Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

miércoles, 4 de enero de 2017

Un concepto circular del arte





En su última novela, El ruido del tiempo (2016), el novelista inglés Julian Barnes se ha metido en la mente de Dmitri Shostakóvich y lo que ha encontrado -bajo aquella mescolanza de lealtad y desobediencia al régimen soviético, de miedo, amor y odio a sus líderes, de desprecio a sus aduladores en Occidente (Rolland, Sartre o Picasso), de miserable frustración porque otros músicos, como Prokofiev, menos comprometidos políticamente vivían mejor que él y podían importar coches occidentales, de sordo arrepentimiento por haber atacado a Stravinski y elogiado a Zhdanov en un salón del Waldorf Astoria de Nueva York, de asco impronunciable por haber recibido tantas veces la orden Stalin, por haber denigrado a Solzhenitsin y a Sajarov o por hacer finalmente todo lo que le sugería u ordenaba la Seguridad del Estado...,- es una idea profunda e inagotable del arte. Frente a los ideólogos que le insisten en repetir la fórmula leninista de una música "para el pueblo", Shostakóvich defiende otro concepto del arte:


"El arte pertenece a todo el mundo y a nadie. El arte pertenece a todas las épocas y a ninguna. El arte pertenece a quienes lo crean y a quienes lo disfrutan. El arte no pertenece más al pueblo y al Partido de lo que perteneció en otro tiempo a la aristocracia y a los mecenas. El arte es el susurro de la historia que se oye por encima del ruido del tiempo. El arte no existe por amor al arte: existe por el bien de la gente. Pero, ¿qué gente y quién la define? Él (Shostakóvich) siempre pensó que su arte era antiaristocrático. ¿Escribía, como sus detractores sostenían, para una élite burguesa y cosmopolita? No. ¿Escribía, como sus detractores querían, para el minero de Donbass fatigado de su turno de trabajo y necesitado de un reposo tranquilizador? No. Escribía música para todos y para nadie. La escribía para quienes más apreciaban la música que escribía, sin tener en cuenta su extracción social. La escribía para los oídos que podían escucharla. Y sabía, por consiguiente, que todas las definiciones verdaderas del arte son circulares, y todas las definiciones falsas del arte le atribuyen una función específica".

