Alguna vez destacamos aquí el sentido arqueológico que Antón Arrufat otorga a sus prosas sobre crítica o historia de la literatura cubana. Hay en Arrufat una cada vez menos frecuente relación familiar con los escritores cubanos de los dos últimos siglos. Una relación que, por ser filial, es más exigente o exclusiva.
En el trato con la tradición literaria cubana, Arrufat es un continuador de Virgilio Piñera, quien pensaba que la nómina de "grandes poetas" del siglo XIX debía reducirse a doce y esos doce, tal vez, a uno, Julián del Casal, "el único entre ellos con algo parecido a un plan poético". En una conocida y dura reseña de la Antología de la novela cubana (1960) de Lorenzo García Vega, aparecida en Lunes de Revolución, Arrufat sostenía que sobraban muchos novelistas en la misma y, a la vez, faltaban unos pocos.
Uno de los que faltaba en aquella antología, según Arrufat, era el poeta y cuentista habanero Ramón de Palma y Romay (1812-1860). Abogado y redactor de importantes publicaciones de la ciudad, como El Plantel y El Álbum, Palma fue, además, autor de la rara novela El ermitaño del Niágara, aparecida por entrega en el Diario de la Marina en 1845, al año siguiente de la fundación de este importante periódico cubano.
Hace unos días, en el Colegio de San Gerónimo de La Habana, Arrufat volvió sobre la figura de Palma, en una conferencia con motivo del bicentenario del escritor habanero. Reproduzco con su consentimiento dicha conferencia, en la que se plasma esa poética de la tradición, distintiva de la crítica literaria de Arrufat.
Fin de la Pascua o triunfo de la censura.
Antón Arrufat
Podría decirse que Ramón de Palma no tuvo la
vida que merecía, que la suerte no lo acompañó, y que después de su muerte,
acaecida a los cuarenta y ocho años, se convirtió en mala suerte póstuma. No
intento llamar la atención sobre este escritor utilizando recursos
melodramáticos o el encanto de lo patético. Es inevitable, no obstante, que
ciertas vidas causen una singular
desazón, la que provocan hechos inconclusos, mutilaciones, las existencias
desdichadas… Al final y en rigor ¿qué cosa es tener mala suerte? O con mayor exactitud, en el caso de Palma,
¿en qué consiste la mala suerte para un escritor? ¿Por qué alguien no tiene la
vida que merece?
Palma
nace en una familia venida a menos. A los cinco o seis años de edad, muere su
padre, abogado de renombre, con clientela, pero que no deja tras de sí bienes
de fortuna. “En una mala escuela—cuenta Anselmo Suárez y Romero—aprende las
primeras letras” Toma luego lecciones de latín, algo de filosofía, y por último
se ve obligado por las circunstancias a seguir el ejemplo de su padre difunto y
estudiar para abogado, profesión que detesta. A tan riguroso desdén lo califica
Anselmo Suárez, quien fue su amigo y, por habitar en dos casas habaneras
contiguas, pasan juntos muchas horas del día, de “una repugnancia invencible.”
Los
abogados que aparecen en sus textos no son vistos con buenos ojos. En su
relato, El cólera en La Habana, uno
de sus personajes, el licenciado Osorio, licenciado en jurisprudencia, recibe
de parte del narrador numerosos epítetos despectivos, “abogado ramplón”,
“picapleitos”, y en descargo de su “incapacidad forense” nos cuenta que
emprendió dicha carrera sin vocación, que le interesa más la cocina y los
buenos platos que las leyes, como a Ramón de Palma le interesa más la
literatura que el foro. El retrato del Licenciado Osorio se cierra con una
confesión, entre humorística y doliente: “la había errado”.
Es lícito pensar que Palma escribe esta
confesión singular de un hombre equivocado, como conclusión personal de su
propia vida. Haberla errado para él significa una severa mutilación: sentir que
entrega su tiempo, el tiempo de su realización personal, a un oficio que no le
interesa ni posee vínculo alguno con su vocación original, y que tan sólo le
sirve para subsistir, y dado el desánimo en ejercitarlo, subsistencia no muy gratificante.
