Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

sábado, 9 de enero de 2016

Poetas desaparecidas

Comentábamos, alguna vez, sobre la desaparición de algunos escritores, algunas poetas específicamente, de las antologías canónicas del siglo XX cubano. Habría que decir, sin embargo, que hay casos más graves. Por ejemplo, el de poetas que no aparecieron en ninguna de esas dos antologías, la de Juan Ramón Jiménez y la de Cintio Vitier, y que fueron borradas de las historias literarias y los diccionarios de autores desde mucho antes de la Revolución Cubana.
Es el caso de la poeta Isa Caraballo, de quien sabemos muy poco.
Caraballo ganó alguna notoriedad entre los años 30 y 50, como periodista y escritora política, cercana a la inexplorada corriente comunista-batistiana y a las fuertes conexiones del propio Batista con el México de Lázaro Cárdenas en adelante. En su libro, El exilio republicano español en Cuba (Madrid, Siglo XXI, 2009), el investigador Jorge Domingo Cuadriello la menciona como una de las escritoras cubanas que dio la bienvenida a las mujeres antifranquistas en Cuba a principios de los 40. Otros autores y autoras la mencionan como concejal de Bolondrón o como delegada a la Asamblea Constituyente de 1940, pero esto último es un error, ya que en aquella célebre convención intervinieron sólo tres mujeres: María Esther Villoch, Esperanza Sánchez Mastrapa y Alicia Hernández de la Barca.
Una antología de sus composiciones a partir de 1934 había aparecido en La Habana, en ediciones Alfa, con el título de Vendimia de huracanes (1939). Luego, en 1942, apareció otro cuaderno, Celebración de los sentidos, también en La Habana, aunque ya con muchas alusiones a México, especialmente a Oaxaca, la frontera norte, los volcanes y el valle de Anáhuac. Los dos libros que la consolidarían en México, por un tiempo, fueron México. Preludio poético, publicado en el D.F. por Ediciones Iberoamericana, la misma editorial que daría a conocer ese mismo año su biografía Batista. Una vida sin tregua (1945), visión sumamente positiva del papel de Batista en la Revolución de 1933 y su trayectoria política hasta el fin de su primer mandato en 1944.
El reconocimiento de Isa Caraballo como "poeta cubana" en México continuó hasta los años 50, por lo menos, a pesar de los vaivenes de la política cubana. En 1952, por ejemplo, la importante revista Poesía de América, dirigida por el poeta yucateco Honorato Ignacio Magaloni, y editada y distribuida por la prestigiosa publicación Cuadernos americanos, que dirigía Jesús Silva Herzog, incluyó su poema homoerótico "Loa al luminoso vientre", dedicado a su amiga, la socialista rusa-argentina Ethel Kurlat. Poesía de América era una revista que publicaba poetas por países de América Latina, más una sección de "España en el destierro". En el apartado de Cuba, a diferencia del de Argentina, México, Perú o "España en el destierro", donde eran publicados tres y hasta cuatro poetas, sólo aparecía uno por número. En diversos números de los 50 aparecieron Nicolás Guillén, Aldo Menéndez y Cintio Vitier. En el de la primavera del 52, apareció el largo poema de Isa Caraballo, del que reproduzco sólo algunos versos:

En deleitosa calidad de miembros
los signos acumula de la rosa completa
y pregona su sombra lo más fuerte y dispuesto
a la ternura cósmica con que se lleva en brazos
para la infancia calidad de reino...

Aquí en la rada más secreta y honda
aquí en la viva cuna los años de silencio
dialogan acatando la voluntad más dulce
que un poco de infinito pone a andar en el cuerpo...

Arco en que se asegura la eternidad del mundo,
país de los cantares de lenguaje diverso:
por él late mi sangre, mis hormonas, mi médula,
porque él asume el recto
sentido del gimnástico alegato
en que se embargan vidas aún no comenzadas...

