Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

lunes, 28 de junio de 2010

La poesía del derecho

La espléndida editorial Sexto Piso reunió en un pequeño y sobrio volumen la conferencia magistral, “Literatura y derecho. Ante la ley”, que Claudio Magris (Trieste, 1939) dictó en la Universidad Complutense de Madrid en enero de 2006. Editado parcialmente en los periódicos ABC y Corriere della Sera, el texto apareció íntegramente en 2008, antecedido por un entusiasta prólogo de Fernando Savater.
Magris parte de una observación que muchos, antes que él, han compartido: la literatura casi siempre representa el mundo de las leyes y el derecho como un territorio endemoniadamente racional, contrario a la libertad y la imaginación. Esa representación negativa, que sólo en parte es deudora de las también monstruosas visiones del Estado, la burocracia y las élites jurídicas y políticas, curiosamente da la espalda a una célebre tradición filosófica que intentó, desde la antigüedad, conciliar la belleza con el bien y la justicia.
Lo cautivante del ensayo de Magris no es la idea en sí, señalada por muchos, sino su exposición delicada y, a la vez, precisa. El autor de Danubio, Microcosmos, El anillo de Clarisse y Utopía y desencanto, recorre buena parte de la narrativa clásica y moderna, desde Cervantes hasta Dostoievski y desde Sófocles hasta Kafka, deteniéndose en los momentos en que la estética de un verso o una ficción protesta contra las codificaciones jurídicas del derecho.
Un par de citas de sus admirados italianos, Manzoni y Jacomuzzi, le permiten concluir que desde la antigüedad no pocos poetas y escritores han intentado encontrar belleza en las leyes. “A menudo la razón y la ley tienen más fantasía que el corazón, capaz únicamente de sentir sus inextricables complicaciones e incapaz de imaginar que también existen los demás”. Y agrega: “los antiguos, que habían comprendido casi todo, sabían que puede existir poesía en el acto de legislar; no casualmente muchos mitos expresan que los poetas también fueron los primeros legisladores”.

jueves, 24 de junio de 2010

Barthes y la Babel de las izquierdas

En la primavera de 1974, la plana mayor de la revista Tel Quel (Francois Wahl, Philippe Sollers, Julia Kristeva, Marcelin Pleynet y Roland Barthes) viajó a China en un tour ideológico organizado por la Embajada maoísta en París. Barthes llevó un diario de aquel viaje –Diario de mi viaje a China (Paidós, 2010)- interesante por muchas razones. Una de ellas es la exposición, por medio de la escritura fragmentaria del diario, de la incomodidad del esteta en los menesteres del ideólogo o el político.
Durante todo el viaje, Barthes pide que lo lleven al cine, que lo dejen visitar bares, museos, bibliotecas, lugares de ocio, “fumaderos de opio –si todavía existen-“, pero los cicerones de los franceses en China no lo satisfacen. Sus órdenes son llevarlos a fábricas, escuelas, hospitales y encierros teóricos en hoteles, donde pasan horas escuchando discursos de dirigentes e intelectuales del Partido Comunista Chino. Barthes se conforma con imaginar la erótica oculta, reprimida, de aquellos camaradas.
En uno de los debates con ideólogos maoístas surge el tema de Stalin y las relaciones entre la Unión Soviética y China. Es interesante constatar en esas páginas del diario de Barthes el desencuentro entre la izquierda francesa y la izquierda latinoamericana de entonces, a pesar de la supuesta conexión teórica que había entre ambas. En la América Latina de los años 60 y 70, predominaba la idea de que el maoísmo estaba más cerca del trotskismo que del stalinismo, entre otras cosas, por el distanciamiento entre Moscú y Pekín.
Sin embargo, los teóricos maoístas trasmiten a los filósofos franceses una opinión muy negativa de Trotsky y muy positiva de Stalin. Niegan que Stalin sea la “derecha” y Trotsky la “izquierda” y sostienen las mismas patrañas antitrotskystas de los dirigentes soviéticos: que Trotsky era “antileninista”, que “Lenin lo denunció”, que hizo “atentados contrarrevolucionarios contra líderes soviéticos”, que fue “espía inglés”, “aliado del imperialismo japonés y la Alemania nazi”.
Para asombro y desencanto de aquellos socialistas franceses, los maoístas hablaban maravillas de Stalin. Admitían que en un inicio se había equivocado, intentando transferir al contexto chino el modelo soviético, pero que luego de conocer la genialidad de Mao, comprendió las especificidades del comunismo chino. Stalin, concluían, “seguía siendo el gran marxista-leninista del siglo XX, porque siempre quiso la Revolución. Si hubiese muerto más tarde, habría podido aportar una solución al problema soviético de la lucha de clases”.

lunes, 21 de junio de 2010

Monsiváis y Cuba

Como la mayoría de los intelectuales latinoamericanos de su generación, Carlos Monsiváis se identificó con la Revolución Cubana en la primera mitad de los años 60. Y como la parte más secularizada y moderna de esa misma generación, a partir de 1968 comenzó a tomar distancia de los elementos autoritarios del socialismo cubano, que él asociaba con la homofobia, la censura, el ostracismo de escritores disonantes, la imposición de una ideología oficial, la homogeneización de la sociedad civil, el culto a la personalidad y las impostaciones de la jerga soviética en la burocracia insular.
El distanciamiento de Monsiváis con el socialismo cubano no fue tan temprano ni tan tajante como el de Octavio Paz o Gabriel Zaid, pero a partir de los años 90 llegó a ser muy elocuente. La historia de ese distanciamiento habría que remontarla a sus lecturas de José Lezama Lima, Virgilio Piñera y Reinaldo Arenas, a su impulso a ediciones mexicanas de estos autores en las décadas en que la oficialidad cultural de la isla los marginaba, a su permanente admiración por Guillermo Cabrera Infante y a su amistad con Jesús Díaz, cuya revista Encuentro de la cultura cubana presentó en el Palacio de Bellas Artes, en el otoño del 2000, y defendió de los ataques del gobierno cubano.
Fueron muchas las muestras de posicionamiento crítico frente al totalitarismo cubano que dio Monsiváis en los últimos veinte años. Podría recordar las varias cartas contra la represión que firmó, sus debates con embajadores cubanos en la prensa mexicana, su presentación de Cómo llegó la noche de Huber Matos en Casa Lamm -boicoteada por la embajada de la isla-, su oposición al acto de repudio contra Letras Libres en la Feria de Guadalajara del 2002, su rechazo público a los fusilamientos y arrestos de la primavera del 2003 o su conocimiento y admiración de la obra escritores de la isla y la diáspora (Reynaldo González, Abilio Estévez, Eliseo Alberto, Víctor Fowler, José Manuel Prieto, Antonio José Ponte… ) en quienes reconocía la articulación de una voz autónoma.
Dejaré para otro momento el recuerdo de nuestra amistad de quince años, “documentada”, como él decía, por “largas telefonadas sabatinas”. Sólo apuntaría que Monsiváis siguió el tema cubano hasta el final de su vida, con el sentido crítico de siempre. No es cierto, como argumentaron quienes le objetaban esa crítica, que desconociera la evolución de la política cultural de la isla en las dos últimas décadas o que diera la espalda a la producción literaria y artística insular. Como el animal periodístico que era, Monsiváis siguió el debate electrónico sobre el “quinquenio gris” en 2007 y la política sexual de Mariela Castro, las expectativas de la sucesión de Raúl Castro y los posts de Yoani Sánchez. De no haberse enfermado, habría seguido la negociación entre el Partido Comunista y la Iglesia Católica, tema que le obsesionaba por más de una razón.
Entre los muchos textos que dedicó al estancamiento del socialismo cubano, en los últimos veinte años, he escogido uno aparecido en Letras Libres, en 1999, por poseer el tono de una memoria y ser bastante representativo de la visión histórica de Monsiváis sobre la Cuba contemporánea. Habría, sin embargo, que compilar sus textos sobre literatura cubana de la isla y el exilio para acercarnos a la mirada abarcadora y desprejuiciada de este intelectual de la izquierda democrática latinoamericana, que tuvo el valor de enfrentar la razón crítica a un mito tan poderoso como el de la Revolución Cubana.