Antes de vestir la toga y aceptar clientes o
litigantes, cree que si trabaja y se pone en serio a escribir ganará algún
dinero. Tal ganancia, completamente hipotética en una sociedad “donde las
letras son miradas con general indiferencia”, como observa Suárez y Romero,
legitimaría ante su familia y amigos su vocación de escritor. Muy joven inicia
la publicación de poemas y artículos. En un pequeño cuaderno aparece una colección
de octavas reales bajo el título Atributos
a la hermosura. 1833. Cuenta veintiún años de edad.
Toda la obra que Palma escribe es obra de un
adolescente o de un joven recién salido de la adolescencia. No tuvo años de
madurez, no envejeció. En las primeras décadas del 19 es lo que se espera de un
joven escritor: romántico con dejos positivistas, provocador, afanoso de
construirse una identidad dentro de la invención de un país que no existe como
nación independiente, partidario de las representaciones teatrales, gustador
de paseos y bailes, inclinado a la
escritura y la experimentación en todos los géneros literarios conocidos,
asistente asiduo a los cenáculos y fundador de publicaciones efímeras,
apasionado por la biografía de héroes medievales, vehementemente erótico a
distancia.
Dos de sus amigos, el ya citado Anselmo Suárez
y Pedro José Guiteras, quienes lo admiran como escritor, coinciden en
describirlo de modales desembarazados y voz varonil y acentuada, la boca de
labios fruncidos, mediana estatura y cuerpo musculoso. Asiste al gimnasio, y
como hijo de familia respetable, practica la equitación y la esgrima. De
bruscas respuestas y salidas de tono, inesperadas melancolías, discutidor y
exaltado, capaz de retar a duelo a cualquier contrincante. Ha empezado a
quedarse calvo -- como lo muestran los retratos. Lo que solamente sus dos
amigos insinúan y estos retratos manifiestan con claridad: sin duda es un
hombre feo.
Tiene por la poesía una pasión juvenil. Aunque
alcanza a darse cuenta de que sus versos valen poco, a veces los llama
“mezquinos”, insiste en escribirlos y lo único que recoge en vida en tres
libros, Aves de paso, Melodías poéticas y
Hojas caídas, publicados con
urgencia, uno tras otro, entre cortos años de separación, 41,43, 44, cien
poemas en total, tres libros de los que solamente interesan hoy a la posteridad
sus prólogos que forman una poética personal, amargos, lúcidos y sombríos, en
los que este hombre, de sensibilidad inteligente, descarta la posibilidad de la
misión social del poeta, misión que incesantemente preconiza su amigo Domingo del Monte, a quien
Palma pareció siempre estar unido, por una poesía de confesión personal, capaz
solo de entretenernos, semejante al vuelo de las aves de paso.
Romántico empedernido, experimenta sin embargo
los peligros de su escuela, con su irónico sentido del humor, burlándose
intenta sortearlos con algunas rigideces neoclásicas o contenciones realistas,
polemizando públicamente en contra del romanticismo, afirmando, en forma de
singular castigo o flagelación espiritual, que ha pasado, que es escuela
envejecida, que se trata de imitaciones de un estilo demodé, sorprendente
afirmación desmesurada, hecha en 1838, en las páginas de los diarios habaneros,
tan solo ocho años después del escandaloso estreno de Hernani en Paris, del chaleco rojo de Théophile Gautier, cuando el
romanticismo se halla en el esplendor de su influencia casi planetaria.
Sus poemas, contaminados por un erotismo
anhelante, aunque no le dan las cantidades que necesita para sobrevivir, en
cambio le crean cierto renombre de poeta. En todo caso la poesía mediana ha
contado con lectores entusiastas y de inmediato olvidadizos. (Menéndez y Pelayo
considerará su extenso poema “El fuego fatuo” como una pieza magistral.) No
obstante esta confusión, su auténtica magnitud y osadía artística ha de
manifestarse en sus textos en prosa, ensayos y ficciones, en singulares y
deliciosos artículos estructurados como pequeños relatos, y en su capacidad y
pasión como editor literario. Tres publicaciones importantes funda, dirige solo
o codirige, en ocasiones a la vez: Aguinaldo
habanero, El Álbum, El Plantel.
