Libros del crepúsculo
miércoles, 14 de agosto de 2019
Glorias trasplantadas
La certidumbre de que Cuba es un país que produce buena parte de su cultura nacional fuera del territorio de la isla es tan vieja como los orígenes de la nacionalidad cubana entre fines del siglo XVIII y principios del XIX. Está ya, como advirtiera Julio Le Riverend, en la Llave del Nuevo Mundo, antemural de las Indias Occidentales (1761) de José Martín Félix de Arrate, donde se hacía un inventario de los cubanos residentes en la capital de la Nueva España, y, de un modo más claro, en el Viaje a La Habana (1844) de la Condesa de Merlin, prologado por Gertrudis Gómez de Avellaneda.
La Avellaneda decía en aquel prólogo que "varias causas se reunían para impedir que los hijos de Cuba, dotados en general de una viva y brillante imaginación, puedan aclimatar, por decirlo así, la literatura en su suelo". Se quejaba doña Gertrudis de que "no florezcan en el suelo de Cuba muchos de los aventajados ingenios que sabe producir". Y mencionaba, como un ejemplo entre muchos, a José María Heredia, "quien vivió y murió desterrado, y apenas llegaron furtivamente a sus compatriotas los inspirados tonos de su lira". No se mencionaba a sí misma la Avellaneda, pero se tenía en mente.
En un momento de aquel prólogo a la edición madrileña del Viaje a La Habana, en la Imprenta de la Sociedad Literaria y Tipográfica, decía la Avellaneda que Heredia y la Condesa de Merlin podían ser definidos como "glorias trasplantadas". El primero, en el "continente mejicano", donde "cantó a la rica perla de sus mares", así como "entre los tronantes raudales del Niágara resonaron melancólicamente recuerdos tiernísimos del perdido Almendares". La segunda, en las orillas del Sena, en París, "donde traza cuadros deliciosos de su hermosa patria: en ella piensa, con ella se envanece, a ella consagra los más dulces sentimientos de su corazón".
Es evidente que hablando de Heredia y de la Condesa de Merlin, Gertrudis Gómez de Avellaneda hablaba de sí misma. Para 1844, ella también, en Madrid, había publicado buena parte de su obra (sus Poesías y sus novelas Sab y Dos mujeres), pensando en Cuba. Aquel prólogo al volumen de la Condesa de Merlin y su correspondencia con Antonio Neira de Mosquera y otros amigos deshacen la imagen de la Avellaneda como escritora españolizada, que cierta crítica literaria nacionalista cubana, por lo visto incandescente, ha tratado de construir en los dos últimos siglos.
domingo, 4 de agosto de 2019
El amor en tiempos de la Guerra Fría
La obra teatral de
Juan Villoro en el Museo Tamayo nos transportó al Berlín de los 80, donde
residen las claves de un futuro que ya comienza a ser nuestro pasado. La
escenografía con instalaciones del artista Abraham Cruzvillegas, la música de
Lou Reed, la puesta en escena de Mariana Giménez, las actuaciones Mauricio
Isaac, Mariana Gajá y Jacobo Lieberman, todo en La guerra fría, evoca la
cultura de fines del periodo soviético.
Hay algo de ostalgie al revés en la obra de Villoro. Un sentimiento parecido al
que se apoderó del Berlín reunificado hace algunos años, pero con algunos
desplazamientos que vale la pena señalar. El Berlín de Villoro es el occidental
de principios de los 80, donde una pareja de jóvenes mexicanos vive el típico
amor tormentoso de los que emigran, juntos, a temprana edad. Un Berlín que
evoca el de Lou Reed en los 70, que dio pie al que es, de lejos, su mejor
disco.
El muro y el otro lado del muro son presencias constantes. Se trata de un
Berlín que es la última frontera del “mundo libre”, donde todo está al borde de
convertirse en otra cosa. En la propia canción que da título al disco de Lou
Reed, la utopía es el paraíso de un pequeño café, con guitarras de fondo, donde
los amantes se aman, “by the Wall”. El muro es ese límite que, por un momento,
hace posible lo imposible: una especie de última estación antes del cruce al
otro lado, que supone otra realidad.