No mucho más sabemos de Isa Caraballo, borrada de antologías, diccionarios e historias de la literatura cubana, en la isla o en el exilio. Se dice que fue senadora, pero no la encuentro en los libros de Mario Riera Hernández. Lo que sí sabemos es que nada menos que Gabriela Mistral la admiró mucho y que luego de leer Vendimia de huracanes (1939) escribió a su amiga Chela Reyes comentándole que, en la aparición de poetas como Dulce María Loynaz e Isa Caraballo en Cuba y de María Luisa Bombal y la propia Reyes en Chile, observaba "un signo impresionante e indudable de la creación despierta y valiente de la mujer americana que ya no tiene miedo y que tampoco tiene ignorancia de técnicas, porque ya posee el idioma en abundancia".



lunes, 4 de enero de 2016

Exilio y traducción

Los poetas cubanos Vicente Echerri (Trinidad, 1948) y Manuel Santayana (Camagüey, 1953), exiliados en Estados Unidos, son sólo dos de los penúltimos, siempre penúltimos, escritores de la isla que proponen una idea de la poesía en lengua inglesa a través de un puñado de traducciones. Antes que ellos lo hicieron José María Heredia, que tradujo a Lord Byron, o José Martí, que transcribió a Whitman y a Emerson, o Eliseo Diego, que tradujo a Marwell, Browning, Kipling, La Mare, Yeats y Hughes, puros ingleses y algún que otro irlandés, o Eugenio Florit, que concibió una de las primeras antologías orgánicas de la poesía norteamericana en castellano, un poco posterior a la de Salvador Novo y anterior a la de Agustí Bartra, pero con inocultables coincidencias, o Heberto Padilla, que tradujo a William Blake y a los románticos británicos.
En Pronunciamientos. Poemas en lengua inglesa (siglos XIX y XX) (México D.F., Vaso Roto, 2015), Echerri y Santayana, a diferencia de Florit o Diego, decidieron integrar a norteamericanos y británicos en algo que no llaman poesía inglesa o poesía en inglés sino, literalmente, "poemas en lengua inglesa". Es inevitable, sin embargo, intentar leer una idea de la poesía en inglés, de los dos últimos siglos, en estos cuarenta poetas reunidos entre Lord Tennyson, nacido en 1809, y Mark Strand, fallecido en 2014. Una idea un tanto escurridiza o ecléctica, en la que no sólo se borran las fronteras entre lo inglés y lo americano -son varios los poetas que vivieron entre ambos espacios: Pound, Eliot, Thomas, Levertov, Auden, Gunn...-  sino que se eligen autores de acuerdo con un criterio estrictamente subordinado a la textura y la sonoridad del gusto de cada antologador.
Santayana se inclinó por los poemas breves, aforísticos, descriptivos o melancólicos de Emily Dickinson, Christina G. Rossetti, Roy Campbell, May Sarton, Charles Tomlinson, Walter La Mare y W. B. Yeats. Echerri prefirió la lírica de largo aliento, dramática, hímnica, cívica o religiosa de Tennyson, Whitman, Levertov, Kunitz, Eliot, Sitwell, Walker o Bishop. Aunque rige en esta selección la soberanía del gusto, me atrevería a decir que ambos traductores privilegiaron el oído: "si el texto que debe traducir es un poema, dice Echerri, el traductor ha de tener en cuenta la estructura estrófica y métrica del original, así como la rima si la hubiera... y, sobre todo, el ritmo del poema, su música interna, sin la cual mal se puede explicar la partición versal".
Esa soberanía del gusto produce algunos desafíos al canon y a la tradición de antologías y traducciones de la poesía inglesa en Hispanoamérica, que tienen que ver con los poetas y poemas que se incluyen o se excluyen. Ninguno de los antologadores lo explica, pero se entiende que si arrancan con Tennyson y Whitman, no tenga mucho sentido la inclusión de Bryant, Poe o Longfellow. Más difícil de entender es la ausencia de Carl Sandburg, Wallace Stevens, E. E. Cummings o Robert Lowell, tan importantes para la mayoría de los traductores de poesía norteamericana al español. Un acierto evidente, en cambio, es llamar la atención sobre la poesía de escritores que trascendieron, sobre todo, por su obra narrativa, como Thomas Hardy, James Joyce, D. H. Lawrence o Robert Graves.
No puedo concluir esta nota sin dejar de señalar que tanto las inclusiones como las exclusiones provienen de la libertad con que estos poetas -"lealtad" y "fidelidad a una visión personal" de la poesía en lengua inglesa, le llama Manuel Santayana- cumplen su labor de traductores. Una libertad que, probablemente, tenga su raíz en la experiencia del exilio que ambos han vivido en Estados Unidos. Traducción y exilio están siempre encadenados en ese relato de viajes que es la historia cultural atlántica. Traducir y exiliarse son dos formas de desplazamiento: de una nación a la otra, de una lengua a la otra. Dos formas, también, de pronunciar la otra lengua y de pronunciarse, el traductor, ante su origen y ante su destino. No por gusto este libro se titula Pronunciamientos.


