Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

sábado, 19 de diciembre de 2009

La cultura staliniana



El año pasado el Centro Teórico-Cultural Criterios, que dirige en la Habana el crítico cubano Desiderio Navarro, publicó el ensayo Obra de arte total Stalin. Topología del arte del estudioso alemán Boris Groys, traducido por el propio Navarro. La primera edición de este ensayo data de 1988, un año antes de la caída del Muro de Berlín, pero, dos décadas después, el texto adquiere una actualidad, tal vez, mayor que la que tuvo entonces por el arraigo que han logrado algunas tesis que el libro critica.

La versión cubana de Obra de arte total Stalin, financiada por el Instituto Goethe, incluyó las dos primeras y extensas partes del libro, que son las más históricas y, también, las más teóricas. En una edición posterior en la valenciana Pretextos, también traducida por Navarro, se reproduce íntegramente el texto de Groys, con sus intervenciones críticas sobre el arte conceptualista alternativo de Moscú, en los años 70 y 80, y, específicamente, sobre el “sots-art” (mezcla de realismo socialista y pop art) que a Groys le interesaba teorizar como parte del impacto del postmodernismo en Europa del Este.

El ensayo de Groys cuestiona frontalmente muchos de los tópicos acumulados en los últimos veinte años sobre el arte soviético en las décadas de los 20 y los 30 y, específicamente, sobre la concepción del canon estético del realismo socialista. La idea de que el arte stalinista surge como una ruptura con las vanguardias es replanteada por Groys por medio de una genealogía del realismo socialista, en la que éste aparece, en buena medida, como una radicalización de la estética vanguardista del periodo bolchevique.

Groys describe cómo del suprematismo de Malévitch y el lenguaje fonético transmental de Jlébnikov se pasó con fluidez al constructivismo de Rodchenko y Tatlin y de éste al “productivismo” de la revista LEF y el propio Rodchenko y la estética “ingenieril” de Arvátov, Gan y otros teóricos. El “productivismo” y la estética “ingenieril”, a diferencia del constructivismo y las vanguardias, daban un salto más acá de la institución del arte por medio de la demanda de transformación del artista en obrero y de la obra en objeto útil.

Esa transición, que se produce en los años de la NEP, es el punto de partida de la cultura staliniana. Groys reseña la polémica suscitada por la Torre de la Tercera Internacional de Tatlin, que a Rodchenko le pareció “mística” y estetizante y a Sklovski, en cambio, le resultó antiartística por su excesivo compromiso político. Ya desde entonces los vanguardistas que no querían dar el salto al realismo socialista se resisten a entregar su autonomía, preservando la institución moderna del arte.

Al cerrar los mínimos espacios de mercado creados por la NEP, el stalinismo convirtió la opción “productivista” en la única válida dentro de la vida cultural soviética. Algunos vanguardistas, como Kaverin o Ehrenburg, quien había editado en Berlín, con Lisitski, la revista constructivista Cosa, se convirtieron rápidamente en defensores del realismo socialista. Groys sostiene, por tanto, que el realismo socialista ya estaba creado como práctica artística y teórica cuando los líderes soviéticos, sobre todo, Stalin y Zhdanov, lo formularon doctrinalmente.

Aunque a Groys le interesa destacar esta continuidad genealógica, tampoco ignora las diferencias entre la vanguardia bolchevique y el realismo socialista stalinista, sobre todo, a partir de los 30, cuando el canon oficial ya ha sido formulado en términos ideológicos y estéticos por el poder. Groys observa diferencias entre una y otro en tres áreas: “la actitud ante el legado clásico”, la idea del “reflejo de la realidad” y la cuestión del “hombre nuevo”.

Tanto los líderes bolcheviques como los stalinistas, dice Groys, tenían visiones y gustos tradicionales de la cultura moderna. Sin embargo, los primeros no eran tan intolerantes en la relación de la vanguardia con la tradición moderna como serían los segundos. Para los primeros, por ejemplo, estaba bien que los poetas soviéticos se inspiraran en poetas alemanes como Goethe, Schiller, Novalis o Hölderlin; para los segundos, Goethe y Schiller eran “progresistas” y “populares”, pero Novalis y Hölderlin eran “reaccionarios” y “antinacionales”, por la irracionalidad de sus romanticismos.

