Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

sábado, 26 de marzo de 2011

El Puente en su lugar

En los primeros años de la Revolución Cubana, varios poetas promovieron el debate sobre el papel de la poesía en el proceso político de la isla. José Álvarez Baragaño y Roberto Fernández Retamar escribieron cuadernos titulados Poesía, Revolución del Ser (1960) o En su lugar, la poesía (1961), en los que se demandaba el compromiso político del poeta y la puesta de la poesía al servicio del socialismo. 

En el suplemento literario, Lunes de Revolución, Heberto Padilla y Pablo Armando Fernández escribieron artículos como “La poesía en su lugar” o “Un lugar para la poesía”, en los que, junto a un cuestionamiento de las poéticas de Orígenes, se defendía una nueva lírica revolucionaria que abandonaba el viejo paradigma de la autonomía del arte. La antología de la poesía publicada por ediciones El Puente, el proyecto literario encabezado por el poeta José Mario entre 1960 y 1965, que acaba de compilar el poeta y crítico exiliado, Jesús Barquet, nos ayuda a comprender mejor aquel choque entre ideas y escrituras de la poesía en la Cuba de los primeros años revolucionarios. 

Cuadernos como El grito (1960) de José Mario o La marcha de los hurones (1960) de Isel Rivero, antecedentes de algunos de los mejores libros de poesía escritos en Cuba y publicados por El Puente en aquellos años, como Algo en la nada (1959) de Gerardo Fulleda León, 27 pulgadas de vacío (1960) de Silvia Barros, Silencio (1962) de Ana Justina Cabrera, Acta (1962) de Reinaldo García Ramos, El orden presentido (1962) de Manuel Granados, Mutismos (1962) y Amor, ciudad atribuida (1964) de Nancy Morejón, Tiempos de sol (1963) de Belkis Cuza Malé o La torcida raíz de tanto daño (1963) del propio Mario, hacen visible una zona oculta de la literatura cubana de aquellos años que intentaba decidir el lugar de la poesía fuera de la pugna entre Orígenes, Ciclón y Lunes

En la antología Novísima poesía cubana I, que prepararon en 1962 Reinaldo García Ramos y Ana María Simo, se expone aquella ubicación lateral en el campo literario cubano. García Ramos y Simo distinguían El Puente de la literatura editada en esas tres revistas y vindicaban sus orígenes, no en José Lezama Lima, Virgilio Piñera o Rolando Escardó –autores emblemáticos de cada una de ellas- sino en La marcha de los hurones de Rivero y El grito de Mario. Los responsables de aquella antología no sólo desplazaban radicalmente los linajes poéticos de la isla sino que enfocaban la relación de la poesía con el orden revolucionario de un modo herético. La poética que les interesaba a aquellos jóvenes era “producto de una necesidad imperiosa de expresión… de que el hombre está condenado inevitablemente a la impotencia, esté o no consciente de ello” y que esa “condena debe ser aceptada con dignidad”. Y agregaban: “el carácter definitivo de la Revolución, opuesto a esa actitud, lleva al poeta a sentirse aún más impotente. Es así como sus experiencias se vuelcan de súbito contra todas las manifestaciones del cambio revolucionario”. 

Esto era lo que pensaba, ¡en 1962!, aquel grupo de poetas cubanos jovencísimos. Claro que hubo conexiones entre la poesía de El Puente y la ideología revolucionaria, como puede leerse en poemas de Héctor Santiago Ruiz o Joaquín G. Santana, pero el centro de aquella poética generacional estaba en la marcha dislocada, en una peregrinación de la diversidad, “donde todos vamos separados/ acentuando nuestra absoluta soledad/ porque a una sola flexión de nuestra mente/ a una sola palabra/ proclamamos las enormes diferencias que nos envuelven”. Había, sin duda, una estética de la diferencia en El Puente, en el momento de la apoteosis de la identidad revolucionaria, relacionada con el hecho de que muchos integrantes de aquel proyecto eran mujeres, negros y homosexuales. 

