Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

domingo, 20 de marzo de 2011

Péguy y lo pueril

Ante un libro como Clío. Diálogo entre la historia y el alma pagana de Charles Péguy (1873-1914), rescatado recientemente por la editorial Cactus de Buenos Aires, es difícil reaccionar de manera coherente. Junto a una reflexión del mayor refinamiento sobre las discordancias entre memoria e historia y un ajuste de cuentas con Henri Bergson, que tiene más de homenaje discipular que de herejía insinuada, encontramos pasajes de evidente afectación.
La propia postulación de Clío como personaje que dialoga con Péguy y el consiguiente desdoblamiento de éste, el autor, en un interlocutor de ese diálogo, no puede menos que leerse como un ejercicio escolar, que avergüenza. Aún así, el recorrido por la poesía romántica francesa (Hugo, Musset, Lamartine, Vigny...), en busca de relatos del pasado, es sumamente virtuoso y nos persuade de la existencia de una lírica histórica que no ha merecido tanta atención como la novela histórica moderna.
¿Qué pensamos de Péguy? ¿Nos gusta o no? Es difícil saberlo. Hay momentos de este libro cuya puerilidad afina nuestro sentido del ridículo. Pero hay otros que disfrutamos, casi en la frontera de esa misma puerilidad. Por ejemplo, el maravilloso párrafo en que habla del error de haber nacido en ciertos años. Según Péguy, Lamartine y Vigny se equivocaron en sus años de nacimiento, a diferencia de Hugo, que nació con su siglo. Es evidente que Péguy se autorretrataba cuando describía aquel error en la fecha de nacimiento de Lamartine y Vigny:

“Cuando uno quiere apoderarse de un siglo, la primera medida a tomar es no nacer antes del comienzo de dicho siglo. Eso es un grave error. Es el error preliminar. Es el error que debía cometer ese gran despistado, ese gran entusiasta de Lamartine. Y que cometió infaliblemente. Nació en 1790, tal como aparece en los diccionarios. Esto significaba perder diez años. Era un mal comienzo”.

“Ese fue también el error que cometió Vigny. Al nacer en 1797, ya estaba cansado antes de empezar. Muerto en 1863, a los 66 años, ya no podía pretender nada. 66, 666… representa dos tercios de siglo. En última instancia, se podría llegar con dos tercios de siglo. Pero habría que ubicarlos justo en el medio del siglo y, si fuera posible, esos dos tercios uno a continuación del otro. De 1913 a 1979 quizá todavía se podría llegar a ser el hombre de un siglo”.

domingo, 13 de marzo de 2011

Desiguales e infelices


A pesar de las tantas impugnaciones que el utilitarismo liberal ha debido soportar en los dos últimos siglos, el viejo sueño de Jeremy Bentham, de medir la felicidad y el sufrimiento entre los seres humanos, sigue vivo en las ciencias sociales. La aparición del libro The Spirit Level: Why Greater Equality Makes Societies Stronger (2009), de Richard Wilkinson y Kate Pickett, vertido al español por Turner bajo el título de Desigualdad: un análisis de la infelicidad colectiva (2011), es una buena muestra de la pervivencia del legado de Bentham, aunque la tesis central del mismo se coloque en las antípodas del utilitarismo.
Wilkinson y Pickett no son sociólogos, filósofos o economistas: son médicos. Esa formación los lleva a observar con otros ojos las 20 sociedades más desarrolladas del planeta. No ignoran los datos estructurales de las economías desarrolladas, que apuntan a un crecimiento de la desigualdad y la distribución inequitativa del ingreso, pero se interesan en diagnosticar una serie de patologías sociales, relacionadas con las nuevas jerarquizaciones generadas por el mercado. El sociólogo mexicano Fernando Escalante, profesor de El Colegio de México, ha resumido así el mensaje central de Wilkinson y Pickett:

“Por ricas que sean, las sociedades más desiguales tienden a mayor incidencia de obesidad, embarazos adolescentes, más delitos violentos, más población en reclusión, más drogadicción, más problemas de salud mental, menor movilidad social, menor esperanza de vida, peor desempeño educativo”.