Como si fuera también un impresor llega
temprano al taller, pasa las horas del trabajo, revisa, compone eligiendo el
tipo y tamaño de las letras, lee en voz alta el texto, persigue las erratas,
selecciona ilustraciones y viñetas, y escoge el lugar donde han de aparecer, se
inclina sobre la página compuesta con la avidez de quien espera cierta especie
de confirmación, no solo literaria, al mismo tiempo y en mezcolanza, económica,
oliendo el olor a plomo caliente y oyendo el ruido de la impresora manual.
Estas empresas editoriales resultaron ilusorias, eran eso, una ilusión ardiente
y una fría decepción final. Duran unos meses, a veces un año, a veces tan solo
dos.
De las tres que Ramón de Palma publica como
editor, El Álbum es la más
importante. Revista de pequeño formato, en octavo, de treinta y cuatro páginas,
muy del gusto romántico, impresa en los talleres de la calle Villegas y después
en los de Obispo, el año clave de 1838, en buen papel español. En los
ejemplares que se conservan, se mantiene resistente y sin perder su blancura
original. La impresión modesta, encuadernado a la rústica, encantadora edición,
breve y juvenil. Por su tamaño, por su nitidez, parece apropiada para las manos
de una muchacha, y ciertamente, son las jóvenes — las que saben leer en esos años
de analfabetismo femenino—, quienes mayor consumo hacen de El Album.
La publicación dura un año. Se publica
mensualmente, sin día determinado. Cada número con una portada idéntica, un
recuadro a línea, el nombre de la publicación y del editor, fecha y lugar de impresión. Para cada mes, no
obstante, varia el color de la portada. Un rosa en mayo, verde en agosto, para
septiembre ocre, un amarillo en enero. Cuatro reales la suscripción. Cada
número lleva una lista de suscriptores.
Al parecer les complace encontrar sus nombres y títulos académicos en esas listas, y Ramón de Palma no es remiso en halagarles
la vanidad. Además, seguramente la aparición impresa de ciertos nombres otorga
prestigio a la publicación. La suscripción costea en parte los gastos —El
Album, según carta de González del Valle, no pudo pagar derechos de
autor— permitiendo a estas publicaciones
literarias durar cortos períodos. Los editores ponen de su propio peculio —el
que pierden a la postre— y los mismos
escritores que publican en sus páginas. Suárez y Romero, desde su ingenio Surinam, remite
los cuatro reales de la suscripción a El Album, donde a la vez aparecerá
una de sus primeras narraciones, Carlota
Valdés. La mayoría de los suscriptores pertenecen a la clase media, profesionales,
médicos con aficiones literarias, jurisconsultos y profesores de colegio. Llega
a contar 438 suscriptores. El ejemplar, con el nombre del suscriptor en el
sobre, quien abonará el importe al recibirlo, se envia individualmente con un
mandadero a su casa. Los no suscriptos pagarán seis reales, es decir, dos
reales más.
El Album es una publicación minoritaria, en un país donde las
clases altas no se preocupan en demasía por la literatura y el pueblo, compuesto
en su mayoría de esclavos que no pueden leer ni escribir, tampoco ha de permitirse tal preocupación. En ciertas casas,
familias de moderados ingresos celebran tertulias, se lee en voz alta y se
recita, y las muchachas tocan el piano. Estas jóvenes —las vírgenes del
romanticismo— que viven virtualmente encerradas, son lectores potenciales de revistas y sobre
todo de novelas en folletin. Los relatos de cierta extensión aparecidos en El
Album se imprimen con interrupciones, siguiendo en algo esta forma
periódica. En la correspondencia de
Carlota Milanés con sus hermanos José Jacinto y Federico, se describe la
actividad de estas tertulias domésticas y el interés de algunas señoritas por la lectura.
En verdad, tras esta apariencia deliciosa, llena
de encanto e ingenuidad, tras estas páginas de blanco papel y delicadas
viñetas, se oculta la acción implacable de la censura. Ya antes, siempre antes,
previamente a la aparición de El Album , antes de que pudiera imprimirse
y venderse, Ramón de Palma, por orden de la ley, deberá obtener, tras largas
gestiones en las oficinas gubernamentales y mediante el pago de una fianza, la
necesaria licencia del gobierno colonial. Se le ha dado a firmar un documento
en el que promete y se abstiene, para que su revista pueda circular entre
subscriptores exclusivamente, de ocuparse de temas políticos o reflejar
inquietudes sociales, solo “amena literatura.” Obtenido el permiso de
impresión, el editor de El Album se compromete a entregar al censor, con quince
días de anticipación y en pruebas de imprenta, los materiales que se propone
imprimir.
