Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

sábado, 14 de julio de 2018

Amor a La Habana


Se acerca el V Centenario de la fundación de la villa de San Cristóbal de La Habana, más conocida, familiarmente, como La Habana. El gobierno cubano y sus principales publicaciones reconocen como fecha oficial de la fundación de la ciudad, por el conquistador Diego Velázquez, el 16 de noviembre de 1519. Sin embargo, algunos medios como Ecured, la Wikipedia ideológica de la isla, aseguran que la ciudad fue creada el 25 de julio de 1515.
      Según los editores de Ecured, la ciudad se fundó ese día, no por alguna coincidencia con el asalto al cuartel Moncada, protagonizado por Fidel Castro y sus seguidores varios siglos después, en 1953, sino porque el 25 de julio es el día de San Cristóbal, patrono de los viajeros y los marinos. Sin embargo, de acuerdo con la mayoría de las publicaciones litúrgicas, el día de San Cristóbal se celebra el 10 de julio de cada año en los países católicos.
          La historia de La Habana, durante sus primeros cuatro siglos, estuvo decidida por el protagonismo del puerto y la belleza natural de la bahía. Alejandro de Humboldt anotaba en su Ensayo político sobre la isla de Cuba (1826): “la vista de La Habana, a la entrada del puerto, es una de las más alegres y pintorescas de que puede gozarse en el litoral de la América equinoccial”. Se refería Humboldt a una alegría estrictamente física, propia de la “majestad de las formas vegetales y el vigor orgánico de la zona tórrida”.
          Un siglo después, apuntaba Fernando Ortiz: “La Habana, capital marina de las Américas, y Sevilla, que lo fue de los pueblos de Iberia, cambiaron año tras año por tres siglos sus naves, sus gentes, sus riquezas y sus costumbres, y con ellas sus pícaros y sus picardías y todos los placeres de sus almas regocijadas”. Ya aquí la alegría habanera era humana, antropológica, pero igualmente subordinada a la función portuaria de la bahía.
          En casi todos los mapas de La Habana, hasta mediados del siglo XIX, el personaje central es la enorme bahía de tres ensenadas. Al oeste de la entrada, del lado del castillo de La Punta, un pequeño perímetro entre la muralla y el puerto, constituía, propiamente, la parte habitada de la ciudad. Es a fines del siglo cuando mapas como el de Francisco de Alvear y Lara en 1874 o de Facundo Cañada López de 1890, ubican el centro de la ciudad en tierra firme e incluyen los nuevos barrios extramuros.
          Entonces los narradores y poetas de la isla comienzan a declarar su amor a la ciudad: no a la villa o al puerto, sino a lo que entendemos por La Habana moderna. Pero a diferencia de los historiadores o los cartógrafos, los escritores prefirieron fijar la mirada en algunos rincones antes que en el conjunto de la ciudad. Cirilo Villaverde narró el Paseo del Prado, con sus “caleseros expertos” y sus “tímidas señoritas”. Plácido celebró la Fuente de la India, con su alegoría de la “noble Habana”, de “color de nieve” y “estructura fina”, “dominando una fuente cristalina/ sentada en trono de alabastro breve”.
          Lydia Cabrera y Dulce María Loynaz cantaron al Almendares, “río de nombre musical”, que fue la segunda frontera de la ciudad, después de la Muralla y antes de la construcción de Miramar. José Lezama Lima elogió las calles Obispo y O’Relly, que “son una sola en dos tiempos: una para ir a la bahía y otra para volver a internarse en la ciudad”. En vez de aquellas “callejas minoanas” de la Habana Vieja, Eliseo Diego prefirió la calzada “más bien enorme” de Jesús del Monte. Fina García Marruz retrató el “donaire de la Giraldilla”, en la torre del Castillo de la Fuerza, y Gastón Baquero divisó las luces del Malecón desde el ojo de un pez, que, antes de morir, dice adiós a la ciudad.
          Incluso Alejo Carpentier, que tuvo una idea muy completa de La Habana, recurría al detalle cuando decía que "La Habana es el único puerto que ofrece una tan exacta sensación de que el barco, al llegar, penetra dentro de la ciudad". Esa imagen inicial de castillos, fosos y atalayas, que deslumbra al viajero, escondía la perfección urbanística de los barrios cuadriculados que ascendían, a través de calzadas serpenteantes, desde la bahía y el mar, hasta las colinas de San Miguel del Padrón, el Príncipe o Santos Suárez. Más a gusto en su microcosmos, Guillermo Cabrera Infante hizo de algunas cuadras de La Rampa el corazón de la ciudad.
         Pero aquellas miradas tan enfocadas, como la del poeta Emilio Ballagas, otra vez, a la Fuente de la India, o la de Fina García Marruz a las gotas de agua que caen de los balcones de la Habana Vieja, trasmitían un amor implícito a la ciudad entera. La Habana moderna, construida apenas en medio siglo, exactamente entre la primera intervención norteamericana de 1898 y 1955, cuando Josep Lluís Sert, Paul Lester Wiener, Paul Schultz y Mario Romañach elaboran el gran Plan Director de la ciudad, era el verdadero objeto del deseo. Detrás de las miradas absortas en un detalle avanzaba el amor y la fidelidad al trazado perfecto de la urbe.

