El movimiento campesino de Emiliano Zapata en Morelos fue una de las
corrientes centrales de la Revolución Mexicana. Para muchos, desde Octavio Paz
hasta Adolfo Gilly, aquella rebelión era portadora de la esencia del fenómeno
revolucionario, de su ángulo más radical y genuino, ya que aspiraba a una
transformación de la estructura de la propiedad agraria, sobre bases comunales,
que reconciliaría al país con su pasado.
Los primeros historiadores del
zapatismo fueron sus propios intelectuales: Gildardo Magaña, Antonio Díaz Soto
y Gama, Octavio Paz Solórzano, Manuel Palafox. Algunos de ellos, como Magaña y Soto
y Gama, sobrevivieron al asesinato de Zapata en 1919 y al desmembramiento del
Ejército Libertador del Sur y se convirtieron en figuras visibles del Estado
post-revolucionario. Magaña y Soto y Gama escribieron libros clásicos sobre
Zapata y el agrarismo en México, que siguen siendo fuente de la historiografía
más actualizada.
Luego de las biografías en
tono de santoral laico del poeta estridentista Germán Liszt Arzubide o del
cronista de la Ciudad de México Baltasar Dromundo en los años 20 y 30,
comenzaron a aparecer los primeros estudios monográficos profesionales: Raíz y razón de Zapata de Jesús Sotelo
Inclán, el Zapata de Mario Mena en
1959, el de Porfirio Palacios en 1960, el de Alberto Morales Jiménez en 1961.
Algunas de aquellas biografías, como la de Mena, insinuaban una ruta
revisionista al destacar un trasfondo católico en Zapata, contrapuesto al
jacobinismo de Montaño y Soto y Gama.
Hito de la renovación de los
estudios zapatistas fue Zapata y la
Revolución Mexicana (1969) de John Womack Jr., publicado por Arnaldo Orfila
en Siglo XXI, el mismo año de su aparición en inglés. El libro de Womack fue
muchas cosas a la vez: un relato biográfico y una interpretación histórica, un
mapa de los actores del conflicto campesino en Morelos y una radiografía de la
Revolución Mexicana. Lamentablemente, la célebre primera oración de aquel
clásico -“este es un libro acerca de unos campesinos que no querían cambiar y
que, por eso mismo, hicieron una revolución”- se prestó a equívocos que llegan
hasta hoy.
Desde la izquierda o la
derecha, la frase fue utilizada para reafirmar una interpretación de Zapata y
el zapatismo como fenómeno local, sin proyección nacional, y aferrado a la
defensa de formas tradicionales de organización económica y política. Womack
insistía, por su lado, en la profunda relación que existió entre el zapatismo y
el Partido Liberal Mexicano de los hermanos Flores Magón, identificados con la
doctrina anarquista. Marxistas de la Casa del Obrero Mundial, como Rafael Pérez
Taylor, Luis Méndez, Miguel Mendoza y Octavio Jahn, se unieron al zapatismo
cuando Victoriano Huerta clausuró esa institución en 1914.
En los últimos años del
pasado siglo, estudios sobre la cuestión agraria en Morelos, como los de
Horacio Crespo y Arturo Warman, o en Tierra Caliente, como los de Romana
Falcón, cuestionaron el supuesto conservadurismo del Zapata y su movimiento.
Esa reinterpretación del zapatismo desde la izquierda recobró fuerza con el
levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en los años
90, toda vez que las causas de la propiedad comunal y la identidad indígena se
mezclaban con la invocación de utopías socialistas en los años posteriores a la
caída del Muro de Berlín.
Entre los historiadores
contemporáneos del zapatismo destaca Felipe Ávila Espinosa, autor de Los orígenes del zapatismo (2010) y, más
recientemente, de Breve historia del
zapatismo (2018), en colaboración con Pedro Salmerón. Ambos libros están
claramente distanciados de las hagiografías del nacionalismo revolucionario y
de la lectura conservadora del comunitarismo indigenista. Ávila reconoce el
papel del bandolerismo en las filas zapatistas, pero rechaza que aquel
movimiento se limite a demandas locales y tradicionalistas.
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