En Iconocracia, Iván de la Nuez propuso una manera de pensar las imágenes del poder en una treintena de fotógrafos cubanos contemporáneos. Las observaciones del crítico cubano podrían extenderse a buena parte de las artes visuales de la isla y la diáspora, donde se estaría evidenciando una política de la representación en la que los símbolos del poder, al ser leídos como "íconos", son remitidos a una zona cultural donde no rigen la obediencia o el respeto sino el juego, el hastío o la impugnación.
En el texto para el catálogo de la muestra de Los Carpinteros (Dagoberto Rodríguez y Marco Castillo) en el Museo de Arte Contemporáneo de Monterrey (MARCO), De la Nuez ofrece otra variante de la misma idea, al sugerir una estética del "desastre" que opera por medio de la "cosificación" o la "objetualidad". El proceso de documentación, dice De la Nuez, reside en ese trato familiar con el objeto, equivalente a la metamorfosis del símbolo en ícono, que observamos en las artes cubanas.
Me ha llamado la atención, repasando el catálogo de la muestra en Monterrey, esa política de la representación -más que la representación de lo político o del poder mismo, que demanda la crítica más chata o panfletaria-, en la serie de panópticos o "salas de lecturas", inspiradas en el Presidio Modelo de Isla de Pinos. Habría en esas piezas un proceso sumamente sofisticado de documentación, que implicaría el derecho penal y la arquitectura penitenciaria de Jeremy Bentham, pero también la conocida interpretación de esa idea, cómodamente incorporada, por cierto, al canon legal de la Revolución Francesa, de Michel Foucault en Vigilar y castigar (1975).
El Presidio Modelo, además de perfecto lugar de encierro, incluso, de encierro de alemanes y japoneses durante la Segunda Guerra Mundial -una especie de Guantánamo de aquella época- fue siempre, desde los tiempos de Pablo de la Torriente, sala de lectura. Allí escribió Rafael García Bárcenas su Redescubrimiento de Dios. (Una filosofía de la religión) (1956), texto clave para Jorge Valls y algunos políticos católicos de su generación.
Y allí hizo Fidel Castro algunas lecturas importantes para la construcción de su régimen en Cuba, como la Guía de la política moderna (1937) del socialista G.D.H. Cole, la Historia de las doctrinas políticas (1932) del fascista Gaetano Mosca y, sobre todo, los libros del psicólogo español, Emilio Mira y López, Instantáneas psicológicas (1943) y Problemas psicológicos actuales (1947), en los que se hacía un análisis de la conducta revolucionaria. El revolucionario, según Mira, respondía a un perfil fisio-psicológico determinado, que podía inducirse y entrenarse.
Mira y López, por cierto, un republicano español que se exilió y que, luego de peregrinar por Princeton, Yale, Cuba, Chile, Argentina y Uruguay, finalmente se asentó en Río de Janeiro, también hizo incursiones en la psicología jurídica y penal. Sus libros proponían pruebas o tests psicológicos, inmunes a la manipulación o el "fraude" del sujeto, que a partir de 1964 serían utilizados por la dictadura militar brasileña que derrocó a Joao Goulart.
Libros del crepúsculo
domingo, 25 de octubre de 2015
jueves, 22 de octubre de 2015
Herbert Marcuse y el concepto de totalitarismo
En un post de hace algunos años, en el que comentábamos las lecturas que Hannah Arendt hizo de Marx, decíamos que el marxismo occidental había tenido graves problemas para asimilar el concepto de totalitarismo. La observación me sigue pareciendo válida, aunque habría que hacer una excepción con Herbert Marcuse. En un libro fascinante, Soviet Marxism. A Critical Analysis (1958), que editó Columbia Universiy Press, Marcuse utilizaba el concepto, aunque asociándolo estrictamente con el estalinismo, es decir, recurriendo al tópico de separar tajantemente el periodo leninista de la Revolución Bolchevique del posterior, hasta la muerte de Stalin o el XX Congreso del PCUS:
"En vista de la permanencia de estos elementos principales del marxismo soviético a lo largo de su desarrollo, debemos preguntarnos si existe una "ruptura" entre el leninismo y el stalinismo. Las diferencias entre los primeros años de la Revolución Bolchevique y el Estado estalinista, totalmente desarrollado, son obvias: crecimiento constante del totalitarismo y de la centralización autoritaria; crecimiento de la dictadura, no del proletariado, sino sobre el proletariado y los campesinos. Pero si la ley dialéctica de la conversión de la cantidad en calidad ha sido alguna vez aplicable, lo fue precisamente en la transición del leninismo al estalinismo".