Pero no es sólo Berlín o el muro, es
también la estética teatral la que nos devuelve a la Guerra Fría. Por momentos
se tiene la impresión de estar ante aquellas puestas en escena grotowskianas de
los 70 y los 80, tan frecuentes en Varsovia, en Moscú o La Habana, donde en un
escenario pobre, lleno de objetos en desuso, dos actores hacen teatro con sus
voces y sus cuerpos. Ese expresionismo del detritus y la ruina se apodera de la
función desde sus primeros minutos.
Mientras veía la obra de Villoro
recordaba que no mucho antes había visto la película del mismo título del
polaco Pawel Pawlikowski. Otra historia de amor, con el muro en perspectiva, de
dos jóvenes artistas polacos entrampados en el infierno de hipocresías y
delaciones del socialismo real. Pero la estética de Villoro ha resultado, a la
larga, más polaca que la de Pawlikowski, quien hizo una película llena de jazz,
cafés y buhardillas, como el París de Chet Baker.
La Guerra Fría de Villoro es una
prolongación berlinesa del sexo, drogas y rock and roll de los años hippies en
California. Su exploración del amor de este lado del muro pone énfasis sobre
los juegos de la toxicidad en los afectos de aquella época. El amor en la
Guerra Fría estaba atravesado por pasiones que, de algún modo, trasplantaban la
pugna ideológica global a estrechos apartamentos de grises y enormes edificios.
En el caso de la obra de Villoro, un apartamento ocupado por dos jóvenes
mexicanos en un multifamiliar abandonado.
Quienes fuimos jóvenes al final de
la Guerra Fría podemos reconocer la retórica de los pleitos sentimentales de
aquellos años: los amagos de vivir al límite, el odio a todo lo que pareciera burgués,
el machismo contenido o disfrazado de liberalidad juvenil, la contradicción
sofocante entre libertad y responsabilidad o la presión despiadada de las
familias, las universidades y el mercado. Vivir la juventud al final de la
Guerra Fría implicaba, además de todo lo que se cree intemporal, dar por
sentado que había siempre una realidad alternativa detrás del muro.
Era aquella una sensación que, como
ha expuesto mejor que nadie Slavoj Zizek en El
acoso de las fantasías (1999), se sentía con la misma intensidad desde cualquiera
de los dos territorios: el Este o el Oeste. Unos fantaseaban con la libertad
del capitalismo y otros con la igualdad del comunismo. Era parejo aquel
equívoco, que en los últimos treinta años ha quedado refutado por un futuro
entonces inimaginable. Ni eran tan iguales los socialismos reales ni tan libres
las democracias occidentales.
lunes, 22 de julio de 2019
Eugenio Florit y las noches de Middlebury
Regreso otra vez a la Escuela de Verano de Middlebury College, en Vermont, ahora para una conferencia y algunos encuentros con estudiantes, no como profesor del curso. Pero gracias a esta breve estancia recibo el regalo del libro En las montañas de Vermont. Los exiliados en la Escuela española de Middlebury College (1937-1963) del colega y compatriota Roberto Véguez. Se trata de una de las más completas historias de este centro fundamental del hispanismo en Estados Unidos, que acaba de cumplir un siglo.
Véguez ha tenido el cuidado de entender el exilio como una condición múltiple y, además de a los célebres desterrados españoles que aquí enseñaron (Luis Cernuda, Pedro Salinas, Jorge Guillén, Juan Marichal, Américo Castro...), estudia a los cubanos exiliados que pasaron veranos en Midllebury después del triunfo revolucionario de enero de 1959. Menciona especialmente a dos: el filósofo Humberto Piñera Llera y el poeta Eugenio Florit. De éste segundo reproduce un poema, escrito en las montañas de Vermont, que capta el silencio de estas noches bajo la luna, cuando terminan las clases.
Callan las voces, y el vacío suena
Sólo con ecos. ¿Dónde la palabra?
¿En qué rincón del mundo, en qué país,
ya sin color, como la alondra se alza?
Ya todo el mundo ausente,
flota en el aire como su fantasma.
No se la ve, pero las hojas ruedan
al toque imperceptible de sus alas.
¿Qué recuerdo, de qué, por qué persiste
a la luz de un verano que se acaba?
¿De qué boca salió; por qué se queda
herida y viva aún esta mañana?