sábado, 7 de julio de 2018

América Latina en el siglo de la Revolución


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Josep Fontana, referente de la historiografía marxista en España, ha escrito una historia mundial de la Revolución, que merece una lectura latinoamericana. Fontana titula su libro, a la manera de Eric Hobsbawm, El siglo de la Revolución (Crítica, 2017), pero a diferencia del marxista británico, su era revolucionaria no es entre 1789 y 1848 sino entre 1914 y nuestros días. En la segunda década del siglo XXI, no hemos rebasado, según Fontana, la época de la Revolución mundial que arrancó en Rusia, en octubre de 1917.
       Como marxista europeo, Fontana piensa que el sentido esencial de ese largo ciclo revolucionario está determinado por el avance del movimiento socialista contra el capitalismo. Su idea de la Revolución es estrictamente marxista, aunque crítica de la experiencia de los regímenes burocráticos de la Unión Soviética y Europa del Este. En contra de buena parte del pensamiento de derecha o izquierda, posterior a la caída del Muro de Berlín, no cree Fontana que vivamos en un periodo propiamente post-revolucionario, desde el punto de vista de la lucha de clases.
       La crisis capitalista de 2008, a su juicio, demostró la vigencia del conflicto de clases, como eje rector del avance de la lógica revolucionaria en el mundo. Otra vez, en contra de Hobsbawm, no acepta la versión corta del siglo XX como “edad de los extremos”. El saldo de la pasada centuria sigue “abierto” porque la lucha entre el socialismo y el capitalismo no ha concluido, en buena medida por el crecimiento constante de la desigualdad. El marxismo de Fontana es lo suficientemente heterodoxo como para suscribir una visión elogiosa y triunfalista de China y sus posibilidades de crear, en alianza con Rusia, una alternativa “euroasiática” al capitalismo occidental.
       Pero esa heterodoxia y esa flexibilidad doctrinal se abandonan en el tratamiento de América Latina, que reproduce no pocos tópicos coloniales. En un libro dedicado al fenómeno revolucionario en el siglo XX, sus páginas sobre México resultan superficiales. Francisco I. Madero y Pacho Villa no existen en esa trama y la historia de México, después de Lázaro Cárdenas, se reduce a una “larga etapa de corrupción del PRI”. La razón de esa prolongada decadencia es que “la maquinaria revolucionaria oficial impidió que se eligiera a otro hombre del temple de Cárdenas”.
       De Getulio Vargas, nos dice Fontana, que fue “un dictador ilustrado” y el “Estado novo” por él fundado tuvo un “carácter fascistoide”. El proyecto populista de Juan Domingo Perón, según el historiador catalán, consistió en hacer que los “trabajadores ingresaran en la burguesía nacional” por medio del “verticalismo” y el “claro influjo de corporativismo fascista” del Partido Justicialista. La idea del populismo latinoamericano de Fontana está profundamente desactualizada, en términos de la historiografía regional, y carga con todo el fardo de prejuicios de la izquierda comunista del siglo XX.
       El relato de la Revolución Cubana es simple: unos jóvenes nacionalistas revolucionarios, encabezados por Fidel Castro, aplicaron la reforma agraria y expropiaron algunas empresas norteamericanas. Estados Unidos reaccionó con hostilidad y planes subversivos de la CIA y aquellos jóvenes se aliaron a la Unión Soviética. No eran comunistas esos líderes, a pesar de que la poderosa influencia de Cuba en América Latina significara la reproducción de guerrillas marxistas en casi todo el continente. El Che Guevara sólo es relevante en esta historia por haber propuesto a Kennedy un “modus vivendi” entre Washington y La Habana en 1961.
       La simplificación de la historia latinoamericana, sobre todo en el periodo de la Guerra Fría, es resultado de una perspectiva colonial de izquierda, que metodológicamente opera privilegiando las fuentes imperiales. Si América Latina es una zona del mundo controlada por Estados Unidos, entonces los archivos que contienen la "verdad" de esa historia son los de la CIA, el FBI y el Pentágono. Esa perspectiva, que supuestamente denuncia la hegemonía imperial, reduce los actores de la historia latinoamericana a marionetas de intereses de la gran potencia hemisférica. Las revoluciones latinoamericanas no son estudiadas aquí a partir de sus propias fuentes, por lo que acaban narradas como rebeliones frustradas contra el imperio.