“Aquí no suceden cosas…”

Carlos Monsiváis

Enero 2. Leo las notas sobre la celebración de los 40 años de la Revolución Cubana y la gloria del comandante Fidel Castro, la figura totémica, el aliado del Papa Juan Pablo II, el dictador más exitoso de la historia latinoamericana, exitoso no por su capacidad de gobierno, ciertamente ruinoso, sino por su habilidad para adueñarse de la representación absoluta de un país, industrializar la demagogia (“Cuba es el territorio libre de América”), ofrecer como logros inmarcesibles los sucesivos fracasos (las cifras de la zafra), y usar como absoluciones de su actitud totalitaria el bloqueo de los gobiernos norteamericanos, criminal sin duda, y la resistencia al saqueo de las transnacionales y la hegemonía yanqui. También se miente gracias a la verdad. Reviso mi experiencia personal. En 1959 yo tenía 21 años de edad, estaba a punto de renunciar a mi no muy afortunada militancia partidaria, y no creía posible el cambio en la América Latina caracterizada por gobiernos ineptos y represivos, por Trujillo, Somoza, Stroessner… y, no tan sangriento, capaz de ajustarse a los cambios sexenales, mantenedor de mínimas libertades el PRI. Pese a mis distancias irrenunciables con el militarismo, mi fastidio ante la prepotencia de los cubanos que llegaban a México como salvadores de la identidad latinoamericana y mi horror ante los fusilamientos de La Habana, la Revolución me pareció una alternativa notable, precisamente por presentar al hecho subversivo como fuente de la modernidad. Me resultaba casi imposible no apoyarla, era la causa de mis amigos, de los intelectuales latinoamericanos y del mundo. Si no con estas palabras, si con este sentido, vi siempre en Fidel al representante terminal de una forma del machismo latinoamericano, y si no me emocionaron jamás sus maratones discursivos, sí le reconocía méritos, y comprendía el júbilo internacional ante sus pronunciamientos y actitudes. En México es multitudinario el recibimiento en 1961 a Osvaldo Dorticós (el presidente de Cuba que nunca presidió), en las manifestaciones Fidel hace las veces de toda la izquierda concebible (“Qué tiene Fidel/que los americanos no pueden con él”), el Che Guevara se vuelve icono, y la euforia minimiza o ignora los signos ominosos, la prohibición de todo aquello (libros, obras de teatro, documentales, textos sueltos, actitudes personales) que afecte el “buen nombre de la Revolución”, la promoción continua de la guerrilla y la consigna arrasadora del Che Guevara (“Crear dos, tres, muchos Vietnams”), y la frase exterminadora del comandante Castro en 1961, en una reunión con intelectuales: “Dentro de la revolución, todo, fuera de la revolución, nada”. Y en rigor sólo una persona en Cuba decide qué es estar dentro y qué es estar fuera. En 1967 voy por vez primera a La Habana, como jurado del Premio Casa de las Américas. Allí me entero de la existencia de la umap (Unidad Militar de Ayuda a la Producción), de hecho campos concentracionarios para los “antisociales”, los disidentes morales y religiosos, homosexuales, seres de conducta “anárquica”. Testigos de Jehová. En el Habana Libre hablo con delegados de México y de otros países latinoamericanos. No registran mi zozobra, a quién le importan los “siquitrillados del alma”, los traidores a Cuba o a su sexo. Para la izquierda de la época, la Revolución es el dios inmarcesible, y las críticas sólo “calumnias de la reacción”. Cuentan a favor de la “intangibilidad” del régimen los avances en materia de alfabetización y salud, el gesto altivo ante el imperio, el ánimo seducido por el militarismo articulado y convincente. En enero de 1968 regreso a La Habana, al Primer Congreso Mundial de Intelectuales, con asistencia cuantiosa y muy representativa. En su discurso ante el Congreso, Castro elogia sin tregua a los intelectuales, critica la blandenguería de los partidos comunistas latinoamericanos y mantiene distancias frente al poder soviético. Luego, en agosto de 1968, termina una etapa de la Revolución Cubana. Castro está inequívocamente a favor de la invasión soviética a Checoslovaquia, y es el más ortodoxo de los ortodoxos. La vida intelectual cubana se precipita en la “guerra fría”, y crecen la censura y la desinformación. A Cuba ya sólo van los intelectuales “probados”, y continúa la persecución a cualquier disidencia intelectual y moral. En 1970, Verde Olivo, revista de sectarismo “delicioso”, difama al cuentista, dramaturgo y poeta Virgilio Piñera (por razones de conducta sexual), y al poeta Heberto Padilla, disidente a voz en cuello. Un grupo de intelectuales defiende a Padilla, en una primera carta que firman entre otros Julio Cortázar y Gabriel García Márquez. En 1971, Padilla es detenido 30 días, al cabo de los cuales produce una “autocrítica” ignominiosa, donde celebra el humanismo de la policía secreta y acusa a otros disidentes. Me decido por fin a extraer conclusiones de mi información, y añado mi firma al documento de protesta de 61 intelectuales europeos y latinoamericanos donde “con vergüenza y dolor” subrayamos los rasgos estalinistas del juicio contra Padilla. A la carta se responde en toda América Latina con gran violencia verbal, y Cortázar publica en Casa un poema de denuncia: “Policrítica a la hora de los chacales”. En los años siguientes, la izquierda partidista descalifica la crítica a la situación de los derechos humanos y civiles en Cuba, y las reduce a “campañas del imperialismo”. El régimen envía tropas a Etiopía y Angola, y se extrema la represión hipócrita. Todavía en los setenta, influido muy probablemente por el chantaje de la buena conciencia (criticar al castrismo es darle armas al enemigo), intento ver el lado positivo del régimen, en educación y salud. Luego me convenzo, nada justifica una dictadura. Desde los años ochenta, la Revolución Cubana no provoca nuevos júbilos o adhesiones, pero el sistema de relaciones públicas es todavía eficaz. Ya pocos se eximen de críticas a la dictadura, pero cuando quienes las formulan olvidan la intervención norteamericana, su argumentación no pierde validez pero se vuelve interesada y parcial. Languidece la defensa a ultranza del castrismo y la “Última Carga” de la izquierda latinoamericana “comprometida” se da contra la exigencia de referéndum en Cuba, promovida por 100 artistas e intelectuales cubanos en el exilio. Este impulso de “la pureza” carece de la persuasión de otros años, y aparecen el Mariel, el drama de los balseros, la tragedia de la escasez. Ya se puede (y se debe) sin los problemas de antes ser de izquierda y muy crítico de la Revolución Cubana. El comandante Castro declama su férrea oposición a cualquier cambio en Cuba y emite su “Socialismo o Muerte”. El 13 de marzo de 1989, las autoridades exhortan a los Comités de Defensa de la Revolución, “a vigilar cuadra por cuadra a los opositores internos, a fin de recuperar el ánimo combativo que caracterizó en sus primeros años a los cdr”. Y lo que sigue es el fusilamiento del general Ochoa, la caída de la urss, el derrumbe de la economía, el “periodo especial”, las bravatas y, hay que admitirlo, las giras victoriosas de Fidel Castro. Hoy, según creo, la Revolución Cubana es otra más de las grandes esperanzas ahogadas por la mentalidad totalitaria, la hazaña burocratizada y represiva, el intento socialista que va a morir a las playas del mercado libre. Su derrota no significa el aniquilamiento de los ideales de justicia social, pero sí el fin de cualquier ilusión en el poder liberador de un solo hombre. Si las soluciones posibles sólo le corresponden a los cubanos, las alternativas aún son débiles. Castro aún mantiene el control militar y la adhesión forzosa que, según sus partidarios, es en gran medida voluntaria. (¿Y qué es lo “voluntario” en una dictadura?) La sociedad se ha resquebrajado, se padece la más drástica economía de sobrevivencia (dolarizada), la prostitución masificada es otro de los nombres de la desesperación, la educación y la política de salud se desmoronan. Lo que persiste es un pueblo extraordinario que sobrevivirá al castrismo y al caos que lo suceda”.

