Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

domingo, 6 de febrero de 2011

El último magnate

La biografía de Julio Lobo (La Habana, 1898- Madrid, 1983), el gran magnate del azúcar cubano en la primera mitad del siglo XX, The Sugar King of Havana. The Rise and Fall of Julio Lobo. Cuba’s Last Tycoon (New York, Penguin Press, 2010), de John Paul Rathbone, editor del Financial Times para América Latina, se lee como una novela o un guión de Scott Fitzgerald o como una película de Elia Kazan. El lector ve transcurrir las escenas ante sus ojos, aunque no lo quiera o aunque algunos lugares comunes de la historiografía nacionalista cubana se atraviesen en la narración.
Ve, por ejemplo, a Lobo en su Chrysler negro atravesando La Habana, la tarde del 11 de octubre de 1960, para reunirse con el Che Guevara, quien le ofrece dirigir la industria azucarera a cambio de la nacionalización de sus catorce ingenios, tres millones de toneladas de azúcar anuales y dos terceras partes de una fortuna entonces valuada en unos 200 millones de dólares. Ve, también, al magnate compartiendo la idea de que la República de 1902 había traicionado el sueño de José Martí y que los gobiernos de Grau, Prío y Batista habían defraudado a la ciudadanía.
Ve al empresario, al patriota orgulloso de célebre linaje criollo, pero también al filántropo y al coleccionista. El magnate napoleónico, que logra hacerse de una de las grandes colecciones de reliquias del emperador de los franceses y que compartió, con Fidel Castro, líder de la Revolución que lo exiliaría, el culto a la grandeza del militar y político corso. Martí y Napoleón, además de una visión crítica del papel de Estados Unidos en la historia de Cuba y una creencia en la centralidad del azúcar en el desarrollo económico de la isla, serían algunas de las ideas compartidas por el viejo burgués y el joven revolucionario.
Ve, en suma, al arquetipo de la burguesía nacional cubana simpatizando con la Revolución de 1959, por lo que tenía de nacionalista, tratando de ignorar deliberadamente su energía jacobina. Una Revolución que, a través del propio Guevara, le hace ver que si el empresario no se convierte en funcionario es imposible “mantenerlo tal cual”, en la nueva Cuba. Él, que simbolizaba el capitalismo cubano, no podía existir como realidad en ese país del futuro comunista universal que comenzaba a construirse en la isla.
Quienes todavía dudan de que en Cuba hubo una burguesía nacionalista, que llegó a identificarse con muchos de los valores originarios de la Revolución, que lean este libro. Quienes todavía insisten en imaginar a toda aquella burguesía como batistiana y como opositora al gobierno revolucionario desde enero de 1959, que lean este libro. Pero hay que leer este libro no para reconstruir aquel mundo, perdido para siempre, sino para comprenderlo mejor, para exiliarlo de la imagen diabólica que le impuso la memoria oficial.