sábado, 23 de junio de 2018

La Revolución y el apocalipsis


Jorge Ferrer, escritor cubano exiliado en Barcelona, ha traducido para la editorial Acantilado un ensayo del pensador ruso Vasili Rózanov, titulado El apocalipsis de nuestro tiempo (1918). Se trata de un conjunto de notas de un intelectual del ancien régimen, que ve precipitarse a Rusia en la que llama, con resignada ironía, “nuestra Revolución”. Rózanov concibió aquel libro como una suerte de diario o revista, muy parecida a lo que hoy sería la bitácora de un blog electrónico, en la que se glosan algunos fenómenos del bolchevismo en el poder.
       Fenómenos tan disímiles como el “desteñimiento de la antigua Rusia”, la moralidad nihilista, la paz de Brest-Litovsk, la crisis del cristianismo, el ingreso de la intelectualidad judía al bolchevismo, el incremento de las tarifas postales o la pérdida de influencia de Dostoievski y Tolstoi entre los jóvenes eran comentados como síntomas del apocalipsis. Mientras observaba el naufragio de la vieja Rusia, el escritor releía los Evangelios en busca de una imagen precisa de las revelaciones de San Juan.
       Los Evangelios, con sus intrincadas alegorías, servían de poco para pensar el apocalipsis de la Revolución. ¿Qué quería decir San Juan con aquella señal, aparecida en el cielo, de una mujer “vestida de sol, con la luna bajo sus pies, y sobre su cabeza una corona de doce estrellas”? Tal vez, dice Rózanov, que “el momento mismo del parto humano ocupa el centro de la cosmogonía cristiana”. Pero cuando Jesús dice que hay “tres o cuatro tipos de eunucos”, incluidos aquellos que “se hacen eunucos a sí mismos por causa del reino de los cielos”, simplemente, “no comprendemos absolutamente nada, salvo que pudo haberse ahorrado sus palabras”.
       La lectura de los Evangelios, en el primer año de la Revolución rusa, es un acto de resistencia, pero también una guía para la comprensión del desastre. Las imágenes del apocalipsis son insustituibles a la hora de sumar, a la decadencia moral del cristianismo, los primeros indicios de la construcción de un Estado ateo en el corazón del mundo eslavo. El apocalipsis, según Rózanov, se deja ver en la “repugnante faz de Lenin”, en las “arengas insolentes” de los bolcheviques contra el gran duque Mijaíl Aleksándrovich Románov, hermano del Zar Nicolás II, y, sobre todo, en el ascenso del socialismo judío.
       Rózanov es uno de esos tantos pensadores reaccionarios de la derecha europea, de principios del siglo XX, que mezcló anticomunismo y antisemitismo. Su lectura ofrece la otra cara del reciente centenario de la Revolución de Octubre. Pero el antisemitismo de Rózanov estaba subordinado al anticomunismo. Los judíos, decía, eran “el pueblo más cultivado de Europa”, “los hombres más refinados de una Europa que es vulgar”. El entusiasmo de muchos socialistas judíos por la Revolución rusa, sin embargo, le parecía odioso, al punto de creer detectar en esa alianza el principio del fin del experimento bolchevique.
       “Los judíos. Detesto su vínculo con la Revolución, aunque, por otra parte, se trata de un vínculo positivo, porque esa relación de los judíos con la Revolución y el hecho de estén fagocitándola harán que ésta se destiña, que acabe en una sucesión de pogromos y se diluya en la nada”. En la contraportada del volumen se dice que la lectura de Rózanov fue “profética” y que su crónica de los orígenes de la Revolución rusa fue “visionaria”. Pero a juzgar por la historia del siglo XX fue lo contrario: el comunismo arraigó en la Unión Soviética, mientras que el socialismo judío fue liquidado, no por la contrarrevolución blanca, sino por el camarada Stalin.