Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

sábado, 31 de octubre de 2009

¿Usted es de izquierda o de derecha?

Decía Umberto Eco que Italia es un país de malos estadistas, pero con una eminente tradición de filosofía política. De Maquiavelo a Bobbio, los italianos han producido varias escuelas de pensamiento del derecho y la política, en las que hoy se instruye buena parte de las ciencias sociales contemporáneas. Esa tradición tiene, además, la virtud de la buena escritura: la filosofía política italiana, en la que Giovanni Sartori (Florencia, 1924) ocupa un lugar protagónico, tiene a su favor una prosa heredera de Guicciardini y Vico.
La democracia en 30 lecciones (Taurus, 2009) de Sartori es una excelente introducción a la teoría de la democracia. De Aristóteles a Tocqueville, de Marx a Shumpeter, de Locke a Hayek la democracia ha sido pensada de múltiples formas. Unos la han identificado con el concepto de igualdad, otros con el de libertad. Unos la han asociado a la participación, otros al pluralismo. Sartori recorre las diversas maneras de comprensión de la democracia, desde la antigüedad hasta el postmodernismo, y hace distinciones pertinentes, que chocan con la fuerte tendencia a la simplificación intelectual de la política.
Las distinciones de Sartori cuestionan clichés de izquierda y derecha: "participación" es un concepto republicano, no únicamente “socialista”; socialismo no es sinónimo de comunismo; la democracia electoral no es toda la democracia, pero sin elecciones competidas no hay democracia; no existe uno sino varios tipos de regímenes no democráticos, desde el autoritarismo más flexible hasta el totalitarismo más rígido; multiculturalismo no es pluralismo; sí existe un choque de civilizaciones entre Occidente y el Islam; el mercado y los medios poseen elementos autoritarios; la democracia sí es exportable; la democracia está en peligro.

Las múltiples direcciones en que Sartori dirige su crítica abren la interrogante sobre dónde está parado el filósofo florentino. La periodista Lorenza Foschini le estampa la pregunta: “pero profesor, usted es de derechas o de izquierdas”. “Buena pregunta -sonríe Sartori-, yo también estoy tratando de averiguarlo desde hace mucho tiempo, pero todavía no lo logro”. A diferencia de Bobbio, Sartori piensa que ambos términos están en crisis desde que la “derecha” comenzó a ser equivocadamente identificada con el liberalismo y, sobre todo, desde que buena parte de la izquierda abandonó el marxismo:

“Una izquierda que carece ya del anclaje del marxismo puede ser una izquierda que nos haga echarlo de menos. Por erróneo que fuese, el marxismo era en todo caso un instrumental doctrinario de respeto. Contra el marxismo se podía discutir, contra la nada o contra la hipocresía se discute malamente”.