domingo, 20 de junio de 2010

México sin Monsiváis


Ha muerto Carlos Monsiváis (1938-2010) en su DF. Sin él la ciudad no será la misma –será más aburrida, menos inteligible. Cuando la muerte del cronista de una ciudad se vuelve noticia urbana, la ciudad deja de ser un ente legible y narrable. A partir de entonces comienza la sobrevida de la ciudad sin su cronista, un limbo en que se acentúa la desorientación de los ciudadanos y de los lectores.
Algo de esa desorientación había anunciado Monsiváis en Los rituales del caos (1995), el libro en que daba cuenta de la gran transformación de la ciudad entre los años 70 y 90. La penúltima metamorfosis de la urbe que desdibujó aquel universo ordenado y manejable de las primeras décadas postrevolucionarias –los 40 y los 50- en el que Monsiváis se formó como escritor, como lector y como consumidor cultural de películas, shows de cabarets y radio y telenovelas.
Esa experiencia de los dos DF, el del orden de la “región más transparente” y el del caos ritualizado de las últimas décadas, hizo de Monsiváis el intelectual público por excelencia del México contemporáneo. Su obra habría sido importante, sólo, como el conjunto de maravillosas crónicas que leemos en Días de guardar (1970) o Escenas de pudor y liviandad (1988), pero Monsiváis, como sabemos, no sólo fue cronista, también fue historiador de la cultura, crítico literario y, tal vez, el ensayista emblemático de la transición a la democracia en México.
Como historiador cultural, Monsiváis fue autor de estudios tan referenciales como sus “Notas sobre cultura mexicana en el siglo XX”, incluidas en la Historia general de México, coordinada por El Colegio de México, en 1976, y de varios libros sobre el Porfiriato, los escritores de Contemporáneos –especialmente Salvador Novo y Jorge Cuesta, con quienes se identificaba por más de una razón- y la historia del cine, la radio y la televisión mexicanas entre los años 40 y 50.
El 68, que vivió como escritor y activista, fue otro de sus temas biográficos y ensayísticos. Los orígenes del desplazamiento de Monsiváis hacia una izquierda antiautoritaria habría que encontrarlos allí y en su trabajo como editor del suplemento La cultura en México a partir de 1971. Un desplazamiento que lo llevaría, luego de la caída del Muro de Berlín, a cuestionar frontalmente todo socialismo totalitario, incluyendo el cubano, lo cual le trajo más de una ruptura con la izquierda fidelista mexicana.
Se ha insistido mucho en la ubicuidad intelectual de Monsiváis, en el misterio de una mirada capaz de registrar cualquier ademán de la ciudad: cine, televisión, radio, nota roja, declaraciones de políticos a la prensa –irónicamente inmortalizadas en Por mi madre, bohemios (1993), la legendaria serie que publicó en La Jornada-, lucha libre, travestis, movimiento gay, Paquita la del Barrio, danzones, boleros, pintura, fotografía, nueva poesía. Me gustaría destacar sólo un elemento en aquel torbellino de imágenes e ideas: el laicismo.
Monsiváis fue un intelectual de izquierdas, que vivió el auge y la decadencia de los socialismos reales y las guerrillas y revoluciones en América Latina, y que, sin embargo, no abandonó, como muchos de sus contemporáneos, el laicismo constitutivo del pensamiento liberal. Un laicismo que lo llevó no sólo a vindicar la gran tradición liberal mexicana y latinoamericana del siglo XIX, como se constata en libros tan disímiles como Aires de familia (2000), Premio Anagrama de Ensayo, Las herencias ocultas del pensamiento liberal (2000) y uno de sus últimos, El Estado laico y sus malquerientes (2008), sino a enfrentarse sin tapujos a la pacatería católica mexicana y a otras variantes religiosas de la ideología política, como el nacionalismo revolucionario.
Monsiváis insistió en sus últimos libros en que la Reforma decimonónica y su liberalismo se habían convertido en “tradiciones ocultas” en el México de fines del siglo XX, como efecto de un avance de la religiosidad por varios frentes. Dos de ellos, por lo menos, eran el nacionalismo autoritario, en cualquiera de sus modalidades, y el conservadurismo católico, en la modalidad de siempre. Es en esa vindicación de una izquierda laica, defensora de los derechos civiles y políticos, sociales y culturales de todas las comunidades posibles, donde Monsiváis personifica al intelectual público de la transición democrática mexicana.

sábado, 19 de junio de 2010

“Hasta aquí he llegado”

"Hasta aquí he llegado. Desde ahora en adelante Cuba seguirá su camino, yo me quedo. Disentir es un derecho que se encuentra y se encontrará inscrito con tinta invisible en todas las declaraciones de derechos humanos pasadas, presentes y futuras. Disentir es un acto irrenunciable de conciencia. Puede que disentir conduzca a la traición, pero eso siempre tiene que ser demostrado con pruebas irrefutables. No creo que se haya actuado sin dejar lugar a dudas en el juicio reciente de donde salieron condenados a penas desproporcionadas los cubanos disidentes. Y no se entiende que si hubo conspiración no haya sido expulsado ya el encargado de la Oficina de Intereses de Estados Unidos en La Habana, la otra parte de la conspiración.

Ahora llegan los fusilamientos. Secuestrar un barco o un avión es crimen severamente punible en cualquier país del mundo, pero no se condena a muerte a los secuestradores, sobre todo teniendo en cuenta que no hubo víctimas. Cuba no ha ganado ninguna heroica batalla fusilando a esos tres hombres, pero sí ha perdido mi confianza, ha dañado mis esperanzas, ha defraudado mis ilusiones. Hasta aquí he llegado".

