Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

sábado, 27 de abril de 2013

En la frontera de la ley

La última novela de Javier Cercas trata sobre una banda de delincuentes juveniles que operó en Girona a fines de los 70, durante los años de la transición del franquismo a la democracia en España. Al igual que otras novelas de Cercas, como Soldados de Salamina o Anatomía de un instante, se trata de una ficción y un relato reales, en los que el narrador cuenta algo que sucedió en la historia. Pero a diferencia de aquellas obras, no hay aquí una excesiva conciencia de tal operación intelectual -narrar un hecho real en clave de novela- ni una exposición tan evidente del yo de Cercas.
La novela cuenta la historia del Zarco, el Gafitas y Tere, sin hacer del acto de la narración de los sucesos relacionados con aquella banda un dilema intelectual o literario. La dimensión metaliteraria de Cercas, menos tangible que en otros novelistas españoles contemporáneos como Javier Marías y Enrique Vila-Matas, está rebajada al mínimo en Las leyes de la frontera (2012). Una dimensión que pudo ser muy explotable al tratar algunas de las subtramas de la novela, por ejemplo, la subtrama de la relación incestuosa entre el Zarco y Tere.
Estos jóvenes ladrones eran medio hermanos, compartían la misma madre, pero sólo uno de ellos, Tere, lo sabía. El incesto, lo mismo que las drogas y los robos, eran prácticas ubicadas en esa frontera de la ley que le interesa describir a Cercas. El personaje del Gafitas parece cruzar esa frontera, cuando en la adultez se vuelve abogado. Pero dicho tránsito tiene lugar sólo para que el personaje pueda quedarse en el territorio del derecho más cercano al crimen. No es gratuito que sea el Gafitas el único de los tres personajes que no es huérfano.
La orfandad y el incesto del Zarco y Tere suceden a la intemperie, en el vértigo del crimen y las drogas, en la vida entre cárceles y albergues. Un incesto radicalmente distinto al de los hermanos de la novela The Cement Garden de Ian McEwan, llevada al cine por Andrew Birkin, quienes se enclaustran en la vieja casucha donde han muerto sus padres. En ausencia de los padres, unos y otros pierden la noción del límite que separa lo legal y lo ilegal y se entregan a rituales que, más que una subversión, producen una reproducción de la autoridad desde lo ilegítimo.

jueves, 25 de abril de 2013

Escrito en cirílico



Hoy a las 7 de la noche, en la Casa Refugio Citlaltepetl, de la Ciudad de México, conversaremos con el historiador Jean Meyer y la poeta y crítica cubana Damaris Puñales-Alpízar sobre el reciente libro de esta última, Escrito en cirílico: el ideal soviético en la cultura cubana posnoventa, publicado por la editorial Cuarto Propio de Santiago de Chile.
El libro de Puñales propone un paseo por las representaciones del mundo soviético en la cultura cubana en el último medio siglo. Representaciones mayormente ubicadas en la literatura -aquí se glosan e interpretan textos de Manuel Cofiño, Félix Luis Viera, Jesús Díaz, José Manuel Prieto, Emerio Medina, Reynaldo González o Alexis Díaz Pimienta-, pero que también se localizan, con provecho, en las artes plásticas, el cine y la cultura material.
Además de novelas, Puñales lee documentales y películas como Good Bye, Lolek (2005) de Amado Soto Ricardo y Magdiel Aspillaga o Lisanka (2009) de Daniel Díaz y Eduardo del Llano y compara estas intervenciones contemporáneas con films canónicos del periodo soviético como Soy Cuba (1964) de Mijaíl Kalatosov. Estas lecturas de textos tan diversos, como una novela, una película o la chatarra de alguna tecnología soviética, le permiten a Puñales ilustrar la existencia de una "comunidad sentimental soviético-cubana", que desarrolla un particular discurso de la nostalgia a partir de los 90:

"La cultura rusa (o soviética) y la cubana logran fundirse solo a partir de un contrapunteo necesario en que se reconocen distintas. Es en ese juego de diferencias donde único es posible establecer su unidad: unidad en la diferencia, en su relación de extrañamiento-cercanía con el otro. Esta relación pasa, también, por el exotismo, la admiración y, en parte, el desconocimiento. El pasado soviético cubano continúa siendo presencia actual en Cuba hoy como uno de los imaginarios culturales más importantes. No se trata de una nostalgia ideológica o política. En este caso, la nostalgia representa el duelo por el fin de un mundo que de repente dejó de existir, y cuyos remanentes siguen activos en la memoria colectiva".