jueves, 29 de octubre de 2009

Reyes y Carranza


Buena prueba de la vitalidad de una historiografía académica y de la memoria intelectual de un país es la pluralidad de su panteón heroico. A pesar de que en México son fuertes los cultos a Juárez, Zapata o Villa -figuras que, sin tener demasiadas conexiones, se mezclan con frecuencia en algunas simbologías políticas-, la literatura biográfica mexicana da cuenta de una relación diversa de los sujetos del presente con los héroes del pasado. El panteón heroico mexicano, como el francés, es republicano.
En la excelente colección Centenarios de la editorial Tusquets (México), han aparecido un par de biografías que ilustran ese republicanismo historiográfico. Luego del libro de Mauricio Tenorio, ya comentado en este blog, y de Recordatorio de Federico Gamboa, la bien escrita biografía del escritor y político porfirista de Álvaro Uribe, aparecen ahora Carranza. El último reformista porfiriano (2009), del historiador Luis Barrón, alumno de Friedrich Katz en Chicago y profesor de la División de Historia del CIDE, y Bernardo Reyes. Un liberal porfirista (2009), del historiador neoleonés Artemio Benavides Hinojosa.
Barrón rastrea el itinerario ideológico y político de Carranza desde sus años como gobernador del estado de Coahuila, bajo el Porfiriato, hasta la presidencia de 1917 a 1920, la primera del período postrevolucionario. El historiador se detiene en las complejas relaciones de Carranza con Madero y Reyes, en las pugnas con Zapata y Villa, en la impresionante creación del Ejército Constitucionalista y en su extraordinario esfuerzo por dotar a la Revolución de un nuevo orden constitucional.
Aunque con una metodología un poco más tradicional, desde el punto de vista de la historia política, la biografía del padre de Alfonso Reyes de Benavides Hinojosa sigue un guión similar. Aquí se repasa la trayectoria de Reyes como gobernador de Nuevo León, en las dos últimas décadas del Porfiriato, su paso breve por la Secretaría de Guerra y Marina, su papel como contendiente de Madero en las primeras elecciones democráticas de la historia de México y, finalmente, su oposición a Madero y luego a Huerta. La inmolación de Reyes, a caballo, en el Zácalo, frente a Palacio Nacional, es narrada con el dramatismo que demanda la escena.
Estas dos biografías estudian a personajes del antiguo régimen –“reformista porfiriano”, le llama Barrón, “liberal porfirista”, según Benavides- arrastrados por el torbellino de la Revolución. El papel de ambos en el proceso revolucionario no es comparable: Carranza sí se convirtió en un arquitecto del nuevo orden, Reyes no. Pero ambos historiadores tienen la virtud, tal vez aprendida en lecturas de norteamericanas y francesas, de no entender de manera rígida la frontera entre el antiguo régimen y la Revolución. Una frontera que fue atravesada por Reyes, Carranza y muchos liberales y reformistas mexicanos.

martes, 27 de octubre de 2009

Voluntad de escritura


En post anterior mencionamos al escritor hispano-mexicano, Max Aub (1903-1972), como uno de los socialistas españoles rehabilitados póstumamente por el PSOE. Desde el pasado centenario de Aub varias editoriales mexicanas y españolas se han propuesto rescatar la extensa obra de este exiliado perpetuo. Aub nació en París, de padre alemán y madre francesa, vivió su adolescencia y juventud en España y su adultez, como exiliado republicano, en México, donde murió.
Poeta, dramaturgo, novelista, ensayista, pintor y cineasta, Aub hizo de su exilio en México una entrega febril a la escritura. En los treinta años que van de su llegada a Veracruz a su muerte, escribió, aparte de las siete novelas que conforman la serie El laberinto mágico, sobre la Guerra Civil, cuatro novelas más, siete libros de cuento, seis de teatro, cinco de poemas, cuatro de ensayo y dos diarios, además de la autobiografía La gallina ciega (1971). La suma de los libros de Aub da a más de uno por año, lo que convierte su exilio en la sobrevida de quien rinde testimonio.
La vida de Aub fue tan intensa y cambiante –tal vez las tres décadas del exilio mexicano fueron el periodo más estable- que sus libros parecen escritos por diferentes autores. Poco tiene que ver el mundo plácido y doméstico de Los poemas cotidianos (1925), que apareció en la imprenta Omega de Barcelona, prologado por Enrique Díez Canedo, con los versos angustiosos y turbios del Diario de Djelfa (1944), donde narró su estancia de dos años en un campo de concentración argelino.
Al primero de esos cuadernos, que lo colocaron de cuerpo entero en la generación del 27, pertenecen los versos de un poema en que Aub contrapone, a la lluvia de la intemperie, el calor del hogar valenciano. No es difícil imaginar la vida de Aub como la permanente búsqueda de ese hogar perdido, como el forcejeo con una intemperie lluviosa, de “eterno luto”, que mojaba al soldado en la guerra, al desterrado en la cubierta de los barcos y al prisionero en el campo de concentración:


Y fíjate y escucha

cómo Mamá arregla

tu cuarto, oye el ruido

de un armario, mira

… rumor de telas

crujir de sayas;

¿oyes en la cocina

el repiqueteo?

la vajilla, la loza

la porcelana.

