Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

domingo, 22 de noviembre de 2009

Mercader en la Habana



Leonardo Padura ha demostrado ser uno de los escritores más profesionales de la literatura cubana contemporánea. Su disciplina de trabajo, su destreza narrativa y su privilegiada condición de autor editado dentro y fuera de la isla, le han ganado una fiel comunidad de lectores iberoamericanos en las dos últimas décadas. Pocos escritores cubanos actuales han logrado lo que él: construir un público.
Padura admira a Carpentier y a Piñera, a quienes ha dedicado ensayos, pero su prosa tiene pocas conexiones con el primero o el segundo. En sus libros hay frecuentes alusiones a los grandes maestros de la novela cubana de los dos últimos siglos –Villaverde, Meza, Carrión, Novás Calvo, Montenegro, Labrador…-, pero tampoco es ese el origen de su escritura. Padura proviene directamente del realismo de la narrativa y el periodismo revolucionarios de los años 60 y 70: José Soler Puig, Lisandro Otero, Jesús Díaz. El principal crítico literario de esa corriente estética, Ambrosio Fornet, fue una figura central en la formación estilística de Padura.
La prosa de Padura no es tan moderna como la de Pedro Juan Gutiérrez, Jorge Ángel Pérez o Ena Lucía Portela, ni tan refinada como la de Abilio Estévez, Antonio José Ponte o José Manuel Prieto. Esa prosa posee, sin embargo, una eficacia comunicativa que no habría que relacionar tanto con la estética como con la política. El creador del detective postrevolucionario Mario Conde es un escritor político que ha transformado el género policíaco en Cuba. Con Padura, la novela policíaca deja de ser un panfleto de exaltación de la Seguridad del Estado y el Ministerio del Interior y se convierte en una modalidad de la crónica y la crítica social.
La política de Padura podría resumirse en la suscripción de un socialismo reformista, que todavía reclama para sí buena parte del legado de la Revolución y sus máximos líderes y que, sin proponer un cambio de régimen, defiende la necesidad de una moderada apertura económica y política del sistema cubano. Esa política no sólo ha sido expuesta en declaraciones y artículos del escritor sino que es legible, también, en su serie negra sobre Mario Conde y hasta en sus dos ficciones más ambiciosas: La novela de mi vida (2002) y El hombre que amaba a los perros (2009).
Si en la primera Padura articulaba la narración en tres momentos históricos –la vida José María Heredia en el México de la Primera República Federal (1824-1836), la del hijo del poeta, el masón José de Jesús de Heredia, en La Habana de principios del siglo XX, y el regreso a Cuba del exiliado Fernando Terry en los años 90 del pasado siglo- en esta segunda novela se cuentan, nuevamente, tres historias paralelas: la de los exilios de León Trotski, hasta su asesinato por órdenes de Stalin en Coyoacán, en 1940, la del asesino de Trotski, Ramón Mercader del Río, y la del veterinario y escritor Iván, que intenta reconstruir la historia de aquel crimen y el paradero del asesino en La Habana de la primera década del siglo XXI.
Ambas novelas son profundamente políticas. Los temas de la primera son la lealtad y la traición, el exilio y el regreso que caracterizan a un sistema cerrado, rígidamente codificado desde una moral y una ideología estatales, como el cubano. El tema de la segunda es nuevamente la lealtad y la traición, el exilio y el crimen que rodearon la herejía de Trotski y su fanática persecución y descalificación por parte de la ortodoxia comunista del siglo XX. En su valoración de la experiencia comunista, no sólo del estalinismo, sino de todo el periodo soviético, Padura se aparta abiertamente de la posición oficial del partido y los líderes que han gobernado Cuba en el último medio siglo:

“Con la glasnost, primero, y con la desaparición inevitable de la URSS, después, y la ventilación de muchos detalles de su historia pervertida, sepultada, escamoteada, escrita y vuelta reescribir, se obtenía una imagen coherente y más o menos real de lo que había sido la existencia oscura de un país que había durado, justamente, lo que la vida de un hombre normal: setenta y cuatro años”.