jueves, 31 de diciembre de 2015

Cuando Reyes traducía a Lenin


En su Diario de 1952 Alfonso Reyes se mofaba de algunos personajes del mundillo literario y político de la primera mitad del siglo XX, como Diego Rivera, que parecían haber tenido trato familiar con todos los poderosos de la tierra: con Lenin y Stalin, con Hitler y Mussolini, con Roosevelt y Churchill.
            Algo similar podría decirse del propio Reyes como lector. ¿A quién no leyó Reyes? ¿A quién no trató? ¿A quién no tradujo, entendiendo por traducción también la crítica, la glosa o el comentario al margen del texto? Sabemos que en sus años de exilio en España, Reyes se ganó la vida como traductor. Desde entonces desarrolló el hábito o el vicio de leer opíparamente y de anotar en sus diarios y cuadernos de apuntes impresiones de lectura.
            Son conocidas las traducciones que hizo, entre 1917 y 1922, de Ortodoxia, Pequeña historia de Inglaterra, El candor del padre Brown y El hombre que fue jueves de G. K. Chesterton para la editorial Calleja. Pero también tradujo Reyes para Espasa Calpe la Olalla de Robert Louis Stevenson y el Viaje sentimental por Francia e Italia de Laurence Sterne, no del inglés, como muchos creen, sino del francés.
            Aunque siempre tradujo más del inglés que del francés, en 1922 ya Reyes era un traductor hábil del francés, como lo demuestra el ambicioso proyecto de versión en castellano de Stéphane Mallarmé. Buena parte de la literatura rusa que leyó Reyes en su juventud estaba en francés, lo que le permitió colaborar con Nicolás Tasin en la traducción de La sala número seis, el extraordinario relato de Antón Chéjov, también para Espasa Calpe en Madrid.
            Fue en aquellos años cuando Reyes, en compañía del dominicano Pedro Henríquez Ureña y el mexicano Carlos Pereyra, intervino en la primera traducción al español de El Estado y la Revolución (1917) de Vladimir Ilich Lenin, texto que sintetizaba las diferencias de los comunistas con los anarquistas y los socialdemócratas durante la Primera Guerra Mundial y la Segunda Internacional.  
Ninguno de los tres traductores era entonces partidario fervoroso de la Revolución Mexicana, aunque Henríquez Ureña, como José Vasconcelos, había mostrado simpatías por el maderismo. Los tres, en cambio, siguieron con muchísimo interés el proceso de la Revolución bolchevique en Rusia. Henríquez Ureña, casado con una hermana del comunista Vicente Lombardo Toledano, fue un gran conocedor de la música y la literatura rusas. Pereyra era admirador de Marx, pero crítico de Madero, Zapata, Villa, Carranza y Obregón.
        Reyes, hijo de un mártir de la contrarrevolución mexicana, no tenía por qué interesarse en Lenin y, sin embargo, las alusiones al líder bolchevique son bastante frecuentes en su obra. De hecho, en el prólogo a su traducción de la Pequeña historia de Inglaterra (1922), Reyes relacionaba el pensamiento reaccionario y antimoderno de Chesterton con la ideología leninista. Ambos, Chesterton y Lenin, estaban contra el Estado moderno. Lenin, según Reyes, personificaba el “motor a toda marcha” y la “actividad de trato”. Un equivalente de Chesterton -y del propio Reyes- en las letras.
           
