Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

martes, 20 de octubre de 2009

La Habana de los Austrias


En los primeros capítulos de Cuba/ España. España/ Cuba. Historia común (1995), Manuel Moreno Fraginals afirmaba que el personaje principal de La Habana del siglo XVI, en sus inicios llamada no San Cristóbal sino Puerto Carenas, era el mar. Cuando reinaron los dos primeros monarcas de la dinastía de Habsburgo, Carlos V y Felipe II, la cultura habanera era marinera, portuaria, militar y financiera.
A esa Habana, que desapareció casi sin dejar rastro en el siglo XVIII, con la introducción del sistema de plantación azucarera y esclavista, ha dedicado el historiador cubano Alejandro de la Fuente su último libro: Havana and the Atlantic in the Sixteenth Century (Chapel Hill, The University of North Carolina, 2008). El libro aparece en la importante colección “Envisioning Cuba” que dirige, en esa universidad, Louis A. Pérez Jr., y está merecidamente dedicado a Moreno Fraginals, maestro de De la Fuente.
La imagen de la ciudad que ofrece la investigación parece perdida en el pasado, desconectada de la propia tradición atlántica en la que ocurrirá su historia a partir del XVIII. Entonces la colonización y el poblamiento no habían rebasado las fronteras del puerto y buena parte de los ingresos de la ciudad provenían de los situados o sumas anuales que enviaban las cajas reales del virreinato de la Nueva España. El financiamiento novohispano contribuyó a la creación del temprano sistema de fortificación del puerto y al mantenimiento de la naciente ciudad como una plaza militar del imperio.
A pesar de los constantes asaltos piratas, como el de Jacques de Sores en 1555, el movimiento de los barcos en las últimas décadas del siglo XVI apunta a un incremento del comercio transoceánico e intercolonial. Entonces la Habana recibía considerables importaciones de seda, paño, damasco y tafetán provenientes de China, Italia e Inglaterra, con lo cual, aquella confluencia de los océanos, bajo la hegemonía del Mediterráneo, que estudiara Fernand Braudel, tenía su capítulo habanero. Entre tantos otros, también hay un pasado Austria en la historia de Cuba.

lunes, 19 de octubre de 2009

Disolver al pueblo



Ahora que se acerca el aniversario 20° de la caída del Muro de Berlín, a celebrarse el próximo 9 de noviembre, algunos suplementos  –The New York Review of Books, El País Semanal…- comienzan a repasar la historia berlinesa entre 1945 y 1989. En dicha historia figura, como evento importante de la resistencia a la hegemonía soviética en Europa del Este, la huelga de los albañiles berlineses que, en junio de 1953, construían la avenida Stalin. Los obreros dejaron caer sus brazos, en protesta contra el alza de precios, impuestos y jornada laboral, sin mejora salarial.
La huelga del 17 de junio de 1953, reprimida por el ejército soviético y la naciente policía de Alemania oriental e investigada por la Stasi, se considera un antecedente del levantamiento de Hungría en 1956, de la Primavera de Praga en 1968 y de la fundación del sindicato Solidaridad en Gdansk, en 1980. Esos eventos demuestran que la realidad del bloque soviético, afirmada con todos los recursos metafísicos y militares del marxismo leninismo y la OTAN, nunca careció de objeción, dentro de la propia clase obrera de aquellos países, en los 45 años que duró.
Bertolt Brecht, que había regresado de su exilio a Alemania del Este, huyendo, en buena medida, del macarthysmo norteamericano, reaccionó contra la stalinización del socialismo alemán. A partir de declaraciones de Erich Mielke, el fundador de la Stasi, algunos historiadores y críticos han sugerido que el infarto que mató a Brecht, en 1956, fue inducido por la policía secreta alemana. Aunque nunca dejó de ser venerado por Moscú, en vida y póstumamente, durante sus tres últimos años Brecht tuvo dificultades con la burocracia cultural de Berlín oriental. Su compañía, el Berliner Ensemble, fue atacada por el montaje de “Santa Juana de los Mataderos” y su filme Kuhle Wampe fue censurado.
Varios poemas de su último cuaderno, las Elegías de Buckow (1953), reflejan el malestar de Brecht con el stalinismo alemán. En uno de aquellos poemas confesaba “no me gusta el lugar de donde vengo/ no me gusta el lugar a donde voy”, versos que han sido interpretados como el balance de una vida entre el nazismo y el comunismo. Otro era una valiente defensa de los albañiles de Berlín que, en 1953, se negaron a construir una avenida en honor a Stalin. El irónico poema, titulado “La solución”, capta ese momento en que las élites de un totalitarismo, incapaces de asumir responsabilidad alguna por el desastre del país, culpan al pueblo por no “estar a la altura de las circunstancias”.


