Libros del crepúsculo

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martes, 5 de julio de 2011

Estado de la poesía cubana a mediados del siglo XX







Entre 1940 y 1964, el poeta cubano Eugenio Florit, quien era profesor del Barnard College de la Universidad de Columbia, en Nueva York, publicó notas y reseñas sobre novedades editoriales hispanoamericanas en la Revista Hispánica Moderna, que editaba el Instituto de las Españas de esa universidad, fundado por Federico de Onís. Pueden leerse en esas notas una política literaria o un estado de la poesía cubana a mediados del siglo XX.
Un modo fácil de reconstruir la visión de la literatura cubana –o más específicamente de la poesía cubana- de Florit, en aquellas décadas, es recorrer las reseñas que dedicó a libros editados en la isla. Lo primero que llama la atención de aquellas reseñas es el interés de Florit en libros que, a su juicio, condensaban la cultura histórica cubana, como la selección de textos de Carlos Manuel de Céspedes, De Bayamo a San Lorenzo (1944), preparada por Andrés de Piedra Bueno y editado por los Cuadernos de Cultura del Ministerio de Educación de la isla, o los poemarios de Julián del Casal y Bonifacio Byrne, sin exceptuar estudios martianos como Martí, escritor (1945) del mexicano Andrés Iduarte.
Céspedes y Martí, Casal y Byrne colocaban la visión de la literatura y la historia cubanas de Florit bajo un linaje criollo, fundacional, que entrelazaba modernismo y republicanismo. Sin embargo, los otros libros cubanos reseñados en la Revista Hispánica Moderna remiten a una imagen sumamente plural e, incluso, vanguardista de la literatura de mediados del siglo XX. Florit reseñó dos poemarios de Nicolás Guillén, la edición de la Verónica de Sóngoro cosongo (1942) y El son entero (1947). En la nota sobre el primero de aquellos cuadernos, decía Florit, no sin cierto paternalismo:



“Nos sigue gustando Nicolás Guillén aunque ya no nos gusten los demás, los que se pusieron a bailar al son que les tocaban –esa música de maraca y botijuela que amenazaba con inundar a su ritmo una gran parte de la poesía antillana de aquel momento. Porque en Nicolás Guillén la música está dentro –y no en la orquesta improvisada por los amantes de “color local”; porque en su verso hay tragedia honda y verdadera; porque en ellos el pueblo es el pueblo y no espectáculo de comparsa de carnaval”


En la reseña sobre El son entero (1947), Florit recurría al tópico de la “cubanía” de Guillén para insistir en el sentido “trágico” de la poesía negra:


“Es totalmente cubano, auténticamente cubano, y por serlo, resulta universal. Su obra poética, que comenzó con aquellos Motivos de son tan llenos de gracia, ligeros en la apariencia tipicista de lo popular ciudadano, fue alzándose poco a poco de ese tono de mulatería simpática y algo picaresca; cada nuevo libro de Guillén iba entrando más, con mayor seriedad, en lo más hondo de la tragedia antillana o simplemente humana; ya no se trataba de “color local”, sino de color cubano, y a medida que se le iba ensanchando el círculo donde la piedra del poeta había caído, el mundo literario hispánico se percataba de este nuevo caso: el del mulato cubano que se salía de su estrechez insular para darse a los vientos con una palabra sincera, profunda, nueva, dolorosa, con gracia a veces y otras con ira; con misterio y folklore, o con protesta social alta y vibrante”.


Además de a Guillén, Florit reseñó a los poetas de Orígenes, con quienes tenía una mayor afinidad y quienes lo consideraban un precursor. Comentó elogiosamente la antología Diez poetas cubanos (1948) de Cintio Vitier y dedicó palabras de aprecio a los Poemas (1938) de éste último. Pero la idea de la literatura cubana de Florit estaba muy lejos de ceñirse, únicamente, a las poéticas de Orígenes. Ya en la nota sobre la antología de Vitier, Florit destacaba la obra del poeta villareño Samuel Feijóo, del que reseñaría Camarada celeste (1944) y las prosas de Diarios de viajes, que publicó la Universidad Central de Las Villas en 1958 y que comparó con el Diario de Cabo Haitiano a Dos Ríos de Martí.


Florit también habló con admiración de los poemas de Pulso y onda (1944) y La tierra herida (1944) de Manuel Navarro Luna -suscribiendo los juicios de Juan Marinello sobre este último-, de los cuentos de Carlos Montenegro en Los héroes (1941) e, incluso, de los primeros ensayos de José Juan Arrom, reunidos en Certidumbre de América (1959). Pero nunca esa admiración llegó al tono de resuelto entusiasmo con que Florit escribió sobre Feijóo:



“En Samuel Feijóo no hay, por fortuna, nada “querido” ni nada “hecho”. La gran poesía sale sola, sola se expresa, desnuda de todo afeite que no sea propia y natural compostura. Poesía que a lo largo de este libro –Camarada celeste- permanece en presencia indudable. Y presencia que es, no solo de tono, de ambiente, de aire, sino de expresión verbal, de modos originalísimos de decir que no buscan lo original y que, sin buscarlo, lo hallan en todo momento. Poesía atormentada, porque así ha de ser la que sale del alma que en tormentas humanas y divinas lucha”.

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