Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

domingo, 11 de octubre de 2009

Libros no leídos




El comentario de un lector de este blog me hizo volver a hojear un libro leído el año pasado: Cómo hablar de los libros que no se han leído (Anagrama, 2008), de Pierre Bayard. Este psicoanalista y profesor de literatura francesa de la Universidad de París VII sostiene que, contrario a lo que podría imaginarse, el mundo editorial, de la crítica literaria y de las academias filológicas y humanistas está lleno de personas que hablan de libros que no han leído.
Bayard clasifica los libros no leídos en diversas categorías: “desconocidos”, “hojeados”, “evocados”, “olvidados”, “citados” o “de los que se ha oído hablar”. En las primeras páginas de su ensayo, Bayard recuerda al general Stumm, personaje de El hombre sin atributos de Robert Musil, líder del movimiento Acción Paralela, que intenta regenerar a la nación de Kakania, alegoría del imperio austro-húngaro.
Interesado en sustentar intelectualmente su proyecto político, el general Stumm hace una visita a la biblioteca de la ciudad, donde están depositados más tres de millones de volúmenes, y concluye que para leerlos todos necesitaría vivir diez mil años. Angustiado, Stumm interroga al bibliotecario, quien le ofrece la fórmula mágica: para llegar a conocer todos los libros es preciso no conocer ninguno. El bibliotecario le sugiere al general que lea libros sobre libros, catálogos, bibliografías, diccionarios, enciclopedias, revistas de reseñas, para llegar a saber sobre todos los libros sin necesidad de leerlos.
El argumento de Bayard es que la lectura archivística del bibliotecario es más frecuente que lo que los intelectuales están dispuestos a reconocer. Él mismo confiesa no haber leído nunca el Ulises de Joyce y, al mismo tiempo, haberle dedicado varias páginas de estudio. Luego se centra en varios casos célebres de bibliofilia, como Michel de Montaigne, Paul Valéry o Umberto Eco, que han confesado no haber leído o haber olvidado el contenido de ciertos libros que son materia de análisis en sus ensayos.
Valéry, por ejemplo, no leyó En busca del tiempo perdido, a pesar de que dedicó páginas a comparar a Proust con Gide y Daudet. Cuando, en 1927, lo hicieron miembro de la Academia Francesa y debió ocupar el sillón de Anatole France, pronunció un largo discurso sobre la obra de éste último sin haberlo leído. Lo mismo sucede con el “Discurso sobre Bergson” que pronunció, también, en la Academia Francesa, en 1941, donde Valéry anuncia que “no entrará en su filosofía”, cuando es la filosofía el principal aspecto de la obra de Bergson.
En el hermoso capítulo sobre Montaigne, Bayard describe el drama del olvido del contenido de obras de Cicerón, Virgilio, Guicciardini y Du Bellay, que el gran ensayista francés citaba con frecuencia. Y en el dedicado a Umberto Eco se sostiene que casi todos los tratados antiguos y medievales citados en El nombre de la rosa no fueron leídos por el novelista italiano. Con honestidad que se agradece, Bayard concluye que “el sistema coactivo de obligaciones y de prohibiciones tiene como consecuencia haber suscitado un hipocresía generalizada sobre los libros efectivamente leídos”.

sábado, 10 de octubre de 2009

Polémicas de los 60

En los últimos años ha cobrado interés el estudio sobre las polémicas intelectuales de los años 60 en Cuba. Varios estudiosos, dentro y fuera de la isla, están encontrando en aquel decenio los últimos indicios de un campo intelectual ideológicamente plural, como el que había caracterizado a la experiencia cubana desde el siglo XIX. Una de las guerras culturales más intensas de aquella década fue la sostenida entre Ediciones El Puente, proyecto editorial impulsado por el poeta José Mario entre 1961 y 1965, y la primera redacción de El Caimán Barbudo, encabezada por el narrador y filósofo Jesús Díaz. El surgimiento de esta publicación, en 1966, como suplemento del periódico Juventud Rebelde, órgano de la Unión de Jóvenes Comunistas (UJC), se produjo en medio de una despiadada represión contra los escritores de El Puente, muchos de los cuales eran homosexuales, negros y mujeres.