El señor suspicacia, como llama al censor
González del Valle, sentado tranquilamente en su oficina, con un implacable
lápiz rojo tacha uno tras otro los materiales donde descubre siniestras
intenciones en cualquier juego de palabras, alusiones que considera inmorales,
irreligiosas o subversivas. Así obliga a componer varias veces cada número,
encareciendo el costo de la impresión y atrasando la salida, hasta forzar
lentamente a que desaparezca arruinado.
En una estremecedora carta remitida a Domingo del Monte, le da cuenta
Ramón de Palma de estas vicisitudes con la censura previa, con el lápiz rojo
del censor, sus contratiempos y disgustos, “aunque nadie aquí se halla excento
de ellos”, “pierdo días de trabajo”,
pero “después vuelvo a la tarea como las hormigas.” Y de pronto concluye con
esta observación oscuramente desolada: “aunque no puedo escribir lo que
quisiera –le confiesa Palma a su amigo-, también es verdad que tampoco escribo
lo que no quiero.”
La censura ha servido, entre cosas infames,
para dañarlo como escritor. Las publicaciones que funda, en las que invierte
dinero, al cabo de unos meses, dos años cuando más, fracasan y van a la
quiebra. Cada uno de estos fracasos lo aproxima al ejercicio detestado de la
abogacía. “¿Qué he de hacer, amigo mío? ¿Qué he de hacer? Es preciso vivir.”
Todas estas publicaciones –dice Enrique Piñeyro en su biografía de
Zenea—miradas con desconfianza, sus redactores eran hijos del país, “vegetan a
manera de hongos, calladamente y en la sombra.”
No
conozco una historia cubana de la censura. Quizá nadie entre nosotros la ha
escrito. La censura previa es un mecanismo destructor inventado por la
administración colonial española. Flaubert y Baudelaire, por Madame Bovary y por Las flores del mal, acusados de ultraje a la moral pública y
religiosa y a las buenas costumbres son objeto de un proceso judicial y llevados ante los
tribunales, en siglo 19 francés. Pero sus obras están impresas, la de
Baudelaire en forma de libro y la novela de Flaubert en varias entregas de la Revue de Paris, y circulan entre los
lectores. La censura previa impide que la obra aparezca tal como ha sido
concebida y escrita, la tacha desde antes, y nadie, ningún lector, podrá
conocerla como es originalmente. El censor ofrece su versión expurgada, los
originales casi nunca serán encontrados. Este hacer y rehacer sin duda daña y
enferma al escritor. Desde antes de encontrarse con el censor, Ramón de Palma
violenta su escritura, inhibe ciertas partes, presiente que el censor levantará
su lápiz rojo y dirá con todo el poder del gobernador general y del ejército
español en su voz: “esto no, Palma, esto no va”, y el lápiz color sangre irá
escribiendo otro texto, un texto casi conjunto, espuria mixtura, que solamente
será firmado por Palma, cuando en rigor podrían firmarlo los dos. Toda censura
previa engendra en el escritor la enfermiza autocensura. Sus textos vacilan, en
el momento de escribirse, buscando aquello que el censor tal vez aprobaría,
censurándose de antemano, en busca de las palabras menos reveladoras.
Del silencio de la historiografía cubana
acerca de la previa censura, de esta manía escapista, de este afán de huir que
todos tenemos al volver la cara ante los problemas graves que nos hacen año,
que nos rebasan, como la esclavitud y su influencia nefasta en nuestra manera de vivir, de tratar a los
niños y a las mujeres, casi nadie parece haberse ocupado. De eso no se habla, y
volvemos el rostro en busca de un lado más ameno, incluso bucólico.
Hacia el final del siglo 19, el gran escritor
Ramón Meza es quien ha de ocuparse en fragmentar este silencio, volver la
cabeza hacia lo feo de nuestra historia y de nuestra herencia: referirse al
oscuro asunto de la previa censura en el Examen a la obra póstuma de Aurelio
Mitjans, escrito en 1891. “La odiosa tarea que le estaba encomendada --a la
censura previa y su equipo, integrado por varios seglares y presbíteros--, ha
sido tan funesta en nuestra producción literaria que su estudio resulta digno
de la mayor amplitud.”Destinada a reprimir la libertad del pensamiento y de la
imaginación, la previa censura, sin principio fijo ni criterio literario, fue
un instrumento al servicio de un gobierno despótico e intolerante, temeroso
siempre de que en Cuba ocurriera cuanto había ocurrido en el resto de América
Latina.