miércoles, 2 de febrero de 2011

Fantasía habanera

La primera vez que escuché una versión de September Song de Kurt Weill, interpretada por Django Reinhardt, en la que después del primer solo de saxofón viene un punteo rápido de El Manisero de Moisés Simmons -antes citado por George Gershwin en su Obertura cubana- , advertí un indicio, tan sólo un indicio, de lo poderosas y persistentes que han sido las representaciones de Cuba –y especialmente de La Habana- en la cultura norteamericana de los dos últimos siglos. Historiadores como Louis A. Pérez Jr. o Lars Schoultz se han acercado a ese tema inmenso en los últimos años, pero lo han hecho colocando la política, o más específicamente, las visiones políticas de las élites norteamericanas sobre Cuba y de las cubanas sobre Estados Unidos, en el centro de sus indagaciones.
El escritor Gustavo Pérez Firmat, en su más reciente libro, The Havana Habit (Yale University Press, 2010), ha echado un vistazo a esa misma vastedad, pero lo ha hecho con tres atributos que distinguen su libro, tanto dentro de los estudios sobre Cuba en el imaginario norteamericano como dentro de la creciente bibliografía habanófila que se produce en el mundo: 1) la esfera donde emprende su arqueología es la cultura popular, especialmente la música, el cine, la televisión, la radio, la gráfica y las guías turísticas; 2) el periodo histórico que recorre, aunque con visitas al siglo XIX, a la primera mitad del XX o a la Revolución, está bastante ubicado entre los años 40 y 60 del pasado siglo; 3) la prosa de Pérez Firmat, como en casi todos sus libros y de manera creciente, es híbrida, no es propiamente la de un scholar sino la de un escritor ingenioso y refinado, que no desconoce la producción académica sobre el tema que aborda.
En The Havana Habit Pérez Firmat glosa clásicos de Hollywood como You’ ll Never Get Rich o The Maltese Falcon, guías turísticas como When it’s Cocktail Time in Cuba o Havana Mañana, musicales como Week-End in Havana, shows de televisión como I Love Lucy, posters de Conrado Massaguer y una buena cantidad de álbumes (Cole Español de Nat King Cole, Olé Tormé de Mel Tormé, Bagels and Bongos de Irving Fields, Latin ala Lee de Peggy Lee, Cha Cha Cha de Amor y Dino Latino de Dean Martin, Latin for Lovers de Doris Day…) y de canciones o piezas de Cole Porter, Irving Berlin, George y Ira Gershwin, Hoagy Carmichael, Harold Arlen y Johnny Mercer, donde aparecen motivos cubanos o habaneros.
No por vasto, ese archivo impone una presencia farragosa en el texto. Pérez Firmat, como en todos sus libros, ha sabido reunir mucha información sin perder la gracia narrativa o analítica. A diferencia de On Becoming Cuban de Pérez Jr. o de That Infernal Little Cuban Republic de Shoultz, este libro busca ilustrar el discurso exótico y turístico en las representaciones cubanas de la cultura popular de Estados Unidos, no para documentar el nacionalismo insular o el imperialismo norteamericano, sino para rastrear los orígenes de una posible identidad cubanoamericana. Tema éste, central en el autor de Life on the Hyphen, y lamentablemente descuidado por muchos académicos que estudian las relaciones entre ambos países sin reparar en la comunidad migratoria creada en la frontera de esos vecinos distantes.

sábado, 29 de enero de 2011

Bell y las ideologías

Ahora que ha muerto el importante pensador norteamericano Daniel Bell (1919-2011), muchos recuerdan su audacia de definirse como “socialista en economía, liberal en política y conservador en cultura”. La desagregación de la vida social en esas tres esferas y en esas tres ideologías –economía, política y cultura; socialismo, liberalismo y conservadurismo- respondía tanto a la formación sociológica de este intelectual público, como a su propia biografía teórica e política. Biografía oscilante que, sin embargo, no careció de coherencia.
Bell se formó en la Universidad de Columbia, en Nueva York, a fines de los 40 y principios de los 50, en una época marcada aún por el keynesianismo y por la breve sensación de entendimiento entre Estados Unidos y la Unión Soviética que acompañó el fin de la Segunda Guerra Mundial. De aquella etapa datan sus intensas lecturas de Marx y Stuart Mill, en un intento similar al del británico Harold Laski y otros “liberals” norteamericanos, de conciliar marxismo y liberalismo, en una suerte de versión de la socialdemocracia para Estados Unidos.
La primera década de la Guerra Fría y el ascenso del macarthysmo en Estados Unidos dejaron sus huellas en el pensamiento de Bell. Su temprano libro, El fin de las ideologías (1960), ya se internaba en una visión triunfal del capitalismo –precursora, en buena medida, de las que se propagarían luego de la caída del Muro de Berlín- que en aquella época de gran confrontación entre los dos polos buscaba, además de la constatación del despegue de la sociedad de consumo en Occidente, un rebajamiento de la alternativa política de la socialdemocracia y una subestimación del reto que entonces representaban para Occidente la Unión Soviética, China y los movimientos nacionalistas y descolonizadores del Tercer Mundo.
La gran efervescencia política de los 60 fue vista, de algún modo, como una refutación de la tesis de Bell. Sin embargo, tras la caída del Muro Berlín, muchos pensadores de menor rango como Francis Fukuyama, Alvin Toffler o Samuel P. Huntington, retomaron aquel vislumbre de Bell y lo naturalizaron en el debate intelectual. La visión de Bell, aún en plena Guerra Fría, no carecía de sentido, ya que lo que postulaba era que en la sociedad postindustrial, con una expansiva economía de servicios y una revolución tecnológica en la información y en la comunicación, la ideología mudaba de forma: pasada de ser un asunto doctrinal para convertirse en un discurso simbólico.
Esta idea reaparece en otros dos libros suyos: El advenimiento de la sociedad postindustrial (1973), que también sirvió de plataforma a economistas y sociólogos de todas las ideologías –a Alain Touraine, por ejemplo- y su magistral ensayo -el más leído, tal vez, en Hispanoamérica, Las contradicciones culturales del capitalismo (1976), que admiró mucho Octavio Paz- en el que ya asomaba la veta conservadora y moralizante de Bell en la cultura. Sin embargo, el centro de la argumentación, en estos tres libros, se encuentra ya desde el primero: lo que se entendió como ideología desde fines del siglo XVIII dejó de serlo con la Guerra Fría.
Para muchos resultará paradójica la idea, ya que la Guerra Fría fue, precisamente, un momento de encarnizada polarización ideológica. Pero Bell no dejaba de tener razón al advertir las crecientes confluencias y mestizajes que, desde aquellas décadas, experimentaban el liberalismo, el conservadurismo y la socialdemocracia. Al colocarse en esa perspectiva postdoctrinal, no le resultó difícil, entonces, incorporar elementos socialistas a su idea de la economía –en realidad, siempre fue keynesiano-, mantener el liberalismo en política –que en su caso significaba rechazar la paranoia macarthysta- y dotar su idea de la cultura de una rectitud e, incluso, una vigilancia moral, que lo afilió al conservadurismo y a la nueva derecha norteamericana de la época de Ronald Reagan.