La Solución


Tras la sublevación del 17 de junio,

La Secretaría de la Unión de Escritores

Hizo repartir folletos en la Stalinalle

Indicando que el pueblo

Había perdido la confianza del gobierno

Y podía ganarla de nuevo solamente

Con esfuerzos redoblados ¿No sería más simple

En ese caso para el gobierno

Disolver el pueblo

Y elegir otro?

domingo, 18 de octubre de 2009

Exhumación de Lorca

Mañana lunes, 19 de octubre, comenzarán las excavaciones en el barranco de Viznar en busca del cadáver de Federico García Lorca. Un georradar de Alfacar localizó varias fosas comunes en la zona: en una de ellas estaría enterrado el poeta, junto con los banderilleros anarquistas Francisco Galadí y Joaquín Arcollas, el inspector de tributos Fermín Roldán y el restaurador Miguel Cobo. La Junta de Andalucía ha respaldado la identificación forense de los restos de García Lorca, en contra de la voluntad de una parte de la familia del poeta.
Los forenses podrían confirmar lo que la tradición oral de algunas aldeas granadinas ha sostenido por más de 70 años. En el barranco de Viznar hay, de hecho, una placa con estos versos de García Lorca: “asesinado por el cielo,/ entre las formas que van hacia la sierpe”. Se trata de las primeras líneas del poema “Vuelta de paseo”, el primero, a su vez, del cuaderno Poeta en Nueva York (1930), escrito durante la temporada que García Lorca pasó como estudiante de la Universidad de Columbia.
Poco tenía que ver con la muerte aquel poema. A García Lorca le interesaba trasmitir, más bien, la mutación de la vida. Prometía: “entre las formas que van hacia la sierpe/ y las formas que buscan el cristal/ dejaré crecer mi cabello”. Los versos finales eran una afirmación de la vida cambiante: “tropezando con mi rostro distinto de cada día/ ¡asesinado por el cielo!”. Más muerte había en el poema siguiente, el titulado “1910. Intermedio”, donde García Lorca se recordaba como un niño andaluz cuyos “ojos no vieron enterrar a los muertos”.
Ahora García Lorca comienza a vivir como cadáver, como los muertos que abundan en su propia poesía. Se ha insistido, con razón, en el tono profético de la lírica del Romancero gitano (1927) y el Llanto por Ignacio Sánchez Mejías (1935). ¿Cómo no ver un retrato, intrigantemente piadoso, de sus propios verdugos en el “Romance de la Guardia Civil española”? Allí se hablaba de la “vaga astronomía de pistolas inconcretas”, de “un rumor de siemprevivas que invade las cartucheras” y de un ejército que “avanza sembrando hogueras,/ donde joven y desnuda/ la imaginación se quema”.

sábado, 17 de octubre de 2009

Desheredados

Cuando en México se habla de “exilio” casi siempre se alude a los republicanos españoles que recibieron asilo durante el sexenio del general Lázaro Cárdenas (1934-1940). La noble tradición diplomática del asilo, en México, sin embargo, no comenzó ni terminó con Cárdenas. Han sido muchos los hispanoamericanos que desde el siglo XIX han encontrado refugio en México, cuando en sus propios países son tratados como extranjeros.
Tampoco el único exilio que registra la historia de España es el de los republicanos que huyeron de la dictadura de Francisco Franco. Desde 1492 hasta 1975 el exilio fue una constante de la historia española. Lo demuestra el historiador británico Henry Kamen, en su libro The Desinherited. Exile and the Making of Spanish Culture (2007), vertido al castellano por Aguilar. Kamen es uno de esos historiadores británicos que, como Hugh Thomas o Ian Gibson, el biógrafo de Lorca y Dalí, ha dedicado su vida al estudio del pasado español. Antes de esta monumental historia del exilio hispánico, Kamen estudió el reinado de Felipe II, el gran imperio donde “no se ponía el sol” y la Inquisición.

