Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

lunes, 23 de noviembre de 2020

Sostiene Revueltas





Entre los varios aciertos de la Biografía judicial del 68 (Debate, 2020), que acaba de publicar el exministro de la Corte Suprema de la Nación, José Ramón Cossío, está la reproducción del testimonio de José Revueltas en las averiguaciones previas del proceso judicial contra los acusados de sedición, llamado a la rebelión, asociación delictuosa y otros delitos a fines de 1968. Hay muchas declaraciones interesantes –las de Manuel Marcué Pardiñas, Eli de Gortari o Julio Boltvinik, por ejemplo-, pero las de Revueltas destacan por su elocuencia. 
     En el acta ministerial que le levantaron el 18 de noviembre de 1968, el autor del Ensayo sobre un proletariado sin cabeza (1962) reconoció su participación en el movimiento estudiantil. Dijo que había participado en la manifestación encabezada por el rector Javier Barros Sierra, que había asesorado a líderes estudiantiles como Roberto Escudero y Rufino Perdomo y que había intervenido en varias sesiones del Comité Nacional de Huelga (CNH). Lo singular en la posición de Revueltas es que su defensa de la autonomía universitaria o, mejor, de la “autogestión académica”, no estaba reñida con la búsqueda de una alianza de diversos grupos sociales oprimidos para lograr la que llamaba “transformación socialista del sistema económico-político mexicano”, preferiblemente por vías pacíficas. 
    Lo que decía el escritor sobre esa “autogestión”, lo mismo en
el Auditorio de la Facultad de Filosofía y Letras, que ante el Ministerio Público, era una extensión, al ámbito universitario, de la vieja tesis consejista y trotskista del “autogobierno obrero”. A diferencia de otras víctimas de la represión, que negaban vínculos con el comunismo para sobrevivir al macartismo diazordacista, Revueltas, que no militaba en el PCM desde su expulsión en 1943 y que también había roto con el lombardismo, sostenía ante los agentes de la PJF que había sido comunista desde los 14 años. Que siempre había sido partidario de implantar el socialismo en México y que, por ello, había sido arrestado y enviado a las Islas Marías. Con una diafanidad que debió sorprender a sus verdugos, daba la razón al argumento oficial de que el movimiento estudiantil era un paso hacia la instauración del comunismo en México. 
    Los estudiantes, a su juicio, habían entrado en una lógica de acción que conducía a la alianza revolucionaria con los obreros y los campesinos. En un momento, la Dirección General de Averiguaciones Previas de la PGR no tuvo más remedio que transcribir textualmente a Revueltas: “la masa estudiantil desborda su propio potencial en virtud de razones biológicas propias, sin que baste para frenarla ninguna clase de admoniciones en determinados momentos de violencia, tales como el incendio de autobuses o la defensa violenta de sus centros educativos”. Era un tratadista en el juzgado, que expresaba oralmente las mismas ideas que escribiría en aquellos meses de lucha y, luego, en el presidio de Lecumberri. 
    Los escritos reunidos en México 68: juventud y revolución (Era, 1978), están llenos de pasajes similares sobre la necesidad del rebasamiento del pliego petitorio y el despegue de una situación revolucionaria en México. Insistía en que su ruta preferida para el cambio era la pacífica –“mi arma es mi mente”, afirmaba-, pero no “condenaba, ni impedía” los métodos violentos, ya que cuando “se cerraban todas las opciones democráticas”, la “lucha armada era el camino para derrocar al Gobierno”. 
    En el cúmulo de declaraciones y careos reconstruido por el ministro Cossío, vuelve a escucharse la voz coherente de José Revueltas en el 68. No hay máscara ni simulación ahí, pero tampoco el rejuego geopolítico al uso de la izquierda latinoamericana de entonces y de ahora. La rebelión juvenil era un movimiento autónomo contra “dos estalinismos”, el priista y el soviético, que habían confiscado y desvirtuado el sentido de la palabra Revolución.