Marcuse escribía en pleno deshielo y en medio de las críticas al terror y el culto a la personalidad en las izquierdas marxistas. Pero su enmarcación del totalitarismo en el periodo estalinista no implicaba, a su juicio, que el Estado soviético dejara de ser totalitario después del XX Congreso del PCUS. Para reafirmar su hipótesis, que podía desdibujarse en una lectura apresurada de la última parte de su libro, escrita en plan de diálogo con varios marxistas soviéticos, Marcuse escribió un "Epílogo", a la edición de 1963, en el que comentaba, por cierto, la Crisis de los Misiles y mencionaba a Cuba. En aquel epílogo, hablaba Marcuse del "persistente vigor del capitalismo organizado y del persistente totalitarismo en la sociedad soviética", como "tendencias interdependientes".
El libro, por lo visto, se tardó en aparecer en español. La primera edición en castellano la hizo Revista de Occidente en Madrid, en 1967, y luego lo rescató, en 1969, Alianza Editorial. El impacto en la izquierda iberoamericana de esta tesis sobre el marxismo soviético debió ser tardío o desfasado, ya que para entonces, el propio Marcuse estaba involucrado en la plataforma teórica de la Nueva Izquierda. Una de las constantes de Marcuse en aquel libro, la distinción entre la teoría marxista, incluso la teoría marxista soviética, y el comunismo o el totalitarismo como orden social o régimen político, sigue siendo difícil de entender por muchos, en la propia izquierda iberoamericana y en los estudios culturales académicos, especialmente en Estados Unidos, donde se lee muy poca historia y teoría políticas.
"En vista de la permanencia de estos elementos principales del marxismo soviético a lo largo de su desarrollo, debemos preguntarnos si existe una "ruptura" entre el leninismo y el stalinismo. Las diferencias entre los primeros años de la Revolución Bolchevique y el Estado estalinista, totalmente desarrollado, son obvias: crecimiento constante del totalitarismo y de la centralización autoritaria; crecimiento de la dictadura, no del proletariado, sino sobre el proletariado y los campesinos. Pero si la ley dialéctica de la conversión de la cantidad en calidad ha sido alguna vez aplicable, lo fue precisamente en la transición del leninismo al estalinismo".
Marcuse escribía en pleno deshielo y en medio de las críticas al terror y el culto a la personalidad en las izquierdas marxistas. Pero su enmarcación del totalitarismo en el periodo estalinista no implicaba, a su juicio, que el Estado soviético dejara de ser totalitario después del XX Congreso del PCUS. Para reafirmar su hipótesis, que podía desdibujarse en una lectura apresurada de la última parte de su libro, escrita en plan de diálogo con varios marxistas soviéticos, Marcuse escribió un "Epílogo", a la edición de 1963, en el que comentaba, por cierto, la Crisis de los Misiles y mencionaba a Cuba. En aquel epílogo, hablaba Marcuse del "persistente vigor del capitalismo organizado y del persistente totalitarismo en la sociedad soviética", como "tendencias interdependientes".
El libro, por lo visto, se tardó en aparecer en español. La primera edición en castellano la hizo Revista de Occidente en Madrid, en 1967, y luego lo rescató, en 1969, Alianza Editorial. El impacto en la izquierda iberoamericana de esta tesis sobre el marxismo soviético debió ser tardío o desfasado, ya que para entonces, el propio Marcuse estaba involucrado en la plataforma teórica de la Nueva Izquierda. Una de las constantes de Marcuse en aquel libro, la distinción entre la teoría marxista, incluso la teoría marxista soviética, y el comunismo o el totalitarismo como orden social o régimen político, sigue siendo difícil de entender por muchos, en la propia izquierda iberoamericana y en los estudios culturales académicos, especialmente en Estados Unidos, donde se lee muy poca historia y teoría políticas.
miércoles, 21 de octubre de 2015
¿Qué fue el comunismo?
A grandes rasgos podrían detectarse dos maneras de pensar el comunismo en el debate teórico contemporáneo: la que propone la filosofía neomarxista (Zizek, Badiou, Ranciere, Buck-Morss, Bosteels, Groys...) y la que predomina en la historia política (Francois Furet, Robert Service, Richard Pipes, Orlando Figes, David Prietsland, Archie Brown o, incluso, Eric Hobsbawm...). Según la primera, el comunismo es, sobre todo, una idea o una tradición ideológica y comunitaria transhistórica, que nace mucho antes del surgimiento de la URSS y que subsiste, aún, en nuestros días. Según la segunda, el comunismo fue una experiencia política concreta y delimitada en el tiempo, circunscrita al orden, el sistema o el régimen creados en la Unión Soviética, China, Europa del Este y demás países incorporados a la vía "socialista" en Asia, África o el Caribe, es decir, Cuba, o a las corrientes de la izquierda orientadas en esa dirección, aunque no llegaran al poder.