La antología de Barquet, con las magníficas notas introductorias del propio Barquet, Sílvia Cézar Miskulin –autora del estudio más completo sobre aquel proyecto, Os intelectuais cubanos e a política cultural de la Revolución (2009), ya comentado en este blog- y de la profesora de St Joseph’s College, María Isabel Alfonso, se suma a una poderosa corriente de recuperación de aquella experiencia literaria, que en la última década ha producido algunos dossiers memorables en publicaciones de la isla o la diáspora, como la Revista de la Fundación Hispano-Cubana o La Gaceta de Cuba. El contacto directo con los textos de aquella generación, permitirá establecer mejor el lugar de El Puente en la historia intelectual cubana. Un lugar demasiado referido, hasta ahora, a la reacción de El Caimán Barbudo contra aquellos poetas –remedando un poco el gesto de Lunes contra Orígenes- y a la marginación que desde mediados de los 60 sufrió la mayoría de ellos.

martes, 22 de marzo de 2011

Simmel y el conflicto

La recuperación del fragmento sobre El conflicto (2010) de George Simmel (1858-1918), por la editorial madrileña Sequitur, viene a hacer visible por enésima vez el problema de las falsas novedades en teoría social. A diferencia de las ciencias exactas y naturales, donde lo nuevo llega a ser tal por medio de la demostración, en las humanidades, muchas veces la novedad no es más que una habilidosa operación en el vacío archivístico o en la reformulación de viejos argumentos.
En las ochenta páginas que dedicó al conflicto, dentro de su gran obra, Sociología. Estudio sobre las formas de socialización (1908), y que aparecieron sintetizadas en el artículo “The Sociology of Conflict”, publicado por el American Journal of Sociology, en 1904, Simmel dijo todo lo que había que decir sobre teoría del conflicto. Todo está ahí: la unidad, el antagonismo, la lucha, los celos, la envidia, la competencia, la exclusión, los gremios, el socialismo, el triunfo, la derrota y ¡hasta la reconciliación!
Como bien advierte en el prólogo Jerónimo Molina Cano, profesor de la Universidad de Murcia, uno lee a Simmel y siente que ha leído versiones recientes de esas ideas en la polemología de Gaston Bouthoul, en los tantos especialistas en resolución de conflictos que nos rodean y, por supuesto, en los no pocos neomarxistas, con Jacques Ranciere a la cabeza, que han vuelto a privilegiar la interpelación y el litigio dentro de las formas de socialización del siglo XXI.

domingo, 20 de marzo de 2011

Péguy y lo pueril

Ante un libro como Clío. Diálogo entre la historia y el alma pagana de Charles Péguy (1873-1914), rescatado recientemente por la editorial Cactus de Buenos Aires, es difícil reaccionar de manera coherente. Junto a una reflexión del mayor refinamiento sobre las discordancias entre memoria e historia y un ajuste de cuentas con Henri Bergson, que tiene más de homenaje discipular que de herejía insinuada, encontramos pasajes de evidente afectación.
La propia postulación de Clío como personaje que dialoga con Péguy y el consiguiente desdoblamiento de éste, el autor, en un interlocutor de ese diálogo, no puede menos que leerse como un ejercicio escolar, que avergüenza. Aún así, el recorrido por la poesía romántica francesa (Hugo, Musset, Lamartine, Vigny...), en busca de relatos del pasado, es sumamente virtuoso y nos persuade de la existencia de una lírica histórica que no ha merecido tanta atención como la novela histórica moderna.
¿Qué pensamos de Péguy? ¿Nos gusta o no? Es difícil saberlo. Hay momentos de este libro cuya puerilidad afina nuestro sentido del ridículo. Pero hay otros que disfrutamos, casi en la frontera de esa misma puerilidad. Por ejemplo, el maravilloso párrafo en que habla del error de haber nacido en ciertos años. Según Péguy, Lamartine y Vigny se equivocaron en sus años de nacimiento, a diferencia de Hugo, que nació con su siglo. Es evidente que Péguy se autorretrataba cuando describía aquel error en la fecha de nacimiento de Lamartine y Vigny:

“Cuando uno quiere apoderarse de un siglo, la primera medida a tomar es no nacer antes del comienzo de dicho siglo. Eso es un grave error. Es el error preliminar. Es el error que debía cometer ese gran despistado, ese gran entusiasta de Lamartine. Y que cometió infaliblemente. Nació en 1790, tal como aparece en los diccionarios. Esto significaba perder diez años. Era un mal comienzo”.

“Ese fue también el error que cometió Vigny. Al nacer en 1797, ya estaba cansado antes de empezar. Muerto en 1863, a los 66 años, ya no podía pretender nada. 66, 666… representa dos tercios de siglo. En última instancia, se podría llegar con dos tercios de siglo. Pero habría que ubicarlos justo en el medio del siglo y, si fuera posible, esos dos tercios uno a continuación del otro. De 1913 a 1979 quizá todavía se podría llegar a ser el hombre de un siglo”.

domingo, 13 de marzo de 2011

Desiguales e infelices


A pesar de las tantas impugnaciones que el utilitarismo liberal ha debido soportar en los dos últimos siglos, el viejo sueño de Jeremy Bentham, de medir la felicidad y el sufrimiento entre los seres humanos, sigue vivo en las ciencias sociales. La aparición del libro The Spirit Level: Why Greater Equality Makes Societies Stronger (2009), de Richard Wilkinson y Kate Pickett, vertido al español por Turner bajo el título de Desigualdad: un análisis de la infelicidad colectiva (2011), es una buena muestra de la pervivencia del legado de Bentham, aunque la tesis central del mismo se coloque en las antípodas del utilitarismo.
Wilkinson y Pickett no son sociólogos, filósofos o economistas: son médicos. Esa formación los lleva a observar con otros ojos las 20 sociedades más desarrolladas del planeta. No ignoran los datos estructurales de las economías desarrolladas, que apuntan a un crecimiento de la desigualdad y la distribución inequitativa del ingreso, pero se interesan en diagnosticar una serie de patologías sociales, relacionadas con las nuevas jerarquizaciones generadas por el mercado. El sociólogo mexicano Fernando Escalante, profesor de El Colegio de México, ha resumido así el mensaje central de Wilkinson y Pickett:

“Por ricas que sean, las sociedades más desiguales tienden a mayor incidencia de obesidad, embarazos adolescentes, más delitos violentos, más población en reclusión, más drogadicción, más problemas de salud mental, menor movilidad social, menor esperanza de vida, peor desempeño educativo”.

La correlación entre índices de disparidad social y esas patologías sociales, señala Escalante, no responde a una causalidad directa. Dichas patologías se producen bajo múltiples condiciones, no necesariamente asociadas a la desigualdad, y a veces logran atenuarse sin que esta última decrezca. El concepto de “felicidad”, que utilizan Wilkinson y Pickett, parte de una formulación dependiente de la salud física y mental, por lo que el mismo no está culturalizado, por decirlo así, y necesariamente no se refleja en la autopercepción que tiene de su vida la mayoría de los habitantes del planeta.
Aún así, los resultados de esta investigación son alarmantes. En países desarrollados donde crece la desigualdad, como el Reino Unido, Francia, Australia, España, Italia, Portugal y, sobre todo, Estados Unidos, la incidencia de esas patologías es mucho mayor que en países menos desiguales como Dinamarca, Noruega, Suecia, Finlandia, Holanda, Bélgica o Japón. La conclusión de Wilkinson y Pickett apunta, por tanto, a una fuerte crítica a la hegemonía del mercado o a la ausencia de estrategias eficaces de distribución del ingreso y dotación de derechos sociales por parte del Estado.
Como bien advierte Escalante, si esta estadística de la infelicidad es abrumadora para los 20 países más desarrollados del planeta, qué habría que esperar para economías y sociedades tan asimétricas como las latinoamericanas. Bien harían los políticos y los economistas de la región en leer el libro de Wilkinson y Pickett como visión moderada de los efectos de la desigualdad en América Latina.

jueves, 10 de marzo de 2011

¿Quién descubrió la invención?