viernes, 28 de enero de 2011

Dedicatorias

El joven estudioso cubano Amauri Gutiérrez Coto, que ya comentamos aquí a propósito de la edición, en la sevillana editorial Renacimiento, de una polémica entre Juan Marinello y Gastón Baquero en los años 40, ha compilado, para la editorial Oriente, en Santiago de Cuba, la correspondencia entre José Lezama Lima, Medardo Vitier, Cintio Vitier y Fina García Marruz (en la foto). Se trata, como era de esperarse, de un epistolario delicioso, lleno de ideas e intuiciones.
El libro de se titula La amistad que se prueba. Cartas cruzadas (Santiago de Cuba, Editorial Oriente, 2010) y me detengo en las dedicatorias con que unos y otros regalaban sus libros. Podría reconstruirse la amistad de cuarenta años que hubo entre Lezama y los Vitier por medio de esas dedicatorias. Al principio, son demasiado formales, distantes, aunque también coquetas. Lezama, por ejemplo, envía a las hermanas García Marruz un ejemplar de Muerte de Narciso (1937) con estas palabras:

“Para Bella y Fina García Marruz,
conociéndolas sin conocerlas
y deseoso de su conocimiento y amistad”.

La primera dedicatoria de “Cynthio Vitier” –así escribía entonces su nombre- es de 1938 y acompañaba un ejemplar de su primer cuaderno, Poemas (1938):

“Para el Sr. José Lezama Lima,
inefable autor
de “Muerte de Narciso",
con la profunda admiración de
Cynthio Vitier,
Respetuosamente.

Ya en 1943, con el envío de Sedienta cita (1943), hay más confianza:

“Para José Lezama Lima, en
la marea de su fastuoso imperio,
con la creciente admiración y alegría
por su Obra, de Cintio Vitier”.

A partir de entonces las dedicatorias, sobre todo las de Vitier y García Marruz a Lezama, van ganando en elocuencia. La de Caprichos y homenajes (1947) dice:

“Para José Lezama Lima,
que está, como revelación y alimento,
en la fábula de mi vida”.

La de Transfiguración de Jesús del Monte (1947), de Fina García Marruz:

“Para José Lezama Lima, por esos preciados
instantes en que su altivez, en una forma
mucho más rápida de lo que lo haría su consentimiento,
nos acompaña y nos conmueve”.


Y así y así, hasta llegar a la inserción de poemas enteros en las dedicatorias, como se estilaba, todavía, a principios del siglo XX. Lezama, sobre todo, hizo de los apuntes en las páginas iniciales de los libros que regalaba todo un género poético. En las Navidades de 1952, regaló la Obra poética de Alfonso Reyes con este poema-dedicatoria en que agradecía, a su vez, la traducción que Vitier hizo de Mallarmé:

“¿Quién podría traducir
a Estéfano Mallarmé
mejor, sin ser un mentir,
¡ni pensar! que Cintio Vitier.
El gozo de contracifra y
la templada reforma, verso
que va hors la loi si
luz de un punto diverso,
el logos casi, oscurecido,
y el arpón con su sentido”.