martes, 3 de enero de 2017

Shostakóvich y la memoria viva del terror

En una nota reciente sobre Seis años que cambiaron el mundo (2016), el libro de Hélène Carrère sobre la desintegración de la URSS, llamamos la atención sobre una ascendente historiografía que mira con nostalgia al pasado soviético. Es curioso: esa tendencia se asienta entre historiadores, pero no entre algunos de los mayores escritores contemporáneos, que, en sus novelas, mantienen viva la memoria del terror estalinista. Pongo sólo cuatro ejemplos: J. M. Coetzee, Martin Amis, Emmanuel Carrère y Julian Barnes.
Cotzee escribió una historia de la censura en el siglo XX, Giving Offenses (1996), que dedica varios capítulos al stalinismo, especialmente, al acoso contra Mandelshtam y Solzhenitsin. Martin Amis es autor de un libro titulado Koba the Dread (2002), una mezcla de memoria personal, biografía de Stalin y recuento de los procesos de Moscú, que irritó a más de un historiador. Carrère, nieto de aristócratas georgianos e hijo de la gran historiadora Hélène Carrère, ha tratado el tema soviético, por lo menos, en dos libros: Una novela rusa (2008), sobre la desaparición de su abuelo en 1944, acusado de agente nazi, y Limónov (2012), la ficción real sobre el extravagante escritor y político de la Rusia postsoviética.
Toca el turno ahora a Julian Barnes, quien dedica su última novela, El ruido del tiempo (2016), al caso de Dmitri Shostakóvich. En 1936, este músico exquisito de Leningrado, que había sido mimado por las autoridades soviéticas desde los años 20, cayó en desgracia tras el estreno de su ópera Lady Macberh de Mtsensk en el teatro Bolshói, al que asistieron Stalin, Mólotov, Mikoyán y Zhdánov. La ópera aparecía al final de la institucionalización definitiva del régimen soviético, que tuvo lugar entre 1932 y 1936, y que puso todo el campo de la cultura bajo el control ideológico del nuevo Estado.
El periódico Pravda, en un editorial que Barnes cree escrito por el propio Stalin y no por el entonces director del diario, Zaslavsky, definió la ópera con una batería de calificativos: "bulla en vez de música, apolítica y confusa, que cosquilleaba el gusto pervertido de los burgueses con su música inquieta y neurótica, graznaba y gruñía y resoplaba, con un ritmo nervioso, compulsivo y espasmódico, procedente del jazz, chillido para amanerados, sin gusto sano, confusa corriente de sonido, burda, primitiva y vulgar..."
El veredicto era sumario: Shostakóvich era un "desviacionista, pequeño burgués, formalista, meyerholdista, izquierdista, cosmopolita..., que nunca ha considerado el problema de lo que el púbico soviético busca en la música y espera de ella..., en fin, una amenaza para la cultura soviética". Desesperado, el músico pidió ayuda al general Mijáil Tujachevski, su admirador y mentor, quien escribió a Stalin, sin recibir respuesta. Cuando la NKVD lo cita para el interrogatorio, comprende que el objetivo no es tanto él como el general, que será ejecutado en 1937, acusado de agente trotskista y alemán.
A partir de entonces, Shostakóvich racionaliza la forma de tratar con el poder soviético, sobre la base de una negociación musical entre nacionalismo y cosmopolitismo, Rusia y Occidente, armonía y melodía, que le permitirá sobrevivir en la URSS, sin perder reconocimiento dentro y fuera de su país, especialmente en Nueva York, donde su música fue aclamada en el Madison Square Garden y se hizo amigo de Aaron Copland, Clifford Odets, Arthur Miller y Norman Mailer. Una negociación, sugiere Barnes, en la que el músico parecía ceder al canon oficial, como en la Quinta Sinfonía, para luego apartarse en la Octava y la Novena, que fueron descalificadas por Zhdánov.
Cuando en 1948, Stalin y su séquito vuelven a la ópera a presenciar el estreno de La gran amistad de Vano Muradeli, músico georgiano que se atrevió a tratar el tema incómodo de la sublevación de georgianos y osetios contra el Ejército Rojo, durante la Revolución de Octubre,  Shostakóvich, que con Prokófiev y Jachaturián había apadrinado a Muradeli, volvió a ser víctima del ostracismo oficial. Para salir de la desgracia dedicó a Stalin, el "gran jardinero", su famosa Cantata de los bosques, aceptó asistir al Congreso por la Paz en Nueva York, donde renegó de su admirado Igor Stravinski, y llenó sus últimas sinfonías de alusiones a la gloriosa historia soviética, lo que le valió el puesto de diputado a la asamblea de los soviets y militante del Partido Comunista en 1960.

miércoles, 21 de diciembre de 2016

Taxonomías del Caribe



Michel Foucault inicia Las palabras y las cosas con un apunte sobre "El idioma analítico de John Wilkins" de Otras inquisiciones de Borges, que ilustra la perversión y el ridículo de la hiperclasificación de las especies en el pensamiento naturalista moderno. En sus últimas novelas, la escritora dominicana Rita indiana trabaja con esa implosión de la diversidad en el espacio caribeño y los discursos taxonómicos que intentan representarla. En Nombres y animales (2013), buena parte de la acción sucede en una clínica veterinaria de Santo Domingo a donde llega toda clase de criatura enferma:

"Desde que empecé a trabajar aquí he visto de todo. Boxers cojos apellidados Windsor, huskys siberianos con dermatitis aguda, papagayos cuyo pico sirvió de almuerzo a una especie de hongos conocida como Tasmania, gatos angora a los que luego de ver El séptimo sello de Bergman les coge con despertar a sus dueños todas las noches a las 3. 33 de la madrugada, terriers anoréxicos, collies maniatura entrenados para marchar al ritmo de la Patética de Beethoven, chihuahuas que se creen minotauros, rottweilers con complejo de culpa y monitos entrados de contrabando por un danés que le cargaba los bultos a Janis Joplin".

En una operación discursiva paralela, la taxonomía funciona como metáfora de la heterogeneidad de los personajes: haitianos e italianos, dominicanos y cubanos, budistas y católicos, rockeros y boleristas. Si en esa novela se enfrenta el dilema de nombrar un gato, ante una larga lista de opciones, en La mucama de Omicunlé (2015), asistimos a la reproducción de la heterogeneidad de sujetos del Caribe en un espacio intemporal. En ambos casos nos exponemos a la realidad y la ficción de las taxonomías o a la resistencia que la diversidad y el multiculturalismo hacen al espíritu de clasificación de la ciencia y la política.