Y agrega:

“Todos aquellos años habían sido vividos en vano desde el instante en que la Utopía fue traicionada y, peor aún, convertida en la estafa de los mejores anhelos de los humanos. El sueño estrictamente teórico y tan atractivo de la igualdad posible se había trocado en la peor pesadilla autoritaria de la historia, cuando se aplicó a la realidad, entendida, con razón (más en este caso), como el único criterio de la verdad. Marx dixit”.

Sin embargo, la crítica de Padura no rebasa ciertos límites. La novela recuenta la historia -ya contada por los historiadores y por José Luis López Linares y Javier Rioyo en el documental Asaltar los cielos- de los itinerarios de Trotski y Mercader hasta el crimen de Coyoacán y luego sigue la pista del asesino, encarcelado en Lecumberri, liberado en 1960 por el gobierno de Adolfo López Mateos, a solicitud de Moscú, repatriado a la URSS y finalmente protegido por el gobierno de Fidel Castro en La Habana de los 70, donde murió. En la perspectiva cubana, desde la que escribe Padura, el final habanero de Mercader era el asunto de mayor interés y, sin embargo, el novelista sólo dedica al mismo un par de páginas (492 y 493) cuando la novela está a punto de concluir.
La interdicción que se autoimpone Padura es tan evidente que por sí misma constituye todo un argumento literario. Un escritor “socialista” puede criticar apasionadamente el crimen de Trotski y cuestionar sin ambages el “autoritarismo” soviético –el término que usa Padura-, pero no puede responsabilizar a Fidel Castro y a su gobierno por haber dado refugio a un homicida estalinista. A pesar de sus límites, es mucho lo que esta novela avanza en la dirección de una historia crítica del totalitarismo comunista del siglo XX. Una historia que, por desgracia, todavía no es pasado en la isla.

sábado, 21 de noviembre de 2009

El socialismo de Tejera



La historia oficial cubana del último medio siglo se relaciona de dos maneras con los actores políticos e intelectuales del pasado: o los estigmatiza, como antecedentes de los opositores actuales, o los canoniza como precursores del gobierno de Fidel y Raúl Castro. Las dos vías son distorsionantes, ya que asimilan los sujetos históricos a rígidas genealogías ideológicas, construidas a partir de las demandas de legitimación del Estado.
En dicha historia, el poeta y político cubano, Diego Vicente Tejera (1848-1903), figura siempre como un precursor del comunismo insular. Los comunistas cubanos anteriores a la Revolución de 1959 así lo asumieron y el Partido Comunista actual, refundado en 1965, coloca al socialista Tejera, junto al republicano José Martí, en el origen de su linaje ideológico. Sin embargo, a diferencia de Carlos Baliño (1848-1926), otro socialista que sí vivió el triunfo de la revolución bolchevique en Rusia e intervino en la creación del primer partido comunista cubano, en 1925, Tejera murió en el segundo año de la República, cuando no había surgido el comunismo insular.
En una antología de los escritos de Tejera, prologada y compilada por su biznieto Eduardo J. Tejera, Diego Vicente Tejera. Patriota, poeta y pensador cubano (Madrid, Compañía de Impresores Reunidos, 1981), se puede leer el tipo de socialismo que defendía Tejera. Como su amigo Martí, Tejera era, ante todo, un republicano que rechazaba con la misma vehemencia las opciones autonomistas y anexionistas de la soberanía cubana. Tras la muerte de Martí, Tejera, radicado en Key West, concibió intelectualmente las bases del primer partido socialista cubano, cuyo manifiesto se dio a conocer a la ciudadanía de la isla, en febrero de 1899, tras la caída del régimen colonial español.
Tejera comenzó leyendo a Marx, pero terminó leyendo a George Sorel, a Louis Blanc, a Henry George y comulgando con un socialismo que él adjetivaba “liberal, democrático y republicano”. Ese socialismo, decía Tejera, se “diferencia del comunismo” porque “admite los estados de holgura, riqueza y opulencia”, porque “salva el arte y el lujo, flores exquisitas de la civilización”, porque rechaza la “preponderancia del Estado” y porque “busca emancipar al obrero sin destruir al ciudadano”. “Si algo grande realizó la Revolución Francesa, escribió, fue la creación, digámoslo así, y la consagración de la individualidad”.
El socialismo “liberal, republicano y democrático” de Tejera se proponía entrelazar las nociones de libertad política, propia del liberalismo, y de “bien común”, propia de la tradición republicana. Pero Tejera, a diferencia de muchos liberales y republicanos de su generación hispanoamericana, no tenía dudas acerca de la conveniencia de la democracia como régimen político. En su conferencia “Los futuros partidos políticos de la República Cubana”, pronunciada el 3 de octubre de 1897 en el teatro San Carlos de Cayo Hueso, sostendrá que el sistema de partidos más conveniente para la nueva república sería uno tripartito que permitiera la competencia electoral entre una corriente liberal, otra conservadora y otra socialista.
Tanto el Partido Socialista, como el Partido Popular, creados por Tejera, tenían como dos premisas fundamentales la “paz” y la “evolución”. En nombre del republicanismo martiano, Tejera defendía la vida parlamentaria y la alianza entre clases: “seguro de la bondad de su causa y confiado en la honradez de principios en que viviremos el Partido Socialista Cubano no empleará más medios que la propaganda, la discusión y la fuerza moral de las inmensas masas que moverá y dirigirá, esto es, la palabra libre, la pluma libre y el voto en el Parlamento. No queremos, no iniciaremos la guerra de clases, convencidos de que la violencia no da triunfos tan complejos y duraderos como los de la razón y el amor”.
No fue por tanto, Tejera, un precursor del comunismo cubano sino uno de los primeros partidarios de la socialdemocracia o del socialismo democrático en la isla. En el obituario que le dedicó Manuel Márquez Sterling, en El Fígaro, el 3 de noviembre de 1903, se resumían las fuentes doctrinales de su pensamiento político: además de Marx, Sorel, Blanc y George, Grave, Hauptmann, Kropotkin y el anarcosindicalismo finisecular. De aquellas teorías de la izquierda del siglo XIX salió Diego Vicente Tejera convertido, según Márquez Sterling, en un “realista soñador”.

