad, Sociedad y Cultura Campesinas, de su maestro y amigo Robert Redfield, traducida al español para esa edición, y publicada en Cuba por la Editorial de Ciencias Sociales ese mismo año. En 1990 apareció otro libro de Calixta, por la misma editorial. Se trata de Sayula, Un Pueblo de Veracruz, con prólogo a la edición del antropólogo cubano Rafael L. López Valdés, obra considerada para la época, un notable y precursor modelo de monografía etnográfica.

5. A escasos meses del fallecimiento de Calixta, la Casa de las Américas y un grupo de algunos de sus amigos y discípulos cubanos, le rindieron homenaje, organizando una velada en la Biblioteca José Antonio Echeverría de dicha institución en la que participó numeroso público, presidida por la poeta y ensayista Nancy Morejón, directora entonces del Centro de Estudios del Caribe de la Casa, y el que suscribe estas líneas, director por aquella época, de la Editorial de dicha institución. En esa ocasión quedó abierta allí una exposición con una amplia muestra de las ediciones de sus libros, fotos personales de la antropóloga y algunos de sus manuscritos.

6. En fecha reciente, 16 de junio de 2011, se publicó en La Habana un nuevo título dedicado a la obra de nuestra insigne antropóloga: México Indígena, Ensayos Etnográficos, que compendia once textos, entre ensayos y artículos dedicados al estudio de los grupos mayanses y huastecas, que aparecían dispersos en diferentes publicaciones, compilados por el antropólogo mexicano Víctor Manuel Esponda Jimeno, quien escribió para el libro un extenso y esclarecedor texto como Introducción. El libro está publicado por la Fundación Fernando Ortiz, en su colección La Fuente Viva. El volumen, de 284 páginas, fue presentado en la Casa Benito Juárez, de la Oficina del Historiador de la Ciudad, por el que suscribe, y por Miguel Barnet, autor del prólogo y Presidente de la mencionada Fundación.

7. Por último, quiero referirme a un comentario que usted hace en su texto y que se refiere "al lugar de Calixta en la antropología mexicana, que está muy bien establecido" versus sus " débiles conexiones con la antropología cubana porque su objeto de estudio era la cultura afrocubana", y que "era obvio que para su trabajo era más lógica la referencia a Manuel Gamio que a Fernando Ortiz". Efectivamente, y coincido con usted, Calixta dedicó buena parte de su vida, vale decir, su quehacer fundamental como antropóloga cultural y social, estudiando e investigando durante años a los pueblos, comunidades y culturas de México, con maestros mexicanos y norteamericanos como Manuel Gamio, Antonio Caso, Robert Redfield, Sol Tax, entre tantos otros. En su rigor y seriedad científica y profesional no cabían las improvisaciones, y por tanto en su objeto de estudio, no ocupó espacio la cultura afrocubana, que no estudió a fondo, sobre todo teniendo en cuenta, sus largos años de exilio en México que la mantuvieron alejada de Cuba. Aunque rindió homenaje público y reconocimiento a la figura y a la obra de Fernando Ortiz al ocurrir su fallecimiento, resulta incuestionable que su esfuerzo al regresar a Cuba e insertarse en el Instituto de Etnología y Folklore, y participar en la creación de la Escuela de Etnología estuvo encaminado a brindar generosamente sus conocimientos a la institución que acababa de nacer, y sobre todo, a dotar de los instrumentos teóricos y metodológicos a los jóvenes investigadores cubanos que daban sus primeros pasos en los campos de la etnología y de la antropología.

Espero que estos datos que le hago llegar en apretada síntesis, contribuyan a enriquecer su visión acerca de la fructífera estancia y de la obra de Calixta Guiteras Holmes en Cuba durante su última etapa de vida, así como el importante lugar que su quehacer humano y científico ocupó en aquellos años de fundación, y que se prolongan en el recuerdo y en su obra hasta nuestros días.

Reciba usted un respetuoso saludo.