Kamen relata el drama de todos los exilios españoles: desde los judíos de la Baja Edad Media hasta la peregrinación de Manuel Azaña, el presidente de la última República. Llama la atención, sin embargo, que en el capítulo “Hispanic Identity and the Permanence of Exile” desarrolle ampliamente, como parte de la historia de España, el caso de Puerto Rico y los exiliados separatistas de esa isla a fines del siglo XIX. El personaje de ese capítulo es Eugenio María de Hostos y no José Martí
¿Por qué? Tal vez porque Kamen, equivocadamente, aplica un enfoque teleológico, similar al del personaje que, en famoso drama, se despedía de su amada con el parlamento de “adiós vida mía, me voy a la guerra de los treinta años”.Probablemente Kamen imagina la historia de Puerto Rico como más española que la cubana porque en la isla pequeña no se produjo una guerra separatista a fines del siglo XIX. La idea, por supuesto, es falsa, pero se agradece que, por una vez, Puerto Rico sea más importante que Cuba en una investigación histórica que repasa el devenir del Caribe hispánico.

jueves, 15 de octubre de 2009

Blog y consolación




Mencionábamos en el post anterior un texto de Umberto Eco sobre José Saramago, aparecido en El País (6/ 10/ 09), que merece comentario. Se trata del prólogo que el gran crítico y novelista italiano antepuso al libro El Cuaderno (Alfaguara, 2009), de José Saramago, en el que se reproducen las entradas que el Nobel portugués publicó en su blog durante la primavera de 2009.

Tiene razón Eco en señalar la diferencia entre la prosa del Saramago novelista –fantasiosa, alegórica, metafórica, poética, como un “tejido de parábolas”, dice- y la del Saramago bloguero: enfático, tajante, inflexible, por momentos, caricaturesco, por momentos, endemoniadamente lúcido.

Saramago arremete sin piedad contra Washington e Israel, contra Bush y Ratzinger, contra derechas e izquierdas. Que un comunista critique a Estados Unidos no es novedad, pero que critique abiertamente a las izquierdas, por “no tener ni la más mísera idea del mundo en que viven”, podría ser leído como sacrilegio entre tantos lectores doctrinarios, interesados en reciclar los viejos comunismos bajo las nuevas izquierdas.

Eco se detiene en el ateísmo de Saramago y pondera algunas de sus afirmaciones -por ejemplo, aquella en que el autor del Ensayo sobre la lucidez escribe que “Dios es el silencio del universo y el hombre el grito que da sentido a ese silencio”, o aquella otra, más contundente aún, en que señala que “si todos fuéramos ateos, viviríamos en una sociedad más pacífica”.

No es raro que Eco mencione a Lenin y a Stalin como “descreídos” y acto seguido recuerde a Ratzinger que muchos nazis, fascistas y falangistas fueron católicos fervorosos. En unos y otros se produjo esa dañina religiosidad política que transforma la ideología en fe, el pensamiento en dogma, la literatura en propaganda y la política en terror.

Tampoco es raro que Eco encuentre en los momentos de mayor beligerancia atea de Saramago el maniqueísmo de las filípicas. El maniqueísmo era, por cierto, uno de los elementos distintivos de la novela de folletín del siglo XIX –y de las telenovelas actuales- que Eco teorizó en su temprano estudio sobre Los misterios de París de Eugene Sue.

En aquel ensayito, Socialismo y consolación (Barcelona, Tusquets, 1970), Eco, de la mano de Marx y Engels, sostenía que la depurada técnica de comunicación literaria con un público masivo, concebida por Sue, descansaba sobre una “estructura de la consolación” que aliviaba el sufrimiento de la población pobre europea. La agresividad de los blogs podría cumplir, hoy, una función similar a la del opio de las religiones y la consolación del folletín.

