Son muchos los autores que llaman a evitar los fáciles diagnósticos que asocian cualquier variante populista con un cambio de régimen o un abandono de las normas democráticas. Lo más complejo de estas nuevas metamorfosis políticas es, justamente, que no destruyen automáticamente la democracia sino que viven de ella, desarrollando una relación perversa o parásita con las instituciones y las leyes.
Daniel Gamper, filósofo de la Universidad Autónoma de Barcelona, que ganó el año pasado el Premio Anagrama de ensayo, es un autor a sumar a la biblioteca de los estudios sobre el ascenso populista en el siglo XXI.
A Gamper le interesa la degradación de las palabras en la conversación pública de las democracias occidentales. Que el diccionario Oxford, en 2016, eligiera “posverdad” como la palabra del año es, según este pensador catalán, una llamada de alerta sobre el envilecimiento del lenguaje democrático.
Los ciudadanos están perdiendo la fe en la palabra política libre, dice Gamper. Las causas son múltiples, empezando por el desgaste de los modelos tradicionales de representación política, sin subestimar la vieja oligarquización de los partidos, ya advertida por Robert Michels desde principios del siglo pasado. Pero a diferencia de los tiempos de Michels –y de Max Weber, Carl Schmitt, Gaetano Mosca o Vilfredo Pareto-, la degradación del lenguaje se produce dentro de la propia democracia y no, únicamente, en los experimentos autoritarios.
En un pasaje de su libro, Las mejores palabras. De la libre expresión (2019), Gamper asocia el deterioro del lenguaje con la que llama “democracia agonal”. Ésta sería una variante, o una dimensión, de la democracia en la que el “enfrentamiento de intereses contrapuestos no contempla la rendición”, la moratoria o el pacto, y en la que “todos se esfuerzan por someter al adversario o, cuando menos, por lograr que ceda más que uno mismo en sus pretensiones”.
Aunque critica en varios momentos la tradición liberal y, en buena medida, la hace responsable de la decadencia del lenguaje público, Gamper no toma en cuenta, ni para respaldarla ni para cuestionarla, a la corriente neomarxista que, por medio de una bizarra mezcla de Gramsci y Schmitt, ha defendido abiertamente un sentido agonístico de la democracia, con el fin de construir nuevas hegemonías políticas: Ernesto Laclau, Chantal Mouffe, Martín Retamozo, Álvaro García Linera…
Esta corriente, de mucha ascendencia ideológica en la izquierda latinoamericana, queda fuera del campo referencial de Gamper.
Más importante para el filósofo es cuestionar los escrúpulos heideggerianos contra la democracia, como un sistema “inauténtico”, o la fantasía deliberacionista, tipo John Rawls o Jürgen Habermas, que imagina la existencia de ciudadanías perfectamente ilustradas y racionales.
A pesar de su limitada discusión, Gamper atina a definir los nuevos populismos como “demoliciones controladas”, casi imperceptibles, donde “el pueblo unido orgánicamente” asume la disidencia como una “enfermedad” o una traición, como rezaba la vieja máxima jesuita. El reto frente al populismo es detener esa demolición sin rebasar el horizonte democrático.
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