José Saramago (El País, abril de 2003)



viernes, 18 de junio de 2010

¿Ideologías criminales?

Hace poco Ignacio Vidal Folch comentaba que libros como Todo lo que tengo lo llevo conmigo (Siruela, 2010) -donde Herta Müller, Premio Nobel de Literatura, narra el traslado forzoso de 100 000 rumanos, en 1945, recluidos en campos para la reconstrucción de la URSS- vienen a engrosar el catálogo, todavía invisible para muchos, de la literatura sobre los crímenes del estalinismo y otros comunismos del siglo XX. Gulag de Anne Appelbaum, Un mundo aparte de Gustav Herling, Prisionera de Stalin y Hitler: un mundo en la oscuridad de Margarete Buber-Neuman serían sólo algunos títulos recientes, que se apilan en la misma montaña de libros que iniciaron Varlam Shalamov y Alexander Solzhenitsin hace medio siglo.
Montaña, decíamos, invisible. A pesar de tantas y tantas evidencias, para muchos el saldo genocida del comunismo en el siglo XX no es reconocible, como sí lo es el del nazismo o los otros fascismos que integran la experiencia totalitaria de la pasada centuria. En las últimas décadas, varios autores han intentado explicar esta contradicción. Y quienes más han avanzado en ese empeño, como Francois Furet o Michael Walzer, proponen considerar las diferencias ideológicas y políticas entre el comunismo y aquellos totalitarismos de derecha. Es ahí, y no en una supuesta “complicidad” de Occidente con la idea comunista, donde habría que encontrar el porqué de la no criminalización del totalitarismo de izquierda.
A diferencia del nazismo o los fascismos, el comunismo surge como ideología y proyecto político dentro de las corrientes filosóficas de mediados del siglo XIX, en medio del esplendor del liberalismo y antes de que el positivismo y el evolucionismo se constituyeran en paradigmas del saber social. Tal vez ahí resida no sólo la ausencia de racialización explícita del primer marxismo sino su no apelación al exterminio o la aniquilación física del enemigo burgués. Marx, Engels, ni ninguno de los primeros comunistas, como sabemos, fueron creadores de ejércitos o constructores de Estados totalitarios, resueltos a la aniquilación de las burguesías europeas.
La idea decimonónica del comunismo implicaba la lucha de los obreros contra una clase hegemónica, la burguesía, por múltiples medios: desde las elecciones parlamentarias hasta la desobediencia civil, pasando por revoluciones no específicamente obreras, como las de 1848, o revueltas populares como La Comuna de París. A pesar de que desde entonces el comunismo incorporó la violencia como método, antes de Lenin ningún comunista identificó claramente la “lucha” contra la burguesía, su expropiación y la construcción de una sociedad sin clases con el exterminio biológico de los burgueses.
Es con Lenin y, sobre todo, con Stalin, que el genocidio se naturaliza como práctica política, no sólo contra burgueses sino, también, contra rivales ideológicos dentro del propio bloque comunista y contra etnias y naciones enemigas. En este último aspecto, sin embargo, el estalinismo no hizo de su antisemitismo un principio ideológico o, siquiera, un referente doctrinal. El antisemitismo o el nacionalismo de Stalin y otros líderes soviéticos era un prejuicio racial o nacional que se movilizaba contra adversarios políticos o contra la base social de adversarios políticos, asumidos, naturalmente, como enemigos.
Esta desconexión originaria entre la idea comunista e, incluso, la teoría marxista, y los regímenes totalitarios comunistas del siglo XX –el soviético, el maoísta, los socialismos reales de Europa del Este, Vietnam, Corea del Norte, Cuba…- explica, en parte, la ausencia de un mismo patrón de “aniquilación” del contrario en todas esas experiencias y, por tanto, de un mismo saldo criminal. Pero esa desconexión también explica que diversas ideologías marxistas y comunistas se hayan naturalizado en la vida política occidental del siglo XX. Ideologías que, como se observa en la historia de Estados Unidos, Europa y América Latina, no fueron siempre “revolucionarias” o “violentas” y en muchos casos establecieron alianzas con el liberalismo democrático.
Aunque en menor medida, también los totalitarismos de derecha del siglo XX experimentaron una desconexión entre sus fuentes doctrinales positivistas y evolucionistas y sus maquinarias de exterminio. Un error bastante frecuente de los estudios marxistas sobre el nazismo y el fascismo, plasmado emblemáticamente por Gyorgy Lukács en El asalto a la razón, es transferir la génesis de esas ideologías a la gran tradición del idealismo alemán y la autoría intelectual de los crímenes de Hitler a “precursores” filosóficos del nazismo tan disímiles como Gobinaeu, Lapouge, Chamberlain, Nietzsche o Spengler. Error, por cierto, en el que incurren simétricamente quienes, desde el anticomunismo, transfieren la autoría intelectual de los crímenes de Stalin a Marx.
Sólo que en el caso de la desconexión entre ideologías mal llamadas “protofascistas” y el nazismo, el tema de la “lucha” contra el enemigo de raza, no de clase, se acerca mucho más a la legitimación del genocidio que en el comunismo. A esto último habría que agregar la mayor caducidad histórica que experimentaron tanto las ideologías como las políticas nazis y fascistas, en relación con las comunistas. Hitler gobernó 12 años y Mussolini 20, pero con la caída de ambos también cayeron el totalitarismo de derecha y sus ideologías. El poder de Stalin duró treinta años y el de Mao veintisiete y los regímenes políticos que ambos construyeron los sobrevivieron por décadas y, aunque minoritarios, sus legados todavía persisten.
¿Son criminales las ideologías? No, criminales son los líderes o los Estados que en nombre de ciertas ideologías practican el genocidio. Y si no son criminales las ideologías, ni siquiera las racistas, menos aún lo son los símbolos que, con tanta facilidad, se resemantizan con el paso del tiempo. Un joven polaco que porta, hoy, una camiseta del Che Guevara no representa ni demanda lo mismo que un joven guevarista de los años 60 en América Latina; así como un skinhead que se tatúa una zvástica y desfila por alguna calle europea no está incendiando el Reichstag. Siempre y cuando no limite los derechos de otros, ni atente contra el pacto democrático, la memoria, en sociedades cada vez más plurales como las del siglo XXI, debería ser capaz de tolerar la libre circulación de símbolos religiosos y políticos.