viernes, 20 de noviembre de 2009

Poetas a caballo


Comentábamos que Alfonso Reyes identificó a su padre, don Bernardo, con José Martí, y que llamó a ambos “poetas a caballo”. La frase se encuentra en Charlas de la siesta, donde recuerda que en algún momento sugirió al general que abandonara la política y se concentrara en escribir sus memorias. Decía entonces Reyes que siempre “había sentido a su padre poeta, poeta en la sensibilidad y en la acción; poeta en los versos que solía dedicarme, en las comedias que componíamos juntos durante las vacaciones por las Sierras del Norte; poeta en el despego con que siempre lo sacrificaba todo a una idea, poeta en su genial penetración del sentido de la vida; y en su instantánea adivinación de los hombres; poeta en el perfil quijotesco; poeta lanzado a la guerra como otro Martí, por exceso de corazón. Poeta, poeta a caballo”.
En El deslinde, Reyes menciona nuevamente a Martí y encuentra en su descripción del rostro de la actriz Jane Hading –“cara dramática, ojos húmedos, nariz ancha y agitada, boca blanda y fina, vasta y temible cuenca del ojo, pómulos de voluntad…, el rostro todo, una desolación de amor, un pastel de La Tour”- lo que él llama “la palabra única de la literatura”, ese “rayo de unicidad intuitiva que casi produce escalofrío”. En otro texto de Reyes, Sobre la tumba de Graca Aranha, reaparece Martí, quien, a su juicio, “ofreció a la patria el sacrificio del mejor temperamento de escritor nacido en América, y pasa por el cielo de Cuba metamorfoseado en relámpago”. Aquí Reyes, prácticamente, repite los versos que Justo Sierra dedicó a Martí en un soneto publicado en la Revista Azul, el 2 de junio de 1895.
La frase “poeta a caballo” recuerda el título que Jean Lacouture utilizó en su biografía de Michel de Montaigne, Montaigne a cheval (1996), que fuera reeditada, en 1999, por la colección Breviarios del Fondo de Cultura Económica. Pero a Lacouture no le interesaba la dimensión sacrificial del poeta sino el lado mundano del ensayista: el bios tanto como la grafía. Cuando Montaigne descendía del cerro de Montravel en su yegua no era para inmolarse frente a las tropas enemigas: era para perseguir muchachas en las orillas del Lidoire o del Léchou, del lado de Montpeyroux o del molino de Pombazet, sobre todo en Mussidan, donde, según su biógrafo, era "muy esperado" por las doncellas de la comarca.