domingo, 21 de abril de 2013

La biografía epistolar de Bruce Chatwin


Finalmente ha aparecido, vertida al español por Ismael Attrache y Carlos Mayor, la correspondencia del viajero y novelista inglés Bruce Chatwin (1940-1989), editada por su viuda Elizabeth Chatwin y su biógrafo Nicholas Shakespeare. La editorial Sexto Piso se encargó de este oportuno rescate, que ofrece al lector de En la Patagonia, Los trazos de la canción, Utz, Colina negra, El virrey de Quidah o Anatomía de la inquietud, una suerte de biografía epistolar.
Porque lo que ha intentado Shakespeare, fundamentalmente, es organizar cronológicamente la correspondencia de Chatwin con sus parientes, amigos y colegas, de tal manera que el lector siga la vida del viajero, desde su estancia en el colegio Old Hall, en Shopshire, hasta sus últimos días en Homer End, Oxford, pasando, naturalmente, por sus largos años como perito de arte antiguo y moderno en Sotheby’s, como estudiante de arqueología en Edinburgh y como nómada empedernido en Afganistán, Argentina, Turquía o Sudáfrica.
Como en todo epistolario, es posible leer aquí los cambios de piel del corresponsal. Cuando Chatwin escribe a su familia o a su esposa Elizabeth muestra una vulnerabilidad, que se oculta rigurosamente bajo la coraza segura y hasta soberbia de quien se trata de tú a tú con Roberto Calasso, Salman Rushdie o Susan Sontag. Como observó W. G. Sebald, a su muerte, Chatwin rompió el maleficio de los grandes prosistas, que se arriesgaron a contar ficciones sin recurrir al formato de la novela, en el momento de mayor fetichismo mercantil del género.
La grandeza de Chatwin, lo que lo distingue dentro de la brillante generación de novelistas británicos de su generación (McEwan, Amis, Barnes, Ishiguro…), es haber probado la fuerza de su prosa, no en ensayos o memorias, sino en esa literatura viajera y antropológica que fue su sello y que era tenida por literatura menor. No siempre es Chatwin tan buen escritor epistolar como cronista de viaje, pero el novelista que había en él asoma de un modo tan genuino que, con apenas siete años, cuenta a sus padres la impresión que le produjo el film El tren fantasma, de Walter Forde: “trata –escribe el niño- de un tren que, todos los años, a medianoche, llegaba a la estación, y, si alguien lo miraba, moría”.
La conocida bisexualidad de Chatwin y su muerte, a causa de SIDA, en 1989, son temas que este epistolario devela sutilmente. Su esposa Elizabeth, en el prólogo, no se da por enterada y atribuye sus viajes solitarios y sus largas desapariciones de casa a la necesidad de “ser libre” del artista. El biógrafo Shakespeare es más explícito y descubre la faceta de un Chatwin que oscila entre la negación de su letal enfermedad –“el VIH no es el ocaso de los dioses de finales del siglo XX, sino sencillamente otro virus africano”, escribe unos meses antes de morir- y una valiente curiosidad por la pandemia que truncó su vida.   