Por ejemplo, en el libro de David Prietsland, The Red Flag (2009), se estudian todos los sistemas que produjeron una estatalización de la economía y de la sociedad civil y un régimen de partido único e ideología de Estado "marxista-leninista", incluido, naturalmente, el cubano. En otro libro, The Rise and Fall of Communism (2011), de otro historiador, Archie Brown, lo mismo: la historia del comunismo es la historia de todos movimientos, partidos, líderes o ideologías que se encaminaron o intentaron encaminarse hacia la construcción de un Estado con esas características. El concepto básico en esas historias es "comunismo", así entendido, no totalitarismo, aunque la mayoría de los autores da por descontado que todo comunismo es un totalitarismo. Cuando esos historiadores usan el término "socialismo" es evidente que se refieren a ese tipo de "socialismo real" y no a la socialdemocracia o a cualquier otra variante socialista. Tampoco se trata del "estalinismo", porque éste enmarca la experiencia comunista, únicamente, en el periodo de Stalin, después de Lenin y hasta 1953 o 1956. Es evidente que hubo y hasta hay comunismos después de esas décadas y fuera del entorno geográfico más inmediato de Rusia o Europa del Este.
En mis libros me inclino más claramente por la idea del comunismo de los historiadores, aunque también leo a los filósofos neomarxistas y, de algún modo, entiendo su afán por colocar la tradición comunista en una duración más larga, que les permita defender alguna opción comunista en el presente. Entre esos filósofos hay uno que ha intentado, por cierto, mezclar ambas maneras de entender el fenómeno. Me refiero a Boris Groys, quien en La posdata comunista (2015), publicada hace años en Suhrkhamp y rescatada recientemente en español por Cruce Casa Editora, en Buenos Aires, sostiene que el comunismo es un fenómeno político del siglo XX, incomprensible sin la experiencia "soviética" -no únicamente "estalinista"- y que, a pesar de ello, no está definitivamente cancelado en el siglo XXI.
En síntesis podría concluirse que la idea del comunismo de los historiadores es sumamente crítica, por no decir negativa, mientras que la de los filósofos busca salvar elementos del pasado comunista. Cuando un historiador escribe sobre el comunismo está obligado a describir el orden social, la estrategia económica aplicada por el Estado o el régimen político de tipo totalitario construido. Es muy difícil que esa descripción conlleve algún tipo de exaltación de la experiencia comunista, con independencia del país en cuestión. En la historia política académica, predominante en Occidente, la noción de comunismo es altamente crítica por no decir peyorativa. De ahí que sorprenda que, todavía hoy, a pesar de todo lo escrito sobre el tema desde Furet hasta Brown, haya quien piense que el estatuto del concepto de "comunismo" en la academia occidental es positivo.
Por ejemplo, en el libro de David Prietsland, The Red Flag (2009), se estudian todos los sistemas que produjeron una estatalización de la economía y de la sociedad civil y un régimen de partido único e ideología de Estado "marxista-leninista", incluido, naturalmente, el cubano. En otro libro, The Rise and Fall of Communism (2011), de otro historiador, Archie Brown, lo mismo: la historia del comunismo es la historia de todos movimientos, partidos, líderes o ideologías que se encaminaron o intentaron encaminarse hacia la construcción de un Estado con esas características. El concepto básico en esas historias es "comunismo", así entendido, no totalitarismo, aunque la mayoría de los autores da por descontado que todo comunismo es un totalitarismo. Cuando esos historiadores usan el término "socialismo" es evidente que se refieren a ese tipo de "socialismo real" y no a la socialdemocracia o a cualquier otra variante socialista. Tampoco se trata del "estalinismo", porque éste enmarca la experiencia comunista, únicamente, en el periodo de Stalin, después de Lenin y hasta 1953 o 1956. Es evidente que hubo y hasta hay comunismos después de esas décadas y fuera del entorno geográfico más inmediato de Rusia o Europa del Este.
En mis libros me inclino más claramente por la idea del comunismo de los historiadores, aunque también leo a los filósofos neomarxistas y, de algún modo, entiendo su afán por colocar la tradición comunista en una duración más larga, que les permita defender alguna opción comunista en el presente. Entre esos filósofos hay uno que ha intentado, por cierto, mezclar ambas maneras de entender el fenómeno. Me refiero a Boris Groys, quien en La posdata comunista (2015), publicada hace años en Suhrkhamp y rescatada recientemente en español por Cruce Casa Editora, en Buenos Aires, sostiene que el comunismo es un fenómeno político del siglo XX, incomprensible sin la experiencia "soviética" -no únicamente "estalinista"- y que, a pesar de ello, no está definitivamente cancelado en el siglo XXI.