La correlación entre índices de disparidad social y esas patologías sociales, señala Escalante, no responde a una causalidad directa. Dichas patologías se producen bajo múltiples condiciones, no necesariamente asociadas a la desigualdad, y a veces logran atenuarse sin que esta última decrezca. El concepto de “felicidad”, que utilizan Wilkinson y Pickett, parte de una formulación dependiente de la salud física y mental, por lo que el mismo no está culturalizado, por decirlo así, y necesariamente no se refleja en la autopercepción que tiene de su vida la mayoría de los habitantes del planeta.
Aún así, los resultados de esta investigación son alarmantes. En países desarrollados donde crece la desigualdad, como el Reino Unido, Francia, Australia, España, Italia, Portugal y, sobre todo, Estados Unidos, la incidencia de esas patologías es mucho mayor que en países menos desiguales como Dinamarca, Noruega, Suecia, Finlandia, Holanda, Bélgica o Japón. La conclusión de Wilkinson y Pickett apunta, por tanto, a una fuerte crítica a la hegemonía del mercado o a la ausencia de estrategias eficaces de distribución del ingreso y dotación de derechos sociales por parte del Estado.
Como bien advierte Escalante, si esta estadística de la infelicidad es abrumadora para los 20 países más desarrollados del planeta, qué habría que esperar para economías y sociedades tan asimétricas como las latinoamericanas. Bien harían los políticos y los economistas de la región en leer el libro de Wilkinson y Pickett como visión moderada de los efectos de la desigualdad en América Latina.

jueves, 10 de marzo de 2011

¿Quién descubrió la invención?


El año pasado una pequeña editorial española rescató el ensayo Américo Vespucio. La historia de un error histórico (Salamanca, Capitán Swing Libros, 2010), que escribiera el escritor austriaco Stefan Zweig. No es ese ensayo de Zweig similar a otros estudios biográficos suyos, como los de María Antonieta, Fouché, Magallanes, María Estuardo o Erasmo de Rotterdam, en los que el propósito de amenidad o pedagogía daba a las ideas un empaque divulgativo.
Había en ese texto tanta historia como reflexión sobre el origen accidentado de un nombre -América- y el aventurero florentino que aseguró el bautizo de todo un continente. El tono filosófico, más que narrativo, que por momentos elegía Zweig, acercaba su ensayo a algunos textos menos conocidos del escritor vienés como el que dedicó al poeta modernista belga Émile Verhaeren, a la “curación por el espíritu” en Mesmer y Freud o el ensayo sobre Montaigne, que dejó inconcluso antes de su suicidio en Brasil, junto a su esposa.
Luego de leer el texto de Zweig pensé, naturalmente, en el clásico estudio del historiador mexicano, Edmundo O’Gorman, La invención de América. Investigación acerca de la estructura histórica del Nuevo Mundo y del sentido de su devenir (1958), donde se sostiene la misma idea. No he podido verificar el año de la primera edición del ensayo de Zweig, pero, si es contemporáneo del que escribió sobre Magallanes, seguramente es de fines de los 30. Lo cual tendría sentido, además, por la experiencia brasileña de Zweig, que de algún modo está implícita en ambos libros.
De manera que el texto de Zweig podría ser veinte años anterior al de O’Gorman. Sin embargo, el historiador mexicano no cita el ensayo de Zweig en ninguna de las ediciones de su gran estudio: ni en la primera (1958) ni en la segunda (1976) del Fondo de Cultura Económica, ni en las dos ediciones universitarias norteamericanas, la de 1961 y la de 1971. Podría pensarse que no lo hizo, tal vez, porque el texto de Zweig no calificaba como referencia académica, pero O’Gorman era un historiador que defendía la heterodoxia de las fuentes o, más específicamente, el trabajo con la literatura como documento histórico.
Podría pensarse, también, que la idea de que no fue Cristóbal Colón sino Américo Vespucio, el primer viajero que comprendió que América conformaba un continente distinto de Asia o un Nuevo Mundo, era de uso común desde que, en la primera década del siglo XVI, el cartógrafo Martin Waldseemüller la imprimió en su mapa. Pero la convergencia de enfoques entre Zweig y O´Gorman no tiene que ver únicamente con la idea de la “invención” sino con la premisa, más heideggeriana que hegeliana, de que el origen accidentado del nombre tiene alguna implicación para el devenir del ser.
La paradoja de que “Colón descubrió América, sin reconocerla, y Vespucio no la descubrió, reconociéndola”, logra en ambos una formulación muy parecida. Si O´Gorman no leyó el ensayo de Zweig podría atribuirse a estos dos escritores del siglo XX una paradoja similar: Zweig descubrió la invención, sin descubrirla, y O´Gorman no la inventó, descubriéndola. En caso de que O’Gorman hubiera leido a Zweig, habría que averiguar por qué la legendaria heterodoxia historiográfica del mexicano no admitió la referencia del vienés.