martes, 20 de diciembre de 2016

Ciento y una revoluciones calladas, subterráneas

Así ha descrito la crítica Carolina León el efecto que producen en el lector las novelas de Rita Indiana (Santo Domingo, 1977). En Papi (2011) y en Nombres y animales (2013), las dos publicadas por Periférica, esas revoluciones estallan en la mente de una adolescente en el Caribe de fines del siglo XX. Casi todas las tramas caribeñas están ahí -racismos, sexualidades, diásporas, fronteras, religiones, ritmos, drogas, miserias, corrupciones, dictaduras...- y, sin embargo, no hay riesgo de exotización. Si hay un antecedente de esta prosa en la literatura del Caribe tal vez haya que encontrarlo en El barranco de Nivaria Tejera, donde la mirada de una niña se abre al drama de la guerra.
Como otros escritores de la misma generación, en Cuba, Jorge Enrique Lage, Legna Rodríguez Iglesias, Jamila Medina Ríos u Osdany Morales, Rita Indiana dialoga constantemente con el inglés. En Nombres y animales cada capítulo está precedido por un exergo en inglés que funciona como sumario de la trama. Esa ruptura con el monolingüismo es indicio de una aproximación a los dilemas de República Dominicana y del Caribe sin deuda, ya, con los ideologemas del nacionalismo. La música que escuchan los personajes de la novela (The Doors, los Beatles, Black Crows, Bob Marley, Danny Rivera, Silvio Rodríguez, Jovanoty...), entre las pestilencias de una clínica veterinaria y las azoteas bajo la noche estrellada, es una cifra de ese Caribe fronterizo.
También como otros escritores de la misma generación, en Cuba, especialmente Lage, Rita Indiana recurre a la distopía en su última novela, La mucama de Omicunlé (2015). Aquí el riesgo de la captura de los estereotipos es mayor, pero la novelista lo sortea con la misma destreza que en sus novelas anteriores. Una soltura que echa mano de la farsa o del retrato de lo grotesco caribeño, desde una dislocación temporal, en la que coexisten bucaneros, transgéneros y santeras con yonquis, tecnoadictos y ecologistas. Una mezcla de Orlando de Virginia Woolf con El reino de este mundo de Alejo Carpentier o con El mundo alucinante de Reinaldo Arenas, que coloca a Rita Indiana en el centro de la narrativa caribeña contemporánea.