En síntesis podría concluirse que la idea del comunismo de los historiadores es sumamente crítica, por no decir negativa, mientras que la de los filósofos busca salvar elementos del pasado comunista. Cuando un historiador escribe sobre el comunismo está obligado a describir el orden social, la estrategia económica aplicada por el Estado o el régimen político de tipo totalitario construido. Es muy difícil que esa descripción conlleve algún tipo de exaltación de la experiencia comunista, con independencia del país en cuestión. En la historia política académica, predominante en Occidente, la noción de comunismo es altamente crítica por no decir peyorativa. De ahí que sorprenda que, todavía hoy, a pesar de todo lo escrito sobre el tema desde Furet hasta Brown, haya quien piense que el estatuto del concepto de "comunismo" en la academia occidental es positivo.
martes, 20 de octubre de 2015
Cuatro juicios sobre el totalitarismo cubano
En el ensayo "Políticas invisibles" (Revista Encuentro, 1996), recogido en mi libro El arte de la espera. Notas al margen de la política cubana (Madrid, Colibrí, 1998), reeditado en Hypermedia en 2015:
"Supongo que la invisibilidad de la política oficial en Cuba está relacionada con la génesis del totalitarismo. Como en todo régimen totalitario, la Revolución Cubana se propuso clausurar el espacio público y suprimir la política en tanto esfera de derechos. Si el pueblo había llegado al gobierno, entonces ya no eran necesarios el Congreso, ni la prensa, ni las libertades públicas, ni el habeas corpus, ni la autonomía universitaria, ni la separación de poderes, ni los partidos... Todos aquellos mecanismos de representación que garantizaban el vínculo entre el pueblo y el gobierno eran desechables desde el instante en que ese pueblo y ese gobierno se acoplaban herméticamente, desde el momento en que la Nación y el Estado, la sociedad civil y la sociedad política se fundían para siempre. Era, por tanto, el fin de la política y, sobre todo, el fin de lo político". (p. 188)
En Tumbas sin sosiego (Barcelona, Anagrama, 2006):
"Como toda cultura o nación polarizada por una guerra civil o por un régimen totalitario -piénsese en los Estados Unidos a mediados del siglo XIX o en España a mediados del XX, en la Alemania posthitleriana o en la Rusia post-soviética-, Cuba parece haber llegado a ese momento en que el conflicto se proyecta sobre la memoria y los herederos de uno y otro bando entablan discordia en torno a la reconstrucción del panteón nacional. La situación es semejante a aquella "pesadilla de los muertos en el cerebro de los vivos" de que hablaba Marx..., o, más específicamente, al fenómeno que describe Elias Canetti en Masa y poder, a propósito de la mentalidad del sobreviviente" (p. 15)
En La máquina del olvido (Madrid, Taurus, 2012):
"... la escasa difusión que ha tenido el pensamiento neomarxista en el campo intelectual cubano de las dos últimas décadas. Para muchos se trata de una contradicción, dado que en Cuba gobierna un Partido Comunista único y su ideología de Estado se define oficialmente como "marxista-leninista y martiana". Pero, como sabemos, la escasa resonancia de esa corriente teórica en la isla tiene que ver con el hecho de que algunos de sus autores son muy críticos con la experiencia comunista del siglo XX y con los regímenes totalitarios de partido único e ideología de Estado". (p. 149).
En el ensayo "La democracia postergada", incluido en el libro coordinado por Velia Cecilia Bobes, ¿Ajuste o transición? Impacto de la reforma en el contexto del restablecimiento de relaciones con Estados Unidos (México D.F., Flacso, 2015):
"A veinticinco años de la caída del Muro de Berlín es posible concluir que en Cuba no se produjo una transición a la democracia desde el comunismo. Lo que queda todavía por dilucidar es qué tanto ha cambiado, ya no el régimen político, sino la sociedad, como para cuestionar la idea de una transición desde el comunismo. En otras palabras, qué tanto ha avanzado, en las relaciones entre la sociedad y el Estado, una nueva lógica post-totalitaria -aunque el régimen político siga intacto- como para mantener viva la expectativa del tránsito. En Cuba, como en China o en Viet Nam, podría estarse dando la paradoja de una mutación del antiguo régimen, por medio del capitalismo autoritario de Estado, que desmonta el escenario de la transición". (p. 146).
"Supongo que la invisibilidad de la política oficial en Cuba está relacionada con la génesis del totalitarismo. Como en todo régimen totalitario, la Revolución Cubana se propuso clausurar el espacio público y suprimir la política en tanto esfera de derechos. Si el pueblo había llegado al gobierno, entonces ya no eran necesarios el Congreso, ni la prensa, ni las libertades públicas, ni el habeas corpus, ni la autonomía universitaria, ni la separación de poderes, ni los partidos... Todos aquellos mecanismos de representación que garantizaban el vínculo entre el pueblo y el gobierno eran desechables desde el instante en que ese pueblo y ese gobierno se acoplaban herméticamente, desde el momento en que la Nación y el Estado, la sociedad civil y la sociedad política se fundían para siempre. Era, por tanto, el fin de la política y, sobre todo, el fin de lo político". (p. 188)
En Tumbas sin sosiego (Barcelona, Anagrama, 2006):
"Como toda cultura o nación polarizada por una guerra civil o por un régimen totalitario -piénsese en los Estados Unidos a mediados del siglo XIX o en España a mediados del XX, en la Alemania posthitleriana o en la Rusia post-soviética-, Cuba parece haber llegado a ese momento en que el conflicto se proyecta sobre la memoria y los herederos de uno y otro bando entablan discordia en torno a la reconstrucción del panteón nacional. La situación es semejante a aquella "pesadilla de los muertos en el cerebro de los vivos" de que hablaba Marx..., o, más específicamente, al fenómeno que describe Elias Canetti en Masa y poder, a propósito de la mentalidad del sobreviviente" (p. 15)
En La máquina del olvido (Madrid, Taurus, 2012):
"... la escasa difusión que ha tenido el pensamiento neomarxista en el campo intelectual cubano de las dos últimas décadas. Para muchos se trata de una contradicción, dado que en Cuba gobierna un Partido Comunista único y su ideología de Estado se define oficialmente como "marxista-leninista y martiana". Pero, como sabemos, la escasa resonancia de esa corriente teórica en la isla tiene que ver con el hecho de que algunos de sus autores son muy críticos con la experiencia comunista del siglo XX y con los regímenes totalitarios de partido único e ideología de Estado". (p. 149).
