Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

martes, 28 de abril de 2020

Después del apocalipsis americano

Lionel Shriver es una escritora cosmopolita, nacida en North Carolina, que gracias al periodismo ha vivido en ciudades tan distintas como Nairobi, Belfast, Bangkok y Londres. Se puede haber vivido siempre en Estados Unidos, como Ray Bradbury o Philip K. Dick, y desarrollar una mirada distópica sobre esa nación. Pero a Shriver la distancia le refuerza una perspectiva orwelliana sobre su país, que es de agradecer en tiempos narcisistas.
         Ya en novelas anteriores como Tenemos que hablar de Kevin (2005), llevada al cine por Lynne Ramsay, o Big Brother (2014), Shriver había dejado entrever una vocación mordaz, que desarmaba el idilio de la familia americana. En su más reciente, Los Mandible. Una familia: 2029-2047 (Anagrama, 2017), la escritora lleva esa vocación al extremo de una perfecta antiutopía americana, que vislumbra los estragos de la pandemia.
         Corre el año 2029 y Estados Unidos es gobernado por un presidente de origen hispano, de apellido Alvarado, como el célebre gobernador de Yucatán en tiempos de la Revolución Mexicana. A Alvarado le toca enfrentar una serie de catástrofes: hackeo total de los servicios de internet por potencias extranjeras, crac financiero, devaluación del dólar y ascendente apreciación del “báncor”, una “falsa divisa artificial”, creada por los “líderes que envidian el poder, el prestigio y el éxito de la gran nación americana”.
         La debacle, en el centenario redondo de la gran depresión de 1929, hace que Estados Unidos se precipite en el Tercer Mundo en unos meses. El “báncor” comienza a desplazar al dólar en las grandes transacciones financieras, la fuga de capitales se desata y, primero las grandes familias ricas del país, y luego la clase media y trabajadora, comienzan a emigrar. Unos a Europa; otros a China o Japón; los más pobres a México y América Latina.
         Es el mundo al revés y algunas familias, como los Mandible, persisten en mantener a flote sus redes afectivas y liturgias civiles, aunque con no pocas restricciones. Confinados en el espacio doméstico, las charlas se han vuelto centralmente económicas. En el desayuno o la cena de lo que se habla es de la caída de la bolsa, la desdolarización, los rastros del Madicaid y el Madicare, el desplome de la Reserva Federal y Wall Street, la hiperinflación y la escasez.
         En una de aquellas reuniones familiares, alguien, medio en broma y medio en serio, sugiere que un negocio lucrativo, a la altura del desastre, sería ofrecer asesorías para la emergencia. Por ejemplo, asesorar a quienes “quieren proteger su carrera de la destrucción del mundo tal como lo conocemos”. Ayudarlos a “elegir fondos mutuos que inviertan con la vista puesta en el Día del Juicio, la inundación de todas las ciudades costeras del planeta, a causa de la subida del nivel mar, la guerra nuclear y una plaga incurable”.
         Dos décadas después de esa segunda y fulminante depresión de 2029, los hijos de aquella generación desgarrada por la ruina y el éxodo comienzan a recuperar algo de lo mucho que perdieron. Algunos logran reconquistar los apartamentos en que nacieron, en Manhattan o East Flatbush, Brooklyn, tras acreditar que cuentan con un empleo solvente. El país ha dado vueltas y vueltas desde 2029: los republicanos se han radicalizado hasta el fascismo y los demócratas hasta el socialismo. En algún momento, ambas corrientes se han vuelto intercambiables.
         La economía empieza a reconfigurarse a partir de cero, luego de que un “nuevo dólar”, revalorizado por el “báncor”, logra estabilizar las finanzas. La nación parece reconstruirse lentamente, pero algo hace sospechar que el riesgo está a la vuelta de la esquina. Entre el tedio y la inseguridad, algunos prefieren emigrar internamente, hacia el Estado Libre de Nevada, que se ha independizado de Washington. Allí el impuesto fijo, en 2064, ha subido a un 11%, pero el mundo está peor: Indonesia ha invadido Australia y Rusia ha anexado Alaska.
          