miércoles, 16 de junio de 2010

Católicos y comunistas

Hace algunos años la editorial Espuela de Plata, de Sevilla, recogió en un volumen la polémica que sostuvieron los poetas y ensayistas cubanos Gastón Baquero y Juan Marinello, a propósito del ensayo del primero “Tendencias de nuestra literatura”, incluido en el Anuario Cultural de Cuba, que editó la Dirección de Relaciones Culturales del Ministerio de Estado de la saliente primera presidencia de Fulgencio Batista, en 1944. El volumen se titula Polémica literaria entre Gastón Baquero y Juan Marinello (Sevilla, 2005) y apareció con prólogo del joven estudioso habanero Amauri Francisco Gutiérrez Coto.
El ensayo de Baquero era un repaso por la poesía y, en menor medida, el ensayo, publicados en el año 43, en Cuba. No es raro que Baquero concentrara su mirada en las revistas Nadie parecía, de José Lezama Lima y Ángel Gaztelu, Poeta, de Virgilio Piñera, y Clavileño, de Cintio Vitier, Eliseo Diego, Justo Rodríguez Santos y Luis Ortega. Pero también reseñó Baquero la curiosa revista Fray Junípero, que dirigió Emilio Ballagas y que sólo publicó dos números en aquel año de nuevas revistas literarias: 1943.
Naturalmente, buena parte de la poesía aparecida en esas revistas y reseñada por Baquero en el Anuario era escrita por poetas católicos. Pero no toda lo era. Baquero, por ejemplo, comentaba textos de Virgilio Piñera aparecidos en Poeta y el homenaje a Rubén Martínez Villena que publicó Ballagas en Fray Junípero. Tampoco había una propuesta explícita de Baquero en el sentido de que la literatura cubana o una de sus “tendencias” fueran católicas.
Los pocos ensayos que glosaba Baquero no se inscribían en aquel nacionalismo católico sino en la tradición liberal cubana: El sentido nacionalista del pensamiento de Saco de Raúl Lorenzo, Política de Martí y Raíz y altura de Antonio Maceo de Emeterio Santovenia, Autobiografía de Martí de Manuel Isidro Méndez y varios textos de Fernando Ortiz, Félix Lizaso, Jorge Mañach, Anita Arroyo, Rafael Soto Paz y otros intelectuales republicanos.
La respuesta de Marinello a Baquero, en el sexto número de Gaceta del Caribe, una publicación de 1944 impulsada por escritores comunistas (Nicolás Guillén, José Antonio Portuondo, Ángel Augier y Mirta Aguirre) reaccionaba contra una visión “oficial” que intentaba presentar “nuestra literatura”, es decir, la literatura cubana en 1943, como católica. Marinello protestaba por la exclusión de escritores comunistas, pero atribuía al ensayo de Baquero un catolicismo ideológico y estético que no se lee en el texto.

“Por la vía del preciosismo errático también se llega a Dios. Lo que prueba que a Dios se llega por los caminos más recónditos y extraviados. El Sr. Baquero cita Dios más veces que a un poeta de su grupo y no hay poeta de su grupo que no cite a Dios con frecuencia excesiva”. Más adelante, sin embargo, Marinello acotaba “citar a Dios no está mal y mucho menos creer en él. Si algo hay de respetable y delicado es el ámbito de la creencia religiosa”.

Quien esto escribía era un marxista, leninista y ateo, que en aquel momento era nada menos que Senador de la República por el Partido Socialista Popular. Un intelectual público con todas las de la ley, bajo una república burguesa, reconocido por su literatura y por su ideología. No deja de ser triste que Marinello y otros escritores comunistas de su generación, después de 1959, estuvieran dispuestos a realizar lo que tanto criticaron en sus pares liberales y católicos de la República: enfundar la nación en una ideología.
La polémica entre Marinello y Baquero tuvo resonancias en periódicos como Información y Siempre e involucró a varios de los aludidos -a Emilio Ballagas, por ejemplo, ¡a favor de Marinello, no de Baquero!- en la correspondencia privada. Era en esta última donde los polemistas daban rienda suelta a las pasiones que contenían en el debate público. A pesar de aquella contención, propia de una esfera pública moderna, Marinello fue injusto cuando afirmó, en el número sexto de Gaceta del Caribe, que las respuestas de Baquero en Información eran “una acumulación cuantiosa de calificativos groseros”.

lunes, 14 de junio de 2010

La novela cubana de Gallegos


Muchos estudiosos de la literatura latinoamericana han reiterado la idea de que la novela de dictadores, en la versión boom, tuvo como antecedente la novela política de mediados del siglo XX, a la manera de Alejo Carpentier en El acoso, Rómulo Gallegos en su novela cubana, La brizna de paja en el viento, e, incluso, Severo Sarduy en Gestos.
El crítico norteamericano Seymour Menton fue uno de los que introdujo ese juicio, en un campo, como el de los estudios literarios académicos, muy dado al establecimiento de lugares comunes. Lo cierto es que la novela política es una corriente literaria latinoamericana, que atraviesa todo el siglo XX y llega hasta nuestros días, que históricamente no debería reducirse a un género precursor de la novela de dictadores.
La novela política, al estilo de La brizna de paja en el viento (1952), por ejemplo, del escritor y político venezolano Rómulo Gallegos (1884-1969), tiene mayores conexiones con la novela de la Revolución Mexicana que con la novela de dictadores del boom. El tema de Gallegos es una Revolución, que debió más de una idea a la mexicana: la de los años 30, en Cuba, en contra de la dictadura de Gerardo Machado.
Gallegos escribió esa ficción durante su exilio en Cuba, iniciado en 1948, luego de que su presidencia -que sucedió a la de su amigo, Rómulo Betancourt, fundador del partido Acción Democrática, al que pertenecía el escritor- fuera derrocada por el golpe de Estado encabezado por los dictadores Carlos Delgado Chalbaud y Marcos Pérez Jiménez. Cuando Gallegos fue derrocado, en Cuba llegaba a la presidencia, por vías democráticas, Carlos Prío Socarrás, cuyo partido, el Revolucionario Cubano (Auténtico), pertenecía a la misma familia política democrática y reformista del partido de Betancourt y Gallegos.
El gobierno de Prío, cuyo Secretario de Educación, Aureliano Sánchez Arango, y Director de Cultura, Raúl Roa García, eran amigos personales de Gallegos, dio asilo al escritor venezolano. No en balde La brizna de paja en el viento está dedicada a Roa, “gallarda figura de la intelectualidad cubana, a través de cuya alma ardiente y generosa me he asomado a la angustia contemplada en sus páginas” y a Sara Hernández Catá, “amiga cordial, quien, junto a su fervorosa cubanidad, le ha brindado tierna acogida a mi mortificación venezolana”.
Gallegos se identificaba con una izquierda no comunista, partidaria de la reforma agraria, la nacionalización de recursos estratégicos, la alfabetización de la ciudadanía, la institucionalidad democrática y las relaciones soberanas con Estados Unidos. Una izquierda, por tanto, más heredera de la Revolución Mexicana que de la Revolución de Octubre, a la que también se adscribían Roa, Sánchez Arango y los líderes de los dos principales partidos políticos cubanos de entonces, emergidos de la Revolución del 33: el Auténtico y el Ortodoxo.
Esa ideología se plasma, tal vez con demasiada transparencia y en detrimento de la literatura –no de la política-, en la novela de Gallegos. Sus protagonistas son jóvenes universitarios antimachadistas, miembros del Directorio, como el propio presidente Prío y otros fundadores del Partido Auténtico, que se enfrentan a la dictadura de Machado. Aunque el campo aparece por medio de las propiedades de la familia Azcárate, esta es una novela urbana, no una novela de la tierra como Doña Bárbara. Su escenario fundamental es La Habana de los 30.
Gallegos era un exiliado que intentaba honrar la epopeya antimachadista, pero algunas de sus observaciones sobre aquella Revolución y su legado en la vida política republicana, como recuerda Roberto González Echevarría, no fueron bien recibidas en todo el medio intelectual habanero. La brizna de paja en el viento describía con elocuencia el surgimiento del gangsterismo y el caudillismo dentro del campo revolucionario y, por momentos, utilizaba un tono irónico o desenfadado, a propósito de algunos mitos como el asesinato de Rafael Trejo o la devoción martiana, que no debieron ser de fácil lectura entre sus amigos cubanos.
Trejo, por ejemplo, aparece como un convencido de que la Revolución necesitaba un mártir y que había que producirlo por medio de una reyerta con la policía. A Martí, en un pasaje, se le describe como “el picapedrero glorioso”, en alusión a sus trabajos forzados en las canteras de San Lázaro. “Imagínate a José Martí, al Verbo de la independencia cubana, pica que te pica piedra en esta cantera, bajo el achicharrante sol del mediodía”. Quien habla es el profesor Luciente, catedrático de Cultura Cubana de la Universidad de la Habana, crítico de la decadencia nacional, figura hecha de retazos de Mañach, Sánchez Arango, el propio Roa y otros intelectuales de aquella generación.
Gallegos se propuso escribir una novela “cubana”, por lo que en la misma no podían faltar el azúcar, que se trata por medio del ingenio de los Azcárate, y una visita antropológica a la santería. Sobre esto último, habría que decir que Gallegos recorre con lealtad el panteón del sincretismo afrocubano, de la mano de otro de sus amigos, Fernando Ortiz, pero no lo hace desde la típica y complaciente visión “integradora”. Gallegos observa en el catolicismo cubano un “encubrimiento de lo africano idolátrico” que se manifestaba lo mismo en los altares de las casas que en las revistas de los poetas.