lunes, 19 de diciembre de 2016

Bolaño y los poetas salvajes del DF

Se llama ahora Ciudad de México y si el nombre hace la cosa deberíamos vivir en los orígenes de una nueva historia. Pero cuando se escriba la memoria cultural del DF difícilmente podrá prescindirse de la imagen construida por Roberto Bolaño: un inmigrante chileno que anduvo por aquí, en los mismos años que Carlos Monsiváis perfeccionaba la escritura de sus crónicas sobre esta urbe abigarrada e insólita. Cada gran ciudad tiene a un exiliado que la narra y Roberto Bolaño -exagerando un poco-, podría ser al DF de fines del siglo XX lo que José Martí al Nueva York de fines del XIX.
No se trata de un mero efecto de Los detectives salvajes (1998) sino de un procesamiento literario sostenido de la experiencia de Bolaño en esta ciudad, que ahora se confirma con su novela póstuma, El espíritu de la ciencia ficción (2016). Christopher Domínguez Michael dice, en el prólogo a la reciente edición de Alfaguara, que fue Bolaño quien captó para la novela ese último momento del DF, en un gesto similar al de Carlos Fuentes en los años 50 y 60. Bolaño vio, como ningún otro escritor, esa mezcla de exquisitez y podredumbre que puede ser esta ciudad: "algo insano, muy triste y muy oscuro..., desde donde se observan amaneceres extraordinarios"
Antes de Los detectives salvajes, Bolaño, instalado Blanes, escribió esta novela que repasa los mismos escenarios mexicanos. Los cafés y cantinas del Centro Histórico, especialmente los de la calle Habana, paralela a Santiago y Valparaíso, por Insurgentes Norte, cerca de la Basílica de Guadalupe, son el perímetro de esta historia. El narrador, un lector empedernido de novelas de ciencia ficción, que escribe desde una azotea de la ciudad cartas obsesivas a clásicos del género en Estados Unidos y Europa (Alice Sheldon, James Hauer, Forrest J,. Ackerman, Robert Silverberg, Fritz Leiber, Ursula K. Le Guin..), es un inmigrante latinoamericano en el DF que percibe los alrededores de la ciudad letrada y sus contactos bochornosos con los bajos fondos urbanos.
Se repite aquí aquella fauna de "poetas salvajes" del infrarrealismo que dio forma a la verdad y la leyenda de Bolaño y su novela más famosa. Poetas y narradores muy jóvenes y marginados del campo intelectual que, sin embargo, contaban exhaustivamente los numerosísimos suplementos culturales, librerías de viejo, talleres literarios y revistas poéticas del DF y atribuían, en trances de lucidez, aquellas dimensiones a la herencia de la Revolución Mexicana. Escritores que vendrían siendo nietos de la epopeya revolucionaria y que preferían ostentar sus encuentros con otras clases, como las de los dueños de restaurantes chinos o los reparadores y ladrones de motos de la ruidosa urbe.
Por el camino Bolaño intercala tramas deslumbrantes y librescas como la de los apócrifos Historia paradójica de América Latina del chileno Pedro Huachofeo o la de Diez años en África, memorias del sacerdote chiapaneco Sabino Gutiérrez. Y cierra con el excurso erótico del narrador y Laura, titulado "Manifiesto mexicano", en el baño público Gimnasio Moctezuma, donde se atestigua la mejor prosa del chileno. Luego de leer ese relato, que concluye la novela y que fuera incluido en el volumen La universisad desconocida, queda la sensación de que Bolaño decidió abandonar el manuscrito cuando percibió que uno de sus flancos, la relación entre el narrador y Laura, podía tener vida propia.
Pero hay algo más que explica el abandono del texto y que se lee en el material de archivo incluido por los editores de Alfaguara al final del libro. Está claro que Bolaño no incluyó todo lo que quería en una novela originalmente pensada como una reflexión sobre la ciencia ficción como género de la Guerra Fría -en un apunte, no desarrollado, aparece Fidel Castro confundido con el padre de Jan Schrella, el personaje ensimismado en la astronáutica, la pornografía y la física espacial, que, eventualmente, se involucra en una guerrilla latinoamericana. Lo que excluyó o desechó tuvo que ver con el fin de su conexión afectiva con México, como se lee en el terrible apunte en que confiesa que a "Mario Santiago (Papasquiaro) y a la primavera azteca los ha perdido para siempre".

