Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

lunes, 26 de abril de 2021

Marx y el culto a la personalidad



Como la censura, la burocracia o la represión, el culto a la personalidad fue un componente central de los socialismos reales y regímenes comunistas del siglo XX y lo que va del XXI. No fue históricamente privativo de esos sistemas, ya que también hubo culto a la personalidad en los fascismos, los populismos y algunas democracias. Pero fue especialmente recurrente en experiencias históricas que postularon ideologías de Estado marxistas y leninistas. 
   Karl Marx, sin embargo, fue crítico del culto a la personalidad, que percibió como un elemento de los nacientes despotismos modernos o “bonapartismos” de la segunda mitad del siglo XIX. Además de enemigo incansable de las monarquías absolutas europeas, Marx cuestionó toda la parafernalia plebiscitaria –tan cara a los nuevos populismos- que se invirtió en la legitimación de líderes como Napoleón III en Francia y Otto von Bismarck en Alemania. 
   Pero Marx no sólo criticó el culto a la personalidad de monarcas o políticos conservadores. También atacó a fondo el narcisismo de líderes populares de la izquierda europea de la generación de 1848. Ahí están, por ejemplo, sus burlas a Mazzini y a Bakunin o a Marc Caussidière y Louis Blanc, al principio de El 18 Brumario de Luis Banaparte (1852), por creerse los Danton y los Robespierres de la nueva revolución. 
   Y ahí está, también, su brillante libro con Engels, Los grandes hombres del exilio, escrito en 1852, pero que, a diferencia del 18 Brumario, cayó en un conveniente olvido por el malestar que generaba tanto entre socialdemócratas de la Primera y la Segunda Internacional, como en leninistas y estalinistas de la Tercera.
   Este libro de Marx y Engels, rescatado hace algunos años en Buenos Aires, por la marxista argentina Laura Sotelo, puede ser leído como una crítica al culto a la personalidad entre los líderes de una revolución popular o un movimiento populista. Marx hizo un recorrido por la prensa europea de los años posteriores a la Revolución de 1848 y encontró que varios intelectuales y políticos alemanes, como Gottfried Kinkel, August Willich, Karl Schapper y Arnold Ruge, circulaban como las figuras cimeras del socialismo revolucionario. 
  Algunos de ellos debieron exiliarse tras la represión contra el movimiento del 48 y se establecieron, brevemente, en Londres, donde Marx vivió desde 1849. En los periódicos londinenses, Marx observó cómo se construían perfiles gloriosos de aquellos exiliados alemanes, que se presentaban como “almas de la nación”. El culto a la personalidad recurría a todas las claves imaginables en la literatura antigua o moderna: Shakespeare y Goethe, Cervantes y Ariosto, Heine y Diderot. 
  Es este, como bien dice Sotelo, el libro más literario de Marx, donde los “grandes hombres del exilio” no son más que caricaturas de próceres construidas a partir de viejos modelos de representación. La forma en que se idealizaban las biografías de esos “héroes” mostraba el interés de la opinión pública europea por una galería de figuras venerables que, a juicio de Marx, robaba protagonismo a los líderes obreros. Se edificaba, por ese camino, una suerte de bonapartismo de segunda, que glorificaba a ciertos caudillos intelectuales y políticos. 
   Ese era el culto a la personalidad que molestaba a Marx y que, en buena medida, como observara José Aricó, provocó su excesivamente adverso retrato de Simón Bolívar. La crítica al heroísmo romántico, en Los grandes hombres del exilio, implica también un cuestionamiento a fondo de buena parte de la literatura biográfica moderna, por lo menos, hasta Thomas Carlyle. 
   De ahí que sea tan revelador el renacimiento de la literatura biográfica y heroica bajo el estalinismo, el maoísmo y otros experimentos comunistas del siglo XX, que implementaron el culto a la personalidad de sus líderes, en nombre de Marx. Como en tantas otras cosas, en esta, Marx fue desvirtuado por sus herederos.