Y en el verano del 53, le estampa otro poema a Vitier y García Marruz, en la primera página de Analecta del reloj:

"Para Fina y Cintio Vitier:
Lápiz a su nube
di, prosigue.
Borra lo que sigue
tacha lo que sube

al cuarto inclinado
acecho de alfil,
infante enjaulado,
Seda de Boabdil,

luna semiandante
¿ijar o turbante?
Riscos, aquí caracola.
Dice más la suerte,
herida de muerte:
ópalo, batahola".

miércoles, 26 de enero de 2011

La noble democracia de Rubén Martínez Villena

En su apresuramiento por llegar al pasaje en que pedía una “carga para matar bribones”, los ideólogos y los burócratas no leen los primeros versos del "Mensaje lírico civil" (1923) de Rubén Martínez Villena, el conocido poema dedicado al poeta peruano, José Torres Vidaurre (1901-1979). Este último, descendiente de un viejo linaje republicano andino, al que perteneció el gran pensador limeño, Manuel Lorenzo de Vidaurre, había pasado una temporada en La Habana, donde colaboró en la revista Social y comenzó la redacción de algunos de los poemas que conformarían su Romancero criollo (1935), suerte de ejercicio lorquiano desde los Andes.
En Madrid y en París, durante los años 20, Torres Vidaurre entró en contacto con Juan Ramón Jiménez y, por supuesto, con Lorca, pero también con la poesía suramericana de vanguardia, especialmente con su compatriota César Vallejo y con el chileno Vicente Huidobro. Pero la poesía y la prosa de Torres Vidaurre se mantuvieron fieles a aquella adaptación criolla del romance lorquiano, que comenzó a experimentar desde que, en la Habana, colaboraba para la revista dirigida por Emilio Roig de Leuchsenring.
Martínez Villena, que conoció a Torres Vidaurre durante la estancia habanera de este, le envía el "Mensaje lírico civil", como una suerte de epístola versificada en la que narra la compra del Convento de Santa Clara por el gobierno de Alfredo Zayas. El Estado, según Martínez Villena, era un “comerciante necio”, que en un acto de corrupción había tratado de comprar el edificio “al triple del verdadero precio”, lo que provocó una movilización pacífica de un grupo de intelectuales, conocida como “La protesta de los 13”, además de una demanda judicial, que lo llevó a la cárcel, desde donde escribió el citado poema.
Cuando Martínez Villena escribió el "Mensaje lírico civil" no era todavía comunista y, de hecho, el partido de cuyo Comité Central sería miembro aún no había sido fundado. Desde una perspectiva doctrinal de la política, las acciones contra el gobierno de Zayas que emprendía el joven abogado se apegaban a la Constitución de 1901, que era respetada y admirada por su mentor, Fernando Ortiz, en cuyo bufete trabajaba desde que se graduó de Derecho en La Universidad de la Habana, en 1922. Tal vez esa ideología originalmente republicana de Martínez Villena explique estos versos que burócratas e ideólogos no citan:

“Tenemos el destino en nuestra propias manos
y es lo triste que somos nosotros, los cubanos,

quienes conseguiremos la probable desgracia,
adulterando, infames, la noble Democracia...”