jueves, 19 de noviembre de 2009

Alfonso Reyes y su padre

El historiador mexicano Javier Garciadiego, presidente de El Colegio de México, ha escrito una breve biografía de Alfonso Reyes, editada este año por la editorial Planeta. Garciadiego se ha dedicado, fundamentalmente, a la historia intelectual y política: es un gran conocedor de la Revolución Mexicana y ha investigado las pugnas intelectuales durante el Porfiriato y los orígenes de la Universidad Nacional Autónoma de México. Su mirada sobre la vida de Alfonso Reyes está más cerca, por tanto, de la biografía política que de la crítica literaria.
Garciadiego le da mucha importancia al origen de Reyes: hijo de Bernardo Reyes, militar liberal y porfirista, gobernador del estado de Nuevo León, Secretario de Guerra por un breve periodo, aspirante a la vicepresidencia con Díaz, rival de José Yves Limantour y el grupo de los “científicos”, candidato a las primeras elecciones presidenciales democráticas de México, en 1911, frente a la popular opción que encabezaba el líder revolucionario, Francisco I. Madero. El final de don Bernardo, derribado por la metralla mientras galopaba contra las tropas de Victoriano Huerta, frente a Palacio Nacional, marcó a Reyes para toda la vida.
El padre de Reyes no era un revolucionario, era un político del antiguo régimen, que se inmoló por la Revolución. El propio Reyes, como intelectual, sería algo parecido: un escritor clásico arrastrado por la vorágine de las vanguardias iberoamericanas. En sus exilios y sus misiones diplomáticas en Madrid y París, en Buenos Aires y Río de Janeiro, Reyes sería, de algún modo, el representante de ambos Méxicos: el porfirista y el revolucionario, el viejo y el nuevo. Cuando regresó definitivamente a su patria, en 1939, ya la Revolución comenzaba a ser asunto del pasado. La erudición y el refinamiento de Reyes tendrían entonces oportunidad de poner a prueba su vocación fundacional, con la creación de la Casa de España y El Colegio de México, y su inagotable voluntad de estilo en poesía y prosa.
Como el propio Reyes diría en la Oración del 9 de febrero, una prosa donde narraba la muerte de don Bernardo, su vida y su obra serían la constante interrogación sobre el sacrificio de su padre. Reyes no olvidaba que el general porfirista había sido quien primero le puso un libro de Rubén Darío en las manos e insistía en considerar a su padre “poeta” y “romántico”. “Poeta a caballo”, lo llamará alguna vez, equiparándolo, por cierto, con José Martí, que también murió inmolado frente al fuego enemigo:




“Tronaron otra vez los cañones. Y resucitado el instinto de la soldadesca, la guardia misma rompió la prisión. ¿Qué haría el romántico? ¿Qué haría, oh, cielos, pase lo que pase y caiga quien caiga (¡y qué mexicano verdadero dejaría de entenderlo!) sino saltar sobre el caballo otra vez y ponerse al frente de la aventura, único sitio del poeta? Aquí morí yo y volví a nacer, y el que quiera saber quién soy que lo pregunte a los hados de febrero. Todo lo que salga de mí, en bien o en mal, será imputable a ese amargo día. Cuando la ametralladora acabó de vaciar su entraña, entre el montón de hombres y de caballos a media plaza y frente a la puerta de Palacio, en una mañana de domingo, el mayor romántico mexicano había muerto”.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