Frank Pérez Álvarez



Email: fpa1939@hotmail.com

martes, 25 de octubre de 2011

Una artista del cuerpo






En entrevista reciente con Eduardo Lago para la página cultural de El País (4/ 9/ 11), Harold Bloom decía sin titubeos que los grandes novelistas norteamericanos vivos eran Philip Roth, Don DeLillo, Cormac McCarthy y Thomas Pynchon. En ese orden mencionó Bloom a los cuatro narradores norteamericanos, aunque tal vez sus preferencias estaban ubicadas en sentido inverso, es decir, de atrás hacia delante: el “misterioso” Pynchon primero, luego McCarthy, en tercer lugar DeLillo y, por último, Roth.
Pynchon y McCarthy comparten más de un atributo asimilable a lo “misterioso” que atrae a Bloom. Ambos son reacios a la publicidad y han incursionado en ficciones de sombrío espesor histórico o de franca inspiración apocalíptica. Es natural que Bloom, un crítico tan dado a la publicidad y, a la vez, fiel a ciertos patrones estéticos románticos, los prefiera a Roth o DeLillo. Estos dos últimos, más mediáticos, narran, sin embargo, subjetividades más familiares, más reconocibles como experiencias humanas rutinarias.
Las historias de Nathan Zuckermann, contadas por Roth, y algunas de las últimas novelas de DeLillo son, casi siempre, ficciones psicológicas, desprendidas de algún trauma o alguna pérdida. Lo histórico aparece en ellas concentrado en una situación límite, que tensa la trama, desestabiliza al personaje y lo obliga a reinventarse. El hombre del salto (2007), que arranca con la polvareda de las Torres Gemelas en Manhattan, y Point Omega (2010), ambientada en la Guerra de Irak, de DeLillo, son dos buenos ejemplos.
Hay una novela de DeLillo, sin embargo, titulada Body Art (2001), rescatada el año pasado por Seix Barral, que intenta lidiar con una situación límite al margen de cualquier hito histórico. A Lauren Hartke, una veterana del body art de las vanguardias plásticas de los 60 y 70, se le suicida el marido y debe vivir el duelo en la soledad de una casona junto al mar. Ella, que había intentado deshacerse de su cuerpo por medio de performances en el Boston vanguardista, se propone entonces regresar a su arte juvenil en la realidad: proyecta otro cuerpo, desde su ausencia, y conversa con él.

viernes, 21 de octubre de 2011

Tres novelas violentas








En los últimos años han llegado a mis libreros tres novelas colombianas: El olvido que seremos (2005) de Héctor Abad Faciolince, El país de la canela (2008) de William Ospina y El ruido de las cosas al caer (2011) de Juan Gabriel Vásquez. Sus lecturas me han confirmado la impresión de que la narrativa colombiana es una de las más virtuosas y ricas de la literatura hispanoamericana actual. El lector que se deja llevar a mundos tan distantes como la conquista del Amazonas por Pizarro, los orígenes del narco-imperio de Pablo Escobar y la violencia política en la Medellín de fines del siglo XX, sale de la lectura agradecido con sus cicerones.
Abad (1958), Ospina (1954) y Vásquez (1973) son escritores muy distintos, aunque relacionables más allá de que los tres hayan nacido en Colombia. La diferencia más notable, desde un punto de vista poético, sería aquella que describe a Ospina como un autor cercano a las tradiciones canónicas del boom, especialmente de Gabriel García Márquez y Alejo Carpentier, mientras localiza a Abad y Vásquez en una deriva del realismo, más deudora de Fernando Vallejo que de cualquier otro novelista colombiano contemporáneo. No es imposible, sin embargo, distinguir las fuentes del realismo de estos dos narradores, a pesar de sus temáticas vecinas.
Al margen del cúmulo de distinciones estéticas o intelectuales que puedan hacerse, estas tres novelas aventuran nuevas maneras de narrar la violencia latinoamericana. La vieja violencia de la conquista española del Amazonas, especialmente cuando ésta llega a los Andes y choca con el imperio incaico, alcanza en la mirada de Ospina una reconstrucción tan lírica como angustiosa. Pero la muerte en las calles de Bogotá o de Medellín, a manos de un par de sicarios en motocicleta –escena atroz que se reitera en las novelas de Abad y Vásquez, con el triste detalle de que en el primer caso alude al asesinato del padre del autor- coloca la violencia fuera de cualquier estetización histórica.
A la manera de Russell Jacoby, en su más reciente ensayo Bloodlust. On the Roots of Violence from Cain and Abel to the Present (2011), podríamos distinguir la violencia en Ospina de la violencia en Abad y Vásquez. La primera sería, en plena continuidad con las estrategias intelectuales del realismo mágico, la violencia de la civilización europea contra el "otro" latinoamericano. La segunda, en cambio, es la violencia de los latinoamericanos contra sí mismos: los narcotraficantes, en el caso de Vásquez, y las bandas paramilitares, enemigas de los activistas de los derechos humanos, en el caso de Abab Faciolince.
Cualquier jerarquía moral o medición temporal entre esas violencias es inútil e injusta. Para algunas comunidades de la región, la conquista sucedió ayer. Sus pérdidas están tan vivas en la memoria como las de cualquier víctima de la violencia latinoamericana actual. En todo caso, como advierte Jacoby, la violencia entre semejantes agrega al dolor una cotidianidad o una intimidad aterradoras. Por ser más familiar, esa violencia tiende a naturalizarse con más facilidad que la violencia entre extraños. Lamentablemente, en la América Latina de hoy, donde son infrecuentes los conflictos internacionales y las invasiones foráneas, este segundo tipo de violencia, el cainita y doméstico, se naturaliza año con año.