sábado, 5 de marzo de 2011

Byrne y la Irlanda cubana


El crítico cubano Francisco Morán, estudioso de la poesía modernista hispanoamericana y autor de un par de libros ineludibles sobre Julián del Casal, Casal à Rebours (1996) y Julián del Casal o los pliegues del deseo (2008), ha reeditado la poesía y parte de la prosa del poeta matancero Bonifacio Byrne (1861-1936).
Byrne es conocido, sobre todo, por algunos poemas patrióticos incluidos en su cuaderno Lira y espada (1901). Especialmente por “Mi bandera”, dedicado al general separatista Pedro Betancourt, quien fuera gobernador civil de la provincia de Matanzas durante la primera ocupación norteamericana de la isla (1898-1902). Aquel poema, en el que Byrne recordaba su regreso, luego de un exilio de varios años en Estados Unidos, y el malestar que le causó ver la bandera norteamericana ondeando en edificios públicos de la isla, se convirtió en una pieza retórica clave de la formación cívica de los cubanos durante todo el siglo XX.
La identificación de Byrne con ese poema fue tal que los otros cuadernos que publicó en vida –Excéntricas (1893), que como Lira y espada apareció con prólogo del también matancero, aunque nacido en Santo Domingo, Nicolás Heredia, Efigies (1897), Poemas (1903) y En medio del camino (1914)- pasaron muy pronto a un segundo plano, por no decir al olvido. Morán tuvo a bien reunir en esta antología las principales críticas sobre Byrne escritas en Cuba, por medio de las cuales el lector puede hacerse una idea de la recepción del poeta en el último siglo.
En esa superposición de lecturas, llama la atención el hecho de que mientras los contemporáneos de Byrne (Heredia, Hernández Miyares, Casal, Sanguily) destacaron, sobre todo, la poesía modernista de Excéntricas y Mariposas –un segundo cuaderno, que no llegó a editarse-, los críticos posteriores (Gálvez, Carbonell, Bobadilla, Lizaso, Fernández de Castro, los dos Vitier, Lazo) prefirieron asociar a Byrne con la poesía patriótica y subestimaron su faceta modernista.
Lezama, en cambio, en la breve nota que le dedicó en su Antología de la poesía cubana, dice que de las dos corrientes de la poesía de Byrne, la patriótica y la modernista, la “segunda es la de interés más mantenido”…, “llena de aciertos, de matizaciones, de riqueza verbal y de cierto intimismo de una voz secreta que se revela con delicadeza”. Este desplazamiento del péndulo de la crítica, a favor del Byrne modernista, es el que caracteriza las aproximaciones de las últimas décadas (Bladimir Zamora, Arturo Arango, Susana Montero, Iraida Rodríguez…) y el que marca, también, la antología y el magnífico prólogo de Morán: “¡Cómo tiembla! ¡Cómo tiembla! Bonifacio Byrne o el tic diabólico y raro del modernismo hispanoamericano”.
En la contraportada del libro, Gustavo Pérez Firmat y Jorge Camacho destacan la importancia del rescate editorial emprendido por Morán y, sobre todo, de su audaz relectura de la poética modernista de Byrne. El segundo, afirma:

“Hace unos años le oí decir a Umberto Eco que cada hombre debía proponerse reescribir la Enciclopedia. Pues bien, las páginas introductorias y los comentarios a esta edición de Excéntricas (1893) de Byrne cumplen un objetivo similar. En esta edición Francisco Morán cuestiona la imagen de un Byrne que solamente escribía poemas patrióticos y nos lo devuelve como un escritor atormentado y excéntrico, posiblemente uno de los más singulares poetas modernistas cubanos e hispanoamericanos”.

Morán encuentra en Excéntricas muchos motivos de la poesía modernista: esqueletos, espectros, sepultureros, tumbas, arpas, cofres, joyas, buques fantasmas… Sus notas al pie, sin embargo, nos llevan a la exploración de tópicos sumergidos bajo esas refinadas estetizaciones, como los del sexo, la muerte, la locura o la sangre. Entre las tantas asociaciones que Morán deriva de la poesía de Byrne, me quedo con su idea de la conexión irlandesa, en Byrne y en Casal, a partir del poema “Islas pálidas”, del que reproduzco los primeros versos:

Son unas islas en donde
existe la sangre apenas,
pues parece que se esconde
fugitiva entre las venas.

En esas islas hermosas
que yo he visto en mis delirios,
desaparecen las rosas
bajo una lluvia de lirios.

Sus mujeres son delgadas,
dulces, puras, ideales,
cual lo son las alboradas
o las tardes otoñales.

De sus ojos el fulgor
es una caricia leve,
y su boca es una flor
que sembró Dios en la nieve.

A mí, que he podido verlas,
no me es posible dudar
que, en su semblante las perlas
se han querido refugiar.

jueves, 3 de marzo de 2011

Freud en México



México es uno de esos países en los que la cultura logra localizarse o, más específicamente, personalizarse con tanta fuerza, que hace que cualquier teoría social o corriente estética pueda encontrar su correlato mexicano. Así como hubo un México para Comte, Spencer y el positivismo, otro para Breton, Buñuel y sus surrealismos, otro para Trotski y el trotskismo, otro para Artaud y el teatro del absurdo y muchos otros más para cualquier antropólogo y su respectiva escuela, hubo también un México para Sigmund Freud y el psicoanálisis.
El crítico mexicano, Rubén Gallo, profesor de la Universidad de Princeton, ha dedicado un estudio a ese México en su exquisitamente documentado, escrito y editado Freud’s Mexico. Into the Wilds of Psychoanalysis (Cambridge, Massachusetts, MIT, 2010). Como su anterior, Mexican Modernity. The Avant-Garde and the Technological Revolution (2005), también editado por la editorial del Massachusetts Institute of Technology, este libro es una buena muestra de la mejor historia cultural que se escribe en la academia norteamericana.
El libro de Gallo es, por lo menos, dos cosas a la vez: una historia de la recepción de Freud en México y una historia de las resonancias mexicanas en la obra del fundador del psicoanálisis. Pero el lector no encontrará aquí sólo el archivo tradicional de la cultura letrada (filósofos o escritores mexicanos como José Vasconcelos, Samuel Ramos, Alfonso Reyes, Salvador Novo, Jorge Cuesta, Octavio Paz…), que por lo general dialoga con la obra de Freud, sino también glosas de pintores como Diego Rivera, Frida Kahlo, Manuel Rodríguez Lozano, Leonora Carrington, Remedios Varo o Miguel Covarrubias, que rondaron temas freudianos.
Conformado como un díptico, “Freud in Mexico” y “Freud’s Mexico”, este libro parece juntar dos mitades escindidas: el México que leyó a Freud y el México que fue leído por Freud. En la primera destaca la reconstrucción del estudio psicoanalítico que hizo el abogado penalista Raúl Carrancá y Trujillo (en la foto, al fondo y al centro) al asesino de Trotski, el estalinista español Ramón Mercader (también en la foto, escenificando para la policía mexicana el golpe de piolet en la cabeza del líder bolchevique), desconocido u olvidado por otros historiadores de ese célebre crimen. En la segunda, el inventario con ojo de coleccionista que recorre las antigüedades mexicanas que Freud acumuló a lo largo de su vida.
Hay que leer este libro no para encontrar fáciles diagnósticos y terapias, como los que tanto abundan en el bajo psicoanálisis de las culturas. Hay que leerlo por sus detalles y, sobre todo, por la refutación de los lugares comunes que asocian, únicamente, la relación de Freud con México al rechazo de la cultura católica, a la fascinación del pensador austriaco con el mundo prehispánico o al deslumbramiento de las vanguardias mexicanas del siglo XX con el psicoanálisis. Como insinúa Gallo, hubo de todo en esta historia: católicos freudianos, malas lecturas de Freud de las culturas azteca y maya y vanguardistas enemigos del psicoanálisis.