miércoles, 17 de abril de 2013

Los liberales se autocritican



El número de abril de Letras Libres, en sus ediciones mexicana y española, contiene un excelente dossier, titulado “Autocrítica liberal”, que podría volverse referencial. Ideado y coordinado por el joven historiador mexicano Carlos Bravo Regidor, el coloquio reúne a un grupo de teóricos y ensayistas de la últimas generaciones (Jesús Silva-Herzog Márquez, José Antonio Aguilar, Humberto Beck, Patrick Iber, David Peña Rangel, Estefanía Vela Barba, Saúl López Noriega, Ramón González Férriz) que someten a crítica al liberalismo desde algún tipo de identificación con ese ideario.
Aguilar Rivera reprocha al liberalismo –específicamente al mexicano- su tendencia a hibridarse con corrientes de pensamiento que le son ajenas, como el positivismo o el multiculturalismo. Silva-Herzog, en cambio, piensa que hay que abandonar el ideal de la pureza y entender al liberalismo como una posición anclada en la duda y no en la fe. Por el mismo camino van las colaboraciones de Gabriel Zaid y Roger Bartra, que llaman a distinguir entre liberalismo político y liberalismo económico –o neoliberalismo- y a rescatar el diálogo entre liberales, socialistas y católicos.
Ramón González Férriz y David Peña Rangel repiensan las relaciones, primero amigables y luego tensas, entre liberalismo y nacionalismo. Humberto Beck cuestiona el peso del concepto de “libertad negativa”, según la célebre formulación de Isaiah Berlin, en la tradición liberal, que condujo a posiciones intolerantes en la Guerra Fría. Patrick Iber se pregunta si existe una “tentación imperial” en el liberalismo, a partir del rol de las grandes potencias atlánticas en los dos últimos siglos. Estefanía Vela Barba critica la fijación excluyente del relato de los derechos fundamentales en “los hombres”. Carlos Bravo Regidor lamenta las malas lecturas que algunos liberales hicieron del marxismo, aunque también agradece las buenas. 
A pesar de su espesor teórico, el dossier ha sido armado con agilidad: textos breves, compactos, legibles desde cualquier público. Es evidente que un objetivo colateral del mismo fue sumar al diálogo intelectual a una nueva generación de académicos, que comienza a intervenir en la esfera pública mexicana sin la rigidez ni la territorialidad de otros tiempos. Letras Libres, como antes Vuelta, ha sido siempre un medio que defiende un campo intelectual donde los académicos suman su voz a un debate abierto, sin jergas ni autorizaciones preestablecidas.
Tal vez es por eso que, luego de la lectura, se tiene la impresión de que todos los autores, aunque coinciden en que el liberalismo debe autocriticarse, no entienden de la misma manera al sujeto que se autocritica. Unos piensan el liberalismo como teoría o filosofía política, otros como tradición intelectual, otros como ideología partidaria, otros más, como estilo o actitud moral. Probablemente, el liberalismo sea todo eso a la vez, pero quienes hablan en su nombre, en este número de Letras Libres, son intelectuales. Habría que explorar mejor si sigue existiendo liberalismo fuera de la ciudad letrada –entre políticos, empresarios, religiosos, gremios, asociaciones civiles- y si ese liberalismo siente la necesidad de autocriticarse.

viernes, 12 de abril de 2013

El neocomunismo según Vattimo y Zabala


En los tres últimos años hemos reseñado, en este blog, algunas rearticulaciones interesantes del pensamiento político comunista y marxista, producidas en círculos intelectuales contemporáneos. Comentamos el volumen Sobre la idea del comunismo (2010), en el que intervinieron Zizek, Badiou, Hardt, Negri, Buck-Morss y otros neomarxistas actuales. También reseñamos sendos libros de Terry Eagleton y Eric Hobsbawm, en 2011, sobre la reactivación del legado de Marx.
Una de las más curiosas intervenciones en ese nuevo campo del neomarxismo es la del filósofo italiano, Gianni Vattimo, figura clave de la corriente del "pensamiento débil" dentro del postmodernismo de los 80, y su joven discípulo Santiago Zabala, profesor de la Universidad de Barcelona, en Comunismo hermenéutico. De Heidegger a Marx (2012). Vattimo y Zabala se han empeñado, con éxito, en una hibridación que a algunos parecerá imposible: la de Heidegger y Marx, la hermenéutica y el comunismo.
Como toda mixtura, la del comunismo hermenéutico avanza sobre un flanco epistemológico: el de diálogo entre la crítica a la metafísica de Marx y la de Heidegger. Un diálogo que los autores hiperbolizan hasta encontrar "venas anarquistas" en la interpretación, "pensamiento débil" en la hermenéutica y hasta "comunismo hermenéutico" en la crítica del capitalismo global.
Pero Vattimo y Zabala no se conforman con maridar tradiciones filosóficas distintas y, en ciertos aspectos, antagónicas. Empeño que, de por sí, bastaría para confirmar la cultura filosófica y las habilidades especulativas de ambos. No, estos filósofos piensan, como el Marx de la Tesis 11 sobre Feuerbach -que suscribió Heidegger en "La tesis de Kant sobre el ser" (1961)- que los filósofos no deben sólo interpretar el mundo sino transformarlo.
A la hora del salto de la interpretación a la transformación del mundo, Vattimo y Zabala apuestan por un sujeto. Si Heidegger apostó por el Dasein y Marx por el proletariado, Vattimo y Zabala apuestan por dos gobiernos concretos: los de Hugo Chávez y Evo Morales. En esos dos gobiernos -y en otros políticos latinoamericanos, como Fidel Castro, Lula da Silva o Rafael Correa, aunque no en los gobiernos de Cuba, Brasil y Ecuador- Vattimo y Zabala encuentran "una alternativa al capitalismo y una defensa eficaz de los más débiles que ningún Estado capitalista puede igualar".
Llama poderosamente la atención que en el acápite dedicado a la "alternativa sudamericana", Vattimo y Zabala no consideren a la Cuba de Fidel y Raúl -gobernada por un Partido Comunista y con una economía altamente estatalizada- sino a la Venezuela de Chávez y a la Bolivia de Morales como las experiencias anticapitalistas de vanguardia. Lamentablemente, este libro, como otros del neomarxismo contemporáneo, implican una redefinición conceptual del capitalismo y el comunismo que sus autores no hacen explícita.