El año pasado una pequeña editorial española rescató el ensayo Américo Vespucio. La historia de un error histórico (Salamanca, Capitán Swing Libros, 2010), que escribiera el escritor austriaco Stefan Zweig. No es ese ensayo de Zweig similar a otros estudios biográficos suyos, como los de María Antonieta, Fouché, Magallanes, María Estuardo o Erasmo de Rotterdam, en los que el propósito de amenidad o pedagogía daba a las ideas un empaque divulgativo.
Había en ese texto tanta historia como reflexión sobre el origen accidentado de un nombre -América- y el aventurero florentino que aseguró el bautizo de todo un continente. El tono filosófico, más que narrativo, que por momentos elegía Zweig, acercaba su ensayo a algunos textos menos conocidos del escritor vienés como el que dedicó al poeta modernista belga Émile Verhaeren, a la “curación por el espíritu” en Mesmer y Freud o el ensayo sobre Montaigne, que dejó inconcluso antes de su suicidio en Brasil, junto a su esposa.
Luego de leer el texto de Zweig pensé, naturalmente, en el clásico estudio del historiador mexicano, Edmundo O’Gorman, La invención de América. Investigación acerca de la estructura histórica del Nuevo Mundo y del sentido de su devenir (1958), donde se sostiene la misma idea. No he podido verificar el año de la primera edición del ensayo de Zweig, pero, si es contemporáneo del que escribió sobre Magallanes, seguramente es de fines de los 30. Lo cual tendría sentido, además, por la experiencia brasileña de Zweig, que de algún modo está implícita en ambos libros.
De manera que el texto de Zweig podría ser veinte años anterior al de O’Gorman. Sin embargo, el historiador mexicano no cita el ensayo de Zweig en ninguna de las ediciones de su gran estudio: ni en la primera (1958) ni en la segunda (1976) del Fondo de Cultura Económica, ni en las dos ediciones universitarias norteamericanas, la de 1961 y la de 1971. Podría pensarse que no lo hizo, tal vez, porque el texto de Zweig no calificaba como referencia académica, pero O’Gorman era un historiador que defendía la heterodoxia de las fuentes o, más específicamente, el trabajo con la literatura como documento histórico.
Podría pensarse, también, que la idea de que no fue Cristóbal Colón sino Américo Vespucio, el primer viajero que comprendió que América conformaba un continente distinto de Asia o un Nuevo Mundo, era de uso común desde que, en la primera década del siglo XVI, el cartógrafo Martin Waldseemüller la imprimió en su mapa. Pero la convergencia de enfoques entre Zweig y O´Gorman no tiene que ver únicamente con la idea de la “invención” sino con la premisa, más heideggeriana que hegeliana, de que el origen accidentado del nombre tiene alguna implicación para el devenir del ser.
La paradoja de que “Colón descubrió América, sin reconocerla, y Vespucio no la descubrió, reconociéndola”, logra en ambos una formulación muy parecida. Si O´Gorman no leyó el ensayo de Zweig podría atribuirse a estos dos escritores del siglo XX una paradoja similar: Zweig descubrió la invención, sin descubrirla, y O´Gorman no la inventó, descubriéndola. En caso de que O’Gorman hubiera leido a Zweig, habría que averiguar por qué la legendaria heterodoxia historiográfica del mexicano no admitió la referencia del vienés.