Los vanguardistas creían en el artista como demiurgo de la nueva sociedad y, en buena medida, como arquetipo del “hombre nuevo”. Los stalinistas, en cambio, pensaban que la condición del “hombre nuevo” estaba ligada a la homogeneidad civil generada por la cultura proletaria, por lo que la condición de artista respondía a la vieja división del trabajo burgués que debía ser superada. Groys sostiene, con lucidez, que esa idea contiene un origen vanguardista y que, al mismo tiempo, su realización práctica bajo el stalinismo, lejos de romper con la división burguesa del trabajo, generó una casta o corporación de escritores y artistas que se diferenciaba, por sus privilegios y su modo de vida, de la clase obrera soviética.

De las tres diferencias antes señaladas, entre vanguardia bolchevique y realismo socialista stalinista, la mejor desarrollada por Groys, a mi juicio, es la que tiene que ver con la idea del arte como “reflejo de la realidad”, que expuso Lenin en su famoso ensayo sobre Tolstoi. Groys sostiene que la doctrina del realismo socialista, a diferencia del naturalismo o del realismo tolstoiano, que admiraba Lenin, era, en realidad, un “surrealismo partidista o colectivo”, ya que lo que debían reflejar los artistas bajo el stalinismo no era la realidad de los obreros y los campesinos sino la fantasía o el ideal del obrero y el campesino soviético concebido por Stalin. Dice Groys:

“Lo que está sujeto a mimesis con los medios del arte no es, por tanto, la realidad exterior, visible, sino la realidad interna de la vida interior del artista, su capacidad de identificarse por dentro con la voluntad del Partido y de Stalin, fundirse con ella y generar de esa fusión interna una imagen o, más exactamente, un modelo de esa realidad a cuya formación está orientada esa voluntad”.

El realismo socialista, agrega,

“es un realismo del sueño, que oculta tras su forma popular, nacional, un contenido nuevo, socialista: la grandiosa visión del mundo que es construido por el Partido, la obra total de arte que es creada por la voluntad de su verdadero creador y artista: Stalin. Para el artista en esta situación, ser realista significa evitar el fusilamiento por la divergencia de su sueño personal con el de Stalin, entendida como un delito político. La mimesis del realismo socialista es la mimesis de la voluntad staliniana, la asimilación interior del artista a Stalin, la entrega de su ego artístico a cambio de la eficacia colectiva del proyecto que él comparte”.

Algunos pasajes de este libro, leídos desde cualquiera de las ortodoxias de la guerra fría, la comunista o la anticomunista, pueden resultar nostálgicos del realismo socialista. Sin embargo, desde las primeras páginas de su libro, Groys sostiene que su propuesta de “historizar el realismo socialista”, de la misma manera que se ha “historizado la vanguardia”, no “significa que se absuelva de sus pecados a ese arte. Todo lo contrario: significa la necesaria reflexión respecto a la supuesta inocencia absoluta de la vanguardia que cayó víctima de esa cultura”.

Hay en la propuesta arqueológica de Groys una coincidencia con la nueva historia cultural que se viene practicando en Occidente, en las dos últimas décadas, y, a la vez, una divergencia con las visiones ideológicas del pasado soviético, del mismo periodo, que niegan todo valor estético a la literatura y el arte producidos bajo el stalinismo. Groys propone historiar la cultura totalitaria soviética de la misma manera que se historia la cultura nazi en Alemania o la fascista en Italia. Su pertenencia a la neovanguardia postmoderna de los 80 moscovitas, lo conduce, sin embargo, a una idea prejuiciada de la tradición que se refleja, sobre todo, en sus juicios literarios.