lunes, 16 de noviembre de 2020

Feminismos latinoamericanos


La socióloga e historiadora argentina Dora Barrancos, profesora de la Universidad de Buenos Aires, publica en la colección Historia Mínima del Colmex, que dirige Pablo Yankelevich, en ensayo sobre los feminismos. Se trata de un recorrido por la lucha por los derechos de las mujeres en una veintena de países latinoamericanos y caribeños. 
     Barrancos se formó en los estudios sobre el anarquismo y el movimiento obrero. Su mirada al feminismo proviene de la tradición socialista, lo cual es bastante común por razones históricas. Aunque en el siglo XIX hubo aportes al tema desde corrientes liberales y positivistas (John Stuart Mill, Herbert Spencer, Lewis Morgan…) fueron socialistas, como Friedrich Engels, August Bebel, Paul Lafargue o Léon Abensour, quienes, desde campos intelectuales controlados por hombres, avanzaron más en lo que estrechamente se llamaba entonces “la cuestión de la mujer”. 
     Desde el siglo XIX llegó a establecerse con claridad el carácter patriarcal del capitalismo. En ese empeño algunas intelectuales mujeres, como Olympe de Gouges, Elizabeth Cady Stanton, Lucretia Mott y Flora Tristán, jugaron un papel destacado. Pero es en las primeras décadas del siglo XX, cuando se articula el movimiento sufragista, que comienza propiamente la historia de los feminismos latinoamericanos. Barrancos repasa, uno a uno, esos movimientos. En México, por ejemplo, recuerda la labor de Elena Arizmendi, Hermila Galindo, Elvia Carrillo Puerto, Elena Torres, Evelyn Roy, Refugio García, Ofelia Domínguez Navarro y Matilde Rodríguez Cabo, entre otras. 
     Aquel primer feminismo, anterior a la generalización del sufragio en América Latina, pugnaba, fundamentalmente, por la extensión a la mujer de los mismos derechos sociales y políticos del hombre. En la mayoría de los casos, esa pugna se reflejaba en una búsqueda de reconocimiento dentro de organizaciones políticas, fundamentalmente masculinas, como los partidos comunistas o el PRI mexicano, donde sobresalió la figura de Amalia González Caballero de Castillo Ledón. 
     Lo mismo que en los casos emblemáticos de Evita Perón en Argentina o Celia Sánchez Manduley y Vilma Espín en Cuba, el feminismo latinoamericano fue, hasta la segunda mitad del siglo XX, una corriente subordinada a los grandes proyectos de la izquierda, fuera ésta nacionalista revolucionaria, comunista o populista. Es a partir de los 60, cuando se vertebra la Nueva Izquierda, en contraposición no sólo a las derechas católicas y liberales sino al comunismo ortodoxo, que arranca propiamente un feminismo por sí y para sí en América Latina y el Caribe. 
     Había, por supuesto, una sociabilidad autónoma de género a través de los ateneos y las revistas femeninas. Pero los proyectos políticos predominantes no eran antipatriarcales como comenzarían a serlo a partir de los años 70 del siglo XX. Ese cambio de perspectiva o “segunda ola” del feminismo, sostiene Barrancos, no hubiera sido posible sin las aportaciones teóricas de Simone de Beauvoir, Annie Lecrerc, Helen Gurley Brown, Betty Friedman, Gloria Steinem, Shulamith Firestone, Kate Millett, Germaine Greer, Juliet Mitchell y Sheila Rowbotham. 
      Fueron aquellos los referentes de la renovación del feminismo latinoamericano, a fines del siglo XX, que Barrancos constata en la obra de las argentinas Alicia Puleo y Emilce Dio Bleichmar o las mexicanas Lourdes Arizpe, Elena Urrutia y Marta Lamas. A diferencia del sufragismo de la primera ola y del énfasis en la diversidad sexual de la segunda, la nueva fase del feminismo en América Latina muestra una intensificación del activismo político contra la violencia, los feminicidios y todas las prácticas posibles del machismo. Movimientos como el “Ni una menos” en Argentina o “Ni una más” en México implican, al decir de Barrancos, “una movilización multitudinaria que desafía las resistentes barreras patriarcales”.

lunes, 9 de noviembre de 2020

Cárdenas y los intelectuales



Existe una imagen de Lázaro Cárdenas, como estadista hierático, construida a partir de la lectura de sus informes de gobierno y discursos oficiales. Pero otra lectura más atenta, como la que han emprendido Ricardo Pérez Monfort, Veka G. Dunkan y otros historiadores, devela un mundo de referencias sofisticadas, redes intelectuales y vasta cultura histórica, bajo la trayectoria política del revolucionario michoacano. Alguna vez mencionamos aquí que en sus diarios y epistolarios abundan alusiones a Waldo Frank, Carlos Pereyra, Frank Tannenbaum, Ignazio Silone y otros intelectuales de principios del siglo XX.
    Son también conocidos sus diálogos con académicos e historiadores como Narciso Bassols, Jesús Silva Herzog, Luis Chávez Orozco y Daniel Cosío Villegas, así como su impulso a instituciones académicas, editoriales y revistas como El Colegio de México, el Instituto Politécnico Nacional, el Fondo de Cultura Económica, El Trimestre Económico y Cuadernos Americanos. Podría hablarse, incluso, de un “campo intelectual cardenista”, que se extiende y renueva en la Guerra Fría por medio de organizaciones como el Movimiento de Liberación Nacional (MLN) y la revista Política (1960-1967), impulsada por Manuel Marcué Pardiñas y Jorge Carrión. 
    Desde que fue gobernador de Michoacán, a fines de los 20, Cárdenas desarrolló una comprensión de los grandes problemas nacionales, especialmente los relacionados con la tierra, la industria y la educación, que partió de una lectura plural y precisa de la historia mexicana previa y posterior a la Revolución de 1910. Un texto donde leer esa visión es el ensayo Una conversación sobre la Reforma Agraria (1963), resultado de un diálogo con la generación de 1961 en la Universidad de Chapingo, que editó Cuadernos Americanos. 
    Allí Cárdenas reconstruía la historia del agrarismo mexicano, pero lo hacía desde una perspectiva amplia y en nada sectaria. Partía del clásico El agrarismo mexicano y la reforma agraria (1959) de Silva Herzog y, a la vez, proponía una genealogía del pensamiento agrarista, de su propia cosecha y muy heterodoxa. Recordaba Cárdenas lo que habían pensado, sobre el tema de la propiedad rural, Lorenzo de Zavala, José María Luis Mora y Justo Sierra, tres figuras enmarcadas en la tradición liberal. Luego se detenía en Emiliano Zapata y el Plan de Ayala, que veía como personificaciones de la demanda de propiedad comunal. Pero reconocía, en contra de mucha narrativa prejuiciada, que la causa agraria también había sido defendida por otros líderes como Madero, Carranza o Lucio Blanco. 
     No podría completarse la historia de la relación de Cárdenas con los intelectuales sin su respaldo a la Revolución Cubana y a la Nueva Izquierda en los años 60. Escritores y pensadores como Fernando Benítez, Carlos Fuentes, Enrique González Pedrero, Jaime García Terrés y Víctor Flores Olea fueron algunos de los renovadores del cardenismo en aquella década. En diálogo con C. Wright Mills y otros pensadores de la Nueva Izquierda, aquellos intelectuales apostaron por el descongelamiento de la Revolución Mexicana en la Guerra Fría.