Más cerca de Georg Simmel que de Max Weber, el siglo XX demostró que el
avance de la secularización no era lineal. La pasada centuria hizo estallar
conflictos religiosos de todo tipo, dotó de justificaciones teológicas
regímenes totalitarios o democráticos y vio surgir nuevas religiones allí donde
los credos tradicionales parecían agotados. La literatura del siglo XX y, más
específicamente, la novela latinoamericana, es un archivo de aquellos discursos
religiosos que sobrevivían a la secularización prometida por la ciencia.
El crítico puertorriqueño
Aníbal González, profesor de la Universidad de Yale, ha escrito un libro que explora la paradójica
religiosidad de la novela latinoamericana, género que según Carlos Fuentes y los críticos del boom anunciaba
el arribo del continente a la edad moderna. El volumen se titula In Search of the Sacred Book. Religion and the
Contemporary Latin American Novel (University of Pittsburgh Press, 2018) y
arranca con una lectura paralela de Santa
(1903) del mexicano Federico Gamboa y Redentores
(1925) del puertorriqueño Manuel Zeno Gandía.
Gamboa y Zeno Gandía eran
naturalistas y como casi todos los naturalistas, seguidores del evolucionismo
positivista. Sin ser médico como Zeno Gandía, Gamboa dio un sentido clínico y a
la vez teológico a la parábola de Santa,
la historia de una prostituta que, antes de morir, se redime en brazos de
Hipólito, un músico ciego. El puertorriqueño, por su parte, contaba el
triángulo amoroso de la joven e ingenua Piadosa Artante, la rica y huérfana
Valeria Ulanga y el malvado Elkus Engels, un estadounidense, secretario del
Gobernador de Puerto Rico, en los años neocoloniales, que siguieron a la
ocupación de la isla en 1898.
Como Santa, Redentores proponía
una fábula machista de purificación de la mujer perdida por medio del
matrimonio con un hombre de bien, llamado Antonio del Sol. Aquellos relatos de
expiación y limpieza de pecados, como bien interpreta González, se ambientaban
en dos contextos asociados con la decadencia nacional: el Porfiriato en México
y el Puerto Rico intervenido. La religiosidad de esas novelas no sólo tenía que
ver con las resonancias católicas de cada drama sino con la vertebración de ideologías
nacionalistas, en la América Latina posterior a 1898, que llegarían a actuar
como credos sustitutos a nivel político.
Otros narradores del siglo XX
latinoamericano, como Jorge Luis Borges, María Luisa Bombal, Alejo Carpentier o
Juan Rulfo, tuvieron diversos contactos con lo religioso. Borges, hijo de
católica y nieto de una inglesa protestante, predicadora metodista por más
señas, hizo múltiples alusiones a la Biblia en su obra poética o de ficción,
pero también se interesó en tradiciones místicas como la cábala, el gnosticismo,
la filosofía sufí o el budismo. Carpentier, por su lado, exploró el vudú y otros
cultos afroantillanos en El reino de este
mundo (1949) y recreó la conquista espiritual de América y las trampas de
la evangelización en Los pasos perdidos
(1953).
González se fija en la
presencia de categorías teológicas (mal, fe, eternidad, redención…) en novelas
como La amortajada (1938) de Bombal o
Pedro Páramo (1955) de Rulfo. En algunas de las grandes obras del boom, especialmente en Rayuela (1963) de Julio Cortázar, Paradiso (1966) de José Lezama Lima y Cien años de soledad (1967) de Gabriel García Márquez, el crítico
puertorriqueño encuentra una parecida transferencia de nociones religiosas a la
ficción, que convierte aquellas novelas en libros sagrados. No se interesa
tanto en la novela católica latinoamericana -la narrativa cristera en México,
por ejemplo- como en la sacralización del lenguaje literario.
El ensayo de Aníbal González
concluye caracterizando la narrativa de fines del siglo XX (Fernando Vallejo,
Roberto Bolaño, Elena Poniatowska…) como un conjunto de estrategias de
“desacralización”, por la vía del testimonio, la crónica o la autobiografía. La
experiencia del siglo XX indica, sin embargo, que es mejor tomar con
escepticismo cualquier promesa de secularización en América Latina.