Y ronronea el gato,

le acompaña el fuego.

lunes, 26 de octubre de 2009

La reivindicación de Negrín

El 37° Congreso del Partido Socialista Obrero Español (PSOE), celebrado el año pasado, rehabilitó a Juan Negrín López (1896-1956), Presidente del Consejo de Ministros de la República, entre 1937 y 1939, y a otros 35 socialistas españoles, entre los que figura el escritor exiliado en México, Max Aub (1903-1972), que habían sido expulsados de dicho partido en 1946. Hace unos días, en una ceremonia encabezada por el ex vicepresidente, Alfonso Guerra, la nieta de Negrín recibió el carné del PSOE a nombre del último jefe de gobierno de la II República.
Negrín, como es sabido, es uno de los personajes más controversiales de la Guerra Civil española. Como Ministro de Hacienda del gobierno de Francisco Largo Caballero, fue el máximo responsable del traslado a Moscú de más de la mitad de las reservas de oro del banco de España. Bajo su jefatura de gobierno se produjeron los asesinatos de Andreu Nin y varios líderes del POUM y se tomaron decisiones militares, como la retirada de las Brigadas Internacionales y la creación de un cuerpo de carabineros, muy criticadas por diversas corrientes republicanas.
Luego de la caída de la República, Negrín, como presidente del Consejo en el Exilio, tomó medidas no siempre del agrado de otros dirigentes exiliados, llegando a la ruptura con Indalecio Prieto, quien lo había respaldado desde su ingreso al PSOE en 1929. El PSOE, sin embargo, luego de décadas de debate y de consultas con algunos de los mejores historiadores sobre el tema ha llegado a la conclusión de que los errores de Negrín fueron, en todo caso, las equivocaciones naturales de un líder que buscaba apoyo de la Unión Soviética y, eventualmente, de los aliados en la Segunda Guerra Mundial para vencer en la lucha contra los nacionalistas.
Lo curioso es, como se lee en Yo fui un ministro de Stalin (1953), el viejo libro publicado por la Editorial América en México, de Jesús Hernández, que Negrín no era comunista ni tenía mayores simpatías por Stalin. Hernández, que sí fue comunista y formó parte del gobierno de la República, relata cómo Stalin a través de sus agentes en España (Kulik, Togliatti, Codovila, Orlof…) maniobró para reemplazar a Largo Caballero con Negrín y aprovechar la moderación de este último para sus fines.
Más allá de que el papel de Negrín siga siendo tema de debate entre los historiadores, es inteligente que el PSOE maneje con pragmatismo la memoria de su legado. El vínculo de Franco con Mussolini y Hitler parecería, desde esta perspectiva, tan natural como el de la República con Stalin. Algo similar hace el PRI en México cuando vindica como fundador, no sólo al general Lázaro Cárdenas, símbolo de la izquierda mexicana, sino a Plutarco Elías Calles, cuyo autoritarismo ha sido severamente juzgado por más de un historiador.