viernes, 11 de junio de 2010

Sarduy y la novela de dictadores

Uno de los primeros textos del joven Severo Sarduy, aparecido en la página “Nueva Generación”, del periódico Revolución, el 19 de enero de 1959, fue un breve relato titulado “El General”. Se trata de una ficción realista, escrita en un tono menor, que recuerda al Eliseo Diego de Divertimentos, autor y libro que por entonces Sarduy admiraba mucho, pero que concluye con un giro irónico, donde se siente la mano de Virgilio Piñera, amigo y mentor del joven camagüeyano. Su tema es la muerte ridícula de los caudillos.
El relato cuenta la historia de un anciano general que rememora batallas mientras toma sus baños vespertinos. Quien narra es alguien que observa aquellos baños del general, una especie de valet o mayordomo, un escribano de memorias o, incluso, un periodista que no pierde detalle del cuerpo, el rostro y el habla del anciano. Cuando refiere la decadencia corporal del personaje o su “placer solitario”, a la hora de la memoria, Sarduy se acerca a la novela de dictadores que pocos años después se actualizaría con Alejo Carpentier, Augusto Roa Bastos, Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa y otros autores del boom.
Pero Sarduy da a su relato un final piñeriano, que lo acerca más a Kafka y, estilísticamente, a Borges, por ejemplo, que a cualquiera de los narradores del boom. En sus rituales abluciones, el general recordaba primero las batallas terrestres, luego lamentaba no haber participado en batallas aéreas y, finalmente, llegaba al recuento de las batallas navales. Justo cuando decía haber visto lanzar un torpedo contra un barco enemigo, el general “no vio el jabón que estaba en el fondo de la bañera, ni imaginó tampoco que un resbalón en el baño lanzaría su cuerpo venerable, superviviente de tantas batallas, a la más ridícula de las muertes”.

miércoles, 9 de junio de 2010

La América de Chesterton


En su colección “Los Viajeros”, la editorial sevillana Renacimiento ha realizado la primera versión en castellano del libro Lo que vi en América (2009) del gran escritor londinense G. K. Chesterton (1874-1936). Recién convertido al catolicismo –por lo menos, su tercera conversión, ya que luego del espiritismo y el ocultismo juveniles, se convirtió, primero, al agnosticismo, y luego, al anglicanismo- Chesterton recorrió Estados Unidos impartiendo conferencias, en una especie de réplica de las giras intelectuales que algunos escritores norteamericanos, como Mark Twain o Henry James, realizaron por Inglaterra.
Chesterton llegó a Estados Unidos casi un siglo después que Alexis de Tocqueville y, sin embargo, son asombrosos los paralelos en las observaciones de ambos sobre la sociedad, la cultura y la política norteamericanas. Podría pensarse que la razón de tal persistencia de visiones europeas sobre Estados Unidos reside en que ninguna de las culturas involucradas en ese intercambio de miradas –la francesa, la británica y la norteamericana- cambió demasiado entre mediados del siglo XIX y la entreguerra del siglo XX.
Pero habría que considerar también que la gran literatura viajera del siglo XIX dejó imágenes fijas, impresiones de uno y otro espacio fuertemente grabadas, que los escritores de la primera mitad del XX recibieron con suficiente aliento. Chesterton recorrió Estados Unidos, se fascinó con la cultura católica de los inmigrantes irlandeses y no abandonó nunca la obsesiva yuxtaposición entre la América democrática y la Gran Bretaña aristocrática. En algunos pasajes de su libro, como el que reproducimos a continuación, basta sustituir el referente británico por el francés, para obtener una reescritura de Tocqueville:

“En América o bien no existen estados de ánimo o bien sólo hay un estado de ánimo. Es indiferente que lo llamemos bullicio o fervor; que lo consideremos heroica camaradería o la última histeria del instinto de manada. Se ha dicho de los típicos aristócratas ingleses de las oficinas de gobierno que se parecen a ciertas fuentes ornamentales y juegan de diez a cuatro; y lo cierto es que un inglés, incluso un aristócrata inglés, no siempre se siente más inclinado al juego que al trabajo. Pero la sociabilidad americana no es como la fuente de Trafalgar. Es como el Niágara”.

Chesterton utilizaba con frecuencia el término francés, específicamente tocquevilleano, de “sociabilidad”:

“La sociabilidad americana desecha sutilezas. No podemos esperar que comprenda la paradoja o la perversidad del inglés, que es capaz de ser amistoso y, sin embargo, eludir a los amigos. Eso es lo que hay de cierto en la idea de que Dickens era un sentimental. Significa que probablemente se sentía mucho más sociable cuando estaba solo”.

Sólo en un punto, y no precisamente el religioso, el relato de Chesterton se apartaba del de Tocqueville: cuando describía el estado de la democracia. Para el liberal francés, la democracia era el presente promisorio de Estados Unidos y el futuro visible del mundo. Su vigor, a la altura de la cuarta o quinta década del siglo XIX, estaba fuera de dudas. Cien años después, en medio del auge wilsoniano, el conservador y católico británico observaba un ocaso de la democracia que, a su juicio, ¡se venía experimentando desde un siglo atrás! Es decir, desde la entusiasta época monroísta. Con los últimos párrafos de su libro, Chesterton borraba de un plumazo la gran obra de Tocqueville:

“Los últimos cien años han asistido a una decadencia general de la idea democrática. Si aún queda alguien para quien esta verdad histórica resulte una paradoja, es sólo porque durante este tiempo nadie le ha enseñado historia, y menos aún historia de las ideas. Si se hubiera establecido una especie de inquisición intelectual con el objeto de definir y diferenciar herejías, se habría comprobado que la ortodoxia republicana ha ido sufriendo más secesiones, cismas y atavismos. Las dudas han ido mermando la democracia sin cesar. Y estas dudas políticas han sido contemporáneas y a menudo idénticas a las dudas religiosas”.