Querencia americana

Bajo este título, Javier Fornieles Ten y Juan Pedro Cañonero han reunido la correspondencia entre Juan Ramón Jiménez y José Lezama Lima, las principales colaboraciones de Jiménez en las revistas creadas por Lezama (Verbum, Espuela de Plata, Nadie Parecía y Orígenes) y los varios ensayos de Lezama sobre Jiménez, incluido el famoso “coloquio”, de 1938, aparecido, inicialmente, en la Revista Cubana, y luego editado por la Secretaría de Educación de la isla. La extraordinaria editorial sevillana Espuela de Plata es la responsable de este volumen imprescindible.
Es interesante seguir la correspondencia entre ambos poetas a través de las múltiples residencias del de Moguer (Miami, Nueva York, Washington, San Juan) y el mismo remitente del poeta habanero: Trocadero 129. En las primeras cartas desde Estados Unidos, del 38 y el 39, Juan Ramón lamenta la pérdida de la luz de la Habana en su exilio newyorkino: “¡qué cambios de color y de luz! Sin duda, lo que diferencia a los hombres es, principalmente, la suma de luz y color”.
Hay una carta curiosa, del 22 de septiembre de 1939, en la que Lezama agradece a Jiménez las gestiones que ha hecho para que el joven poeta habanero pueda trasladarse, con una beca, a estudiar en la Universidad de Gainesville, en la Florida. Lezama imagina Gainesville como un “pueblecito” que podría estar cerca de Miami y, por tanto, cerca de Juan Ramón, “a quien podría ver con frecuencia”.
El contenido fundamental de las cartas versa, sin embargo, sobre las solicitudes de colaboración en sus revistas que Lezama hizo a Jiménez durante casi veinte años. El mayor vacío en la comunicación se produce entre 1950 y 1953, años en los que Jiménez y su esposa, Zenobia Camprubí, se trasladan de Washington a San Juan, Puerto Rico. Cuando Lezama está preparando el número de Orígenes dedicado al centenario de Martí, escribe a Juan Ramón, pidiéndole alguna colaboración. Entonces lo siente “cerca de Cuba” y le pide que “vuelva a la salita del Hotel Vedado y vuelva a descender por el elevador lentísimo”.
Es entonces que Jiménez responde entusiasmado a Lezama, asegurándole que posee “centenares de inéditos” y se reinicia una colaboración que, en menos de un año, provocará, en buena medida, el célebre cisma de Orígenes. Para entonces las tensiones entre Jiménez y algunos poetas de la generación del 27, como Vicente Aleixandre y Jorge Guillén, habían llegado a esa zona de envilecimiento, a la que llegan casi todas las amistades intelectuales cuando son ganadas por la rivalidad y el celo.
Es probable que Jiménez, al constatar la creciente presencia de aquellos poetas en Orígenes, decidiera escoger esta revista como destino de su texto “Crítica paralela”, una miscelánea de aforismos, reflexiones, comentarios, poemas y cartas en los que respondía a críticas de Aleixandre y Guillén y que decidieron la ruptura entre Lezama y Rodríguez Feo. El exquisito Jiménez se volvió entonces despiadado e injusto:



“V.A. es un existencialista de butaca permanente; y que escribe imaginaciones por serie, en álbumes de fantasmas sucesivos. La escritura de V.A., verso o prosa, no es más que una serie de estampas forzadas, sin vida verdadera; un friso decorativo de una biblioteca particular secreta. Nada grandioso, nada grandioso, nada fabuloso, nada sagrado, nada profano, nada divino, nada humano. Calcomanía, manía de calco. Simulo y disimulo, en forma amarga”.

“Poemas y más poemas en un verso libre sin calidad ni individualidad alguna de duración, que, en realidad, parecen como los de Luis Cernuda, traducciones de poemas mejores no comprendidos del todo ¿Qué puede dar esa escritura a los jóvenes? Nada. (Como la de Guillén y Salinas, es vía muerta). Los más jóvenes poetas españoles que tienen voz, un José María Valverde, un José Hierro, un José García Nieto, una Juana García Noroña) no pueden turiferarle”.