viernes, 25 de febrero de 2011

La izquierda y el terror

Durante el último mes he seguido, día a día, la cobertura que han hecho La Jornada y Público, dos periódicos de la izquierda iberoamericana, de las revoluciones en el Magreb y algunos países del Medio Oriente. Y debo decir que me ha parecido magnífica. Las notas del reportero británico Robert Fisk, que se reproducen en ambos periódicos, son de lo mejor que se ha escrito sobre esas revoluciones. Fisk se ha desplazado por el itinerario de la ola revolucionaria -de Tunez a El Cairo y de Egipto a Trípoli-, retratando a dictadores y poniéndole voz y rostro a esa juventud árabe, globalizada y cívica.
No ha sido esta una cobertura “objetiva” o “imparcial”, ya que las simpatías de Fisk y de los editores de ambos periódicos están, resueltamente, con los revolucionarios. Sin embargo, el profesionalismo de estos medios, poco perceptible cuando abordan algunas realidades latinoamericanas como la venezolana o la cubana, no ha estado ausente en esta cobertura. La irrupción de nuevos sujetos políticos, desde abajo, y las fracturas de las élites, desde arriba, han sido igualmente tratadas y el lector de ambos periódicos se hace un cuadro bastante completo de la diversidad de fuerzas sociales y políticas que deciden esas convulsiones.
Aunque estas revoluciones no son mayoritariamente islámicas ni antioccidentales, esa prensa de izquierda las ha celebrado. La perspectiva de una izquierda que respalda revoluciones pacíficas y democráticas es similar al apoyo que algunos sectores de la misma dieron a las democratizaciones de Europa del Este, si bien esta vez dicho respaldo ha sido mucho más amplio, en buena medida porque el intervencionismo europeo y norteamericano ha sido menor. Lo cual nos permita concluir, tal vez, que, como aquellas democratizaciones, estas revoluciones ayudarán a consolidar el principio de la autonomización democrática dentro de las izquierdas occidentales.
Esa visión del Islam y del mundo árabe, como una zona cultural, moral y políticamente conjugable con democracias autónomas, es la que aparece, por cierto, en el magnífico libro de la pensadora contemporánea y profesora de la universidad de Cornell, Susan Buck-Morss, Pensar tras el terror. El islamismo y la teoría crítica entre la izquierda (2010), que prologó Slavoj Zizek. La idea central de Buck Morss, que debe mucho a la conceptualización de “fantasía” en Zizek, es que el Medio Oriente no debe ser pensado como una subjetividad vaciada o moldeable desde las hegemonías occidentales, pero tampoco como un “otro” total, mítico, desde el que se postula la regeneración del propio Occidente.
Hay en esa doble crítica una equidistancia del principio imperial de la “democratización” desde afuera y, a la vez, del integrismo islámico que estigmatiza la democracia por “occidental”. Una crítica, por decirlo rápido, a Bush y a Bin Laden, a Sharon y a Ahmadinejad, al expediente de la “guerra contra el terror” y al de la jihad. En una época cada vez más contrailustrada, en la que crece la duda por la utilidad de la teoría, la obra de Susan Buck-Morss es un buen testimonio de la funcionalidad del trabajo teórico.
Esa izquierda democrática que defiende Buck Morss difícilmente habría podido formularse sin su formación en la teoría crítica frankfurtiana, que desarrolló en The Origin of Negative Dialectics, sin su magistral estudio sobre Walter Benjamin, The Dialectic of Seeing, sin su análisis sobre la desaparición de las utopías de masas en el Este y en el Oeste, en Mundo soñado y catástrofe (2004), e, incluso, sin su virtuoso ejercicio de historia intelectual, Hegel y Haití. La dialéctica amo-esclavo (2005), que tanto admiramos.