Una historiadora de la Universidad de Sao Paulo, Sílvia Cezar Miskulin, acaba de publicar el mejor estudio que se ha hecho, hasta ahora, sobre aquella polémica: Os intelecuais cubanos e a política cultural de la Revolución (Sao Paulo, Alameda Casa Editorial, 2009). Miskulin reconstruye el valioso proyecto editorial de El Puente, que en cuatro años logró publicar cerca de cuarenta títulos, algunos, como De la espera y el silencio (1961) del propio Mario, Algo en la nada (1961) de Gerardo Fulleda León, Silencio (1962) de Ana Justina Cabrera, Las fábulas (1962) de Ana María Simo, El orden presentido (1962) de Manuel Granados, Santa Camila de la Habana Vieja (1963) de José R. Brene, Teatro (1963) de Nicolás Dorr, Tiempos del sol (1963) de Belkis Cuza Malé, Amor, ciudad atribuida (1964) de Nancy Morejón o Isla de güijes (1964) de Miguel Barnet, de referencia obligada para el estudio de la literatura cubana más joven de aquella época.

Miskulin retrata la agresividad con que El Caimán Barbudo reaccionó contra aquel proyecto editorial relativamente autónomo. En su polémica con Ana María Simo, Jesús Díaz caracterizó a El Puente como un “fenómeno erróneo política y estéticamente” y cuestionó la moralidad “disoluta” de sus autores, término que fue leído como declaración sexista, homófoba, elitista e, incluso, racista. La persecución y estigmatización de los escritores de El Puente, emprendida por el Estado cubano, tuvo a su favor el indudable talento y el apasionado vanguardismo de jóvenes escritores, estudiados por Miskulin, como el propio Díaz, Luis Rogelio Nogueras, Guillermo Rodríguez Rivera, Orlando Alomá, Eduardo Heras León, Raúl Rivero o Víctor Casaus.
El estudio de Miskulin no es maniqueo ni ignora que hubo víctimas del Estado cubano en ambos grupos generacionales. Pero al enmarcarse, un tanto rígidamente, entre 1961 y 1975, quedan desdibujadas las divergentes evoluciones políticas de muchos de aquellos intelectuales a partir de los años 80 y 90. Este valioso libro nos persuade de que las guerras de la memoria, que vive la cultura cubana actual, no pueden librarse por medio de la mutilación de biografías, pero, tampoco, de una interesada o involuntaria negación del carácter cambiante y, por momentos, paradójico de las posiciones políticas de los escritores, aún bajo un régimen no democrático.

jueves, 8 de octubre de 2009

Modo de producción asiático




Además de poeta cubano, entre los mejores de su generación, Emilio García Montiel es uno de los más reconocidos estudiosos de la cultura japonesa en Iberoamérica. Con una Maestría en El Colegio de México y un Doctorado en la Universidad de Tokio, García Montiel se ha ubicado en el más alto nivel de los estudios japoneses en esta parte del mundo.
Su tesis de Maestría en El Colegio de México, Muerte y resurrección de Tokio (Colmex, 1998), es un texto fundamental entre los conocedores de la historia de la arquitectura y el urbanismo contemporáneo japonés. El más reciente título de García Montiel, en colaboración con otro niponólogo cubano, Amaury A. García Rodríguez, se titula Cultura visual en Japón. Once estudios iberoamericanos (Colmex, 2009).
El libro coordinado por García Montiel y García Rodríguez reúne a los más autorizados expertos de la cultura japonesa en Iberoamérica –toda una hazaña en materia de redes intelectuales. Pero, además, se trata de un volumen que no se ciñe a la historia del urbanismo o la arquitectura de la modernidad japonesa, el tema más trabajado por García Montiel, sino que abarca el tratamiento visual, en Japón, de buena parte de los aspectos de la vida globalizada contemporánea.
Aquí se estudian la erótica y el budismo, la comedia infantil y el sincretismo religioso, la cerámica del té y el imaginario bélico, la propaganda nacionalista, la cultura mediática y el movimiento feminista bajo una sociedad machista. Un poco en la línea del texto clásico de Junichiro Tanizaki, El elogio de la sombra (1933), los autores vuelven, a veces sin querer, sobre la singularidad estética del mundo japonés. Un verdadero dolor de cabeza para la gran tradición de la filosofía del arte occidental desde Baumgarten hasta Bloom, pasando por Kant y Marx.