Groys comparte con muchos críticos neomarxistas de su generación una imagen peyorativa de la literatura disidente rusa. En un pasaje de su libro afirma que la oposición al aparato stalinista que ejercieron Bulgákov, Ajmátova, Pasternak y Mándelshtam recurría a modelos "tradicionales" o conservadores de la literatura y del rol del escritor en la sociedad. ¿Realmente es así? ¿No provenían esos cuatro escritores de poéticas tan vanguardistas como la de Maiakovski, por ejemplo, aunque de diferente signo? ¿No era la crítica del stalinismo una afirmación del rol crítico del escritor, que también suscribieron las vanguardias?

Cuando la primera edición española íntegra, de Obra de arte total Stalin, apareció en Pretextos, su traductor, Desiderio Navarro, explicó que la última parte del libro no había sido incluida en la edición habanera porque la misma trataba sobre el “conceptualismo moscovita de los años 70 y 80 (Prigov y los mundialmente célebres Bulatov, Kabakov, Komar y Melamid – los autores de “Stalin y las musas”, que aparece en la portada de la edición habanera-) y de los narradores Sorokin y Sokolov”, desconocidos en la Habana. Tiene razón Navarro: el conocimiento, en la Habana, de la cultura crítica de la Unión Soviética y Europa de Este era en los 80 -y es todavía hoy- muy precario.

Es tentador imaginar, sin embargo, lo útil que hubiera sido una edición habanera de este libro, cuando fue escrito, a fines de los 80, y no veinte años después. La plástica, la literatura, el teatro y la crítica habaneros de entonces tenían muchas consonancias con el postmodernismo que, a pesar del rechazo de las nomenklaturas, avanzaba en las principales capitales del campo socialista. Muchas ideas de Groys sobre el arte moscovita de aquellas décadas son aplicables a la obra que, por entonces, producían en la Habana Flavio Garciandía y Arturo Cuenca, Glexis Novoa y Rubén Torres Llorca, René Francisco y Ponjuan.

jueves, 17 de diciembre de 2009

¿Por qué ya no se lee a Unamuno?



