Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

lunes, 27 de diciembre de 2010

Once parricidas y un pintor oficial

Los Once (Anagrama, 2010) es una novela de Pierre Michon, que ganó el Premio de la Academia Francesa, y que cuenta la historia de Les Onze (1794), un cuadro del Louvre, pintado por Francois-Élie Corentin, conocido como el Tiéopolo del Terror. Corentin, aunque mayor que Jacques-Louis David, fue uno de los varios maestros que trabajaron bajo las órdenes del pintor de La muerte de Marat (1793) en la documentación y propaganda del régimen del terror francés, entre 1793 y 1794.
En Les Onze aparecían retratados los comisarios del célebre Comité de Salvación Pública, que llevó adelante el proyecto jacobino de la Revolución Francesa: Billaud, Carnot, los dos Prieur, Couthon, Robespierre, Collot, Barère, Lindet, Saint-Just, Saint-André . La mayoría de ellos, recuerda Michon, compartía dos cosas: tenían orígenes nobles y se habían dedicado al teatro. Aristocracia y dramaturgia, he ahí dos claves del liderazgo jacobino.
Michon arranca con la biografía de Corentin y desemboca en la pequeña historia del encargo que le hiciera el Comité, por medio de David. “¿Sabes pintar dioses y héroes, ciudadano pintor?” –preguntó David y le ordenó: “Lo que te pedimos es una asamblea de héroes. Píntalos como a dioses o como a monstruos”. Corentin, concluye Michon, que adoraba a su padre, pintó a éste once veces. Los miembros del Gran Comité del año II eran su padre multiplicado por once.
“Es curioso: puso la figura de su padre bajo la forma de los once asesinos del Rey, del Padre de la Nación, los once parricidas, como llamaban a la sazón a los asesinos del Rey”, anota. Pero el objetivo de Michon no es tanto reconstruir el proceso de contratación de Corentin y confección de Les Onze como demostrar la falta de correspondencia entre la versión historiográfica del mismo, acuñada desde Michelet, y la sobrevida mítica del jacobinismo.
El terror, parece sostener Michon, tocó una fibra simbólica del hombre moderno, asociada a la violencia de clases, que no puede ser desestabilizada por la obra desmitificadora de historiadores tan refinados y lúcidos como Michelet, que tienen, incluso, la ventaja de escribir medio siglo después de una Revolución. Al final, el mito vence a la historia, Robespierre vence a Michelet. De ahí que, más que el Marat de David, Los Once de Corentin sea la pintura emblemática del terror:

“Michelet, que siempre dijo y pensó que la auténtica pintura histórica sólo era tal cuando se esforzaba en no representar la Historia, quedó desmentido. Los Once no son pintura histórica, son la Historia. Lo que vio Michelet al final del pabellón Flora es quizás la Historia en persona, en once personas, en el terror, porque la Historia es terror puro. Y ese terror nos atrae como un imán. Y es que somos hombres y a los hombres, de arriba abajo, los instruidos y los mendigos, les gusta apasionadamente la Historia, es decir, los terrores y las matanzas”.

viernes, 24 de diciembre de 2010

Barbara Stanwyck lee a Nietzsche



En Baby Face (1933), el clásico de Alfred Green, estelarizado por Barbara Stanwyck y George Brent, se cuenta la historia de una femme fatale que escala posiciones en la Gothan Trust Company de Nueva York, seduciendo a empleados y ejecutivos. El personaje, Lily Powers, posee, desde su nombre y apellido, una mezcla de sensualidad y vigor que, en algún momento del film, intenta ser traducido en términos de la filosofía vitalista Friedrich Nietzsche.
Una de las víctimas de Powers, un joven ejecutivo protagonizado por Donald Cook, que está a punto de casarse con la hija del dueño de la compañía, es lector de filosofía y literatura. Durante el cortejo, le envía a Powers un ejemplar de las Consideraciones intempestivas de Nietzsche. La Stanwyck abre el volumen en una de las tantas páginas en las que el filósofo llama a no pedir perdón por la búsqueda del placer y la felicidad.
El pasaje que lee es el que aparece abajo. Los críticos e historiadores del cine han reconstruido el proceso por el cual los productores y el director de la película tuvieron que hacer ajustes narrativos y visuales, luego de la codificación moral de Hollywood en aquellos años. El final, en que Stanwyck y Brent lo pierden todo con la Gran Depresión y reconstruyen sus vidas como obreros en Pittsburgh, recuerda las moralejas del realismo socialista, para el que Nietzsche era una de muchas “bestias negras”.

jueves, 23 de diciembre de 2010

El tributo de Wainwright



Esta es la canción que Rufus Wainwright compuso en homenaje a Jeff Buckley. No la canta completa en el show de Elvis Costello, que es de donde la tomo. Pero en algún momento de la misma se refiere al "Hallelujah" de Cohen cantado por Buckley. Escuchando estos temas no deja de pensarse en las nuevas religiosidades que ya procesa la cultura popular del siglo XXI. Hay una suerte de nuevo espiritismo, más secular aún que el de Kardec o Blavatsky, en esos ambientes del rock intelectual. Estos jóvenes viven intensamente, entre Los Angeles y Londres, entre New York y París, pero, como los de hace un siglo, también conversan con los muertos.