El escritor lector


Hay escritores que entienden la literatura como una artesanía o un oficio, cuyos misterios se develan fuera de la literatura misma. Escritores a la manera de Gabriel García Márquez, Ernest Hemingway o Roberto Bolaño, para los que el arte de la narración era, casi, un don natural, abastecido por un puñado de lecturas básicas, sobre todo, de los grandes maestros de la novela francesa y rusa del siglo XIX.
El escritor lector sería un arquetipo diferente al del escritor artesano, por muy virtuosa que pueda llegar a ser su narrativa. Los casos de Jorge Luis Borges, Claudio Magris, Ricardo Piglia o Enrique Vila Matas podrían servir para ilustrar esa idea de la literatura como práctica lectora. Escritores que leen para escribir, que escriben sus propias lecturas y que mezclan lo escrito y lo leído en un discurso referencial, signado por el comentario o la glosa.
El novelista mexicano Juan Villoro es un escritor lector. Los ensayos de Villoro, Efectos personales (Anagrama, 2000), presentaban a un contemporáneo que exponía sus deudas con los maestros del siglo XX: Nabokov, Calvino y Bernhard, Rulfo, Monterroso y Pitol. Su nuevo libro, De eso se trata (Anagrama, 2008), va más atrás: a los orígenes de la novela moderna en Cervantes y Shakespeare, en Goethe y Rousseau.
Una de las mayores virtudes de estos ensayos es, por decirlo así, su heterodoxia lectora. Villoro lee a dramaturgos como Chéjov y a poetas como Yeats, convencido de que la lectura, a diferencia de la escritura, carece de géneros. El escritor lector es omnívoro por naturaleza, ya que los textos tienen para él un valor no determinado por la ficción o la lírica, la fábula o el drama.
La desembocadura de estos ensayos de Villoro es, una vez más, la gran narrativa del siglo XX: Hemingway, Lowry y Lawrence, Onetti, Bioy Casares y Saer. El ensayo sobre Onetti, titulado “Fisonomía del desorden”, es un recorrido zigzagueante y seguro entre El pozo y Los adioses. Una frase de Villoro sobre Onetti –“la personalidad literaria de Onetti implica una entrega radical a la literatura. No hay un afuera. El mundo es el libro”- podría aplicarse también al autor de El testigo y El disparo de argón.