En el ensayo "La democracia postergada", incluido en el libro coordinado por Velia Cecilia Bobes, ¿Ajuste o transición? Impacto de la reforma en el contexto del restablecimiento de relaciones con Estados Unidos (México D.F., Flacso, 2015):
"A veinticinco años de la caída del Muro de Berlín es posible concluir que en Cuba no se produjo una transición a la democracia desde el comunismo. Lo que queda todavía por dilucidar es qué tanto ha cambiado, ya no el régimen político, sino la sociedad, como para cuestionar la idea de una transición desde el comunismo. En otras palabras, qué tanto ha avanzado, en las relaciones entre la sociedad y el Estado, una nueva lógica post-totalitaria -aunque el régimen político siga intacto- como para mantener viva la expectativa del tránsito. En Cuba, como en China o en Viet Nam, podría estarse dando la paradoja de una mutación del antiguo régimen, por medio del capitalismo autoritario de Estado, que desmonta el escenario de la transición". (p. 146).
miércoles, 14 de octubre de 2015
Acosos a la catedral de Frankfurt
Es curioso que la ciudad que produjo la última de las escuelas filosóficas de la crítica a la modernidad, en el siglo XX, esté siendo sometida a una modernización de su Centro Histórico, que, en nombre de la "armonía entre lo viejo y lo nuevo", hace cada vez menos visible la ciudad antigua que sobrevivió a la gran renovación arquitectónica y urbana de los años 70 y 80. Quien visite Frankfurt, hoy, verá el barrio de Römerberg y el Kaiserdom, o catedral del emperador o catedral de San Bartolomé, y la iglesia de San Nicolás, más enredados aún en una estructura hipermoderna que los cerca, aunque sin absorberlos del todo.
Cuando se construyó la Schirn Kunsthalle en la primera mitad de los 80, el edificio, que arrancaba desde la plaza central de Römerberg y tocaba, casi, la vieja catedral gótica, simbolizó el sentido más profundo de la Teoría Crítica de la Escuela de Frankfurt, desde Adorno y Horkheimer hasta Marcuse y Habermas, que apostaba por un cuestionamiento de la racionalidad instrumental del capitalismo, sin abandonar el diálogo entre emancipación y progreso heredado de la Ilustración. Era aquella una idea de modernidad hechizada, como la que todavía puede leerse en la última obra de Richard Rorty o Zygmunt Bauman.
Aquel último aliento de la Escuela de Frankfurt, que surgió en buena medida, como respuesta a las versiones más agresivas de la postmodernidad, como la expuesta por Jean Francois Lyotard en La condición postmoderna (1980), que llevaron a algunos, sobre todo en la URSS y Europa del Este, a proponer demoliciones de monumentos a Lenin e iglesias ortodoxas, y levantar en sus lugares Macdonalds incandescentes, parece rebasada en la más reciente remodelación de Frankfurt, que aún no concluye. ¿A qué pensamiento se parecerá esta última modernidad urbana? Ciertamente no a Habermas, pero tampoco a Lyotard.
Cuando se construyó la Schirn Kunsthalle en la primera mitad de los 80, el edificio, que arrancaba desde la plaza central de Römerberg y tocaba, casi, la vieja catedral gótica, simbolizó el sentido más profundo de la Teoría Crítica de la Escuela de Frankfurt, desde Adorno y Horkheimer hasta Marcuse y Habermas, que apostaba por un cuestionamiento de la racionalidad instrumental del capitalismo, sin abandonar el diálogo entre emancipación y progreso heredado de la Ilustración. Era aquella una idea de modernidad hechizada, como la que todavía puede leerse en la última obra de Richard Rorty o Zygmunt Bauman.