domingo, 16 de octubre de 2011

25 slogans de la indignación







La Jornada, Público y El País de hoy ofrecen una buena antología de los slogans que se corearon ayer en las manifestaciones de los “indignados” en varias capitales de Europa y América. Reproduzco 25 de ellos con el ánimo de avanzar en una comprensión de la ideología –o las ideologías- de este movimiento pacífico de ciudadanos globales. Sólo adelanto que no es azaroso que las protestas se hayan producido en ciudades, como Madrid, Barcelona, Roma, París, Berlín, Londres, Nueva York, México D.F., Sao Paulo, Bogotá o Buenos Aires, con esferas públicas abiertas y una ciudadanía involucrada en los asuntos de su comunidad.

“Queremos escuelas y hospitales. No queremos militares. Ser soldado o policía, vida de porquería”
“El que la hace la paga. Banqueros a la cárcel”
“Europa de gentes, no de mercaderes”
“Derecho a techo. Justo precio”
“Está claro quién se ha llevado mi queso”
“Me sobra mes al final de sueldo”
“Así, no”
“Rebeldes sin casa”
“Lo llaman democracia y no lo es”
“Democracia real, ya”
“Recortad a los banqueros y al clero”
“No hay pan para tanto chorizo”
"Dictadura de los mercados, no”
“We are the 99%”
“How about a maximum wage?”
“Break the chains. From Liberty abolish”
“The End is Nigh”
“0% interest in people”
“Indignez Vous!”
“I am 99% human”
“Chase! Give our money back. 92.7 billion!.
“No standardized education”
“Shame on Treasure Island”
“Capitalism is organized crime”
“People of the world, rise up!”

Las últimas consignas tienen ecos de la tradición comunista, pero este movimiento parece promover otro tipo de anticapitalismo –o, lo que es lo mismo, otro tipo de capitalismo. Lo que rechaza la mayoría de los indignados no es la economía de mercado en sí sino la reducción del Estado de Bienestar por obra de las políticas económicas monetaristas y desreguladoras, que han predominado a nivel global en las dos últimas décadas. El grito de “democracia real ya” no es la solicitud de un partido único sino la demanda de combinación virtuosa de elementos representativos y participativos en las democracias actuales.
Hace unos días lo decía Slavoj Zizek en Manhattan: la intervención ciudadana de Wall Street es símbolo de una lucha pacífica contra las prácticas inhumanas del capitalismo financiero, no la antesala de una nueva toma del Palacio de Invierno, que conducirá a la repetición del fracaso comunista. Quienes impugnan ese capitalismo financiero son sujetos que aprendieron la lección histórica de los totalitarismos del siglo XX. El sustrato afín a un malestar tan diverso no es la demanda de una economía planificada sino la exigencia de un Estado que no se desentienda de las necesidades básicas de la mayoría de la población.

sábado, 15 de octubre de 2011

El soneto 29 de Shakespeare por Rufus Wainwright y Robert Wilson



When, in disgrace with fortune and men's eyes,
I all alone beweep my outcast state
And trouble deaf heaven with my bootless cries
And look upon myself and curse my fate,
Wishing me like to one more rich in hope,
Featured like him, like him with friends possess'd,
Desiring this man's art and that man's scope,
With what I most enjoy contented least;
Yet in these thoughts myself almost despising,
Haply I think on thee, and then my state,
Like to the lark at break of day arising
From sullen earth, sings hymns at heaven's gate;
For thy sweet love remember'd such wealth brings
That then I scorn to change my state with kings.