sábado, 10 de diciembre de 2016

Revolucionario y tirano: la disputa por el legado fidelista

Dos semanas, más o menos, ha durado este tramo -que no el último- de la discusión global sobre el legado de Fidel Castro. Cada quien hace sus cuentas y es revelador constatar que, a pesar de la enorme visibilidad mediática que ha tenido la muerte del político cubano y que, de cierta manera, continúa su astuto e incansable cortejo, en vida, de la gran prensa liberal occidental, algunos de sus mejores amigos, como Ignacio Ramonet, resumen lo que ha sucedido como "difusión de cantidad de infamias contra el Comandante cubano" y "uniformidad mediática que aplasta toda diversidad".
No es cierto: en los grandes medios impresos, audiovisuales y electrónicos de Estados Unidos, Europa y América Latina -no hablemos de los rusos o los chinos-, y en las redes sociales globales, han aparecido obituarios muy críticos, pero también muchas semblanzas apologéticas y ennoblecedoras y, en la minoría de los casos, análisis equilibrados de la larga trayectoria de Fidel Castro como jefe de Estado en Cuba durante 47 años y como figura protagónica de la política mundial en la Guerra Fría y el periodo post-soviético.
En los funerales que le rindieron en La Habana y Santiago de Cuba, en la prensa oficial de la isla y en sus plataformas aliadas en América Latina, que no son pocas aunque no hegemónicas, se habló naturalmente de Fidel Castro como héroe y genio, guía y santo del progreso mundial. Se destacaron su esfuerzo por hacer de Cuba -pobre "colonia" o "prostíbulo" yanqui, según la historia oficial- un país soberano e igualitario, su aporte a la independencia de Angola y Namibia y al fin del apartheid en Sudáfrica y su solidaridad con las naciones del Tercer Mundo.
Nadie mencionó ahí, por supuesto, el fracaso de la industria, la ganadería, la agricultura, el azúcar, la minería, la vivienda y los servicios en Cuba. Ni los rebrotes de racismo, homofobia y machismo, el deterioro del sistema de salud y educación desde los 90 o la dogmatización de la cultura, sobre todo, a partir de los años 70, pero de la que, por lo visto, todavía no se sale en la isla. Mucho menos se habló de las purgas cíclicas, los fusilamientos, la cárcel, el exilio, la represión de opositores y disidentes o el abandono de las reglas elementales del gobierno representativo y el estado de derecho. De todo eso se habló fuera de Cuba porque en la isla, como dice Ramonet, esas "infamias" están prohibidas.
Ni por asomo, alguien se refirió en esos medios a la subsistencia en Cuba de un régimen de partido comunista único y a su permanencia en el poder por casi medio siglo como algo anómalo o negativo. La ausencia de democracia es, para muchos en la izquierda autoritaria, parte del legado defendible de Fidel Castro, ya sea porque creen que en la isla existe un sistema político "diferente", que hay que respetar como parte de su soberanía, o porque, como dijo Rafael Correa en la Plaza de la Revolución, citando a San Ignacio de Loyola, todo en Cuba, hasta la falta de libertades, se justifica por el "bloqueo", ya que "en una plaza sitiada la disidencia es traición".
La pregunta recurrente de los medios,"¿fue Fidel un héroe o un tirano, un revolucionario o un dictador?", adquiere todo su sentido frente a esa polaridad. Como bien han señalado Vanni Pettinà y Patrick Iber, dos jóvenes historiadores no cubanos, uno italiano y el otro norteamericano, pero grandes conocedores de la Guerra Fría en América Latina, la dificultad para responder a esa pregunta reside en que Fidel Castro fue ambas cosas. Fue el líder de una Revolución y, a la vez, el jefe de un Estado construido a partir del modelo totalitario comunista del siglo XX.  No se trata de una rareza: es de lo más frecuente en la historia universal que las figuras del revolucionario y el tirano se junten en la misma persona.
Admitir algo tan elemental no es ambivalencia sino comprensión de ciertas dualidades de la historia universal. Negar que en Cuba se produjo una revolución contra un régimen autoritario de derecha, típico de la primera fase de la Guerra Fría en América Latina, y que Fidel Castro la encabezó, cambiando radicalmente la estructura social, económica y política de Cuba, y sus relaciones con el mundo, es tan equivocado como negar que, en efecto, el nuevo Estado que se derivó de aquel proceso pertenece a la familia de los totalitarismos de izquierda del siglo XX. Creo que, en los próximos años, ese discernimiento conceptual crecerá en la academia de las ciencias sociales y en los medios de comunicación globales, y que la mayor resistencia a esa forma de entender el legado fidelista provendrá, precisamente, de las comunidades cubanas aferradas a un duelo o el otro, en la isla o en el exilio.