sábado, 5 de marzo de 2011

Byrne y la Irlanda cubana


El crítico cubano Francisco Morán, estudioso de la poesía modernista hispanoamericana y autor de un par de libros ineludibles sobre Julián del Casal, Casal à Rebours (1996) y Julián del Casal o los pliegues del deseo (2008), ha reeditado la poesía y parte de la prosa del poeta matancero Bonifacio Byrne (1861-1936).
Byrne es conocido, sobre todo, por algunos poemas patrióticos incluidos en su cuaderno Lira y espada (1901). Especialmente por “Mi bandera”, dedicado al general separatista Pedro Betancourt, quien fuera gobernador civil de la provincia de Matanzas durante la primera ocupación norteamericana de la isla (1898-1902). Aquel poema, en el que Byrne recordaba su regreso, luego de un exilio de varios años en Estados Unidos, y el malestar que le causó ver la bandera norteamericana ondeando en edificios públicos de la isla, se convirtió en una pieza retórica clave de la formación cívica de los cubanos durante todo el siglo XX.
La identificación de Byrne con ese poema fue tal que los otros cuadernos que publicó en vida –Excéntricas (1893), que como Lira y espada apareció con prólogo del también matancero, aunque nacido en Santo Domingo, Nicolás Heredia, Efigies (1897), Poemas (1903) y En medio del camino (1914)- pasaron muy pronto a un segundo plano, por no decir al olvido. Morán tuvo a bien reunir en esta antología las principales críticas sobre Byrne escritas en Cuba, por medio de las cuales el lector puede hacerse una idea de la recepción del poeta en el último siglo.
En esa superposición de lecturas, llama la atención el hecho de que mientras los contemporáneos de Byrne (Heredia, Hernández Miyares, Casal, Sanguily) destacaron, sobre todo, la poesía modernista de Excéntricas y Mariposas –un segundo cuaderno, que no llegó a editarse-, los críticos posteriores (Gálvez, Carbonell, Bobadilla, Lizaso, Fernández de Castro, los dos Vitier, Lazo) prefirieron asociar a Byrne con la poesía patriótica y subestimaron su faceta modernista.
Lezama, en cambio, en la breve nota que le dedicó en su Antología de la poesía cubana, dice que de las dos corrientes de la poesía de Byrne, la patriótica y la modernista, la “segunda es la de interés más mantenido”…, “llena de aciertos, de matizaciones, de riqueza verbal y de cierto intimismo de una voz secreta que se revela con delicadeza”. Este desplazamiento del péndulo de la crítica, a favor del Byrne modernista, es el que caracteriza las aproximaciones de las últimas décadas (Bladimir Zamora, Arturo Arango, Susana Montero, Iraida Rodríguez…) y el que marca, también, la antología y el magnífico prólogo de Morán: “¡Cómo tiembla! ¡Cómo tiembla! Bonifacio Byrne o el tic diabólico y raro del modernismo hispanoamericano”.
En la contraportada del libro, Gustavo Pérez Firmat y Jorge Camacho destacan la importancia del rescate editorial emprendido por Morán y, sobre todo, de su audaz relectura de la poética modernista de Byrne. El segundo, afirma:

“Hace unos años le oí decir a Umberto Eco que cada hombre debía proponerse reescribir la Enciclopedia. Pues bien, las páginas introductorias y los comentarios a esta edición de Excéntricas (1893) de Byrne cumplen un objetivo similar. En esta edición Francisco Morán cuestiona la imagen de un Byrne que solamente escribía poemas patrióticos y nos lo devuelve como un escritor atormentado y excéntrico, posiblemente uno de los más singulares poetas modernistas cubanos e hispanoamericanos”.

Morán encuentra en Excéntricas muchos motivos de la poesía modernista: esqueletos, espectros, sepultureros, tumbas, arpas, cofres, joyas, buques fantasmas… Sus notas al pie, sin embargo, nos llevan a la exploración de tópicos sumergidos bajo esas refinadas estetizaciones, como los del sexo, la muerte, la locura o la sangre. Entre las tantas asociaciones que Morán deriva de la poesía de Byrne, me quedo con su idea de la conexión irlandesa, en Byrne y en Casal, a partir del poema “Islas pálidas”, del que reproduzco los primeros versos:

Son unas islas en donde
existe la sangre apenas,
pues parece que se esconde
fugitiva entre las venas.