miércoles, 10 de abril de 2013

La ambivalencia del regreso

El escritor libio Hisham Matar (1970), hijo de un importante político e intelectual nacionalista que disintió del régimen de Khadafi, y sufrió prisión por ello, autor de novelas como In the Country of Men (2006), Man Booker Prize, y Anatomy of a Disappearance (2011), título tan atractivo como su trama, ha escrito un reportaje de su regreso a Libia tras la última revolución, que hay que leer. Matar ha vivido la mayor parte de su vida en el exilio, en El Cairo, en Nueva York, en Londres, pero como se puede leer en esta memoria editada en el último The New Yorker, no importa que la experiencia de la nación de origen haya sido tan fugaz, para sentir el regreso en toda su paradójica intensidad. Todo regreso a la patria, luego de un exilio plenamente asumido -breve, largo o mediano-, es, a la vez, un reencuentro y un desencuentro, el viaje a una utopía y la vuelta de un desencanto.

"My family left in 1979, thirty-three years earlier. This was the chasm that divided the man from the eight-year old boy I was when my family left. The plane was going to cross that gulf. Surely such journeys were reckless. This one could rob me of a skill that I have worked hard to cultivate: how to live away from places and people I love. Joseph Brodsky was right. So were Nabokov and Conrad: artists who never returned. Each had tried, in his own way, to cure himself of his country. What you have left behind has dissolved. Return and you will face the absence or the defacement of what you treasured. But Dmitri Shostakovich and Boris Pasternak and Naguib Mahfouz were also right; never leave the homeland. Leave and your connections to the source will be severed. You will be like a dead drunk, hard and hollow".