miércoles, 15 de abril de 2020

Breve teoría del aburrimiento

Se atribuye a Hesíodo la frase de que el “ocio es la mayor de las vergüenzas” y Giacomo Leopardi dejó escrito que el “tedio es la más estéril de las pasiones humanas”. Los dos, Hesíodo y Leopardi, eran poetas y difícilmente podrían comprenderse las culturas de la antigüedad griega y del romanticismo italiano, a las que perteneció cada uno, sin aquello que en la Grecia clásica o la Italia del XIX llamaban “ocio creador”.
         Thorstein Veblen, un importante sociólogo estadounidense que ya nadie lee, escribió un estudio titulado Teoría de la clase ociosa (1899) que, como tantos libros valiosos del pasado siglo, tradujo y editó el Fondo de Cultura Económica. Veblen sostenía lo contrario de Leopardi: el ocio no era estéril sino sumamente útil, sobre todo en la ardua tarea de construir reputaciones sociales. La reputación moderna, según el sociólogo, no se basaba únicamente en el trabajo, sino en la capacidad de consumo y la disposición de tiempo libre de cada quien.
         Ocio y consumo eran, al decir de Veblen, dos formas del derroche. El primero, un derroche de tiempo; el segundo, un derroche de bienes. El ocio, así entendido, no era exactamente lo mismo que el tedio creador, ni lo mismo que el aburrimiento, que se asocia generalmente con la parálisis y la abulia. No es el tedio o el ocio, sino el aburrimiento, el gran mecanismo de control social de las sociedades modernas.
         En una de las pocas cosas que atinó Francis Fukuyama, en su mal leído ensayo El fin de la historia y el último hombre (1992), fue en la sospecha de que un mundo sin revoluciones ni utopías, perpetuamente regido por la democracia liberal, depararía “siglos y siglos de aburrimiento”. Pero no es en Fukuyama o Shopenhauer donde habría que encontrar las más profundas reflexiones sobre el aburrimiento. Es en la novela El legado de Humboldt (1973) de Saul Bellow donde se lee algo cercano a una teoría del hombre aburrido.
         Aquella novela de Bellow contaba la historia de un poeta norteamericano de mediados del siglo XX, Von Humboldt Fleisher, que al morir deja la misma herencia a su viuda y a su discípulo, el escritor y crítico Charles Citrine, narrador de la historia. El legado es un guión que cuenta el triste y solitario final de un escritor de éxito, abandonado por su esposa y su amante, en el momento de mayor reconocimiento literario. La historia del guión de Humboldt se repite en la vida de Citrine.
         Es en aquella desolación que Citrine formula su teoría del aburrimiento. A partir de lecturas de Stendhal, Flaubert y Baudelaire, Citrine llega a la conclusión de que los periodos más duraderos y estables de regímenes absolutistas y totalitarios, como las monarquías borbónicas, el zarismo ruso o los comunismos soviético y chino, se basaron en el aburrimiento de las masas. El terror requería de “edificios aburridos, incomodidades aburridas, supervisión aburrida, burocracia aburrida, prensa insípida, educación insípida, mercancías insípidas y trabajos forzados”.
         Las revoluciones eran, justamente, lo contrario del aburrimiento, lo opuesto del totalitarismo. Una revolución como la francesa  de 1789, en la que Mirabeau y Sade entraban y salían de la cárcel, sin aburrirse, u otra como la rusa de 1917, en la que los artistas construían escaleras al cielo, en forma de espirales, eran la apoteosis del “interés radiante”. Cuando Trotski formuló su teoría de la “revolución permanente”, según Bellow, pronosticaba el aburrimiento futuro.
         Aquel aburrimiento totalitario, agregaba el escritor norteamericano, no estaba desligado de la opulencia, como había advertido Veblen. A partir del valiente libro del marxista yugoslavo Milovan Djilas, La nueva clase (1957), Bellow describía los banquetes nocturnos de doce platos, que daba Stalin en el Kremlin, como el sumun del aburrimiento. Tan aburridos llegaban a estar los subalternos, bromeaba Bellow, que algunos preferían ir al gulag a la mañana siguiente.

viernes, 3 de abril de 2020

El virus y los filósofos

Recordaba Louis Althusser que Lenin declinó una invitación de Máximo Gorki, en Capri, para debatir temas filosóficos con los otzovistas, porque, a juicio del bolchevique, “la filosofía divide mientras la política une”. Althusser cambió la fórmula y sostuvo que no era la política sino la ciencia la que podía unir a los hombres.
         En estos días de pandemia comprobamos que tanto la filosofía como la política dividen. Todos, filósofos y políticos, llaman a la unidad y la solidaridad, a la acción coordinada y fraterna contra una plaga que no distingue entre clases, razas, género o nacionalidad. Pero por debajo del tono salvador, unos y otros usan el virus para hacer avanzar sus teorías o sus prioridades de gobierno u oposición.
         El italiano Giorgio Agamben, autor de clásicos del pensamiento contemporáneo como Homo sacer (1998) y Lo que queda de Auschwitz (2000), ha visto el coronavirus como subterfugio para la normalización del estado de emergencia. El francés Jean-Luc Nancy, amigo de Jacques Derrida, y, como Agamben, pensador de la comunidad y la soberanía, rechazó la lectura del italiano en un texto para el blog Antinomie.
         Pareció a Nancy que Agamben minimizaba la letalidad del Covid-19, que equipara a cualquier gripa. El francés advertía a su colega que aún no existe cura para el coronavirus y aprovechaba para cuestionar la premisa filosófica de la biopolítica. Terció entonces en la polémica otro filósofo italiano, Roberto Esposito, que en su obra dialoga constantemente con ambos, Agamben y Nancy.
         Según Esposito, Nancy carga con prejuicios contra la biopolítica heredados de Foucault y, sobre todo, de Derrida, pero coincide con él en que hay que comprender la pandemia en su especificidad global, sin analogías fáciles con epidemias previas. La plaga es real, no una invención, y las cuarentenas, las restricciones de movimiento y el monitoreo digital de infectados nada tienen que ver con campos de concentración.
         En otra latitud del pensamiento, la neomarxista, el virus también divide. Slavoj Zizek no ve la pandemia como una amenaza que contribuirá a normalizar el estado de excepción sino como un “golpe tipo Kill Bill al capitalismo” que, luego de una reacción nacionalista y xenófoba, despertará el comunismo dormido de la juventud pro Bernie.
         No excluye de ese golpe a ningún capitalismo, el americano o el europeo, el chino o el ruso, con lo cual se coloca más allá de tanto “socialista” latinoamericano que ve a Beijing y Moscú como garantes del bloque bolivariano. En su respuesta a Zizek, el surcoreano afincado en Berlín, Byung-Chul Han, sostiene que no hay que esperar tal revolución viral.
         Han sabe de lo que habla y llama a abandonar esos reflejos apocalípticos y utópicos, que anuncian el desplome del capitalismo. Nada más hay que ver las reacciones de los estados para sospechar que saldremos de esta con más autoritarismo y más capitalismo –esa mezcla es el siglo XXI-, aunque con algunas vueltas a Keynes.