domingo, 23 de enero de 2011

El totalitarismo como pasado presente

La Jornada Semanal, suplemento cultural del periódico mexicano La Jornada, ha dedicado su portada de este domingo al gran pensador político francés, Claude Lefort, fallecido el año pasado en París. Como bien dice Sergio Ortiz Leroux en su merecido homenaje, la obra de Lefort, así como la de Cornelius Castoriadis, identifica a toda una zona del marxismo libertario del 68 francés –ambos fueron los editores de la célebre revista Socialisme ou Barbarie- que desembocó, tras la caída del Muro de Berlín y la desaparición de la URSS y el campo socialista, en la importante corriente neomarxista de las dos últimas décadas.
Además de una suerte de mestizaje doctrinal, que le permitió leer con provecho a viejos antiabsolutistas o republicanos como Étienne de la Boétie y Nicolás Maquiavelo o a liberales decimonónicos como Constant y Tocqueville, Lefort compartió con la mayoría de los postestructuralistas de su generación un interés por los procesos simbólicos de la política que le facilitó la ruptura con viejas concepciones “superestructurales” del marxismo dogmático y con sus instrumentaciones políticas en el socialismo real.
Curiosamente, fue esa inversión del enfoque, esa colocación de los símbolos en el centro, y no en la periferia de los fenómenos políticos, la que lo llevó a la inquietante conclusión, magistralmente expuesta en La incertidumbre democrática. Ensayos sobre lo político (Barcelona, Anthropos, 2004), de que el totalitarismo, ese fenómeno distintivo del siglo XX, no es un asunto del pasado o una tara que gravita sutilmente sobre el presente de la humanidad. El totalitarismo, pensaba Lefort, es todavía una posibilidad, una realidad, de hecho, en algunos países del mundo –Lefort era muy crítico, por ejemplo, con el comunismo chino- y un elemento constitutivo de algunos aspectos del funcionamiento democrático.
Cualquier proyecto de acoplamiento de la sociedad civil con la sociedad política –sea el estalinismo, el nazismo o la tendencia homogeneizadora de los medios de comunicación en las democracias actuales- supone una incorporación de elementos totalitarios. El deslinde entre sociedad civil y sociedad política, entre ciudadanía y Estado, es, por tanto, para Lefort, garantía de preservación de la democracia. Pero ese deslinde, agrega, debe mantenerse sin propiciar la despolitización de la sociedad, que es uno de sus frecuentes efectos perversos. El deslinde entre ciudadanía y Estado es, además, la única forma de evitar que “lo instituido” subordine a “lo instituyente” en la vida política de cualquier país.
Ortiz Leroux encuentra la clave del pensamiento político de Lefort en el desplazamiento del referente marxista al maquiavélico, que expone su última obra, Maquiavelo. Lecturas de lo político (Madrid, Trotta, 2010), y que reseña Jesús Silva Herzog Márquez en el Nexos de enero:

“Lefort encuentra en la obra de Nicolás Maquiavelo una veta muy fértil para repensar el sentido instituyente de lo político moderno. En la filosofía política del escritor y político florentino, identifica un amor a la libertad y un rechazo a la dominación, que no aparecen en la ciencia política del marxismo, que reduce toda idea de libertad a un hecho positivo, empírico o a una ideología que encubre la práctica de la clase dominante. A diferencia de Karl Marx, Maquiavelo reconoce la división social como constitutiva de la sociedad política y, por tanto, como algo insuperable. Frente a la dialéctica de la necesidad, el escritor florentino antepondrá la contingencia de los deseos humanos de la sociedad política. A partir de esa contingencia, Maquiavelo desarrolla una nueva teoría de lo político que tiene como punto de partida una elaboración singular de la división entre sociedad civil y Estado, esto es, del modo como se constituye una sociedad política”.