miércoles, 12 de octubre de 2011

Más allá de la estación de Finlandia



Decíamos, hace unos días, que algo que une a Mariátegui, Benjamin y Gramsci, es la importancia que estos tres marxistas dieron a las vanguardias literarias y la autonomía intelectual. Esa actitud debió enfrentarlos, inevitablemente, con la filosofía del marxismo-leninismo y con la política cultural del estalinismo, ya que estos últimos, al sostener la institución del partido único y la ideología de Estado, eliminaban las condiciones de posibilidad del arte vanguardista y de la sociabilidad independiente entre artistas y escritores.
No por gusto, en sus ensayos, Mariátegui celebraba que los ultraístas se sirvieran tan libremente de la tradición y hasta se proclamaran herederos del Martín Fierro, que Jorge Luis Borges, un “escritor saturado de occidentalismo y modernidad, adoptara frecuentemente la prosodia popular” o que elogiara la “independencia” de Manuel González Prada, José María Eguren, César Vallejo, Alberto Hidalgo, Magda Portal y casi todas las grandes figuras del modernismo y la vanguardia peruana. Para Mariátegui, el marxismo tenía que ver con la autonomía estética e ideológica, no con la dirección política de la cultura desde la burocracia de un partido comunista.
Benjamin, Gramsci y Mariátegui serían sólo algunos de los primeros marxistas del siglo XX que entendieron de esa manera la literatura. Luego de ellos vendrían escritores entrañables como el norteamericano Edmund Wilson, lector de Valéry y Eliot, Proust y Joyce, Hemingway y Faulkner, Scott Fitzgerald y Nabokov, quien idealizó la llegada de Lenin a la estación de Finlandia como el arribo de toda la tradición redentorista de la filosofía moderna, que acompañaría el cambio cultural emprendido por la Revolución de Octubre.
Después de Wilson, las mejores aproximaciones del marxismo a la teoría literaria han provenido de escritores antiestalinistas o críticos del totalitarismo comunista. La obra del marxista británico Raymond Williams, ligado a la Escuela de Birmingham, hace palidecer, por ejemplo, a su admirado maestro, el húngaro Georg Lukács, quien apostó todo al realismo o a la “peculiaridad de lo estético”. Lo mismo podría decirse de la ventaja que Jacques Rancière le saca, hoy en día, a Jean Paul Sartre, en estudios literarios como La palabra muda (1998).
Mientras más lejos está, ideológicamente, del marxismo-leninismo, más recursos críticos posee el marxismo occidental para pensar el arte literario. Mientras más consciente es de la importancia de la autonomía intelectual para el logro de una literatura de vanguardia, más eficaz es su aprovechamiento de la teoría de la historia desarrollada por Marx. Para que el marxismo lograra esa plenitud crítica, deseada por Mariátegui, fue preciso que el noble sueño de la estación de Finlandia se trocara en la pesadilla del gulag.