martes, 2 de abril de 2013

Por una democracia soberana en Cuba



El periodista cubano Ángel Guerra Cabrera, radicado en México desde hace años, tuvo a bien dedicarme unas líneas en su columna del pasado jueves, en La Jornada. Escribe Guerra que un servidor es representante de una “derecha nacional”, “más pragmática y cínica que sus antecesoras” (sic). Un “contrarrevolucionario” con una visión de Cuba regida por el “deber ser teleológico” (sic). Mis textos y mis pensamientos no son, según Guerra, “enarbolados” por mí sino por una “contrarrevolución cubana e internacional”. El artículo de Guerra fue reproducido, naturalmente, en Cubadebate, la página electrónica del Partido Comunista de Cuba, donde no existe derecho a réplica.
         Prefiero pasar de largo de la fábula de mal gusto y resonancia fascista de los “cóndores” (revolucionarios) y los “insectos” (contrarrevolucionarios), a costa del pobre José Martí, con que concluye el artículo. Pero no puedo dejar de señalar que la asimilación entre mis ideas y las del escritor y periodista cubano Carlos Alberto Montaner, de la que abusan Guerra y otros de la misma corriente política, es, cuando menos, imprecisa. Conozco y respeto a Montaner desde hace años pero ambos admitimos diferencias públicas en temas tan variados como el embargo comercial de Estados Unidos, las ideas, culturas y tradiciones de América Latina o el lugar de la experiencia socialista y revolucionaria en la historia de Cuba. 
         Aunque la caricatura de Guerra expone mejor sus limitaciones que las mías, la aprovecho para resumir, sobre todo ante los lectores de La Jornada que se asomen a esta polémica, algunas de mis ideas sobre Cuba que el periodista deliberadamente distorsiona. Es difícil para mí considerarme contrarrevolucionario por muchas razones que a Guerra, quien se empeña en monopolizar la voz de “la Revolución”, lo tendrán sin cuidado. La primera es que soy un producto de la experiencia revolucionaria: nací en la isla, en 1965, y me formé en las escuelas creadas por el sistema educativo socialista. Me gradué de la Universidad de La Habana, en 1990, en la carrera de filosofía marxista-leninista, con una tesis sobre la concepción materialista de la historia de Karl Marx.
         Pero, ante todo, no me considero contrarrevolucionario porque, como sostengo en mis libros El arte de la espera (1998), La política del adiós (2003) y La máquina del olvido (2013), pienso que la Revolución fue un fenómeno histórico circunscrito a los años 50, 60 y 70 del pasado siglo. Después de consumada la institucionalización del sistema político cubano, en 1976, con la Constitución de ese año, es difícil hablar de revolución como un proceso de cambio social, que destruye un antiguo régimen y crea un nuevo orden. Hablar de Revolución a partir de 1976 es posible si, como hace Guerra, se confunde la Revolución con el Estado, el gobierno o sus líderes, cuando no con la nación misma.
         Dado que en los libros mencionados y en diversos artículos he expresado críticas concretas al gobierno de la isla y al sistema político socialista, Guerra y quienes como él sacralizan la historia, asumen dichas críticas como “ataques a la Revolución”. A mí, por el contrario, me interesa historiar críticamente ese fenómeno fundamental del pasado cubano y latinoamericano, con el fin de avanzar en el conocimiento histórico y, también, de contribuir al establecimiento de relaciones más libres con el Estado cubano. Un Estado que, como he reiterado en esos mismos libros y artículos, entiendo como una entidad legítima que no debe ser removida por la fuerza sino transformada pacífica y soberanamente por una ciudadanía cada vez más plural, que no está equitativamente representada en sus instituciones.
         El término contrarrevolución posee un sentido destructivo y violento que no sólo no comparto sino que cuestiono con frecuencia. Siempre he defendido la necesidad de articular una oposición pacífica y legítima en Cuba, que deje atrás, de una vez y por todas, la política del embargo o cualquier forma de hostilidad internacional y que se independice de las agencias del gobierno de Estados Unidos, involucradas históricamente en la confrontación con La Habana. Remito al lector interesado en estas ideas sobre la construcción de una democracia soberana en Cuba a dos artículos publicados recientemente en la isla: “Diáspora, intelectuales y futuros de Cuba” (2011), en la revista Temas, y “El socialismo cubano y los derechos políticos” (2012), en Espacio Laical.
         Llama la atención que Guerra me atribuya un pensamiento “teleológico”, cuando uno de los argumentos centrales de mis libros de historia intelectual sobre Cuba –Isla sin fin (1998), Tumbas sin sosiego (2006), Motivos de Anteo (2008), El estante vacío (2009)- es la crítica a la teleología de la historia oficial nacionalista y socialista, que presenta todo el pasado de la isla como si hubiera sido providencialmente programado para producir la entrada de Fidel en La Habana, en enero de 1959, y para perpetuar la forma histórica del Estado fundado a partir de entonces. La crítica de esa teleología, no sólo en mis libros sino en buena parte de la nueva ensayística cubana de la isla o la diáspora –ver, por ejemplo, el catálogo de la editorial Colibrí, en Madrid-, es un llamado al abandono de la exclusión ideológica en nuestra cultura.
         Si a lo que Guerra se refiere con la torpe tautología del “deber ser teleológico” es a la propuesta de un futuro democrático para Cuba, entonces tendrá que reconocer que somos muchos –cada vez más- los que compartimos ese ideal. Un ideal que en mi caso jamás ha sido planteado en términos neoliberales, como asegura el periodista. Como el lector puede verificar fácilmente en esos libros y artículos, la democratización de la que hablo es un proceso de apertura de las instituciones actuales del socialismo cubano a la pluralidad real de la sociedad insular y diaspórica, que amplíe los derechos de asociación y expresión, sin deshacerse del rol social del Estado ni de la soberanía nacional.
         Que Guerra entienda eso como “cinismo y pragmatismo” o como “derecha nacional e internacional” ilustra muy bien el tipo de izquierda que él defiende. Una izquierda que sigue aferrada a las falsas antinomias de la Guerra Fría y que es incapaz de abandonar lastres del estalinismo como el partido único, el culto a la personalidad, el control gubernamental de la prensa o la descalificación y represión de toda disidencia. Una izquierda autoritaria que, ante el avance de las reformas emprendidas por el gobierno y demandadas por la sociedad civil, se atrinchera en una posición contrarreformista.
Día con día, la democratización soberana del socialismo cubano deja de ser una promesa y se convierte en una realidad, que la reacción neoestalinista o neopopulista no puede contener. El lector interesado puede comprobarlo releyendo la nota del corresponsal de Afp en La Habana, Carlos Batista, “Cuba necesita cambios políticos”, el pasado 13 de marzo, reproducida parcialmente por La Jornada, o el proyecto “Cuba soñada/ Cuba posible/ Cuba futura”, redactado por el Laboratorio Casa Cuba, un grupo de intelectuales y activistas católicos y marxistas de la isla que pide, entre otras cosas, sufragio directo del jefe de Estado, reelección limitada y una nueva Ley de Asociaciones. Los lectores de La Jornada, periódico referencial de la izquierda iberoamericana, deberían tener acceso, también, a esas nuevas voces democratizadoras de la política cubana del siglo XXI.