           


            

miércoles, 23 de diciembre de 2015

Alejandro González Méndez y la Re-construcción de la Cuba soviética

No hace mucho comentábamos en Diario de Cuba el ascenso de una literatura académica, sobre todo en Estados Unidos, que da cuenta de la fuerte conexión que vivieron la sociedad, la cultura y el Estado cubanos con la Unión Soviética y el socialismo real de Europa del Este entre los años 60 y 90. El tema sigue siendo trabajado por estudiosos como María Antonia Cabrera Arús, que se interesa en la cultura material de la isla en aquellas décadas, o Elvis Fuentes, que analiza el proceso de sovietización y desovietización de las artes plásticas cubanas, entre los años 70 y 80.
El artista cubano Alejandro González Méndez (La Habana, 1974) ha producido dos series de piezas, "Re-construcción" y "Quinquenio Gris", mostradas a fines de este año por la galería Art Forum Contemporary de la ciudad de Bologna, Italia, que documentan la misma gravitación de la memoria. Le interesan a González Méndez las prensas obsoletas del periódico Granma, las reuniones mecánicas y soporíferas de los núcleos del Partido Comunista de Cuba, que escenifica con despiadada precisión, las grises oficinas de los burócratas de la ideología y la cultura, los aparatosos chaikas soviéticos que utilizaba Fidel Castro, el monumento a Ubre Blanca o la abandonada central nuclear de Juraguá en Cienfuegos.
Si en la primera serie, "Re-construcción", la marca de lo soviético en Cuba se expone como en pasado presente, ya sea como ruina intervenida o como espacio refuncionalizable por el mismo poder político, en la segunda, "Quinquenio Gris", se intenta congelar el ceremonial soviético trasplantado a la isla en eventos específicos de un tiempo flotante. González Méndez escenifica algunos de esos rituales -el Primer Congreso de Educación y Cultura de 1971, la gala del Ballet Nacional de Cuba de Alicia Alonso, con el segundo acto del Lago de los Cisnes en la apertura del Parque Lenin en 1972, la cumbre del CAME en Tarará en 1973, la fundación de la Escuela Lenin por Leonid Brezhnev en 1974, el Primer Congreso del Partido Comunista de Cuba en 1975- con soldaditos de plomo perfectamente colocados dentro de una maqueta.
En el texto del catálogo de Art Forum Contemporary, Carmen Lorenzetti cita a Carlo Ginzburg y a Georges Didi-Huberman, a propósito de la manera en que este artista trabaja con los monumentos sociales de la historia como huellas o rastros deteriorados, a punto de ser borrados, pero todavía vivos. Siguiendo al Reinhart Koselleck de los ensayos sobre el culto a la muerte y la memoria nacional en la Alemania posterior a la caída del Muro de Berlín, diríamos que la poética de González Méndez se fija en un tipo de monumento que, en su anacronismo, afirma una vigencia no sólo simbólica sino real. La monumentalización oficial del pasado soviético en la isla se acerca cada vez más a un culto secreto, que élites y masas socializan de distinta manera, pero que, en el fondo, busca la misma vivificación de lo muerto.