jueves, 6 de octubre de 2011

Retrato del marxista latinoamericano

Una buena prueba del atractivo intelectual del marxismo como teoría de la historia social y del capitalismo moderno es que, a pesar de las visiones eurocéntricas de Marx y Engels sobre América Latina, esta región se convirtió, en el último siglo, en una de las zonas del mundo con más marxistas per cápita. Lo que Marx y Engels pensaron sobre Bolívar, Haití, México o la expansión territorial de Estados Unidos fue relativizado o desconocido –los textos de Marx y Engels sobre América Latina no circularon plenamente hasta la edición de los mismos en las editoriales mexicanas Siglo XXI y Cuadernos del Pasado y el Presente en los 70- por varias generaciones de comunistas latinoamericanos.
Un siglo de marxismo latinoamericano es tiempo suficiente para observar las luces y sombras de esa tradición. Podemos recorrer con la vista los nombres fundamentales del marxismo en cada nación latinoamericana (Juan B. Justo, Luis Emilio Recabarren, Aníbal Ponce, Julio Antonio Mella, Juan Marinello, Ernesto Guevara, Roque Dalton, Nahuel Moreno, Fernando Martínez Heredia…) y, más allá de cualquier preferencia doctrinal o política, se hace difícil cuestionar la creatividad y el refinamiento que, dentro de esa tradición, distinguieron al peruano José Carlos Mariátegui (1895-1930). No hay otro marxista latinoamericano que haya alcanzado tal mezcla de originalidad y autonomía.
En Mariátegui, a diferencia de tantos discípulos de Moscú, el marxismo no era una terminología impostada sino un lenguaje incorporado y recreado. Como el escritor de vanguardia que fue, este ensayista peruano sumó el marxismo como un referente más de una escritura que pocas veces se ve colonizada por la jerga del materialismo histórico o dialéctico. Para Mariátegui esa autonomía no fue, únicamente, una cuestión de estilo, fue, ante todo, un asunto de independencia intelectual. Esa asunción del marxismo desde un lugar vanguardista y autónomo se produjo durante su estancia en Europa, entre 1918 y 1923, cuando recorrió Italia, Alemania, Francia, Austria, Checoslovaquia y Bélgica y, sintomáticamente, no visitó la Unión Soviética.
La elegancia estilística e ideológica del marxismo de Mariátegui se lee en las primeras páginas de Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928). El exergo que escoge es nada menos que de ese demonio del irracionalismo burgués que, según Moscú, fue Friedrich Nietzsche, en Der Wenderer und sein Schatten (El caminante y su sombra), que lo conecta con la defensa del sentido fragmentario de la escritura, que también podríamos encontrar en otros dos marxistas europeos, contemporáneos suyos, Antonio Gramsci y Walter Benjamin: “ya no quiero leer a ningún autor en el que se advierta su intención de hacer un libro, sino a aquellos cuyos pensamientos se convirtieron espontáneamente en un libro”.
Luego, en la “Advertencia”, la autonomía intelectual de Mariátegui vuelve a sorprendernos. Cita de nuevo a Nietzsche y dice que, como este, “quiere meter toda su sangre en sus ideas” y se defiende del cargo de “europeizante” que algunos le levantan. Su defensa no se inspira en José Martí o en José Enrique Rodó sino ¡en Domingo Faustino Sarmiento!, el gran liberal argentino, admirador de Estados Unidos: “he hecho en Europa mi mejor aprendizaje. Y creo que no hay salvación para Indo-América sin la ciencia y el pensamiento europeo u occidentales. Sarmiento, que es todavía uno de los creadores de la argentinidad, fue en su época un europeizante. No encontró mejor modo de ser argentino”.
A tono con esta entrada, el debate con el liberalismo latinoamericano que sostiene Mariátegui en Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928) es de una cortesía asombrosa. En los temas centrales, que son los de la tierra y el indio, el marxista peruano apuesta por un reparto agrario radicalmente distinto al liberal, ya que propone el reconocimiento de la propiedad comunal, en la línea constitucional abierta por la Revolución Mexicana. Pero aún en medio de su polémica con el liberalismo no desprecia nunca lo que éste avanzó en materia de educación laica y hasta admite que una reforma agraria de tipo liberal, basada en la pequeña o la mediana propiedad, que limite el latifundismo, no carece de ciertas ventajas.
El ejemplo que tiene en mente es el de las reformas agrarias liberales y “antibolcheviques” que se emprendieron en algunos países de Europa del Este –Checoslovaquia, Rumanía, Hungría, Polonia-, luego de la Revolución de Octubre, y que él conoció durante sus viajes. Sin embargo, Mariátegui contrapone esas experiencias de reparto agrario, no a la colectivización soviética, sino a la restitución y dotación de ejidos demandadas por Emiliano Zapata y los revolucionarios mexicanos, con las que él simpatiza y que son las que considera adecuadas para las comunidades indígenas y campesinas del Perú. Tan sólo este pasaje de los Siete ensayos es suficiente para retratar la herejía marxista de Mariátegui:

“Para quienes se mantienen dentro de la doctrina demoliberal –si buscan de veras una solución al problema del indio, que redima a éste, ante todo, de su servidumbre- pueden dirigir la mirada a la experiencia checa o rumana, dado que la mexicana, por su inspiración y su proceso, les parece un ejemplo peligroso. Para ellos es aún tiempo de propugnar la fórmula liberal. Si lo hicieran, lograrían, al menos, que en el debate del problema agrario provocado por la nueva generación, no estuviese del todo ausente el pensamiento liberal, que, según la historia escrita, rige la vida del Perú desde la fundación de la República”.

lunes, 3 de octubre de 2011

Releer a Kautsky





En el valiente libro La imagen de América en el marxismo (2005), Arturo Chavolla se interna en el delicado tema de las visiones eurocéntricas de Marx y Engels sobre Latinoamérica y lo hace, a diferencia de José Aricó y otros estudiosos del asunto, sin ese exceso de ponderaciones y llamados al contexto que tienden, por lo general, a disculpar a Marx y a Engels por sus juicios. Las conclusiones de Chavolla son tajantes:

“Para Marx, los pueblos latinoamericanos no tenían ni dirección ni destino ni historia, todo lo cual los convertía de alguna manera en pueblos “inmóviles”, donde no acontecía nada importante, y donde sólo podían nacer hombres superficiales e incapaces que, según Engels, fueron hechos a partir de los “residuos de los pueblos”, sin futuro, sumergidos en un mundo irracional”.