viernes, 9 de abril de 2021

Víctor Serge: la evasión posible





Las palabras iniciales de Memorias de un revolucionario (1947) de Víctor Serge, escritas en su exilio mexicano y rescatadas por Traficantes de Sueños, en traducción de Tomás Segovia, señalan un comienzo estremecedor. Decía Serge que desde su infancia había tenido la “sensación de vivir en un mundo sin evasión posible, donde el único remedio era luchar por una evasión imposible”. 
     En un ensayo memorable, que sirvió de prólogo a la edición de The Case of Comrade Tulayev (2003) de The New York Review of Books, y que tradujo Aurelio Major para Letras Libres, Susan Sontag denunciaba la “oscuridad” que rodeaba la obra literaria y el legado político de Serge. Una experiencia nómada, de permanente acción revolucionaria –y no, precisamente, de “compromiso” sartreano-, de lucha antifascista y antiestalinista, de meditación sobre el totalitarismo y escritura de la verdad, había nublado el reconocimiento y la posteridad de Serge. 
     A casi veinte años de aquel ensayo podría decirse que la opacidad de Serge ha ido disipándose. En francés e inglés circula buena parte de su obra y en español tenemos ediciones recientes de Medianoche en el siglo, Ciudad conquistada, Una hoguera en el desierto, El año I de la Revolución rusa, Lo que todo revolucionario debe saber, Los años sin perdón, además de las ya citadas Memorias y El caso Tulayev, en traducción de David Huerta. 
     Estudiosos como Alan M. Wald, Richard Greeman, Adolfo Gilly y Guillermo Sheridan han profundizado en la biografía errante de Serge –“nacido por azar” en Bruselas, hijo de ruso antizarista y noble polaca-, en sus vínculos no siempre coincidentes con el trotskismo y en su colaboración con círculos y publicaciones de la izquierda antiestalinista de Nueva York, en los años 40, como New Leader, Partisan Review, Politics y Socialist Call
     Un estudio recién publicado en la revista Historia Mexicana, de la historiadora Beatriz Urías Horcasitas, explora aspectos poco conocidos del exilio de Serge en México como su lectura del psicoanálisis y su relación con la colonia antiestalinista alemana, con el grupo de ex militantes del Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM), reunidos en “Socialismo y Libertad”, y con las revistas Análisis y Mundo en los años 40. 
    La amistad entre Serge y Julián Gorkin y el protagonismo que este trotskista valenciano alcanzó en la Guerra Fría Cultural contribuyó a colocar, engañosamente, tanto a Trotski como a Serge en el repertorio del anticomunismo de izquierda. Pero lo cierto es que ni Trotski, que fue asesinado en 1940, ni Serge, que murió en 1947, vivieron la Guerra Fría Cultural y nunca experimentaron un desplazamiento al liberalismo como el de Gorkin. 
    La clave de la divergencia entre Trotski y Serge, más allá de las críticas puntuales del primero al “anarquismo” del segundo, en los años del POUM en Barcelona, reside en que Serge sí llegó a hablar de “los errores y las culpas del poder bolchevique”, como se lee en “Treinta años después”, el apéndice que escribió en México a su libro El año I de la Revolución rusa (1928). Sin embargo, en ese mismo texto, donde no dudaba en usar conceptos como “totalitarismo” o “universo concentracionario”, para referirse al estalinismo, reiteraba su certeza de que la Revolución rusa de 1917 había sido el “acontecimiento más esperanzador y grandioso de nuestros tiempos”.  Como Trotski, Serge pensaba que no debía asimilarse el bolchevismo al estalinismo. 
    Revelador que en una revista como Cuadernos, del Congreso por la Libertad de la Cultura, que dirigió Gorkin, donde, además criticar a la URSS, se celebraron las revoluciones boliviana y cubana y se condenó el golpe contra Jacobo Arbenz, en Guatemala, aparecieran sus “Estampas mexicanas” (1953), donde decía, entre otras cosas, que los indígenas de México eran “los hermanos de nuestros mendigos de Rusia, siluetas pintadas por Brueghel” que siempre volvían a su mente.