miércoles, 22 de diciembre de 2010

Aleluya por Buckley




A principios de los 90, cuando Leonard Cohen dio a conocer su “Hallelujah”, el joven Jeff Buckley, que entonces reunía los temas de su primer disco, Grace (1994), hizo este cover que ha tenido la fortuna de inspirar muchos otros más. En la última década lo han grabado, por sólo mencionar dos, Damien Rice y Rufus Wainwright, cuya versión fue incorporada a la banda sonora de Shrek.
En Grace el tema aparece acreditado a Cohen, pero en la versión de Buckley, las primeras estrofas son diferentes, por lo que, en propiedad, este “Hallelujah” debería ser atribuido a Cohen/ Buckley. Los primeros versos de Cohen, que se alteraron en el cover de Buckley dicen: “Baby, I’ve been here before./ I know this room, I’ve walked this floor./ I used to live alone before I knew you./ I’ve seen your flag on the marble arch,/ but love is not a victory march,/ its cold and its broken Hallelujah!" y aparecen cerca del minuto 3.
Cohen le dio un aire soul a la versión original, pero Buckley, que también se interesó en el soul, como puede sentirse en temas suyos como "Lover. You Should've Come Over", prefirió este tono folk, que lo volvió tan seductor, tan suyo. Casi todas las visitas al "Hallelujah" de Cohen que conocemos parten de esta interpretación de Buckley, quien tuvo la suerte -o la desgracia- de ser un genio, como compositor y como intérprete.

martes, 21 de diciembre de 2010

Buckley recita a Poe



El rockero Jeff Buckley (1966-1997), de vida breve y tempestuosa, grabó esta versión de "Ulalume", el poema de Edgar Allan Poe. En la personalidad de Buckley se unían las virtudes del genio y la melancolía del enfermo. Más que en sus propias piezas ("Mojo Pin", "Grace" o "Last Goodbye", por ejemplo), intensas aún cuando trataran de ser ligeras, esa mezcla se escucha, sobre todo, en sus covers: "Lilac Wine", los tributos a Bob Dylan y Nina Simone en "The Other Woman" y "Just Like a Woman", la versión de "Corpus Christi Carol" de Benjamin Britten y, por supuesto, el "Hallelujah" de Leonard Cohen, que se ha vuelto una suerte de canto de confirmación y peregrinaje para músicos de esta década, como Damien Rice y Rufus Wainwright.
Este último, por cierto, compuso a la memoria de Buckley una extraordinaria canción, titulada "Memphis Skyline". El tema alude a la extraña muerte de Buckley en el Wolf River, cerca de esa ciudad sureña, no muy lejos del santuario de Elvis Presley. La escena de la muerte de Buckley, el joven genio ahogado en el río, comparte la atmósfera gótica del poema de Poe: tumbas perdidas, almas errantes, el lago pantanoso de Áuber, el bosque embrujado de Weir. El gusto de Buckley por el poema de Poe podría denotar la búsqueda de un escenario para su propia muerte.

sábado, 18 de diciembre de 2010

El gran moderno

Crónicas de la impaciencia. El periodismo de Alejo Carpentier, la magnífica investigación que durante años ha realizado Wilfredo Cancio sobre la obra periodística del autor de El siglo de las luces, y que ahora publica la editorial Colibrí, en Madrid, viene a confirmar lo que ya sabíamos: que no hay otro escritor cubano, en los dos últimos siglos, mejor ubicado en el torbellino cultural de la modernidad que Alejo Carpentier. Sabíamos que Carpentier es el gran moderno de la literatura cubana, pero faltaba este libro de Cancio para comprobarlo.
No es raro que la confirmación provenga de un estudio que no se centra en las novelas de Carpentier sino en sus crónicas. La actividad periodística de Carpentier fue constante, entre 1922, cuando con sólo 18 años comienza a publicar en La Discusión, El País y otros diarios habaneros, y 1966, cuando el escritor, que escribía regularmente en el periódico El Mundo, fue nombrado Agregado Cultural de Cuba en París. En esas cuatro décadas de cronista, Carpentier se moverá entre publicaciones habaneras, como Carteles, Social y Diario de la Marina, parisinas como Bifur, Documents o Le Cahier , o caraqueñas como El Nacional, su suplemento Papel Literario, y Trópicos Shell.
El recorrido por las crónicas de Carpentier que propone Cancio describe un repertorio intelectual fundamentalmente vanguardista: Picasso y Cocteau, Satie y Stravinsky, Falla y Villa-Lobos, Man Ray y Eisenstein, Borges y Buñuel. Como en la mejor vanguardia, no había para Carpentier fronteras entre alta cultura y cultura popular: su mirada se movía entre el surrealismo o la música dodecafónica y los shows de Josephine Baker y Rita Montaner, la gran arquitectura parisina y los muelles habaneros, la publicidad newyorkina y las procesiones de la Virgen de la Caridad del Cobre. En aquel Carpentier cronista vemos la democracia cultural de la vanguardia en estado puro.
Con este estudio de Cancio vuelve a comprobarse lo mucho que la literatura de Carpentier debió, ya no al contacto con la vanguardia europea en el París de los 20 y 30, sino a la intelección de la cultura popular cubana y latinoamericana a través del prisma de aquellas vanguardias. En varias crónicas de esos años e, incluso, en una carta a Jorge Mañach de 1930, que reproduce Cancio, en la que Carpentier agradece a su amigo, el autor de Indagación del choteo, el envío del último ejemplar de Avance, se plasma esa idea de la vanguardia como instrumento hermenéutico para pensar la cultura popular:

“Algunas cosas de Cuba, de las que “tiramos a relajo”, porque pasamos cotidianamente sobre ellas calzando los coturnos de la costumbre, han cobrado un relieve formidable ante mis ojos, desde que estoy aquí (en París). El otro día, por ejemplo, he podido descubrir que el simbolismo sexual de la Charada China concuerda punto por punto con el simbolismo sexual-onírico de Freud ¿Freud habrá ido a buscar los fundamentos de su teoría a China? En las cosas más barrioteras de Cuba, hay elementos que se vinculan con los problemas capitales del pensamiento actual, utilizando los atajos más imprevistos”.

viernes, 17 de diciembre de 2010

La novela del rebelde

Desde que Georg Lukács la pensara, durante el periodo estalinista, la novela histórica ha cambiado considerablemente. Para Lukács lo distintivo del género era la creación de una verosimilitud por medio de la ficción, que él veía personificada en autores decimonónicos como Scott, Cooper, Hugo o Dumas. Además de realistas, las novelas históricas debían ser eso, novelas, y alejarse lo suficiente del discurso historiográfico.
La transformación del género, sobre todo en las últimas décadas del siglo XX, tal y como se lee en obras de Michael Ondaatje, Simon Schama o Claudio Magris, por ejemplo, tiene que ver con la mayor permeabilidad con que hoy se entienden la historia y la ficción. En sus estudios sobre “tiempo y narración”, a mediados de los 80, Paul Ricoeur dio cuenta de ese cambio, por el cual se admite más plenamente el papel de la ficción en la historia profesional o académica y, a la vez, se reconoce la construcción de sentidos históricos por parte de la literatura.
A diferencia de la mayoría de las novelas históricas que conoce la literatura cubana, en las que la ficción traza límites muy precisos frente a la reconstrucción del pasado, la reciente Una biblia perdida (La Habana, Letras Cubanas, Premio Alejo Carpentier, 2010), de Ernesto Peña González (Santa Clara, 1976), no oculta la erudición histórica sino que la explota y hasta la exhibe, al punto de concebir un texto que por momentos borra las fronteras entre historiografía y narrativa.
Una biblia perdida cuenta la historia de la temprana conspiración abolicionista que entre 1811 y 1812 encabezó, en Cuba, el negro libre habanero, José Antonio Aponte y Ulabarra, maestro ebanista y ex miliciano del Batallón de Pardos borbónico. La historiografía peninsular y buena parte de la criolla, entre mediados del siglo XIX y principios del XX, presentó a Aponte como un monstruo. Francisco Calcagno, por ejemplo, en su Diccionario biográfico cubano (1878), aseguraba que Aponte había sido “limosnero, sicario y raptor asalariado de desordenados potentados de la época”.
Sabemos muy poco sobre aquella conspiración, que se produjo en año tan decisivo para la historia hispanoamericana como 1812 -esa bruma historiográfica, que coloca a la conspiración entre el mito y la realidad, favorece la narrativa histórica. Cuando Aponte fraguaba su levantamiento de negros libres, inspirado en la Revolución Haitiana, en Cádiz los diputados novohispanos proponían la abolición de la trata esclavista y algunos se pronunciaban abiertamente contra la esclavitud, en sintonía con el cura Hidalgo, quien la suprimió en Guadalajara en 1811.
Fueron precisamente los diputados habaneros quienes con más fuerza se opusieron a los novohispanos, en aquel célebre debate constitucional. De hecho, la primera Constitución Cubana que conocemos, la de Joaquín Infante del mismo año (1812), inspirada en la federal venezolana del año anterior, estaba concebida para que la representación política, en el “Estado de la Isla de Cuba”, fuera capitalizada por “americanos buenos, blancos y capaces”. A diferencia del proyecto de Infante, la conspiración de Aponte era claramente abolicionista, sin embargo, no sabemos cómo se colocaba la misma frente al dilema de la soberanía napoleónica, fernandista o republicana, que entonces dividía a los hispanoamericanos.
La novela de Peña González logra reconstruir aquel movimiento y la represión que contra el mismo desató el entonces Capitán General de la Isla, Marqués de Someruelos –personaje retratado sin maniqueísmo, a través de la memoria del Licenciado José María Nerey, suerte de testigo-narrador. Buena parte del atractivo y la amenidad de la narración proviene del leit motiv elegido: un libro perdido de pinturas, elaborado por Aponte entre 1806 y 1812, que, según la leyenda, narraba la historia gloriosa de la raza negra, desde el Imperio Etíope hasta la Revolución Haitiana.