Renacimiento ha hecho, como decíamos, la primera edición castellana de Lo que vi en América, en traducción de Victoria León Varela. De manera que las élites intelectuales latinoamericanas, que entre fines del XIX y principios del XX todavía eran más francófonas que anglófonas, no lo leyeron. Es interesante, sin embargo, constatar en Chesterton buena parte del repertorio de estereotipos sobre Estados Unidos –país sin historia, sin pasado, sin cultura, materialista y gregario, rústico y emprendedor…- que compartió la literatura y el pensamiento latinoamericano de aquellas décadas. Con algunas excepciones, naturalmente, como José Martí.

martes, 8 de junio de 2010

Terror eterno en Tierra Santa


El equivocado ataque de Israel a la embarcación turca Mavi Marmara ha alejado aún más la ya distante solución pacífica al conflicto árabe-israelí en el Medio Oriente y ha incentivado, bajo la justificada reacción crítica de buena parte de la opinión pública mundial, el fundamentalismo islámico e, incluso, el viejo antisemitismo occidental.
Los estudiosos del tema comienzan a pensar el conflicto en clave eterna, como aquellas guerras de civilización que, según Michel Foucault, no tenían fin. Si tomamos como punto de partida del mismo la Declaración de Balfour (1917), pronto se cumplirá un siglo de disputa territorial por la inadmitida vecindad de seres humanos con orígenes étnicos y confesiones religiosas distintas.
El buscador de Amazon registra unos 893 libros sobre el conflicto Israel-Palestina en los últimos diez años y unos 4 225 sobre el conflicto árabe-israelí en la misma última década. Estaríamos hablando, sin mucha dificultad, de unos 150 libros al año sobre el tema, tan sólo en inglés, escritos desde todas las posiciones posibles, aunque con un claro énfasis a favor de una solución pacífica del mismo.
Pocos dramas de la historia contemporánea ilustran con tanta fidelidad la crisis de Ilustración que continuamos viviendo después de las masacres totalitarias del siglo XX. Se podrán escribir cientos, miles, decenas de miles de libros al año, llenos de buenas intenciones, hojas de ruta o agendas para la resolución de conflictos, y la guerra seguirá ahí, como recordatorio de la barbarie. “Nunca ha habido una guerra buena, decía Benjamin Franklin, ni una mala paz”.

domingo, 6 de junio de 2010

Memoria moral e historia política

En El País de hoy, Javier Cercas tercia en la polémica entre Almudena Grandes y Joaquín Leguina, a propósito del artículo de éste último, "Enterrar a los muertos", también en El País (24/ 5/ 2010), sobre la memoria de la guerra civil. La posición de Cercas no es, como sabemos, maniquea. Él, como Leguina, admite que se cometieron crímenes en el bando nacionalista y en el republicano, que en uno y otro hubo personas decentes e indecentes, que actuaron de acuerdo a sus creencias o ideologías, aunque estas los llevaran a cometer injusticias, o que utilizaron las creencias y las ideologías para justificar intolerancias, despotismos o ambiciones personales.
Pero Cercas intenta separar la memoria moral de la guerra civil de la historia política de la II República y el franquismo. Aunque hubo crímenes en ambos lados, cuantitativamente no se pueden equiparar los de una breve República de cinco años, que durante otros tres años intenta defenderse, con los de una larga dictadura de cuatro décadas. Tampoco se puede establecer una equivalencia cualitativa entre el autoritarismo de uno y otro rival: la República era un régimen legítimo, que se instauró por vías democráticas, mientras que la dictadura fue un régimen de facto, surgido de un golpe de Estado.
De manera que si desde el punto de vista de la memoria moral –algo similar a lo planteado por Avishai Margalit en The Ethics of Memory (Harvard University Press, 2002) – es recomendable reconocer la legitimidad histórica de los sujetos que se involucraron en uno u otro bando, desde el punto de vista de la historia política no debería haber dudas sobre la naturaleza democrática de la República ni sobre la naturaleza autoritaria del franquismo. El problema es que, como bien sabe Cercas, no es fácil separar memoria moral e historia política. De ahí la dificultad de concertar legislaciones o políticas de la memoria histórica en países que han sufrido guerras civiles o dictaduras de cualquier signo.

sábado, 5 de junio de 2010

¿Qué es la democracia directa?


En no pocas zonas del pensamiento político contemporáneo, no necesariamente de las izquierdas radicales, la democracia directa se asocia con formas no representativas del consenso político. Jean Paul Sartre, por ejemplo, vio en la conexión carismática entre Fidel Castro y una parte del pueblo de Cuba –no todo ese pueblo, ni siquiera su mayoría- que asistía a las primeras manifestaciones en la Plaza de la Revolución y votaba a mano alzada la primera Declaración de la Habana, una modalidad neoateniense de democracia directa.
El profesor de la Pontificia Universidad Católica de Chile, David Altman, ha escrito el estudio más completo sobre la democracia directa en el mundo de los últimos treinta años. Se titula Direct Democracy Worldwide y aparecerá pronto en Cambridge University Press. La revista Perfiles latinoamericanos de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO), sede México, ha publicado en su último número (35, pp. 9-34) un adelanto de ese importante libro.
Altman comienza argumentando que no le parece correcta la identificación de la democracia directa con ideas críticas de la democracia representativa como las que se asocian a la “democracia participativa”, algunas versiones de la “democracia deliberativa” o las diversas apropiaciones del concepto que aparecen lo mismo en el Foro de Porto Alegre, en Caracas, en La Paz o en La Habana, significando cosas muy distintas desde el punto de vista institucional.
La democracia directa no es más que un conjunto de mecanismos –referendos, plebiscitos, consultas populares, iniciativas ciudadanas de ley…- que sólo puede llevarse a cabo por medio del voto universal, directo y secreto. Esos mecanismos, dice Altman, no sólo requieren de la representación electoral para realizarse sino que los mismos están constitucionalmente establecidos en muchas democracias representativas del mundo.
Altman distingue los diversos mecanismos de democracia directa, que en el lenguaje político se confunden con frecuencia. Existen muchos tipos: referendos o plebiscitos “obligatorios”, “facultativos”, “consultivos”, que promueve el poder ejecutivo, desde arriba, en sentido vinculante o no, que promueve el poder legislativo u otras instituciones del Estado con el objetivo de generar, refrendar o revocar una ley, iniciativas populares que, desde abajo, lanza cualquier asociación de la sociedad civil o un conjunto de ciudadanos con el fin de hacer visible un estado de opinión o iniciar un proceso de construcción legislativa…
Altman insiste en que los mecanismos de democracia directa han sido aprovechados desde todas las ideologías y desde todos los poderes. Hitler los utilizó para anexar Austria y Pinochet para defender su dictadura de la “agresión internacional”, que cuestionaba la violación de derechos humanos en Chile y demandaba una transición democrática en ese país. Pero Altman sugiere, naturalmente, que cuando esos mecanismos no son facultativos y se utilizan de abajo hacia arriba, su contenido democrático se vuelve más real.
¿Cuáles son los países del mundo que más recurren a la democracia directa? Las estadísticas de Altman, de los últimos treinta años, no ofrecen dudas: Suiza y Estados Unidos, dos países en los que el federalismo está constitucionalmente ligado a la aplicación de esos mecanismos por parte de las regiones –los cantones suizos y los estados norteamericanos- con el propósito de sostener el consenso nacional. En América Latina, los países que más ejercicios de democracia directa han aplicado en las tres últimas décadas son Uruguay (16), Ecuador (9), Venezuela (6), Colombia (4), Chile (4) y Bolivia (4).
La experiencia uruguaya es notable no sólo por la cantidad sino también por la calidad de esos ejercicios de democracia directa. Diez de esos mecanismos han sido desde abajo, mientras que en otros países, como Venezuela, la mayoría de los mismos han sido desde arriba. En su artículo, Altman no registra ningún mecanismo de democracia directa en Cuba, símbolo, para algunos, de la “democracia directa” en América Latina, pero se trata, evidentemente, de un error. La Constitución cubana de 1976 fue sometida a referendo –no así su reforma en 1992- y, en 2002, un plebiscito constitucional refrendó las reformas a los artículos 3°, 11° y 137°, que afirman el “carácter irrevocable” del socialismo cubano.