En esas islas hermosas
que yo he visto en mis delirios,
desaparecen las rosas
bajo una lluvia de lirios.

Sus mujeres son delgadas,
dulces, puras, ideales,
cual lo son las alboradas
o las tardes otoñales.

De sus ojos el fulgor
es una caricia leve,
y su boca es una flor
que sembró Dios en la nieve.

A mí, que he podido verlas,
no me es posible dudar
que, en su semblante las perlas
se han querido refugiar.

jueves, 3 de marzo de 2011

Freud en México



México es uno de esos países en los que la cultura logra localizarse o, más específicamente, personalizarse con tanta fuerza, que hace que cualquier teoría social o corriente estética pueda encontrar su correlato mexicano. Así como hubo un México para Comte, Spencer y el positivismo, otro para Breton, Buñuel y sus surrealismos, otro para Trotski y el trotskismo, otro para Artaud y el teatro del absurdo y muchos otros más para cualquier antropólogo y su respectiva escuela, hubo también un México para Sigmund Freud y el psicoanálisis.
El crítico mexicano, Rubén Gallo, profesor de la Universidad de Princeton, ha dedicado un estudio a ese México en su exquisitamente documentado, escrito y editado Freud’s Mexico. Into the Wilds of Psychoanalysis (Cambridge, Massachusetts, MIT, 2010). Como su anterior, Mexican Modernity. The Avant-Garde and the Technological Revolution (2005), también editado por la editorial del Massachusetts Institute of Technology, este libro es una buena muestra de la mejor historia cultural que se escribe en la academia norteamericana.
El libro de Gallo es, por lo menos, dos cosas a la vez: una historia de la recepción de Freud en México y una historia de las resonancias mexicanas en la obra del fundador del psicoanálisis. Pero el lector no encontrará aquí sólo el archivo tradicional de la cultura letrada (filósofos o escritores mexicanos como José Vasconcelos, Samuel Ramos, Alfonso Reyes, Salvador Novo, Jorge Cuesta, Octavio Paz…), que por lo general dialoga con la obra de Freud, sino también glosas de pintores como Diego Rivera, Frida Kahlo, Manuel Rodríguez Lozano, Leonora Carrington, Remedios Varo o Miguel Covarrubias, que rondaron temas freudianos.
Conformado como un díptico, “Freud in Mexico” y “Freud’s Mexico”, este libro parece juntar dos mitades escindidas: el México que leyó a Freud y el México que fue leído por Freud. En la primera destaca la reconstrucción del estudio psicoanalítico que hizo el abogado penalista Raúl Carrancá y Trujillo (en la foto, al fondo y al centro) al asesino de Trotski, el estalinista español Ramón Mercader (también en la foto, escenificando para la policía mexicana el golpe de piolet en la cabeza del líder bolchevique), desconocido u olvidado por otros historiadores de ese célebre crimen. En la segunda, el inventario con ojo de coleccionista que recorre las antigüedades mexicanas que Freud acumuló a lo largo de su vida.
Hay que leer este libro no para encontrar fáciles diagnósticos y terapias, como los que tanto abundan en el bajo psicoanálisis de las culturas. Hay que leerlo por sus detalles y, sobre todo, por la refutación de los lugares comunes que asocian, únicamente, la relación de Freud con México al rechazo de la cultura católica, a la fascinación del pensador austriaco con el mundo prehispánico o al deslumbramiento de las vanguardias mexicanas del siglo XX con el psicoanálisis. Como insinúa Gallo, hubo de todo en esta historia: católicos freudianos, malas lecturas de Freud de las culturas azteca y maya y vanguardistas enemigos del psicoanálisis.