Esa visión eurocéntrica de América Latina, por parte de los fundadores del marxismo, según Chavolla, demostraba su mayor limitación a la hora de comprender el problema colonial. Un tema que, junto con el de los nuevos imperialismos, se debatió con intensidad en el seno de la Segunda Internacional y, especialmente, durante el Congreso de Stuttgart, en 1907. La percepción que trasmite Chavolla de los mismos es muy distinta a la que construyeron Lenin y Trotski y que luego vulgarizaría Stalin.
Lenin, como es sabido, se enfrentó a las ideas del socialdemócrata germánico Karl Kautsky, nacido en Praga en 1854 y muerto en Ámsterdam en 1938, quien había estado muy cerca de Engels durante su estancia en Londres y había redactado el Programa de Erfurt, que estableció las posiciones de la socialdemocracia alemana durante la Segunda Internacional. Pero las críticas teóricas de Lenin a Kautsky –siempre fue así en Lenin, la teoría, máscara de la práctica- tenían como telón de fondo las diferencias entre ambos líderes sobre la actuación del movimiento obrero ante la Primera Guerra Mundial, la democracia parlamentaria y la dictadura del proletariado.
En varios textos, “El imperialismo, fase superior del capitalismo” (1916), El Estado y la Revolución (1917) y, finalmente, en “La revolución proletaria y el renegado Kautsky" (1918), respuesta a su vez al folleto de Kautsky, “La dictadura del proletariado” (1918), que resumía las críticas de este último al proyecto bolchevique, Lenin calificó al líder socialdemócrata como “social-imperialista” –entre tantos epítetos menos elegantes- y relacionó su equivocada comprensión de la Revolución de Octubre y la dictadura del proletariado con una interpretación difusa de fenómenos históricos contemporáneos como el imperialismo y los procesos coloniales.
Sin embargo, en su libro, Chavolla nos cuenta otra historia. En el Congreso de Stuttgart, por ejemplo, fue Kautsky quien se enfrentó a los que él mismo -no Lenin- bautizó como “social-imperialistas” (Van Kol, David, Bernstein…), quienes, a pie juntillas, seguían el eurocentrismo de Marx y Engels para sostener que los procesos de liberación nacional en las colonias tenían poco valor para la causa comunista por la escasa industrialización de las mismas. En trabajos como “La vieja y la nueva política colonial” (1907) y “Socialismo y política colonial” (1907), escritos al calor de los debates de Stuttgart, Kautsky anotaba:

“Si la moral capitalista estableció que es en beneficio de la civilización y de la sociedad que las clases y las naciones atrasadas sean sometidas, la moral proletaria afirma, por el contrario, que es en aras de la civilización y de la sociedad que todos los oprimidos se liberen de las cadenas que les han sido impuestas. El proletariado, por ser la clase más oprimida, no puede romper sus cadenas sin destruir todo tipo de dominación, sin poner fin a todas las formas de dominación clasista”.

Y concluía:

“Es suficiente saber que para el triunfo completo del proletariado y la expansión del socialismo no es en lo absoluto necesario que el capitalismo llegue a los países atrasados… Sería tremendamente monstruoso que el proletariado se plantee como obligación contribuir al camino del capitalismo en su acceso a otros países, cuando éste lo combate con tanta intensidad”.

No era Kautsky, por tanto, un “social-imperialista”, como con un golpe bajo intentaba Lenin presentarlo, ni era insensible a la lucha anticolonial, como tantos de sus contemporáneos en la socialdemocracia alemana. Chavolla recuerda que en la correspondencia entre Kautsky y Engels, después de la muerte de Marx, el primero le insistía al segundo sobre lo importante que era que el marxismo desarrollara una teoría de los procesos coloniales y se identificara con las luchas de los pueblos colonizados.
Lo que Kautsky objetaba del proyecto bolchevique era la concepción de la “dictadura del proletariado” que, a su juicio, había sido mencionada pero no desarrollada por Marx. Lenin no sólo le ripostaba que Marx sí había desarrollado dicha teoría –a pesar de reconocer a regañadientes que no había nadie que conociera mejor la obra de Marx que Kautsky- sino que le atribuía el argumento de que el socialismo no podía triunfar en un país atrasado. Esto último sería cuestionable a la luz de los textos comentados.