viernes, 18 de diciembre de 2015

GFF, lector seguro

En su novela Marienband eléctrico (2015), Enrique Vila-Matas retrata un escritor seguro, tipo Alain Robbe-Grillet -o Samuel Beckett o Robert Walser o W. G. Sebald o Roberto Bolaño o él mismo-, que ha archivado finalmente la tentación del silencio de Rimbaud y que no teme recurrir a paraísos artificiales para dar vida a su literatura. Un escritor que no sólo es ya una máquina insaciable de lecturas sino un visitador de otras artes, el cine de Werner Herzog o la fotografía de Dominique González-Foerster, con quien dialoga empecinadamente.
Podría decirse que ese escritor seguro que retrata Vila-Matas debe ser portador de un ente lector, también seguro. La seguridad en la lectura que lo define es una mezcla precisa de dispersión y foco, de curiosidad y fijación. En el libro de ensayos del narrador cubano Gerardo Fernández Fe, Notas al total (Bokeh, 2015), se escenifica un tipo de lectura muy parecida a la que Vila-Matas convierte en estancias de la ficción en sus novelas. Una lectura atenta a lo fragmentario y a la retacería de diarios y cuadernos de apuntes, pero con algunas gravitaciones rutinarias.
Algunos nombres se repiten en Vila-Matas y Fernández Fe: Benjamin, Barthes, Walser, Pitol... Y ambos, como Robbe-Grillet, insisten en leer a Barthes como novelista. Dice Vila-Matas que lo que más admira de Por qué me gusta Barthes de Robbe-Grillet es que "cuenta la historia de dos escritores que trabaron relaciones de novelista a novelista, hasta definir un cierto tipo de relación amorosa, de contacto afectuoso". La admiración, y no el halago, como sustancia moral del arte literario y de la propia crítica.
Sean chapoteos en la orilla o natación en aguas profundas, las piezas de Notas al total son siempre muestras de admiración. A Paul Morand por su Nueva York, a Philip Roth por La orgía de Praga, a Walter Benjamin por su Diario de Moscú, a José Manuel Prieto por Livadia o a José Kozer y Sergio Pitol por todas sus obras. Chapoteo y natación para sorprender la rutina del lector o para adentrarse en ella, como en el espléndido "Moleskine Pitol", un diario de lectura del escritor mexicano que en cuatro años va desdoblándose hasta conformar la memoria de un lector pertinaz, obsesivo o, más bien, abusivo.
Hay en el texto sobre Pitol el atisbo de un horizonte, que no se advierte en la obra afrancesada de Vila-Matas, y es el interés por Europa del Este. Fernández Fe lee a los escritores Bulgakov y Kundera, pero también al político Dubcek y al fotógrafo Saudek. Como en otros escritores cubanos de la misma generación, Europa del Este es una marca de referencia para la lectura de Fernández Fe. Un archivo que ha sido domesticado al punto de perder toda connotación exótica y disponerse como rumor casi provincial, que habla desde una esquina del total.