Recordábamos, a propósito de la última novela de José Saramago, que la inversión del mito de Caín y Abel no es nueva: Miguel de Unamuno, por ejemplo, recurrió a ella en su novela Abel Sánchez (1917). Como otras novelas suyas, Amor y pedagogía, San Manuel Bueno, mártir o, incluso las más conocidas, La tía Tula y Niebla, aquella era una narración filosófica, esa vez, en torno al concepto psicológico y moral de la envidia. Con Unamuno sucede lo que con tantos otros novelistas filosóficos: sus ficciones son más débiles que sus ideas.
El género fuerte de Unamuno no fue la novela o la poesía –en su caso tan visual, próxima a la pintura, como en El Cristo de Velázquez (1920), o al viaje, como en Andanzas y visiones españolas (1922)- sino el ensayo. Tanto el ensayo de tema hispánico, como En torno al casticismo y Vida de Don Quijote y Sancho, como el ensayo más propiamente filosófico, Del sentimiento trágico de la vida (1913) o La agonía del cristianismo (1925), siguen siendo legibles, sobre todo, para los interesados en la historia intelectual española de las primeras décadas del siglo XX. Estos últimos, claro está, conforman un público demasiado reducido.
Poco a poco Unamuno ha ido asimilándose a su biografía, ejemplarmente escrita por los estudiosos franceses Colette y Jean Claude Rabaté (Madrid, Taurus, 2009). Cuando un escritor se vuelve su biografía significa que ha dejado de ser leído como grafía y comienza a ser leído como bios. Poco importa ya el sentido de sus ideas sobre la tragedia, la cristiandad o el casticismo: lo que interesa es por qué escribió lo que escribió en 1913, en 1920 o en 1925. Miguel de Unamuno, tal vez el escritor del 98 más leído en Hispanoamérica, se lee menos que Valle Inclán o que Machado porque el ensayo será siempre un género de mayor caducidad que la novela o la poesía.
La vida pública de Unamuno, reconstruida por los Rabaté, es fascinante. Ahí se ve al joven bilbaíno, patriota, que rompe con Sabino Arana cuando descubre que es tan vasco como español o al intelectual del 98 que, en vez de consumirse en el lamento por la pérdida de Cuba y Puerto Rico, como muchos de sus contemporáneos, abre sus ojos a la literatura y al pensamiento hispanoamericanos y lee a Darío, a Rodó, a Martí. Unamuno es también el prototipo del intelectual público como eterno opositor: al trono de Alfonso XIII, a la dictadura de Miguel Primo de Rivera e, incluso, a la República y a la sublevación nacionalista contra la misma, a las cuales respaldó brevemente.
Los últimos años de Unamuno, como intelectual público, estuvieron marcados por el clásico vaivén entre el descontento y la promesa, de que hablaba Pedro Henríquez Ureña. De regreso de su exilio y reintegrado a la Universidad de Salamanca, como rector “vitalicio”, Unamuno apoyó la República desde su diputación a las Cortes. Pero ya en 1932 pronuncia un discurso en el Ateneo de Madrid en el que, como José Ortega y Gasset, critica varias políticas republicanas y varios aspectos de la gestión presidencial de Manuel Azaña, especialmente, los relacionados con la censura, que llama “secuelas del sistema inquisitorial”.
En su último año de vida, 1936, decisivo para la historia de España, aquella oscilación entre fe y escepticismo se acentuó. Es entonces, como recuerdan los Rabaté, que Unamuno se afirma en su “abolengo liberal” para mediar entre los extremos en pugna. Llega a reconocer en la rebelión franquista un instinto de “defensa de la civilización cristiana” contra la amenaza comunista, pero sorpresivamente, el 12 de octubre de 1936, mientras preside la ceremonia por el día de la raza en Salamanca, se enfrenta verbalmente a los oradores franquistas, Francisco Maldonado y Millán Astray, sosteniendo que Cataluña y el País Vasco no son la “Anti-España”, definiendo el conflicto doméstico como una “guerra incivil” y catalogando al “bolchevismo y al fascismo como dos formas –cóncava y convexa- de una misma y sola enfermedad mental”.
Unamuno murió el último día del año 36, cuando, como todo intelectual público moderno, se movía hacia un cambio de posición frente a la guerra civil que desgarraba su país. Tal vez sea esa inmersión en su presente, ese constante reposicionamiento en la vida pública lo que lo hace un autor poco leído en la actualidad. La caducidad del ensayo, cuando se aparta de la filosofía, la literatura y la historia y se adentra en las querellas del momento, tiene, sin embargo, un valor inestimable para la biografía. Un género que, contrario a lo que vaticinaban positivistas y marxistas, gana cada vez más lectores en el mundo.

martes, 15 de diciembre de 2009

Llanto sobre una isla

Pedro Garfias (1901-1967) fue uno de esos poetas de la generación del 27 español que con mayor riesgo exploró las vanguardias estéticas y políticas. No siempre estuvo Garfias en ese vértigo y, tal vez, el mejor momento de su poesía es aquel en que el dolor del exilio se le impone de golpe y ya no valen experimentación ni lucidez alguna. Ese momento fue la primavera de 1939, cuando, perdida la República, el poeta, en Eaton Hastings, Inglaterra, comprende que lo único que puede hacer es llorar.
Garfias llegó a Veracruz en el mítico Sinaia, que transportó a tantos españoles refugiados, en el verano de aquel mismo año. En México, la editorial Tezontle publicó su Primavera en Eaton Hastings. Poema bucólico con intermedios de llanto (1939), cuyo facsímil ha sido reeditado ahora por El Colegio de México, con prólogo del poeta, crítico y editor José María Espinasa.
Por lo general, cuando se piensa en la poesía exiliada de Garfias, recuerda Espinasa, vienen a la mente los versos de “Entre España y México”, que recuerdan, a su vez, las Variaciones sobre tema mexicano de Luis Cernuda. Pero, realmente, es difícil encontrar en toda la poesía del exilio republicano una expresión tan plena del dolor del destierro como la que logran estos poemas de Garfias. Especialmente, el “intermedio” titulado “Llanto sobre una isla”, en el que el poeta decide liberar todo el llanto contenido por la guerra civil, sobre una roca del litoral inglés:




Ahora
ahora sí que voy a llorar sobre esta gran roca sentado
la cabeza en la bruma y los pies en el agua
y el cigarrillo apagado entre los dedos…
Ahora
ahora sí que voy a vaciaros ojos míos, corazón mío,
abrir vuestras espitas lentas y vaciaros
sin peligro de inundaciones.

Ahora voy a llorar por vosotros los secos
los que exprimís vuestra congoja como una virgen sus pechos
y por vosotros los extintos
que ya exhaláis vapor de hieles.
Ahora voy a llorar por los que han muerto sin saber porqué
cuyos porqués resuenan todavía
en la tirante bóveda impasible…
Y también por vosotras, lívidas, turbias, desinfladas madres,
vientres de larga voz que araña los caminos.
Un llanto espeso por los pueblecitos
que ayer triscaban a un sol cándido y jovial
y hoy mugen a las sombras tras las empalizadas.
Y por las multitudes
que pasan sus vigilias escarbando la tierra…
Un llanto viudo por los transeúntes
tan serios en el ataúd de su levita.

Ahora
ahora puedo llorar mis llantos olvidados
mis llantos retenidos en su fuente
como pájaros presos en la liga.
Los llantos subterráneos
los que minan el mundo y lo socavan
los que buscan la flor de la corteza
y el cauce de la luz, los llantos mínimos
y los llantos caudales acudan a mis ojos
y fluyan en corrientes sosegadas
a incorporarse en el llanto universal.

Sobre esta roca verdinegra
agua y agua a mi alrededor
ahora sí que voy a llorar a gusto.

Defensa de Caín


José Saramago ha reescrito la historia sagrada en busca de un Caín (Alfaguara, 2009) diferente. En su historia del primer fratricidio la víctima es Caín y no Abel. El hijo mayor de Adán y Eva, agricultor, era tan devoto como su joven hermano, pastor, pero Dios lo rechazó desde su nacimiento. Abel, el preferido de Dios, es, en el relato de Saramago, jactancioso, soberbio e impío: se burla del desdén con que el Señor trata a su hermano y antepone la lealtad religiosa al amor filial. Cuando Caín mata a golpes a Abel con una quijada de burro no está cometiendo el primer fratricidio sino un acto de violencia legítima contra la injusticia divina.
Caín es el primer revolucionario, el primer exiliado y el primer testigo de una crueldad del mundo teológicamente diseñada. Vaga por tierras extrañas, adoptando la identidad de su hermano, conoce la pasión en brazos de Lilith y se rebela ante cada injusticia de Dios: el sacrificio de Isaac por Abraham, el derribo de la torre de Babel, la lluvia de fuego y azufre que cayó sobre Sodoma y Gomorra, la transformación de la mujer de Lot en una estatua de sal –“hasta hoy nadie ha conseguido comprender por qué fue castigada de esa manera, cuando es tan natural que queramos saber qué pasa a nuestras espaldas”- y, finalmente, las charlas de Moisés con Dios en el Sinaí y el descreimiento y la adoración de su pueblo por el becerro de oro.
En el pasaje en que Saramago cuenta el enojo de Moisés, tras su descenso del Sinaí, y la orden de masacrar a más de tres mil idólatras, la inclinación por la parábola del autor del Evangelio según Jesucristo se hace evidente. En el retrato de Josué como un señor de la guerra y de las conquistas de Jericó y Madián como actos vandálicos, Saramago se acerca a varios tópicos del antisemitismo, en este caso, de la izquierda comunista del siglo XX. No deja de ser admirable la agudeza con que el escritor portugués desmitifica la Biblia, pero cabría preguntarse si esa crítica del mito sería, para él, tan aceptable como una inversión de los arquetipos morales que contiene el Manifiesto comunista, libro sagrado de la modernidad.