Palabra dicha ayer, que para todos
era de sí, de no, de letra clara,
y que no sabe ya donde posarse
porque nadie la atiende ni la ampara,
y que para acabar serenamente
en el canto de sí, callada,
se ha venido a la pluma que la escribe
y la deja caer en esta página.
domingo, 14 de julio de 2019
El laicismo a prueba
En la lección primera de la Cartilla
moral (1944), Alfonso Reyes escribe una frase perfectamente manipulable
desde cualquier iglesia: “la moral de los pueblos civilizados está toda
contenida en el Cristianismo”. Reyes, sin embargo, dejaba claro que aunque la
religión y la moral “coinciden en lo esencial”, no eran la misma cosa. La moral
debía estudiarse como “una disciplina aparte”, ya que sus valores,
especialmente el valor del bien, era atribuible a todos los hombres, no sólo a
los creyentes de una u otra religión.
La Cartilla moral de Reyes, como recuerda Javier Garciadiego en la
edición reciente de El Colegio Nacional, fue un encargo del Estado
postrevolucionario mexicano: el Secretario de Educación Pública, Jaime Torres
Bodet, a fines del sexenio de Manuel Ávila Camacho, se la solicitó al escritor
para incorporarla a la Campaña Nacional contra el Analfabetismo. El texto, que
rebasó ampliamente los paternalistas fines oficiales –“un mínimo de principios
morales que ayuden a cambiar la forma de vida de nuestras clases bajas”- no
satisfizo, desde luego, a las autoridades.
Aquel desencuentro marcó la Cartilla de Reyes con el signo de la
autonomía. Tras una edición en la colección del Archivo Personal de Alfonso
Reyes en 1952, el texto fue publicado por el Instituto Nacional Indigenista en
1959. Luego el PRI, el Estado de Nuevo León y la SEP hicieron sus propias
ediciones del volumen, pero no lo incorporaron como una lectura básica de la instrucción
cívica de los mexicanos. En 1992, el Sindicato Nacional de Trabajadores de la
Educación (SNTE), dirigido por Elba Esther Gordillo, se opuso a que el libro de
Reyes formara parte de los “materiales de apoyo al magisterio”.
En contra de esa tendencia histórica, el nuevo
gobierno de Andrés Manuel López Obrador sí parece interesado en una apropiación
de la Cartilla moral como manual de
moral y cívica. Apenas iniciada la presente administración, en diciembre de
2018, el gobierno federal ordenó hacer una edición masiva del libro con un
diseño de portada donde se juntan imágenes de Sor Juana Inés de la Cruz, Leona
Vicario, Benito Juárez y Francisco I. Madero. El rescate oficial de la Cartilla de Reyes ha coincidido con el
anuncio del lanzamiento de una “Constitución moral” para el México de la Cuarta
Transformación.
No sólo eso. Entre los mayores distribuidores de
la Cartilla editada por el gobierno
federal se encuentra la Confraternidad Nacional de Iglesias Cristianas AC
(Confraternice), que está asignando 10 mil ejemplares a sus 7 mil templos
afiliados. El libro de Reyes, por tanto, no sólo está siendo utilizado como un
manual tentativo de instrucción moral y cívica sino como un catecismo de la
“transformación espiritual de la sociedad” que, según el presidente de dicha
Confraternidad, Arturo Farela, tiene lugar en México.
En su columna del pasado miércoles 10 de julio en La Jornada, el estudioso de las
religiones en México, Bernardo Barranco, no duda en afirmar que “Andrés Manuel
López Obrador ha sido el presidente que más se ha atrevido a hacer un uso
político de las iglesias y la religión al incluir a un sector de cristianos
evangélicos como difusores de planteamientos sociales y morales de la 4T”. Y
reitera Barranco: “ningún presidente en los últimos años había logrado convertir
la fe en un acto político como Amlo”.