martes, 17 de noviembre de 2009

Juan Ramón habla con los árboles en Miami

El Miami hipermoderno, de los vertiginosos expressways y los edificios inteligentes del Downtown, parece ajeno a la lírica concentrada de algunos poetas de la generación del 27. Hubo y hay otro Miami, sin embargo, el de los canales y los árboles, el del mar y el río, las calles de “solisombra” y las esquinas resplandecientes, que fue inmortalizado por Juan Ramón Jiménez en los poemas que escribió durante su estancia en esa ciudad entre 1939 y 1942.
La editorial Artes de México y el Centro Cultural Español de Miami han reeditado el cuaderno Romances de Coral Gables (1948), de Juan Ramón Jiménez, que fuera publicado por vez primera en México, por la editorial Stylo, en una colección significativamente titulada “Nueva floresta”. Como bien señala Alfonso Alegre Heitzmann, en el prólogo, la obra de Jiménez, entre su salida de España, en 1936, y su muerte en Puerto Rico, en 1958, gira obsesivamente en torno a la condición del exilio.
Jiménez identificaba el sentido de sus exilios con el lugar de los mismos -La Habana, San Juan, Miami, Nueva York-, como si cada una de estas ciudades fuera una estación distinta del mismo itinerario. Con la estética del pintor, Jiménez abrió su poesía al paisaje de Miami: “las costas oscuras de honda presencia”, las palmas y los pinos, el “oro del sol”, la “Anadena de Bocaratón”, la “calle de solisombra”, que perfectamente podría ser la arbolada Coral Way: “cuando la calle termina/ en las dos esquinas otras,/ sigue una calle de luz,/ dos paredones de sombra”.
Juan Ramón establece una contraposición entre el “errante” y el “residente”, dos tipos de hombres, que él hermana en la relación con los árboles. El residente, dice, “tiene raíz adentro”, pero desde su lugar en la tierra “también se va a la eternidad sin patria”. El errante, lo mismo que el residente, tiene la facultad de conversar con los árboles, pero su falta de raíz lo lleva inevitablemente al viaje, al abandono, a la traición:


Ayer tarde,
volvía yo con las nubes
que entraban bajos rosales
(grande ternura redonda)
entre los troncos constantes.

La soledad era eterna
y el silencio inacabable.
Me detuve como un árbol
y oí hablar a los árboles.

Los árboles se olvidaron
de mi forma de hombre errante,
y, con mi forma olvidada,
oí hablar a los árboles.

Cuando yo ya me salía,
vi a los árboles mirarme.
Se daban cuenta de todo
y me apenaba dejarles.

Y yo los oía hablar,
entre el nublado de nácares,
con blando rumor, de mí.
Y ¿cómo desengañarles?

¿Cómo decirles que no,
que yo era sólo el paseante,
que no me hablaran a mí?
No quería traicionarles.

jueves, 12 de noviembre de 2009

El hombre vigilado



Vesko Branev, escritor y cineasta búlgaro exiliado en Canadá, ha repetido la hazaña de Timothy Garton Ash: consultar el expediente que sobre él redactó la policía política de Bulgaria entre 1958 y 1974. Branev intentó fugarse a la Alemania occidental antes de la construcción del Muro de Berlín, pero fue capturado e interrogado por la naciente Stasi. Tras su deportación a Sofía, el joven cineasta y escritor llevó la vida de la mayoría de los intelectuales bajo un régimen totalitario.
Como en La vida de los otros, el film de Florian Henckel-Donnersmarck, Branev fue vigilado por el servicio secreto, delatado por su cuñado y traicionado por sus amigos. Él mismo mantuvo una permanente interlocución con la burocracia cultural e ideológica de Bulgaria y un ineludible contacto con agentes de la Seguridad del Estado, en el que, según su propio testimonio, actuó con cobardía. Su casa era registrada con frecuencia y varios oficiales de contrainteligencia lo “atendieron” durante quince años.
Ahora Branev ha releído su expediente y ha puesto en orden sus recuerdos, en El hombre vigilado, editado por Galaxia Gutenberg/ Círculo de Lectores, que aparece con prólogo de su compatriota, el filósofo búlgaro Tzvetan Todorov. Muchos intelectuales bajo el comunismo, sugiere Todorov, no son disidentes ni oficialistas, víctimas o verdugos. Entre una y otra condición se asienta un buen número de escritores y artistas que intenta subsistir por medio de la negociación.
¿Son cómplices? ¿son responsables?, preguntan Branev y Todorov. Tal vez, pero también sufren la vigilancia y el castigo del poder. No hay autocompasión en estos escritores búlgaros, pero sí una mirada menos maniquea sobre la vida intelectual bajo un orden totalitario. No hay aquí masificación de la culpa ni victimización del cómplice: los roles que se juegan en la rutina del terror están claros. Pero ambos, Branev y Todorov, saben que la mayoría de los escritores y policías, en el totalitarismo, no son Mandelshtam y Beria.