miércoles, 7 de octubre de 2009

La inmunidad del arte

Roman Polanski vive hoy en una cárcel de Zurich. Pasa el día en una pequeña celda, solitaria, con televisión por cable, lavabo, inodoro y una pensión de tres euros diarios. Su esposa, la actriz Emmanuelle Seigner, lo visita una vez por semana. El crimen por que se le acusa, violación de una menor, sucedió hace 32 años, pero se agranda a medida que crece la difusión de una cultura sexual igualitaria en el mundo.
Polanski ha admitido públicamente su pedofilia: “sí, me gustan las jovencitas, como a la mayoría de los hombres. Lo que ocurre es que en Estados Unidos todo aquel que tiene relaciones sexuales con menores de 18 años es un delincuente”. Samantha Geimer tenía 13 años cuando Polanski abusó de ella a cambio de la promesa de convertirla en modelo de la revista Vogue.
La comunidad cinematográfica ha reaccionado contra el arresto de Polanski. Más de 700 actores y cineastas, entre los que se encuentran los directores Martin Scorsese, Woody Allen, David Lynch y Pedro Almodóvar han demandado la liberación de su colega del gremio fílmico. Entre las razones que los mueven a la solidaridad está la idea de que la violación sucedió hace demasiado tiempo y, también, la vieja noción romántica de la inmunidad del arte y los artistas.
¿Cómo puede ser criminal el creador de películas tan perturbadoras o sublimes como El bebé de Rosemary(1968), Chinatown (1974), Tess (1980), La muerte y la doncella (1994) y El pianista (2002)? La estetización de un crimen en el arte es impune, pero su comisión en la realidad siempre puede ser punible. Hace sesenta años, las buenas conciencias europeas se escandalizaron con la pedofilia de la Lolita de Nabokov. Hoy, en cambio, la pedofilia es tolerada en el arte –la demanda contra la filmación de Memoria de mis putas tristes, la novelita de García Márquez, es un anacronismo de la derecha católica mexicana- pero perseguida en la realidad.
Si el gusto de Polanski por las ninfetas hubiera sido una obsesión liberada por medio del cine, como Balthus liberó la suya en la pintura o Lewis Carroll en sus fotografías de Alice Liddel, la musa de Alicia en el país de las maravillas, hoy el creador de Repulsión no sería un convicto, además de uno de los grandes cineastas de la segunda mitad del siglo XX. Vida atormentada la de Polanski: sus padres polacos murieron en los campos de concentración de Mathausen y Auzswitz, su primera esposa, Sharon Tate, embarazada, fue asesinada por la tribu nocturnal de Charles Manson. Él podría pasar una buena temporada en la cárcel.

martes, 6 de octubre de 2009

Biografía y crítica



Desde Vidas paralelas de Plutarco, texto clásico de la tradición republicana, las biografías de héroes fueron concebidas como equilibrios entre virtudes y vicios del biografiado. En algunos contextos y culturas esos equilibrios han sido rotos y la biografía se ha confundido con el panegírico o el vilipendio. Una biografía sin crítica es apología. Una biografía sin admiración puede ser un apóstrofe.
En estos días comienzan a circular en Iberoamérica dos biografías de grandes escritores contemporáneos: Gabriel García Márquez (Aracataca, Colombia, 1927) y V. S. Naipaul (Chaguana, Trinidad y Tobago, 1932). Ambos caribeños, pero con visiones muy distintas del Caribe. Ambos extraordinarios narradores, pero con prosas muy diferentes. Ambos, íconos, figuras mediáticas, Premios Nobeles, pero con ideologías y políticas discordantes.
Las biografías de Gabo y Naipaul son igualmente voluminosas: la primera, escrita por el británico Gerald Martin y editada por Debate, Barcelona, tiene 768 páginas. La segunda, también escrita por un británico, Patrick French –Inglaterra sigue siendo la mejor productora de biografías en el mundo-, editada por Duomo Ediciones, Barcelona, tiene 798. Las dos biografías se autotitulan “autorizadas”, pero tratan a sus héroes de distinta manera.
Según Alberto Manguel, en reseña reciente para Babelia, el autor de Una casa para el señor Biswas, El enigma de la llegada y Un recodo del río aparece como un prosista exquisito y meticuloso, con una visión oblicua de la realidad y una admirable fluidez en el tránsito de la ficción a la historia y viceversa. Pero el retrato moral del refinado prosista deja mucho que desear: misántropo, misógino, egoísta, engreído, caprichoso, autoritario, mezquino y hasta “imperialista”.
Los adelantos de la biografía de Martin, aparecidos en el periódico La Jornada (4/ 10/ 09) y en el número de octubre de la revista Nexos, donde se inserta, por cierto, una excelente reseña de Antonio Saborit, nos permiten advertir que, en la biografía de García Márquez, el artista y el hombre quedan retratados con igual admiración. El ingenioso e imaginativo prosista de Cien años de soledad, El otoño del patriarca y Crónica de una muerte anunciada es, a su vez, un esposo y padre modelo y un intelectual de izquierdas.