viernes, 27 de noviembre de 2009

Vicuña por Vicuña

El joven historiador chileno Manuel Vicuña (Santiago, 1970) ha escrito una espléndida biografía de su antepasado, el intelectual, político e historiador Benjamín Vicuña Mackenna (1831-1886), titulada Un juez en los infiernos (Santiago, Universidad Diego Portales, 2009). Como el peruano Fernando Iwasaki, ya comentado en este blog, Vicuña pertenece a una nueva generación de historiadores hispanoamericanos que, sin abandonar plenamente el formato académico, entiende la historia como una forma de saber social y, a la vez, como un género literario. Sus estudios sobre la belle epoque chilena y, sobre todo, su magnífico Voces de ultratumba. Historia del espiritismo en Chile (2006), son tan reveladores de la seriedad investigativa como de una escritura elegante y hospitalaria.
A Vicuña le interesa, sobre todo, la figura de Vicuña Mackenna como esa mezcla, tan frecuente en el siglo XIX, de historiador y político, de tribuno y letrado, que sólo podía sostenerse por medio de una vocación pública arraigada. La trayectoria del personaje como intelectual y estadista es rastreada desde su amistad y colaboración con el liberal igualitarista Francisco Bilbao y la oposición al gobierno de Manuel Montt, hasta su renuncia a la candidatura presidencial por el Partido Liberal Democrático, en 1876, pasando por sus varios destierros entre los años 50 y 60 y sus décadas de representante legislativo a partir de 1864.
Por lo general, la historiografía hispanoamericana se hace eco del culto a los próceres del XIX, presentándolos como figuras veneradas en su época. El retrato de Vicuña por Vicuña posee, por momentos, un tono melancólico en el que aparece como un “raro” de la historiografía chilena, a pesar de los más de quince libros que escribió, y de la política nacional, a pesar su frenética actividad pública. La explicación podría radicar en ese rasgo de “desmesura” que Manuel Vicuña ve en el personaje y que lo llevó, desde muy joven, a enfrentar la sólida tradición política que iba de Diego Portales a Manuel Montt y la no menos sólida tradición historiográfica iniciada por Andrés Bello y continuada por Diego Barros Arana.
Algunos libros de Vicuña Mackenna, como sus estudios sobre los “ostracismos” de próceres chilenos como Bernardo O’Higgins y los hermanos Carrera, o las historias críticas sobre las administraciones de Portales y Montt, lo colocaban abiertamente en una suerte de disidencia historiográfica que tuvo consecuencias políticas. Cuando, en 1876, debió declinar su candidatura presidencial por falta de apoyo y por la manipulación de la corriente conservadora, aquella rareza de Vicuña Mackenna se hizo evidente. Una rareza que, como recuerda el joven historiador, tenía su lado pintoresco, ya que el viejo liberal, además de historiador y político, encontró tiempo para afiliarse a la Compañía de Bomberos de Santiago, a la que dedicó el libro ingeniosamente titulado La cuna del cuerpo.
Como Domingo Faustino Sarmiento y José Martí, Benjamín Vicuña Mackenna fue uno de esos letrados y políticos peregrinos, cuyas visiones sobre Europa y Estados Unidos permean toda su obra escrita. Entre los tantos libros de Vicuña Mackenna hay uno, el titulado Diez meses de misión a los Estados Unidos de Norte América como agente confidencial de Chile (1867), que tiene particular relevancia para la historia mexicana y cubana. En los dos volúmenes de esa obra, se narraba el apoyo que el gobierno de Chile, entonces en guerra con España, brindó a los liberales mexicanos que luchaban contra el imperio de Maximiliano y a los anexionistas y separatistas cubanos que, desde Nueva York, Washington y Nueva Orleans, intentaban derrocar el régimen colonial en la isla.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