miércoles, 23 de febrero de 2011

Eco, el Critón y el juicio a Berlusconi

Umberto Eco ha escrito para L’espresso un artículo, reproducido por Público, en que recuerda a Silvio Berlusconi el mensaje central del diálogo Critón o el deber de Platón. En otras latitudes, recordarle a los políticos un texto de filosofía clásica suele ser un gesto, más bien, extravagante. Pero, en el caso de Il Cavaliere, no lo es, ya que a Eco le consta que Berlusconi leyó los diálogos de Platón en el bachillerato. En todo caso, Eco, una vez más, parece demandar de los políticos una racionalidad moral universal –exigir la expatriación de Battisti, prófugo de la justicia italiana en Brasil, y, a la vez, aceptar el juicio a Berlusconi- que muy poco tiene que ver con la realpolitik, como enseñaron Maquiavelo y Bismarck:


“Dirán los defensores del honorable Berlusconi que Battisti no hace bien huyendo de la Justicia italiana, porque en su interior sabe que es culpable, mientras que Berlusconi, con toda la razón, hace lo mismo porque en su interior se considera inocente. Pero ¿cuánto puede aguantar este argumento?
Los que lo utilizan parecen no haber reflexionado sobre un texto que, cualquiera que haya ido al instituto (como le sucedió al honorable Berlusconi), debería haber conocido, y que es el Critón de Platón. Para quien lo haya olvidado, les haré un breve resumen: Sócrates ha sido condenado a muerte (injustamente, nosotros lo sabemos y él lo sabía) y está en la cárcel esperando la copa de cicuta. Lo visita su discípulo Critón, que le dice que todo está preparado para su fuga, y utiliza todos los argumentos posibles para convencerlo de que tiene el derecho y el deber de escapar de una muerte injusta.
Pero Sócrates responde recordando a Critón cuál debe ser la postura de un hombre de bien ante la majestuosidad de las leyes de la Ciudad. Al aceptar vivir en Atenas y disfrutar de todos los derechos de un ciudadano, Sócrates reconoce la bondad de aquellas leyes, y si se atreviese a negarlas sólo porque en un determinado momento estas actúan en su contra, repudiándolas contribuiría a deslegitimarlas y, por consiguiente, a destruirlas. Y uno no puede beneficiarse de la ley mientras actúa en su favor y rechazarla cuando decide algo que no le gusta, porque con las leyes se ha cerrado un pacto y este pacto no se puede romper a nuestro antojo.
Tengamos en cuenta que Sócrates no era un hombre de Gobierno, porque entonces debería haber dicho mucho más. Y que por ejemplo –si se creyera en el derecho de ignorar las leyes que no le gustaban– como hombre de Gobierno ya no podría haber pretendido que los demás cumpliesen con aquellas que a ellos no les gustaban, y no cruzasen con el semáforo en rojo, no pagasen los impuestos, no saqueasen los bancos o (y es sólo una manera de hablar) no abusasen de menores.
Estas cosas Sócrates no las dijo, pero el sentido de su mensaje sigue siendo el que es, alto, sublime, duro como una roca”.