Aquel último aliento de la Escuela de Frankfurt, que surgió en buena medida, como respuesta a las versiones más agresivas de la postmodernidad, como la expuesta por Jean Francois Lyotard en La condición postmoderna (1980), que llevaron a algunos, sobre todo en la URSS y Europa del Este, a proponer demoliciones de monumentos a Lenin e iglesias ortodoxas, y levantar en sus lugares Macdonalds incandescentes, parece rebasada en la más reciente remodelación de Frankfurt, que aún no concluye. ¿A qué pensamiento se parecerá esta última modernidad urbana? Ciertamente no a Habermas, pero tampoco a Lyotard.
martes, 13 de octubre de 2015
Un ícono del abolicionismo
En una de las salas de la Tate Modern Gallery en Londres destaca un retrato, enmarcado en un círculo dorado, que lleva por título
"Head of a Man". Se trata del retrato que hiciera el pintor abolicionista británico John Philip Simpson (1782-1847) del actor negro norteamericano, nacido en Nueva York, Ira Aldridge (1807-1867). Este importante hombre del teatro anglosajón, en el siglo XIX, ganó fama interpretando papeles de Shakespeare como Aaron, Shylock, Otello e, incluso, Macbeth y Ricardo III. Aldridge llegó a tener un importante reconocimiento en su natal Nueva York, pero el escenario de su fama fue Londres, capital del abolicionismo atlántico durante casi todo el siglo XIX. Desde Londres, Aldridge conquistó las tablas de Francia, Prusia, Rusia y algunas ciudades de Europa del Este, como Lodz, en Polonia, donde murió, en medio de una gira teatral, en 1867.
El pintor Simpson, miembro de la Royal Academy en los tiempos del reinado estético del romanticismo estilo Turner, estuvo fuertemente involucrado en la campaña abolicionista británica. Aldridge no sólo sirvió de modelo a Simpson para el cuadro "Head of a Man" sino para el célebre "The Captive Slave", otra pintura emblemática del momento abolicionista, aparecida poco antes de la Slavery Abolition Act británica, de 1833, que sirvió de denuncia a la persistencia de la esclavitud en América, sostenida por España, Portugal y Estados Unidos. Simpson murió en 1847, antes de la Guerra Civil, pero Ira Aldridge llegó a vivir la abolición de la esclavitud decretada por Lincoln. Al final de su vida, el viejo actor hacía espectáculos unipersonales, bajo el arquetipo de un "African Roscius", en teatros rusos y polacos.
"Head of a Man". Se trata del retrato que hiciera el pintor abolicionista británico John Philip Simpson (1782-1847) del actor negro norteamericano, nacido en Nueva York, Ira Aldridge (1807-1867). Este importante hombre del teatro anglosajón, en el siglo XIX, ganó fama interpretando papeles de Shakespeare como Aaron, Shylock, Otello e, incluso, Macbeth y Ricardo III. Aldridge llegó a tener un importante reconocimiento en su natal Nueva York, pero el escenario de su fama fue Londres, capital del abolicionismo atlántico durante casi todo el siglo XIX. Desde Londres, Aldridge conquistó las tablas de Francia, Prusia, Rusia y algunas ciudades de Europa del Este, como Lodz, en Polonia, donde murió, en medio de una gira teatral, en 1867.
El pintor Simpson, miembro de la Royal Academy en los tiempos del reinado estético del romanticismo estilo Turner, estuvo fuertemente involucrado en la campaña abolicionista británica. Aldridge no sólo sirvió de modelo a Simpson para el cuadro "Head of a Man" sino para el célebre "The Captive Slave", otra pintura emblemática del momento abolicionista, aparecida poco antes de la Slavery Abolition Act británica, de 1833, que sirvió de denuncia a la persistencia de la esclavitud en América, sostenida por España, Portugal y Estados Unidos. Simpson murió en 1847, antes de la Guerra Civil, pero Ira Aldridge llegó a vivir la abolición de la esclavitud decretada por Lincoln. Al final de su vida, el viejo actor hacía espectáculos unipersonales, bajo el arquetipo de un "African Roscius", en teatros rusos y polacos.
jueves, 8 de octubre de 2015
Retratos de Bronzino
Lo que más he disfrutado, de vuelta a la galería de los Uffizi en Florencia, no son los Botticellis, los Caravaggios o la Sagrada Familia de Miguel Ángel sino los retratos de Bronzino. Retrató todo tipo de gente Bronzino: nobles, hijos e hijas de nobles, enanos, vagabundos y filósofos. A pesar de su manierismo, había en Bronzino una mirada naturalista que descreía de la yuxtaposición de modelos clásicos o góticos sobre los rostros reales.
Se observa, por ejemplo, en el retrato de Leonor Álvarez de Toledo, la nuera de Cosme de Médici, el gran duque de la Toscana y mecenas de los pintores florentinos. Los retratos que Bronzino hizo de la dama de Florencia son diferentes a los de otros pintores florentinos, como Alessandro Allori, que remarcaban ciertas facciones para colocar a la duquesa en la fisonomía de su linaje. Las caras de Bronzino tienen una misteriosa condición histórica atemporal o fuera de época. Son rostros que podrían estar a nuestro lado, en cualquier edad del mundo.