martes, 8 de diciembre de 2015

El no y el sí de los escritores a la historia

Las relaciones entre ensayistas e historiadores han sido siempre turbulentas. La historiografía académica, inscrita en el campo de las ciencias sociales, sobre todo aquella que se ha mantenido reacia al giro narrativo propuesto a fines del siglo XX por Lawrence Stone, Hayden White, Frank Ankersmit y otros teóricos de la historia, desprecia el ensayo. Por su parte, los escritores o críticos ensayistas, especialmente los que practican formas artísticas de la escritura, como la novela o la poesía, rechazan mayoritariamente las ciencias sociales y, dentro de éstas, a la historia. Son, por lo general, más hospitalarios con la filosofía que con la historia.
          El caso de Paul Valéry, cuestionado por Sigfried Kracauer, sería uno de los más emblemáticos. Comenta Kracauer en Historia. Las últimas cosas antes de las últimas (1995), que Valéry rechazaba la historia tanto como admiraba las ciencias naturales. Lo que molestaba a Valéry, como luego a José Lezama Lima, era la rígida causalidad que los historiadores aplicaban a la interpretación de los sucesos del pasado. Según el poeta francés, era esa lógica hereditaria o genética, disfrazada de causalidad, en la que cada acontecimiento es hijo de otro o muchos otros acontecimientos, la que la hacía difícilmente asimilable desde la literatura. Prefería Valéry leer historias especializadas –de la arquitectura, la geometría, la navegación, la danza o la táctica-, antes que esas historias generales que intentan poner “a todos los huérfanos al cuidado de sus padres”.
            Kracauer, naturalmente, defendía la disciplina echando mano de la crítica de Hans Blumenberg a la idea del progreso como escatología. La multiplicidad de causas y orígenes de los eventos históricos no podía ocultarse porque de ella dependía la intervención del azar o de lo incondicionado que tanto interesaba a los poetas. Lo que observaba Kracauer era que en la crítica de la causalidad múltiple de Valéry o en su defensa de lo contrafactual subyacía una protesta contra el hecho de que la historia moderna no fuera plenamente escatológica y unilateral, basada en la relación binaria entre una causa y un efecto. Dicho de otra manera, Valéry, en nombre de la poesía o la literatura, demandaba a la historia la racionalidad positivista de las ciencias naturales y exactas.
            Algo parecido objeta Carlo Ginzburg al teórico y crítico literario Erich Auerbach, quien en su influyente obra Mímesis (1942) cuestionaba un pasaje de la novela Rojo y negro de Stendhal porque se hablaba del aburrimiento de los salones y tertulias parisinos sin contextualizar que aquel tedio era producto la crisis de la sociedad francesa antes de la Revolución de Julio de 1830. El historiador Ginzburg enmienda al crítico literario Auerbach, quien, a su vez, reitera la demanda de contextualización, típica del historiografía positivista profesional, con el argumento de que Stendhal estaba en lo cierto. Los salones y tertulias parisinos eran tediosos en los siglos XVII o XVIII, antes o después de la Monarquía de Julio de Luis Felipe de Orleans.
            Reproches similares a la historia y los historiadores se leen en muchos escritores latinoamericanos. Sin embargo, en algunos de los mayores prosistas del continente, como Jorge Luis Borges o José Lezama Lima, el ensayo es inconcebible sin el diálogo con la historia y los historiadores. Daniel Balderston lo ha estudiado para el caso de Borges y Sergio Ugalde Quintana para el caso de Lezama. La lectura que el primero hizo de Carlyle y Macauley fue fundamental para su apropiación de toda la tradición intelectual inglesa. Algunos de los mejores momentos de la ensayística de Lezama, especialmente en La expresión americana, tienen como trasfondo la familiaridad y el debate que el cubano estableció con la obra de historiadores de las civilizaciones y morfólogos de las culturas como Oswald Spengler y Arnold Toynbee.
            Otro caso ejemplar de diálogo entre ensayo e historia en Hispanoamérica sería Alfonso Reyes. Más que en Borges o en Lezama, la historia ocupa un lugar central no sólo en la ensayística de Reyes sino en su propia práctica de la teoría y la crítica literarias. La historia y los historiadores están presentes en los mayores escritos de Reyes sobre América y México,  Visión de Anáhuac (1915), México en una nuez (1930) o Pasado inmediato (1930), por ejemplo, pero también en sus estudios helénicos y sobre literatura, retórica, crítica y filosofía antiguas, en sus ensayos sobre la Nueva España e, incluso, en El deslinde. Apuntes para la teoría literaria (1963), su más ambicioso ejercicio de teorización estética.
             Reyes se interesó en los grandes historiadores antiguos, Heródoto, Tucídides y Jenofonte, sobre todo, y en los pequeños, los jonios presocráticos (Cadmo y Hecateo de Mileto, Helánico de Lesbos...), usados y borrados por los primeros, pero también en los olvidados alejandrinos: Éforo, Teopompo, Timeo... En estos observó un antecedente antiguo de la que llamaba "escuela epidíctica moderna", que llega a nuestros días, y que, "subordinando el criterio histórico al estético", retrata muy bien ese "no" de algunos escritores a la historia. Bajo el pretexto del esteticismo epidíctico, esto es, la idea de que lo que único cuenta es la buena escritura, da lo mismo si Pompeyo ganó la batalla de Farsalia o Napoleón la de Waterloo. Sobre esa epidíctica antigua o moderna, concluye Reyes:

           "No, el verdadero pecado de la escuela epidíctica está en que sus manidos recursos retóricos no alcanzan el deseado éxito artístico, sino simplemente fatigan y son orillados, a fuerza de sermones, a convertir la historia en una filantrópica distribución de premios y castigos, olvidando todas las complejidades patéticas de la conducta, el valor de los actos en su choque con las circunstancias adversas, el aprovechamiento inteligente de las circunstancias propicias, o hasta el gracioso y bien inspirado abandono a la casualidades felices".