domingo, 25 de octubre de 2009

Un periodista cubano



Cuba es un país de buenos periodistas, con la prensa amordazada. La segunda mitad de la paradoja tiene una explicación simple: en el artículo 53° de la Constitución Socialista se establece que todos los medios de comunicación “son propiedad estatal y no pueden ser objeto, en ningún caso, de propiedad privada”. La primera mitad requiere de una explicación más sofisticada.
Cuba fue un país con una esfera pública, moderna y plural, desde fines del siglo XVIII. A pesar del régimen colonial y esclavista, durante el siglo XIX la isla contó con publicaciones independientes y críticas. A pesar de la soberanía limitada y de dos breves gobiernos autoritarios, el de Machado y el de Batista, la prensa, la radio y la televisión cubanas, en la primera mitad del siglo XX, fueron de las más profesionales y avanzadas de América Latina.
Cuando el Estado cerró o intervino los principales medios de la isla, entre 1960 y 1965, muchos de aquellos buenos periodistas se exiliaron. Los que se quedaron, que también eran buenos, se insertaron en los medios oficiales y crearon las nuevas instituciones educativas del periodismo “revolucionario”. Por esas instituciones y por esos medios pasaron algunos de los escritores cubanos más conocidos de las últimas generaciones: Raúl Rivero, Norberto Fuentes, Manuel Pereira, Eliseo Alberto, Leonardo Padura, Senel Paz, Pedro Juan Gutiérrez…
El periodista cubano Rubén Cortés, exiliado en México desde 1995, proviene de esa tradición de buen periodismo en un país sin libertad de expresión. Su libro ¡Cuba, Cuba! Nueve historias verídicas de la vida en la isla (2009), publicado en México por Cal y Arena, la editorial del grupo Nexos, es una buena muestra de ambas cosas: de la alta calidad de los periodistas cubanos y del cierre de la esfera pública insular.
Cortés realizó varios viajes a La Habana entre el 2006 y el 2008, los tres primeros años de la sucesión encabezada por Raúl Castro, tras la convalecencia de su hermano, y armó nueve reportajes con una mirada desde abajo, desde la vida cotidiana del ciudadano común. Cortés ha hecho una intervención parecida a la de los antropólogos: se ha puesto en la piel de los cubanos de la isla, siendo, no un reportero extranjero, sino un periodista exiliado.
En cada uno de los reportajes de Cortés se reconstruye, con cuidado exquisito, la vida cotidiana en la isla. Leyendo este libro se aprende a vivir esa vida que el exiliado abandonó y a recordar la complejidad de ese mundo sometido a los estereotipos y las caricaturas de la prensa oficial. La visión de Cuba que trasmite Cortés es sumamente amplia, ya que no excluye de esa “realidad cubana” a Miami. La “isla” entera de que habla Cortés es el archipiélago más todos sus exilios.

La mejor reseña de este libro tal vez sea la nota de contraportada “Una Cuba reveladora”, escrita por Pedro Juan Gutiérrez:

“En estas historias cubanas uno se entera de todo (cuando digo de todo, es todo), desde por qué hay quienes no desean emigrar hasta cuántos años van a la cárcel por matar una vaca, pasando por cómo les va a los búfalos que le regalaron los vietnamitas a Fidel Castro, qué ha sido del hombre nuevo, a quién dedicaron Pedro Junco Nosotros y Polo Montañez Un montón de estrellas, cómo son los cubanos de Miami, del policía que le puso una multa a Silvio Rodríguez, cómo era Hemingway en Key West y en La Habana, o la hermosa historia de justicia del pelotero Rey Vicente Anglada”.

viernes, 23 de octubre de 2009

En una librería de París



Son conocidas las diferencias de Marcel Proust con el modelo de crítica literaria predominante en Francia, en el siglo XIX, y personificado por Sainte-Beuve. Mientras concebía el proyecto de En busca del tiempo perdido, Proust llevó unos cuadernos de apuntes, organizados en forma de conversaciones con su madre, donde recogía sus reparos al gran crítico decimonónico, y que en 2005 Tusquets publicó bajo el título de Contra Sainte-Beuve.
Para Proust la literatura era obra de una subjetividad estética no explicable desde la biografía, las ideas, virtudes, vicios, amores o amistades de un escritor. El yo “escribiente” de un autor, según Proust, era distinto a su yo “intelectual”. Las claves para la comprensión de ese sujeto que escribe eran ininteligibles y sólo se manifestaban plenamente en el acto solitario de sentarse, pluma en mano, frente a la página en blanco.
Christopher Domínguez Michael (1962), tal vez el crítico de mayor prestigio y obra en México, pertenece a la estirpe de Sainte-Beuve. Él sigue creyendo que es posible pensar las literaturas a partir de sí mismas, pero, también, a partir del mundo cultural que constituye a sus autores. En sus estudios sobre los grandes escritores mexicanos del siglo XX, reunidos en Tiros en el concierto (1997), o en su monumental Vida de fray Servando (2004), la más completa biografía de Fray Servando Teresa de Mier con que contamos, Domínguez hace de la crítica un género ensayístico y, a la vez, biográfico e histórico.
Christopher Domínguez tiene, además, la virtud de eludir la parcelación y el provincianismo que caracterizan a buena parte de los estudios literarios académicos. Su imponente libro La sabiduría sin promesa, editado primero en México, en 2001, y recuperado ahora, en versión ampliada, por la editorial Lumen, es la mejor prueba del raro cosmopolitismo que lo distingue dentro de la crítica latinoamericana. Aquí se leen los mejores poetas, novelistas y ensayistas del siglo XX, de todos los continentes. Tan sólo bajo la inicial B encontramos a Bashevis Singer, Benda, Benjamin, Bioy Casares, Bloom, Bolaño, Borges, Broch y Bulgakov.
¿De dónde proviene esa idea de la crítica como cosmovisión literaria o como archivo personal de la gran literatura occidental? Enrique Vila Matas cree encontrar su origen en las visitas que Christopher Domínguez Michael hace a la librería parisina José Corti, en la Rue de Médicis, frente a los Jardines de Luxemburgo. La “pasión crítica” de Domínguez tendría que ver con el contacto con ese “hogar parisino del romanticismo alemán y antigua casa editorial de los surrealistas”.