Con los libros en la mano volveremos sobre ambas biografías. Por ahora, sólo transcribimos este breve pasaje de El otoño del patriarca. Conversaciones con Gabriel García Márquez de Gerald Martin:

“El caso Padilla, como era de prever, había marcado la división de las aguas de la historia latinoamericana durante la Guerra Fría, y no tan sólo en el ámbito de los intelectuales, los artistas y los escritores. García Márquez, a pesar de las críticas de sus amigos –que iban desde acusaciones de “oportunismo” hasta entenderlo como “ingenuidad”- había sido el más coherente desde el punto de vista político de los autores latinoamericanos de primera fila. La Unión Soviética no ofrecía la clase de socialismo que él quería, pero, desde el punto de vista latinoamericano, consideraba que era esencial como baluarte contra la hegemonía y el imperialismo estadounidenses. Esto no era, en su opinión, “partidismo”, sino una apreciación racional de la realidad. Cuba, aunque planteaba un caso problemático, era más progresista que la Unión Soviética, y había de recibir el apoyo de todos los latinoamericanos antimperialistas que se preciaran de serlo, quienes en cualquier caso debían hacer todo lo posible por moderar cualquier aspecto represivo, no democrático o dictatorial del régimen”

lunes, 5 de octubre de 2009

El disidente oficial


El espléndido reportaje de Lola Galán sobre el novelista albanés Ismaíl Kadaré, Premio Príncipe de Asturias de este año, en el último Babelia (3/10/09), ayuda a comprender el extraño caso de un buen escritor de Europa del Este que, a pesar de ser cosmopolita y pro occidental, no siguió el mismo itinerario político de Solzhenitsin, Kundera, Havel y otros disidentes del comunismo.
Kadaré (Gjirokastra, 1936) nunca fue un opositor o un marginal en la Albania comunista y se exilió en 1990, después de la caída del Muro de Berlín. En los años 70 y 80, mientras vivió en Tirana, el novelista contó siempre con la protección del caudillo Enver Hoxha y de su mano derecha, la eminencia gris del comunismo albanés, Mehmet Shehu, cuyo hijo, Bashkim, también escritor, terminaría siendo el principal discípulo de Kadaré. Como se lee en El accidente (Madrid, Alianza, 2009) la crítica actual de Kadaré no se dirige, fundamentalmente, contra el pasado comunista sino contra la transición iniciada en los 90.
Algunas novelas anteriores de Kadaré, como El general del ejército muerto, una narración histórica sobre unos soldados italianos, en busca de los restos de sus compañeros, en Albania, entonces posesión italiana, habían agradado a la nomenklatura de Tirana por su mezcla de patriotismo y sofisticación. Cuando comenzó a ser editado en Francia y a ser reconocido en Occidente, Kadaré aprendió a utilizar su prestigio como protección, frente a los sectores más ortodoxos del régimen albanés, y, a la vez, como moneda de cambio, a favor de su autonomía, en la inevitable relación con los burócratas “aperturistas”, interesados en proyectar una imagen más abierta de Albania.
El novelista aprovechó ese status de “intocable” para desarrollar una literatura alegórica, llena de simbolismo y, a la vez, comunicativa con el lector occidental, en la que se hacían sutiles alusiones críticas al régimen albanés. El sucesor, El concierto, El largo invierno y, sobre todo, El palacio de los sueños, una ficción kafkiana que cuenta la historia de una dictadura que crea una institución gubernamental para vigilar y castigar los sueños de libertad de sus ciudadanos, reprimiéndolos de acuerdo con su mayor o menor peligrosidad, son novelas que ejercen ese tipo de crítica simbólica, tan frecuente en sistemas políticos cerrados.
El caso del Kadaré que residía en Tirana, no tanto el que se exilia en París a partir de los 90, viene a confirmar la tendencia de los regímenes del “socialismo real” a tolerar e, incluso, constituir disidencias oficiales. En su polémico libro Contra la censura (2007), J.M. Coetzee observa esa tendencia, aún, en los casos más dramáticos de Mandelshtam y Solzhenitsin, quienes, a diferencia de Kadaré, sufrieron cárcel y estigmatización por sus ideas.