miércoles, 7 de diciembre de 2016

Otro caso de mutilación editorial: el Lenin de Zizek

Ya lo mencionamos en un algún pasaje de El estante vacío (Anagrama, 2009), pero vale la pena desarrollarlo más. En el año 2007, la editorial de Ciencias Sociales del Estado cubano publicó el libro Recordando a Lenin del conocido neomarxista esloveno Slavoj Zizek. Aunque apareció sin prólogo o nota de los editores -en la contraportada se lee esta frase incoherente: "Slavoj Zizek retoma a Lenin para pensar nuevas formas políticas que permitan con un orden global más justo, democrático e igualitario y eludir así los tristes presagios que el poder nos quiere imponer en el fascinante nuevo desierto de lo real"-, era evidente que se trataba de una versión mutilada de Repetir Lenin. Trece tentativas sobre Lenin (Akal, 2004) -en el Copyright habanero se alteraba la palabra "tentativas" con la de "alternativas"-, el prólogo y el epílogo que Zizek escribió para la antología de escritos de Lenin, Revolution at the Gates (Verso, 2002).
De trece tentativas, la versión cubana escogía sólo dos: "El derecho a la verdad" y "Capitalismo cultural". En la primera, Zizek proponía una vuelta a la "política de la verdad" de Lenin contra tres paradigmas, la democracia liberal, el multiculturalismo postmoderno y el totalitarismo estalinista, aunque éste último sólo se mencionaba de pasada, ya que era un tema tratado en otros capítulos del mismo libro. En la segunda, ya el foco estaba puesto centralmente en la dimensión cultural del capitalismo global de fines del siglo XX y principios del XXI. En las grandes marcas de la moda, en Hollywood y en los íconos de la industria cultural del Occidente desarrollado, especialmente de Estados Unidos, veía Zizek avanzar un nuevo totalitarismo que, sin embargo, no hacía menos terribles los grandes experimentos totalitarios del siglo XX.
Hace una década, un lector habanero del libro de Zizek, sin contacto con la edición de Verso o la de Akal, podía concluir que el neomarxista estaba reivindicando a Lenin, fundamentalmente, contra el capitalismo y la democracia contemporáneas. Pero en Repetir Lenin había varias tentativas que llamaban a movilizar el legado bolchevique para enfrentar el totalitarismo de izquierda o de derecha, estalinista o fascista. Por ejemplo, en "El materialismo reconsiderado", además de una crítica a la "teoría del reflejo" del propio Lenin -por lo visto, todavía inadmisible en Cuba hoy-, se lee un cuestionamiento del Partido único como "objeto transferencial" o "sujeto del supuesto saber", equivalente al de la teología medieval.
En el irónicamente llamado "La grandeza interna del estalinismo", junto a un homenaje a Brecht, hay una impugnación radical de los regímenes estalinistas del socialismo real. Otros capítulos borrados de la edición cubana como "Lenin escucha a Schubert" o "¿Amaba Lenin a su prójimo?", entraban en una refutación paralela del antintelectualismo ideológico y de la demagogia populista, tan característicos de las políticas culturales que el sistema soviético heredó al cubano. Y otros como "La violencia redentora", "Contra la política pura" o "Porque no saben lo que creen" entraban de lleno en la polémica de Zizek con Derrida y el deconstruccionismo, por un lado, y con la teoría política del neomarxismo francés, a la manera de Badiou, Rancière, Balibar o Mouffe, que, a su juicio, "reducían la esfera de la economía (de la producción material) a una esfera óntica carente de dignidad ontológica".
Todas las censuras o exclusiones, bajo un régimen totalitario comunista, como el cubano, son sintomáticas, es decir, comunican mucho más de lo que ocultan. Al mutilar el texto de Zizek, los editores de Ciencias Sociales hacían evidente su deseo de obstruir el contacto de la juventud cubana con las teorías no sólo del neomarxista esloveno sino de los pensadores de la izquierda francesa con los que él polemizaba. Pero el síntoma se volvía escándalo cuando se constataba que entre las muchas páginas mutiladas de Zizek sobre Lenin había una dedicada a Cuba. Lo que se editaba y lo que se mutilaba adquiría todo su sentido al tropezar con el pasaje de Repetir Lenin donde se incluía la película Buenavista Social Club (1999) de Wim Wenders y Ry Cooder dentro del fenómeno de la "ostalgie" del extinto campo socialista:

"¿Cómo es posible que The Buenavista Social Club (1999), ese redescubrimiento y celebración de la música cubana prerrevolucionaria, de la tradición ocultada durante muchos años por la imagen fascinante de la Revolución, fuera recibida, no obstante, como un gesto de apertura hacia la Cuba de hoy, hacia la Cuba de Castro? ¿No sería mucho más lógico ver en esta película el gesto nostálgico-reaccionario par excellence, el del redescubrimiento y la rehabilitación de las huellas del pasado prerrevolucionario largo tiempo olvidado (músicos entre los setenta y los ochenta años, las viejas calles desvencijadas de La Habana, como si el tiempo se hubiera detenido allí durante décadas)? Sin embargo, cabe situar el logro paradójico de la película precisamente en en este plano: interpreta esta nostalgia misma del pasado prerrevolucionario de los night clubs como parte del presente posrevolucionario cubano (como queda de manifiesto ya en la primerísima escena de la película, en la que el viejo músico hace comentarios de viejas fotos de Fidel y el Che). Esto es lo que hace de esta película "apolítica" un modelo de intervención política: mediante la demostración de que el pasado musical prerrevolucionario fue incorporado a la Cuba posrevolucionaria, socava la percepción habitual de la realidad cubana. Por supuesto, el precio que ha de pagar esta intervención es que la imagen que recibimos de Cuba es la de un país en el que el tiempo se ha detenido: no pasa nada, no hay ninguna industriosidad, vemos coches viejos, ferrocarriles abandonados y gente que se limita a pasear y, de vez en cuando, cantan e interpretan música. De esa suerte, la Cuba de Wenders es la versión latinoamericana de la imagen nostálgica de Europa del Este: un espacio fuera de la historia, fuera de la dinámica de la segunda modernización de nuestros días. La paradoja (y tal vez, el mensaje final de la película) es que en ello residía la principal función de la Revolución: no en acelerar el desarrollo social sino, por el contrario, en despejar un espacio en el que el tiempo se detuviera".