martes, 13 de octubre de 2009

Crítica y biografía



Hace algunos años el historiador colombiano Eduardo Posada Carbó, profesor de la Universidad de Oxford, escribió para la Revista de Occidente un inteligente artículo sobre el entramado de ficción y realidad que había en las memorias de Gabriel García Márquez, Vivir para contarla (2002). Demostraba entonces Posada Carbó las múltiples inexactitudes o exageraciones históricas sobre el mundo de las compañías bananeras en el Caribe colombiano, o sobre su propia trayectoria personal y familiar, que abundan en las novelas y en las memorias de García Márquez.
Como bien reconocía entonces el historiador colombiano, poco sentido tiene demandarle a García Márquez la precisión de un historiador. A lo que podría agregarse que poco sentido tiene, también, reclamarle apego a una verdad a la propia historiografía, ya que, como advirtiera Roland Barthes en su gran estudio sobre Jules Michelet, la historia, por su infinitud de datos, es inconcebible sin la pifia o el lapsus. La hipermnesia, o capacidad de recordarlo todo, que Borges atribuía a su personaje Funes, el “memorioso”, no son recomendables al historiador. El olvido e, incluso, el error, como decía Renan, son elementos constitutivos de la cultura.
En la biografía que Gerald Martin ha escrito sobre García Márquez es posible encontrar algunos “recuerdos falsos” de su principal fuente: el propio Gabo. Eso no sería cuestionable si admitimos que el universo de García Márquez es siempre la mezcla de realidad y ficción que distingue su ingenio de prosista. El problema comienza cuando la memoria y la literatura del autor de Cien años de soledad operan, ya no como una poética literaria, sino como “la” ideología latinoamericana. Lo que Enrique Krauze critica, en su ensayo “A la sombra del patriarca” (Letras Libres, Año XI, Núm. 130), no es la gran literatura de García Márquez sino su rol como intelectual público latinoamericano. Un rol que no puede ser asumido y, al mismo tiempo, encubierto tras la magia de una poética, ya que el drama de la historia, a diferencia del de la literatura, es real.
El caso de García Márquez presenta al biógrafo un dilema diferente al de Pablo Neruda, Alejo Carpentier y otros escritores comunistas del pasado. Como bien ha escrito recientemente Umberto Eco, a propósito de José Saramago, sólo desde viejos purismos macarthystas se puede condenar a un buen escritor del siglo XX por haber sido comunista. Curiosamente, muchos de quienes no le perdonan a Neruda o a Carpentier su comunismo son los que “comprenden” el fascismo de Pound o el nazismo de Jünger. Pero el caso de Gabo es diferente porque él no ha sido ni es comunista y sus posiciones políticas, dentro de la izquierda latinoamericana, se han caracterizado, más bien, por la heterodoxia.
Krauze es un excelente biógrafo y cuestiona la biografía de Martin en su propio terreno: lo que está en discusión no es la grandeza literaria de García Márquez sino su función como intelectual público. Si García Márquez ha sido y es un crítico de la hegemonía de Estados Unidos en América Latina y, a la vez, un defensor de la democracia –gobierno representativo, pluripartidismo, división de poderes, elecciones competitivas regulares, libertad de asociación y expresión, estado de derecho…- en todos los países de la región, por qué se cuida de no hacer nunca una crítica pública al socialismo cubano. Él mismo confiesa a Martin que comparte esas críticas, pero no las da a conocer por una mezcla de “amistad” con Fidel Castro e instinto de protección del símbolo cubano.
En varios capítulos de su monumental biografía, Martin sostiene que las amistades políticas de García Márquez en América Latina no se han limitado al Panamá de Torrijos, la Nicaragua de los sandinistas o la Cuba de Fidel y Raúl. García Márquez ha tenido buenas relaciones con varios presidentes de Acción Democrática en Venezuela, el PRI en México y con líderes de izquierda y derecha de su natal Colombia. Esas amistades no le han impedido, sin embargo, hacer críticas públicas a las democracias de la región, en las dos últimas décadas, por su evidente incapacidad para construir políticas de Estado que reviertan la pobreza y la injusticia. Las democracias están acostumbradas a que las critiquen, mientras que las dictaduras confunden la crítica con la deslealtad.
Como bien señala Krauze, la relación de García Márquez con un sistema político no democrático como el cubano –partido único, dos líderes perpetuos, economía de Estado, ideología marxista-leninista, control de la sociedad civil y los medios de comunicación- tiene que ver más con el afecto que con la ideología. La pregunta se desplaza, entonces, a si es propio de un intelectual moderno, como García Márquez, que los juicios sobre un país latinoamericano estén subordinados a la amistad con sus gobernantes. La mentalidad “patriarcal”, en la que tanto Krauze como Martin enmarcan la amistad entre Fidel y Gabo, parecería una herencia más del pasado autoritario de la región. Una herencia de caudillos otoñales que tiene poco que ver con la tradición de literatura crítica fundada por Cervantes.