No es posible ignorar, durante la lectura de
una obra escrita en estos años aciagos, que antes han sido juzgadas y cortadas
por el censor español. José Antonio Echeverría, en una carta dirigida a Milanés
el 18 de octubre de 1837, estampa esta confesión de impresionante impotencia: “estamos
condenados a callar y a hacer versitos de amores.” Encuentro en la Revista
histórica..., publicada por Escoto
la sentencia relampagueante del español Francisco P. Mellado que aquí cito: “la
pluma del escritor y la del censor son como el cuerpo y su sombra: una crea, la
otra borra”
¿Qué ha borrado el censor en los varios textos
notables de Ramón de Palma que aparecen en las páginas blancas y resistentes de
su atractiva revista El Álbum? Imposible saberlo. No hay más
que lo que vemos impreso. Tanto me hubiera gustado encontrar el original de Una Pascua en San Marcos o de un Lance de honor, las primeras pruebas de
imprenta, mirar el trabajo oculto del
censor, las tiras pegadas, las tachaduras y las desgarraduras nerviosas, las
marcas color de sangre de su lápiz. De algo puedo estar seguro, estoy ante una
obra mutilada, como si estuviera ante una estatua a la que le han cortado la
cabeza o los brazos. Por supuesto, leer con la inquietud de que algo falta, es
uno de los más recónditos y perversos triunfos de la censura: no sólo censurar al autor, sino que, retrospectivamente, ha censurado a
su lector futuro.
Después de padecer que el censor pusiera las
manos en sus textos con el propósito de esterilizarlos, volverlos inofensivos y
pueriles, a Ramón de Palma, hombre de extraña mala suerte, iba a tocarle
una imprevista conmoción en la pequeña
ciudad letrada de La Habana, producida por uno de sus propios relatos, Una Pascua en San Marcos. En verdad, más
que una conmoción pública --aparecen en la prensa habanera solamente dos
artículos polémicos, uno en contra y otro a favor--, se trata de una grave
conmoción privada. Varias cartas se hallan recogidas en el Centón epistolario
sobre la inmoralidad que representan las dos protagonistas femeninas de Una Pascua, otra en que Félix Tanco, por
interpósita persona, en este caso Domingo del Monte, amenaza a Palma con
escribir para un periódico una violenta crítica con que darle “una zurra que
cause misterio” (Expresión que nunca he entendido a qué se refiere.) Hay otras
cartas sucesivas con opiniones favorables, como la de Milanés y la de José Luis
Alfonso, y adversas como la de Rafael Matamoros.
La reacción más tumultuosa y reveladora radica
en la carta que remite Lorenzo de Palma, uno de sus hermanos. Alguien ha usado
la expresión “familiares atribulados” Lo
cierto es que dicha carta, escrita en un tono contenido y en apariencia
suplicante, el tono de quien pide un favor y
oculta a la vez un profundo disgusto, evidencia que no hay tal
tribulación familiar, y que en su lugar se ha producido un serio disgusto, un
dramático pleito doméstico, que los implica a todos, entre ellos a la
propia madre de Palma. A uno le parece
oír en la carta del hermano ofendido,
las reconvenciones, incluso los gritos que se produjeron en la casa de los Palma, tras la lectura del
artículo y principalmente del relato. Reproches por abandonar los estudios de
derecho, para dedicarse a la literatura, que no da dinero con el cual ayudar a
la debilitada economía familiar y no solo esto, que produce graves disgustos y
escándalos públicos que atentan contra el buen nombre de la familia, contra su
honra. La carta se refiere a “defectos
que se advierten en dicha obrita”, por
desgracia tan graves que “ruborizan a los que están ligados a su autor”. Menciona lo que han sufrido con el “justo
reproche que sobre sus faltas le ha dirigido el articulista que se firma
Amaranto” (Seudónimo de Manuel Costales.)
Han soportado el cargo gravísimo
y merecido que se le acaba de hacer a uno de los miembros de la familia.