jueves, 3 de junio de 2010

Los bordes del liberalismo

El profesor de la UNAM, Benjamín Arditi, es autor de una de las más arduas exploraciones de los límites del liberalismo en la política latinoamericana actual. Su libro, La política en los bordes del liberalismo (2010), editado en 2007 por la Universidad de Edinburg, ha sido publicado en español por Gedisa a principios de este año. Esta entrega continúa la indagación de Arditi sobre la que llama “democracia postliberal” en América Latina.
El marco teórico de Arditi es, fundamentalmente, la filosofía política postestructuralista y neomarxista (Deleuze, Guattari, Lefort, Derrida,Vattimo, Agamben, Rancière, Zizek, Laclau…). De ahí que liberalismo sea para él sinónimo de orden social capitalista y democrático y no una tradición intelectual, sumamente heterogénea y viva, como la que encontramos en el ya clásico El sacrificio y la envidia (1992) de Jean Pierre Dupuy o en el más reciente The Future of Liberalism (2010) de Allan Wolfe.
No hay aquí referencias a Robert Nozick, a John Rawls, a Will Kymlicka o a la gran renovación teórica sobre la justicia social y los derechos civiles producida por el pensamiento liberal en las últimas décadas. Sí las hay, curiosamente, a pensadores conservadores como Carl Schmitt o Michael Oakeshott. El liberalismo parece ser, para Arditi, el conjunto de reglas que rigen la vida contemporánea en Occidente: un conjunto de reglas cuyos pilares básicos son el mercado y la democracia.
Arditi reconoce que tras la caída del Muro de Berlín esa “política liberal” se ha vuelto cada vez más “híbrida”, menos pura, y pone un ejemplo intelectual, el “socialismo liberal” de Norberto Bobbio, y otro ideológico, la instrumentación de la economía de mercado por el Partido Comunista chino. Pero su idea de los bordes del liberalismo está relacionada con aquellos discursos y prácticas políticas que, desde la izquierda –uno se pregunta por qué no, también, desde las derechas católicas, por ejemplo- impugnan la democracia liberal.
¿A qué se refiere? A tres cosas por lo menos: las estrategias de diferenciación cultural de ciertas comunidades subalternas–el autonomismo indígena, por ejemplo-, los nuevos gobiernos de la izquierda latinoamericana que vindican la tradición populista, y la “promesa” o el “entusiasmo” de la Revolución, entendidos, a la manera kantiana y benjaminiana, más como emociones o estéticas ligadas a la posibilidad de una “emancipación” o “redención” humanas que como políticas “revolucionarias” concretas.
Habría aquí un par de síntomas de la actual izquierda neomarxista latinoamericana que merecerían observación más detenida. Por un lado, la idea de que esas zonas de impugnación del orden liberal no quedan fuera sino en los “bordes del liberalismo”. Se trata por tanto de impugnaciones asimilables o asimiladas por la democracia y el mercado –Arditi utiliza la imagen freudiana de la “tierra extranjera interior” o el concepto derrideano de “espectro” para aludir a que esas interpelaciones del liberalismo son represiones sublimadas o reversos visibles del propio orden liberal.
El otro síntoma sería no contemplar a Cuba dentro de esos cuestionamientos de la política democrática y de la economía capitalista en América Latina. Supongo que Arditi prefiere trabajar otras izquierdas e, incluso, otros socialismos, como experiencias en los bordes del liberalismo, no porque el sistema cubano sea más antiliberal que postliberal sino porque en el mismo los conceptos de “ciudadanía” y “demos” todavía no han sido plenamente reformulados en los términos multiculturales que demanda la izquierda neomarxista latinoamericana.

martes, 1 de junio de 2010

Gómez Carrillo o la intensidad

Con frecuencia, los grandes movimientos artísticos y literarios pasan de una primera fase de hallazgo e insinuación a una segunda de inmanejable intensidad. Es lo que sucede con el modernismo del escritor guatemalteco Enrique Gómez Carrillo (1873-1927), comparado con el de su maestro y mentor, Rubén Darío. Lo que en el primero fueron atisbos –París, el Oriente, Grecia, Egipto-, en el segundo serían, casi, obsesiones.
Gómez Carrillo fue el grafómano autor de más de 80 libros, entre crónicas, relatos y poemas. Viajero, duelista y galán –casó con la escritora peruana Aurora Cáceres (Evangelina), con la cupletista española Raquel Meller y con la salvadoreña Consuelo Suncín, viuda del famoso piloto y escritor francés Antoine de Saint-Exupéry, además de que la leyenda lo identifica como uno de los tantos amantes de Mata-Hari, a quien dedicó libro- hizo del París de principios del siglo XX su base de operaciones.
Desde allí recorrió toda Europa y viajó a Rusia y al Lejano y el Medio Oriente. De esas peregrinaciones quedaron sus notables crónicas, La Rusia actual (1906), La Grecia eterna (1908), La sonrisa de la esfinge (1913), Jerusalén y Tierra Santa (1914) y Vistas de Europa (1919). La sevillana editorial Renacimiento ha iniciado el rescate de algunos de estos títulos, comenzando por El Japón heroico y galante (1912), prologado por Darío.
En París, como José Martí en Nueva York, Gómez Carrillo fue una especie de embajador latinoamericano: representó intereses, lo mismo, de la Argentina del demócrata Hipólito Yrigoyen que de la Guatemala del dictador Manuel Estrada Cabrera. En esas ciudades los exilios parecen perder su carta de naturalización nacional y, sin dejar de ser exilios, responden a una identidad más bien regional. Gómez Carrillo era el amigo "latinoamericano" -no específicamente guatemalteco- de Verlaine y Leconte de Lisle.
El Japón que fascina a Gómez Carrillo -y a buena parte de las élites hispanoamericanas de la Belle Epoque- es el posterior a la Restauración Meiji, que se abre a Occidente, al tiempo en que se relanza como imperio militar y cultural. El Japón de Yoshihito, que reduce el Shogunato, se impone militarmente a Rusia y a China y anexa Taiwán y Corea. Esa fuerza fue admirada por Gómez Carrillo y algunos modernistas hispanoamericanos, tan “antimperialistas” en el contexto occidental, como el poderío “galante” del “otro”.