Sobre la democracia deliberativa



Tal vez porque escribió Una introducción a Marx en los años 80, porque admira a Rousseau y porque es crítico de la economía neoclásica y de la teoría de la elección racional, el filósofo noruego, Jon Elster, profesor de la Universidad de Columbia, es percibido, con frecuencia, como un crítico también de la democracia electoral y representativa. En una visita reciente a México, donde impartió una conferencia magistral sobre el tema, en el CIDE, Elster dejó claro que entiende los procesos deliberativos de una esfera pública abierta como complemento y no como ruptura con las instituciones electorales y representativas de la democracia.
En algunos de sus libros, como Juicios salomónicos y Ulises desatado, Elster ha cuestionado seriamente los límites de la racionalidad que los teóricos del liberalismo atribuyen a la democracia. Siguiendo a Joseph Bessette, que fue quien acuñó el concepto a principios de los 80, y al Habermas de Facticidad y validez, Elster no cree que las instituciones actuales de la democracia sean suficientes para garantizar la “imparcialidad” de las decisiones jurídicas y políticas. Pero Elster, que con frecuencia toma como modelos la democracia ateniense y el sistema cantonal suizo, insiste en que sin representación legislativa permanente, sin división de poderes, sin sistema de partidos y sin elecciones competidas y regulares tampoco es posible la deliberación política.
El tema aparece expuesto en los ensayos de Diego Gambetta, Susan Stokes, Joshua Cohen y, sobre todo, Roberto Gargarella, que Elster compiló en la antología, La democracia deliberativa, a principios de esta década. La gran democratización de la esfera pública generada por el Internet, piensa ahora Elster, a casi diez años de la aparición de aquella antología, comienza a generar por sí misma esos procesos de deliberación ciudadana. Pero allí donde no exista una esfera pública abierta y donde la expresión de la sociedad civil siga estando controlada por el Estado, no hay “acción comunicativa” ni proceso deliberativo capaz de equilibrar la racionalidad del poder.

¿Es gobernable la memoria?



En El País Semanal del pasado domingo Javier Marías defendía la oposición de las sobrinas de Federico García Lorca a que los restos del poeta fueran exhumados en la fosa común del barranco de Víznar. Reclamaba Marías que era necesario comprender la voluntad de una parte de la familia Lorca de no prestarse a ese “folklore de los huesos insignes” y que en esa actitud podía, incluso, destacarse una mayor fidelidad a la injusta muerte del poeta: “la indigna sepultura de Lorca es un recordatorio necesario de la indigna muerte que sufrió, y no respetarla sería, a la larga, poco menos que blanquear a sus verdugos”.
Sin embargo, como sabemos, quienes más interesados están en la exhumación y la posterior consagración de un santuario para Lorca son aquellos que no quieren olvidar los crímenes de Franco y quienes se oponen a todo “lavado” de la memoria sobre la guerra civil. El pasado 20 de noviembre se pudo constatar, en el Valle de los Caídos, que, más allá de esa relación digna con los muertos célebres, que con razón defiende Marías, la memoria es ingobernable. A pesar de que la Ley de la Memoria Histórica de 2007 establece que en ese lugar no pueden celebrarse “actos exaltadores del franquismo”, la abadía ofició una misa en recuerdo del caudillo y un grupo de franquistas se congregó en el lugar y, con el brazo en alto, cantó “Cara al sol”.
Es sabido que cuando Franco inauguró el monumento de Cuelgamuros, en 1959, varios miles de cadáveres de republicanos habían sido enterrados junto a los muertos del bando nacionalista. Antes de la inauguración, el régimen de Franco intentó realizar un censo de “sus muertos” y, naturalmente, sólo exhumó a los “caídos” en la “gloriosa cruzada”. Según la historiadora catalana Queralt Solé, la tumba del dictador fue inaugurada con republicanos dentro, sin identificación siquiera. La mezcla de los muertos no era la vindicación de las dos mitades de España desgarradas en la guerra civil sino un ritual de vencedor que conserva el osario del vencido.