jueves, 20 de enero de 2011

Guiteras en Chiapas

Es frustrante no saber más sobre Calixta Guiteras Holmes (1905-1988), la hermana de Antonio Guiteras, el líder socialista y revolucionario cubano de los años 20 y 30. Por las varias buenas biografías de Guiteras que existen –la de Tabares del Real, la de Olga Cabrera, la de Paco Ignacio Taibo II- sabemos que Calixta, como sus hermanos, Antonio y Margarita, nació en Bala Cynwood (Filadelfia), en 1905, y que se trasladó con su familia a Vueltabajo, cuando al padre, Calixto Guiteras Gener, un exiliado de fines del XIX que había colaborado con el Partido Revolucionario Cubano, le ofrecieron un puesto como profesor del Instituto de Segunda Enseñanza de Pinar del Río.
En un reportaje sobre la familia Guiteras-Holmes que apareció en la prensa pinareña, a principios de los 20, se publicaron varias fotos de los tres hermanos, Calixta, Antonio y Margarita. Calixta, la mayor, parece ser la que está parada detrás del padre, a la derecha de Antonio, mientras que Margarita, que entonces tendría poco más de diez años, está parada entre los padres. El vestido, el peinado y los sombreros de Calixta se parecen a los de las mujeres vanguardistas y sufragistas de cualquier capital occidental, aunque anduviera a caballo y no en un Ford de los años 20
También sabemos que Calixta estudió en la Universidad de La Habana, que se involucró en la oposición a la dictadura de Gerardo Machado y que perteneció al primer Directorio Estudiantil Revolucionario. A diferencia de su hermano, Antonio, quien estudió Farmacia, Calixta se graduó de Filosofía a principios de los 30 y tras la muerte de su hermano, en 1935, se exilió en México. En la página electrónica Cubaliteraria, Calixta Guiteras aparece como “poeta”, pero en la bibliografía al pie no se menciona ningún cuaderno de poemas.
Por un artículo curioso del etnólogo mexicano José Antonio Aparicio, nos enteramos de que Guiteras cursó Antropología desde 1938 en el Departamento de Antropología del Instituto Politécnico Nacional, creado por el presidente Lázaro Cárdenas, y que cuatro años más tarde, en 1942, cuando se fundó la Escuela Nacional de Antropología e Historia, concluyó sus estudios en esta institución.
Desde fines de aquella década, Guiteras comenzó a estudiar las comunidades indígenas de los Altos Chiapas, como parte del proyecto dirigido por Sol Tax, antropólogo de la Universidad de Chicago. Algunos de sus primeros estudios, como Clanes y sistema de parentesco de Cancuc (1947), Organización social de tzeltales y tzotziles (1948) y Sistemas de parentesco huasteco (1948), fueron folletos que resumían los hallazgos de aquellas investigaciones y que la consolidaron como profesora de Etnología, Antropología y Cultura Maya en la ENAH, la UNAM y la Universidad de Mérida.
En 1952, luego de la publicación de su primer libro, Sayula, un raro estudio de antropología cultural sobre ese pueblo del sur de Jalisco, otro antropólogo de Chicago, Robert Redfield, invitó a Guiteras a formar parte de un nuevo proyecto de investigación en San Pedro Chenalhó, en los Altos de Chiapas, que sería financiado por la Fundación Ford. A partir de la sugerencia de Redfield, Guiteras decidió entonces iniciar el estudio de la “visión del mundo” de las comunidades indígenas chiapanecas.
Primero pensó en Cancuc, el pueblo tzeltal que ya había estudiado en los 40, pero luego optó, ya no por una comunidad, sino por un individuo: Manuel Arias Sojom, indígena tzotzil de San Pedro Chenalhó. Entre 1952 y 1956, Calixta Guiteras, becaria por entonces de la Universidad de Chicago y la Fundación Ford, viajó regularmente a los Altos de Chiapas a entrevistar a Arias. Resultado de aquel diálogo fue el espléndido libro Los peligros del alma. Visión del mundo de un tzotzil (1965), que se editó, primero en inglés, y luego en castellano por el Fondo de Cultura Económica.
El título, que provenía de uno de los capítulos de La rama dorada de James George Frazer, aludía tanto a la visión amenazante del mundo que tenían los tzotziles como a los riesgos de una identidad demasiado autoconsciente, esto es, al grado de exposición al que puede conducir una idea del “alma como maniquí”. En un interesante epílogo a la obra, escrito por Sol Tax, se compilaron las cartas entre Calixta y Redfield, mientras la primera realizaba su investigación, y no es imposible detectar en las mismas una tensión entre enfoques funcionalistas y postfuncionalistas. A ambos antropólogos les interesaba tanto la visión que Arias tenía de la naturaleza, Dios, la tierra, la sociedad o el Estado, como su propia experiencia de sujeto “estudiado” o el rol del antropólogo en la misma.
El lugar de Calixta Guiteras Holmes en la antropología mexicana está muy bien establecido. Pero, ¿por qué parecen tan débiles sus conexiones con la antropología cubana, si Guiteras regresó a Cuba principios de los 60 y allí murió en 1988? ¿Sólo porque su objeto de estudio fueron las comunidades del Sudeste mexicano y no la cultura afrocubana? Es lógico que para su trabajo fuera más importante la referencia de Manuel Gamio que la de Fernando Ortiz. ¿Pero no es acaso su ejercicio con Arias Sojom un antecedente bastante inmediato de Biografía de un cimarrón (1968) de Miguel Barnet?