lunes, 12 de octubre de 2009

Luz de Paz


El crítico cubano Enrico Mario Santí, autor de estudios ineludibles sobre José Martí, Pablo Neruda, Fernando Ortiz, José Lezama Lima y otros grandes intelectuales hispanoamericanos, ha reunido en un volumen más de 60 críticas sobre Octavio Paz. La antología recorre cuatro dimensiones fundamentales de la obra de Paz: el poeta, el crítico de arte, el intelectual público y el hombre.
Estas críticas, escritas en el último medio siglo, por autoridades de la literatura occidental, como María Zambrano, Harold Bloom, Nadine Gordimer e Irving Howe, o escritores iberoamericanos de la talla de Mario Vargas Llosa, Juan Goytisolo, Julio Cortázar, Rodolfo Usigli, Juan Gil Albert, Blas Matamoro, José Miguel Oviedo, Pere Gimferrer, Andrés Sánchez Robayna, Juan Malpartida y Guillermo Sucre, juntan un archivo irremplazable sobre la recepción de la obra poética y ensayística de Paz.
Una buena zona de dicha recepción corre a cargo, naturalmente, de los compatriotas del poeta: José Vasconcelos, Jorge Cuesta, Gabriel Zaid, Carlos Monsiváis, José Luis Martínez, Miguel León Portilla, Leopoldo Zea, José Emilio Pacheco, Fernando del Paso, Alejandro Rossi, Alberto Ruy Sánchez, Elena Poniatowska, Christopher Domínguez Michael… La lista, incompleta, alude a una diversidad generacional, ideológica y estética que deshace la imagen de Paz como escritor controversial, sectario o polarizante, creada por cierta opinión de izquierda radical.
Paz aparece aquí como un clásico contemporáneo, leído por muchos y desde muchas perspectivas. Pero no como una figura reverenciada, a la manera de algunos poetas modernistas de fines del XIX o escritores “comprometidos” de mediados del XX. Tampoco responde esa recepción heterogénea a la “dialéctica de la tradición poética” o a la “ansiedad de influencias”, formuladas por el joven Bloom a partir de Shakespeare. Paz no es leído como “maestro” por sus “discípulos” sino como un par, como un semejante, lo cual habla de la gran capacidad dialógica del autor de El laberinto de la soledad.
Entre los críticos de Paz, Santí incluye a cuatro cubanos, uno por cada una de las cuatro secciones del libro: Guillermo Cabrera Infante, José Lezama Lima, Severo Sarduy y el propio Santí. Los cuatro ensayos dicen mucho de la marca que dejó Paz en la vida intelectual cubana, a pesar de su escasa difusión en la isla. El misterio de un legado tan diverso y, a la vez, perdurable, tal vez resida en el tipo de luz que proyecta la obra de Paz: una luz, como dice Santí, “espejeante”.

La luz de la crítica. En uno de los textos que cierra el libro, titulado “De la revolución a la crítica”, Enrique Krauze describe de manera cabal esa luminosidad:

“Heidegger dice en algún lugar que el hombre no puede saltar sobre su propia sombra. Paz fue, en muchos sentidos, un profeta, pero se movió dentro de los paradigmas vigentes durante su larga y fructífera existencia. Fiel a la estirpe orteguiana (derivada en parte del historicismo alemán), se empeñó en buscar la “naturaleza histórica” de los países y, dentro de ella, la significación o el “ser” de cada etapa, de cada movimiento. La historia como un libreto que no sólo admite una indagación de significados últimos, sino que, de hecho, la reclama para liberarse de sus fantasmas, para ser libre, para salvarse. Esa visión de la historia (y de la visión en la historia) convoca naturalmente a la poesía: sin “visión poética”, decía Paz, “no hay visión histórica”.