Lo mismo sucede con los retratos de Lucrezia Panciatichi o los del enano Morgante. Bronzino se propuso reconstruir rostros de cualquier época, que pudieran ser reconocidos con familiaridad por un público también intemporal. La idea, como casi todo en aquellos siglos, era de raíz cristiana: las caras del hombre habían sido las mismas desde el inicio de los tiempos. El cuerpo humano era el mismo desde Adán y Eva y su imagen permanecería fiel a sí misma hasta el día del juicio final.
Se observa, por ejemplo, en el retrato de Leonor Álvarez de Toledo, la nuera de Cosme de Médici, el gran duque de la Toscana y mecenas de los pintores florentinos. Los retratos que Bronzino hizo de la dama de Florencia son diferentes a los de otros pintores florentinos, como Alessandro Allori, que remarcaban ciertas facciones para colocar a la duquesa en la fisonomía de su linaje. Las caras de Bronzino tienen una misteriosa condición histórica atemporal o fuera de época. Son rostros que podrían estar a nuestro lado, en cualquier edad del mundo.
Lo mismo sucede con los retratos de Lucrezia Panciatichi o los del enano Morgante. Bronzino se propuso reconstruir rostros de cualquier época, que pudieran ser reconocidos con familiaridad por un público también intemporal. La idea, como casi todo en aquellos siglos, era de raíz cristiana: las caras del hombre habían sido las mismas desde el inicio de los tiempos. El cuerpo humano era el mismo desde Adán y Eva y su imagen permanecería fiel a sí misma hasta el día del juicio final.
martes, 6 de octubre de 2015
La serenísima república
Aunque no haya sido tan bulliciosa y turística como hoy, Venecia debió ser siempre una ciudad agitada. Puerto, refugio de comerciantes y contrabandistas, lugar de paso de marinos y navegantes, plaza de carnavales y conspiraciones, metrópoli de diversos imperios e iglesias. En la época de su mayor esplendor político, Venecia mereció el título de "república serenísima". Y todavía hoy, caminando por la periferia de la ciudad, especialmente por el barrio Castelo, en los alrededores de la iglesia de San Francisco de Paula, se puede sentir -más que entender- el sentido de la frase, que tanto atrajo a Vivaldi, Wagner y Wilde.
Las religiones han sido aquí, desde los tiempos de Roma y Bizancio, la búsqueda de la calma en una república marina, expuesta siempre a las epidemias y los placeres. El emblema de la ciudad, con el león alado, trasmite el ideal de esa extraña combinación de fuerza y espíritu. A diferencia de otras ciudades italianas, rodeadas de castillos amurallados, Venecia concentra el poder militar en el Arsenal y reparte el poder político en los palacios que se levantan entre los canales. La república veneciana todavía se lee en el diseño urbano de la ciudad: un espacio, más que rodeado, atravesado por el agua, donde los fosos de los castillos eran innecesarios y donde las familias se subordinaban a la autoridad civil común.
El turista va casi siempre a la Piazza de San Marco, a los alrededores de la basílica y el Palacio Ducal. Pero la "república serenísima", marina y cristiana, se siente mejor en placetas o "campos" como los de Santa María Formosa, San Polo, Santa Margheritta o San Bartolomio. Es ahí donde se palpa la serenidad de la república, la templanza que demanda el orden de la ciudadanía virtuosa imaginada por Maquiavelo. No es dato menor que la majestuosidad de los "palazzos" -el Camerienghi, el Bembo, el Grimani-, al dar a la plaza, se contenga rigurosamente para entonar con una trama arquitectónica que mezcla siempre lo bizantino, lo morisco y lo neoclásico. Esa contención y esa templanza son la marca de una república cristiana levantada sobre el agua.
Las religiones han sido aquí, desde los tiempos de Roma y Bizancio, la búsqueda de la calma en una república marina, expuesta siempre a las epidemias y los placeres. El emblema de la ciudad, con el león alado, trasmite el ideal de esa extraña combinación de fuerza y espíritu. A diferencia de otras ciudades italianas, rodeadas de castillos amurallados, Venecia concentra el poder militar en el Arsenal y reparte el poder político en los palacios que se levantan entre los canales. La república veneciana todavía se lee en el diseño urbano de la ciudad: un espacio, más que rodeado, atravesado por el agua, donde los fosos de los castillos eran innecesarios y donde las familias se subordinaban a la autoridad civil común.