Después la carta menciona los extravíos de la imaginación, novelita de vituperable. Sin duda la carta no
está escrita por Palma. Del Monte complació a la familia e interpuso su
mediación: Félix Tanco no escribe el artículo con la misteriosa zurra.
Lo que más sorprende y más ruido hace es el
silencio de Palma. Nunca, en lo adelante, mencionará este asunto, ni la
conmoción ni la reacción de su familia, ni por escrito ni en carta a los
amigos. Permanecerá callado. Cuando El
Album deja de publicarse por falta de dinero y por la acción perversa de la
censura previa, Palma abandona la casa y emprende en un barco un viaje a
Matanzas, donde ha de residir por más de dos años, dispuesto a ganarse la vida
como profesor de un colegio de segunda enseñanza.
Se encuentra en el Centón Epistolario una carta, escrita desde aquella ciudad, el 31
de julio de 1841, que no he podido leer sin un estremecimiento. Enterado de que
Domingo del Monte hará un viaje al Norte, le pide en ella que le deje su
puesto, “quedar de sustituto de usted”, dice, en la secretaría de la empresa de
Cárdenas, si acaso le merece estimación, “encarecerle las ventajas que me
proporcionaría ese destino, sería decirle todas las cosas que usted debe
presumir; solo me contento con manifestarle que saldré de esta malhadada
tierra, donde me ha cabido tan mala suerte que he estado a punto de perder el
juicio”. Sin embargo cree que su estrella es tan mala que seguramente le ha
hecho llegar tarde llegado en su petición. Reproduzco a continuación el párrafo
que más me conmueve, se refiere a la posibilidad de que exista alguna objeción
para dejarle el puesto mientras dure
viaje de del Monte, “ y por lo que hace a la letra —promete como un niño
necesitado--, espero tenerla buena dentro de quince días, de lo cual podrá
usted juzgar por la presente, aunque no sea bonita, es bastante clara y limpia,
que es cuanto se requiere.”
Me
queda por citar de esta carta doliente una triste comparación: “si es verdad
que va usted a viajar y que no tiene ninguna pena que le perturbe el placer de
vagar libremente por esos mundos, yo lo contemplaré como el pájaro que mira
desde su jaula al que vuela en libertad por el espacio. Pero ya es tiempo de
renunciar a las ilusiones y de entrar con resignación por el carril que a cada
uno le ha señalado la mano de Dios: el mío es áspero y continuado, pero lo
seguiré con calma hasta su fin.”
La respuesta del amigo amantísimo a esta
petición con visos de irrealidad, no la sé, no la he encontrado. Domingo del
Monte permanecerá cuatro meses viajando por el Norte, vagando libremente por
esos mundos Al cabo de un tiempo, el pájaro preso que lo contempla desde su
jaula, regresa a La Habana, a la jaula de su casa. Con calma seguirá por su
carril, de continuada aspereza, hasta el fin.
Otra decisión ha tomado: por largo tiempo,
siete años en total, no escribirá un nuevo relato. Publicará deliciosos cuentos
en forma de artículos o artículos a la manera de un cuento, mezclando ambos
géneros, “Un día de sur”, “Horas de la vida” Terminará sus estudios de
jurisprudencia y vestirá, al fin, la toga de abogado. La legitimación
espiritual y económica que la literatura podría haberle ofrecido, según él
esperaba, al parecer no ha de llegarle.
Hasta aquí cuanto he podido decirles. Poco se
sabe, poco sabemos, poco sé sobre la vida de este escritor. En una sentencia que me complace citar y que
a cada rato viene a mi boca, dice Stevenson que el encanto es una cualidad del
escritor. Sin encanto no hay literatura que valga la pena.
El hecho de que Ramón de Palma permanezca en
nuestras letras como un joven que abandona la escritura a los treinta y tres
años, que se considera de mala suerte y guiado por una mala estrella, le
otorga, al menos para mi, un encanto
perdurable. Es lástima que Cira Romero no se decida a recopilar toda su obra,
es lástima de que de aquellos cuatro tomos, organizados en 1861, a un año de su
muerte, solamente se publicara uno con sus
poemas y los demás se perdieran. En los otros tres se hallaba lo mejor de su obra. Es lástima.
¿Acaso esto aumenta su encanto?
Gracias
por escucharme.