A cinco siglos de los sucesos de la “Noche Triste” los historiadores releen las crónicas de la conquista cada vez con mayor desconfianza. Las múltiples contradicciones entre diversos cronistas como Fray Bernardino de Sahagún, Bernal Díaz del Castillo, Francisco López de Gómara y el propio Hernán Cortes, en su Segunda carta de relación a Carlos V, acentúan el escepticismo en la lectura de aquellos testimonios.
Los desencuentros en la interpretación de sucesos tan mitificados son habituales y necesarios en cualquier democracia. Pero, en este caso, se agrega el hecho de que la serie de eventos que van de la masacre del Templo Mayor a la batalla de Otumba, en el verano de 1520, contiene el sentido último de la violencia de la conquista y propicia el duelo de memorias enfrentadas durante siglos.
López de Gómara usa, justamente, la palabra “duelo”, para referirse al supuesto llanto de Cortés bajo el ahuehuete de Tacuba. Al ver que Pedro Alvarado abandonaba el puente de Tenochtitlan, por donde los conquistadores huyeron de la resistencia mexica, “Cortés se paró, y aún se sentó, y no a descansar, sino a hacer duelo sobre los muertos”.
Bernal Díaz del Castillo, por su parte, dice que a Cortés “se le saltaron las lágrimas de los ojos” al ver los pocos soldados españoles que lograron llegar a Tacuba. Como apunta Eduardo Matos Moctezuma, no hay en esos textos alusiones precisas a un “árbol de la Noche Triste”, a pesar de que José María Velasco, en su famosa pintura, y Manuel Gamio y Miguel León Portilla dieron crédito al mito en sus obras.
Díaz del Castillo sugiere que el llanto de Cortés se debió al relato de la derrota que le hizo Pedro Alvarado cuando se encontraron en Tacuba. De ahí que parte de la literatura cortesiana haya interpretado que Cortés no sólo lloraba por la muerte de sus hombres sino por la de sus aliados tlaxcaltecas y la pérdida de los tesoros del palacio de Axayácatl, que quedaron hundidos en la laguna.
El duelo de Cortés en la Noche Triste suponía una ambivalencia que asociaba el conquistador con el despojo y, a la vez, con una visión positiva de los tlaxcaltecas. La tradición cortesiana siempre ha querido exaltar una nobleza en el conquistador por medio del duelo. Bernal Díaz del Castillo aludía a otro llanto de Cortés, cuando la muerte de Moctezuma, que buscaba el mismo mensaje.
Tras la masacre del Templo Mayor, que el franciscano Sahagún narró como pocos (“corría la sangre como el agua cuando llueve, y todo el patio estaba sembrado de cabezas, brazos, tripas y cuerpos de hombres muertos”), Moctezuma, recluido en el palacio de Axayácatl, rompió sus negociaciones con Cortés y concluyó que los conquistadores debían enfrentar la furia de los mexicas.
Díaz del Castillo anota que antes de la aparición de Moctezuma en el balcón del palacio, con el fin, supuestamente, de aplacar a la multitud, “Cortés lloró por él, y todos nuestros capitanes y soldados”. Algunos llegaron a leer en la frase que Cortés había llorado por Moctezuma, pero la mayoría ha entendido que Díaz del Castillo se refería al propio Cortés. El conquistador lloraba por él mismo y sus hombres.
Esa es la interpretación que se deriva de la Segunda carta de relación, texto frío, que sólo pierde la sobriedad cuando describe las maravillas de Tenochtitlán. A diferencia de Díaz del Castillo, Cortés dice que la idea de que el emperador saliera “a las azoteas de la fortaleza” para convencer “a los capitanes de aquella gente” de que “cesaran la guerra” fue del propio Moctezuma.
No hay lágrimas en el relato de Cortés a Carlos V, aunque sí el reconocimiento de una “pérdida de orgullo” en los conquistadores y el balance de una derrota: “en este desbarato se halló por copia, que murieron ciento cincuenta españoles y cuarenta y cinco yeguas y caballos y más de dos mil indios que servían a los españoles entre los cuales mataron al hijo e hijas de Moctezuma y a todos los otros señores que traíamos presos”.