El turista va casi siempre a la Piazza de San Marco, a los alrededores de la basílica y el Palacio Ducal. Pero la "república serenísima", marina y cristiana, se siente mejor en placetas o "campos" como los de Santa María Formosa, San Polo, Santa Margheritta o San Bartolomio. Es ahí donde se palpa la serenidad de la república, la templanza que demanda el orden de la ciudadanía virtuosa imaginada por Maquiavelo. No es dato menor que la majestuosidad de los "palazzos" -el Camerienghi, el Bembo, el Grimani-, al dar a la plaza, se contenga rigurosamente para entonar con una trama arquitectónica que mezcla siempre lo bizantino, lo morisco y lo neoclásico. Esa contención y esa templanza son la marca de una república cristiana levantada sobre el agua.
domingo, 4 de octubre de 2015
La musa de Boldini
En tiendas y restaurantes de Bologna y Ferrara se ven, con frecuencia, reproducciones de cuadros en los que aparece la misma mujer retratada. En la colección permanente del Castillo Estense, en Ferrara, pueden verse los originales: se trata de Emiliana Concha de Ossa, musa del pintor Giovanni Boldini, nacido en estas tierras a fines del siglo XIX. Como muchos jóvenes de su época, Boldini se mudó de joven a Florencia y luego a París, donde llegó a tener un importante reconocimiento en las exposiciones universales y los salones artísticos de la "belle epoque".
Boldini quedó fascinado con la belleza de aquella muchacha, sobrina del embajador de Chile en París, el también pintor Ramón Subercaseaux. También retrató Boldini al hijo del embajador, en quien seguramente encontró parecidos con el rostro de los infantes de las dinastías de Ferrara. Emiliana y su primo tenían esa palidez de los príncipes y duques de la Romagna, que habían vivido buena parte de sus vidas dentro de los muros de castillos y palacios medievales. Boldini no sólo retrató a los jóvenes chilenos sino que, como Velázquez, se retrató a sí mismo, varias veces, en su estudio, con los cuadros de Emiliana y el niño Subercaseaux.
En uno de esos cuadros, una mujer observa el retrato de Emiliana, mientras el pintor asoma la cabeza por detrás de la tela. Se trata de una operación similar a la discutida por Michel Foucault, a propósito de Las meninas, al inicio de Las palabras y las cosas, por la cual la obra de arte asume la función de reproducirse a sí misma y el artista rinde culto a su persona y su oficio. Hay picardía y, a la vez, orgullo en la cara de Boldini, detrás del lienzo. Hay juego y sentido especular en esa reproducción de sí mismo, que recuerda los espejos al frente de los portales de Bologna. Quien camina por esos portales interminables siente que su imagen se repite sin remedio, como si se tratara del eco o la resonancia de una voz inaudible.
Boldini quedó fascinado con la belleza de aquella muchacha, sobrina del embajador de Chile en París, el también pintor Ramón Subercaseaux. También retrató Boldini al hijo del embajador, en quien seguramente encontró parecidos con el rostro de los infantes de las dinastías de Ferrara. Emiliana y su primo tenían esa palidez de los príncipes y duques de la Romagna, que habían vivido buena parte de sus vidas dentro de los muros de castillos y palacios medievales. Boldini no sólo retrató a los jóvenes chilenos sino que, como Velázquez, se retrató a sí mismo, varias veces, en su estudio, con los cuadros de Emiliana y el niño Subercaseaux.
En uno de esos cuadros, una mujer observa el retrato de Emiliana, mientras el pintor asoma la cabeza por detrás de la tela. Se trata de una operación similar a la discutida por Michel Foucault, a propósito de Las meninas, al inicio de Las palabras y las cosas, por la cual la obra de arte asume la función de reproducirse a sí misma y el artista rinde culto a su persona y su oficio. Hay picardía y, a la vez, orgullo en la cara de Boldini, detrás del lienzo. Hay juego y sentido especular en esa reproducción de sí mismo, que recuerda los espejos al frente de los portales de Bologna. Quien camina por esos portales interminables siente que su imagen se repite sin remedio, como si se tratara del eco o la resonancia de una voz inaudible.
viernes, 2 de octubre de 2015
La estatua de Savonarola en Ferrara
No se ve, al pie de la estatua de Girolamo Savonarola, en Ferrara, el nombre del escultor pero sí sabemos el año en que fue esculpida: 1875. Quien haya sido el escultor, en los últimos años del reinado de Victor Manuel, tuvo muy presente el conflicto con la Santa Sede que estalló por entonces. La disputa con el Papa Pío IX, por la residencia del titular del Vaticano, puede leerse en el rostro de Savonarola. La idea del fanatismo del fraile dominico no se oculta en la gestualidad o en el semblante crispado y poseído del monje de Ferrara.
Allí mismo, a unos metros del foso del Castillo Estense y en la contraesquina de la catedral de Ferrara, pudo haber predicado Savonarola contra los lujos de la Iglesia. Pero al final del trono de Victor Manuel, en plena difusión del liberalismo, la masonería o la versión más secular del jansenismo, aquellas "hogueras de vanidades" eran vistas como trances del dogmatismo. No es la estatua de Savonarola un homenaje a la intransigencia o el retrato de un visionario, como algunos lo interpretan, sino una crítica del rapto de la ortodoxia, del arrobamiento de una fe inspirada en la exclusividad de la gracia.
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