El laicismo está a prueba en el México del siglo
XXI. El laicismo entendido, a la manera juarista, como separación de las
iglesias y el Estado, pero también como separación de la religión y la moral,
como sostiene Reyes desde la primera página de su libro. Uno de los efectos
colaterales de la nueva religiosidad política, alentada por la presente
administración, es que la apropiación oficial distorsiona el sentido humanista
y laico del pensamiento de Alfonso Reyes y, a la vez, acentúa algunos elementos
conservadores de la Cartilla como los
relacionados con el matrimonio, la familia y el género.
domingo, 30 de junio de 2019
Del asilo a la muerte
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Peter Sloterdijk,
uno de los últimos discípulos de la Escuela Frankfurt, tan último que ya no se
sabe si sigue perteneciendo a esa corriente, dice en su libro Esferas III (2004) que el derecho de
asilo, tan celebrado Occidente, se practica lo mismo para bien que para mal.
Desde la antigüedad, aclara el filósofo, se utilizó el asilo para dar refugio
al perseguido pero también para someterlo a una mayor explotación en el país de
destino. El derecho de asilo era, además de una noble tradición, un mecanismo
del poder para preservar la jerarquía social.
Lo ejemplificaba Sloterdijk con la
política que siguieron los zares rusos en el sur de Europa del Este, permitiendo
el asentamiento selectivo de “tártaros auténticos, turcos otomanos, genoveses
con restos de Crimea, griegos pónticos y hasta esquirlas de poblaciones
iraníes”. También mencionaba Sloterdijk, siguiendo a W. E. Mühlmann, leyes migratorias
más viejas: la “activa política de asilo” de las polis helénicas con “metecos”
y otros clientes “bárbaros”. Cuando no terminaban como esclavos, los bárbaros
eran merecedores de un tipo de asilo que suponía una muerte lenta bajo las
leyes griegas.
El comentario de Sloterdijk ayuda a
comprender los conflictos fronterizos en el siglo XXI. Lo mismo en Europa del
Este que en el Mediterráneo las leyes migratorias se mueven entre la admisión
de fuerza de trabajo y el cierre del paso. La nueva xenofobia de las derechas
europeas impide ver un tipo de racismo antimigrante, que ha predominado en las
últimas décadas en Europa, y que tiene que ver con una combinación de
estrategias de asilo y explotación de mano de obra barata, sumamente costosa
para las comunidades migrantes.
Además de la adversidad de ofertas
de trabajo mal remunerado, los migrantes son sometidos a diversas prácticas de
odio por parte de las sociedades civiles. El rebrote de enfoques nacionalistas
en las políticas europeas, como las oleadas de antisemitismo de hace un siglo,
está relacionado con visiones excluyentes de las identidades nacionales pero
también con una lucha por el mercado de trabajo y la asistencia social del
Estado. La derecha europea moviliza a los pobres con el argumento de que los
migrantes los desplazarán como beneficiarios de ofertas laborales y programas
sociales.
Algo similar están haciendo Donald
Trump y y la derecha republicana en Estados Unidos. En el discurso trumpista se
mezclan la grosera criminalización del migrante y el aliento a un cierre de
filas de los sectores de bajos ingresos, especialmente, en estados fronterizos
sureños como Texas, Nuevo México, Arizona y California, contra la migración de
trabajadores centroamericanos y caribeños. La fuerza del mensaje trumpista
tiene que ver con una transversalidad que convoca a sectores de clase alta y
clase baja en una misma ofensiva racista.
Lamentablemente, una versión menos
descarnada de ese racismo comienza a observarse en México. No me refiero a
nuestro horrible racismo cotidiano sino a una tendencia cada vez más visible de
autoprotección del mercado de trabajo, que rechaza el asilo o lo utiliza como
método de empleo mal pagado. El asilo explotador es la otra cara de la muerte
de los migrantes en la frontera: una forma de exclusión dentro del propio
espacio nacional que reproduce la xenofobia por otras vías.
Esta nueva dialéctica del amo y el
esclavo, en el siglo XXI, ha sido estudiada por el filósofo surcoreano Byung
Chul Han en su libro La sociedad del
cansancio (2017). La explotación del migrante se produce tanto desde un
higienismo que aspira a comunidades incontaminadas por presencias extrañas o
disolventes como desde un “estado patológico”, que llama a convivir con el
migrante, sometiéndolo. La muerte de niños ahogados en el Mediterráneo o en el
Río Bravo o en el Estrecho de la Florida nos escandaliza, dice Han, pero nos
parece normal que el migrante haga el trabajo más injusto a ambos lados de la
frontera.
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