miércoles, 21 de octubre de 2009

Mansión y literatura




Absortos en el estudio de la relación entre literatura y ciudad, hemos olvidado otro vínculo primordial y documentable: el de la literatura y las casas. Los grandes novelistas del siglo XIX (Balzac, Tolstoi, Dickens…) hacían de las mansiones de la aristocracia y la burguesía un escenario habitual de las tramas de sus libros. La elección del recinto respondía al deliberado propósito de ubicar a los personajes en una clase social y explotar las tensiones que generaba el status de unos y otros.

En la narrativa del siglo XX, bajo el efecto de la democratización social, las mansiones adquieren un hechizo propio, como el de los monumentos antiguos. En Proust, en James, en Faulkner, en Mann es posible leer siempre un relato paralelo, que cuenta la historia de algún palacete en decadencia. Caso emblemático de esa nostalgia por la mansión perdida sería Brideshead Revisited (1945) de Evelyn Waugh, que rememoraba los sueños de ascenso social del pintor, ateo y capitán Charles Ryder y su triángulo amoroso con Sebastian y Julia Flyte, aristócratas católicos británicos, venidos a menos.

En una sociedad, ya no democratizada, sino totalizada como la rusa, las mansiones literarias se representan de otra manera. El tema recurrente, allí, es el de la casa tomada por el Estado, fragmentada y repartida por nuevos inquilinos obreros y revolucionarios. Son conocidos los pasajes de Doctor Zhivago (1957) de Boris Pasternak, en los que la residencia del joven médico Yuri es intervenida por el Estado bolchevique y transformada en una cuartería.

El tema es constante en la literatura rusa del siglo XX y, probablemente, también en buena parte de la literatura de Europa del Este, entre 1945 y 1989. En Días malditos (2007), los diarios de Iván Bunin, que tradujo el escritor cubano Jorge Ferrer, los lujosos apartamentos de la calle Povarskaya de Moscú son convertidos en oficinas gubernamentales “¿Cómo pueden estar seguros los bolcheviques de que les espera una existencia prolongada y estable?”, se preguntaba Bunin, poco antes de huir a Odessa y perder su propio apartamento en la misma calle.

En Corazón de perro (1986) de Mijaíl Bulgakov reaparece el asunto. Un día, después de la Revolución, llega un grupo de camaradas al apartamento del científico Filip Filipovich y le incautan el comedor y la sala de observaciones para convertirlos en vivienda de otros camaradas. Como a Bunin o a Pasternak, a Bulgakov le parecía especialmente criminal que el Estado confiscara las alfombras de los edificios privados y luego las utilizara para adornar las escaleras de las instituciones gubernamentales. El científico, enfrascado en la transformación genética de su perro Sharik en el camarada Sharikov, protesta en vano:

“¿Por qué quitaron la alfombra de la escalera de la entrada? ¿Acaso Carlos Marx prohíbe cubrir con alfombras las escaleras? ¿Acaso en alguna parte de sus obras Carlos Marx dijo que la segunda entrada del edificio de Kalabujov en la Prechistenka debía ser clavada con tablas, para que la gente entrara sólo por la puerta de servicio, que da al patio? ¿Quién necesita esas cosas?”